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Tema 38. La génesis de los valores morales: naturaleza y convención.

1. Introducción histórica y sistemática

1.1 Aproximación al concepto de valor

En las lenguas romances, la palabra “valor” tiene un sentido originario relacionado con la valentía o el coraje; en otras lenguas, las palabras equivalentes (value, Wert) remiten, por el contrario, al sentido económico del término: “valor o precio de una cosa” o “utilidad de la misma”. Frente a estos usos generales, la filosofía práctica viene empleando desde hace más de un siglo la palabra “valor” de un modo especializado.

La primera conceptualización especializada del “valor” se produjo a mediados del siglo pasado en el campo de la economía política, en relación con la diferencia entre “valor de uso” y “valor de cambio”. Todavía hoy el proceso de conceptualización económica de “valor” es objeto de una investigación filosófica que aclare cómo se produjo el paso de los hechos constatables (como son el intercambio de bienes por bienes o bienes por un precio) a la ficción del “valor de las cosas”. La importancia de este proceso reside en que en él se cifra lo característico del uso especializado del concepto; este uso remite al deber ser, frente a lo que es. Cuando se determina –en este sentido económico– el valor de un objeto, es posible formular juicios (de deber ser) del tipo «su precio (valor) en el mercado no corresponde con su “valor real”». Este tipo de juicio excede la mera descripción y da paso sutilmente a una normatividad ilegítima desde el punto de vista científico. No podemos decir todavía que un juicio como el del ejemplo sea un “juicio de valor”, pero sí representa un peldaño intermedio hacia éstos.

El primero en utilizar la calificación juicio de valor –que supuso el primer uso propiamente filosófico del término– fue el teólogo alemán Albrecht Ritschl, quien, inspirado en la distinción kantiana entre razón teórico y razón práctica, y en sus consecuencias (como la validez “práctica” de la religión y la fe, pese a su imposibilidad de contrastación o prueba teórica), habló de “juicios de valor” para referirse a aquellos juicios que, si bien carecen de fundamento teórico, están racionalmente justificados desde el punto de vista práctico. Estos juicios no se refieren al valor económico del objeto, ni a la relación del objeto con la preferencia de un sujeto, sino a su valor moral (práctico). Otros autores, como Rudolf Hermann Lotze y F. Nietzsche, utilizaron también el término “valor” procedente de la economía para referirse, por ejemplo, al “valor estético”, “religioso”, “moral”, etc.

En definitiva, desde mediados del siglo pasado se emplea en filosofía, de un modo cada vez más amplio, el concepto de “valor”. Ciertamente, los filósofos han discutido desde todos los tiempos sobre la naturaleza y el contenido del bien, lo correcto, lo obligatorio, la virtud, la belleza, la verdad, etc., y han emitido y examinado la validez de los juicios morales, estéticos, críticos, etc. Sin embargo, el término “valor”, que pertenecía al lenguaje común, no había sido objeto de un uso filosófico.

Situados ya en perspectiva filosófica, se impone la tarea de perfilar el sentido preciso del concepto y, en este punto, los autores coinciden en la dificultad que entraña el intento. En primer lugar, cabe hablar del valor en dos sentidos diferentes por la extensión del significado. Se puede definir el valor como un sinónimo del bien o lo correcto; en este caso, su campo semántico se reduce a la moral (e incluso a un modo concreto de entender la moral). Es un uso estricto o especializado del término. Por otro lado, se emplea “valor” para referirse en general a todo lo tenido por valioso: rectitud, bondad, belleza, verdad, etc., y se formulan juicios de valor sobre acciones estrictamente morales, o simplemente legales, convencionales, políticas, económicas, etc. Este es el uso amplio de “valor”, que, aunque incluye un ámbito que interesa a la filosofía moral, escapa, en su conjunto, a ella.

Más interesante que la constatación de este doble uso general/especial del “valor”, es el intento de discernir los sentidos en que lo emplean las distintas corrientes filosóficas (no en su extensión sino en su contenido). Porque aunque convencionalmente nos pusiéramos de acuerdo para ceñirnos al uso especializado (moral) de “valor”, aún así, las distintas concepciones de la ética conducen a conceptualizaciones no sólo divergentes, sino a veces contrapuestas. Estas concepciones del valor se pueden sintetizar en tres puntos de vista:

· Sentido subjetivo del valor: según este sentido, se predica un valor de una cosa indicando una cualidad que la hace ser más o menos preferida o deseada por un sujeto o por un grupo de sujetos. En este sentido habla K. Marx del “valor de uso” (refiriéndose a la utilidad que el objeto tiene para el individuo). También Adam Smith habla de “valor de uso” en un sentido parecido (aunque él se refiere preferentemente a objetos no susceptibles de intercambio comercial, como el aire o el agua del mar, que carecen, por tanto, de “valor de cambio”). En general las llamadas teorías subjetivistas del valor emplean el concepto en este sentido. Muchas de estas teorías son relativistas, pero no necesariamente se da esta asociación subjetivismo-relativismo axiológico, pues hay teorías subjetivistas que no son relativistas.

· El valor como categoría: en un sentido objetivo, el valor designa un carácter de las cosas que las hace merecedoras, en absoluto, de mayor o menor estima. A esta concepción subyace la idea de que las cosas no sólo difieran en cantidad, sino también en calidad, en excelencia (en valor, en definitiva). El valor sería –si adoptamos la nomenclatura aristotélica– uno de los géneros de la categoría de cualidad. Este es el sentido que más se asemeja al que han tenido “el bien”, “la belleza” o “la verdad” como categorías, a lo largo de la historia de la filosofía. Se puede afirmar que el valor ha sido considerado una categoría del ser desde Platón al menos, aunque la palabra no se adoptara hasta el siglo XIX.

· Sentido hipotético del valor: el valor puede considerarse también en sentido objetivo, como una categoría no absoluta, sino relativa o hipotética. Según este concepto, el valor se refiere a cierto carácter de las cosas que las hace ser aptas para satisfacer cierto fin (moral o de otra índole). El empleo de este sentido de “valor” en filosofía moral, típicamente utilitarista, supone optar por el materialismo ético y el cognitivismo (la posibilidad de conocer un fin de la ética y su relación con los mejores medios para alcanzarlo), pero evita la consideración de que las cosas poseen un “valor intrínseco” inmutable. Por otro lado, este sentido del término permite emitir juicios de valor relativos al fin propuesto y cambiantes incluso respecto de un mismo objeto. Por ejemplo, cabe afirmar que algo no es moralmente valioso, pero sí estéticamente, o desde un punto de vista meramente utilitario.

El empleo técnico de la palabra “valor” nació en el sintagma “juicios de valor”. Ahora, con las precisiones hechas, podemos explicar que los juicios de valor no se refieren al valor en sentido categorial absoluto (el segundo de los sentidos analizados). Un juicio de valor es un juicio que se refiere, bien al valor en sentido subjetivo, bien en sentido objetivo a título hipotético. Estos últimos forman el conjunto de losjuicios de valor por antonomasia, ya que son afirmaciones críticas sobre acciones u objetos basadas en su valor relativo como medios para alcanzar un fin moral dado.

1.2 La axiología como ciencia

La generalización del uso crítico-filosófico del concepto de “juicio de valor” a partir de la obra de Ritschl, ocasionó el renacimiento de la idea –ya presente en Platón– de que las cuestiones concernientes al bien, la virtud, lo correcto, lo bello, la verdad, etc., pertenecen a la misma familia, ya que todas se refieren al valor, al deber ser, no a los hechos positivos. Esta idea permitió el inicio de un discurso filosófico centrado no ya en alguno de los conceptos particulares de “deber ser”, sino en el concepto mismo de valor como objeto en general. Cuestiones relativamente alejadas, como la estética, la moral y la economía, comenzaron entonces a tratarse como parte de una teoría general del valor. Esta teoría maduró en dos seguidores de Brentano: Alexius von Meinong y Christian von Ehrenfels. Brentano, quien –por reacción al trascendentalismo kantiano– situó el fundamento de toda reflexión filosófica en la psicología (descripción de los fenómenos psíquicos) y desarrolló el concepto de intencionalidad, considera que la ética es el estudio de los afectos, actos psíquicos (intencionales por tanto) de preferencia o no-preferencia. Estos actos intencionales son el fundamento de su concepto de los valores: el valor es el objeto intencional del acto de preferencia. Su psicologismo (aún no fenomenológico) parece conducir al relativismo axiológico; sin embargo, Brentano se esforzó en fundar una teoría objetiva de los valores. Para ello diferenció entre la simple experiencia subjetiva de que algo es bueno y el acto de preferencia que se dirigeinevitablemente hacia algo en virtud de su carácter intencional. Esta preferencia que podemos llamar “objetiva” daría lugar a leyes axiológica precisas, que fueron el germen de la teoría general de los valores que habrían de desarrollar Meinong y Ehrenfels, y que habrían de influir, junto con su “visión de la filosofía”, en Husserl.

Husserl fue maestro de Scheler y Hartmann, quienes heredaron el método fenomenológico –que incluía, depurado, el concepto de intencionalidad y objeto intencional–, y popularizaron definitivamente la axiología al desarrollar teorías de los valores extraordinariamente complejas y precisas. La axiología se extendió por Europa y Latinoamérica como el modelo de pensamiento ético por antonomasia. Posteriormente, fue introducida en Estado Unidos por Urban, y desarrollada, entre otros, por Barton Perry y John Dewey.

La axiología o teoría general de los valores se configuró como la disciplina que se encarga de la estructura, clasificación y naturaleza de todos los predicados de valor. En un sentido estricto, la axiología es una parte de la ética, aunque en sentido amplio, puede considerarse una teoría filosófica que abarca muchas otras materias, en general todas aquellas que tienen un contenido que excede lo meramente descriptivo.

Cuando se habla de axiología en sentido amplio, es usual distinguir varios ámbitos del valor con sus fines y valores específicos. Entre ellos, la ética, cuyo fin es el bien y cuyos valores son los valores morales. Pero se incluyen muchos otros, como son, por ejemplo, la economía, cuyo fin es el bienestar y sus valores son los técnicos; el instinto, cuyo fin es la dicha y cuyo valor es el placer; la sociedad, cuyo fin es la justicia y cuyos valores son los del derecho; la estética, cuyo fin es la belleza y cuyo valor es el arte, etc.

Cuando se trata de la axiología en sentido estricto, como parte de la ética, no se habla de distintos “reinos del valor”, pues o hay varios valores éticos, sino sólo uno: el bien. Sin embargo, sí se hacen distinciones entre los distintos modos de “ser valioso” respecto al bien. Como ejemplo podemos recoger las distinciones que menciona C. I. Lewis. Él considera que el valor (moral) puede tomar las siguientes formas:

1. utilidad para algún propósito,

2. valor extrínseco o instrumental para realizar algún otro bien,

3. valor inherente, o bondad, que se detecta intuitivamente mediante la simple contemplación del objeto valioso,

4. valor intrínseco en cuando fin (c) y en cuanto medio (d),

5. valor en cuanto parte de un estado de cosas intrínsecamente valioso.

Como ejemplo de estos usos, Lewis cita que «un trozo de madera puede ser útil para fabricar un violín, un violín puede ser extrínsecamente bueno al proporcionar los medios para hacer música, la música puede ser inherentemente buena si el oírla produce placer, la experiencia de escuchar música puede ser intrínsecamente buena o valiosa si es placentera por sí misma y además buena como parte de otro estado de cosas si permite pasar una noche o un fin de semana feliz».

1.2.1 Teorías del valor normativas

Las teorías del valor que adoptan un punto de vista normativo afirman el valor de determinado objeto o estado de cosas, y tratan de justificar racionalmente esta afirmación. Se distinguen básicamente por el valor que proponen como fin o ideal de la acción moral, que puede ser el bien, lo obligatorio, lo bello, el placer, la felicidad, etc. Una primera división se da entre teorías monistas y pluralistas. Las teorías monistascifran lo máximamente valioso en un único objeto. Entre las teorías monistas que más influencia han tenido están el hedonismo, que propone como máximo valor el placer (representado por Epicuro y, en un sentido más elaborado, por Hume o Bentham) y otras doctrinas anti-hedonistas, cuyo ideal es la felicidad vista como excelencia o perfección (cuyos representantes pueden ser Aristóteles, la escuela estoica y la tradición teológico-cristiana). Frente al monismo, las teorías pluralistas sostienen que el bien posee diversos contenidos absolutamente distintos e irreductibles, tales como el placer, el conocimiento, la experiencia estética, el amor, la belleza, la verdad, la armonía, la amistad, la justicia, la libertad, la independencia. Los monistas valoran estos bienes sólo en cuanto contribuyen al placer o a la excelencia o virtud, mientras que los pluralistas los consideran valiosos en sí mismos.

De una u otra forma, las teorías normativas sobre el valor tratan de establecer un criterio definitivo para la acción, prescribiendo –mediante la proposición de fines morales– un comportamiento moral determinado.

1.2.2 Teorías del valor metanormativas

Son aquellas teorías del valor (o partes de las mismas) que se encargan de cuestiones que no tienen que ver directamente con la acción moral o con el juicio de valor, sino con la naturaleza misma del valor (y el acto de valoración) y con la validez o justificación de las afirmaciones valorativas. Las teorías metanormativas fundamentan y a la vez someten a crítica a las teorías éticas normativas.

La parte metanormativa de la axiología nos interesa especialmente, porque en sus distintas versiones logra arrojar alguna luz sobre dos aspectos que serán fundamentales para nuestro tema: la naturaleza del valor y el modo de justificación de los juicios de valor. La opinión que se mantenga sobre la naturaleza del valor condiciona la tesis sobre su génesis u origen –y se identifica a veces con ella. Por otro lado, si se mantiene una posición convencionalista o relativista en torno a la naturaleza del valor, la justificación de los juicios valorativos se convierte en un arduo problema: el fundamento de su validez ha de establecerse mediante una teoría convencionalista suficientemente fina y elaborada, o bien se ha de asumir que carecen de validez en sentido normativo.

2. Naturaleza del valor

El punto de partida para considerar la naturaleza del valor es la constatación de que el valor (o el bien) representa una propiedad. En los juicios de valor estamos adscribiendo propiedades a objetos o clases de objetos, y ello es así aún cuando simplemente estemos formulando una preferencia o manifestando nuestro favor o disgusto respecto a cierto objeto. Esos juicios a favor o en contra presuponen una propiedad en el objeto (por muy relativa al sujeto que queramos considerarla). En este sentido, los juicios de valor son descriptivos o factuales, pues adscriben propiedades a objetos, y esa adscripción puede ser verdadera o falsa (corresponder o no a la realidad del objeto). Las principales corrientes filosóficas de finales del siglo XIX y principios del XX aceptaban estas afirmaciones, con lo que se adherían a alguna forma de cognitivismo ético, pues si los valores son propiedades de los objetos, es posible conocerlos.

Ahora bien, sobre qué tipo de propiedad representan los valores se mantenían posiciones muy distintas, que influían poderosamente en el modo de concebir la posibilidad y modo de conocimiento de los mismos y sus consecuencias prescriptivas. Para empezar, una corriente –que denominaremos naturalista– sostenía que la propiedad a que se refiere el valor es natural o empírica y, por tanto, susceptible de ser reconocida en la experiencia. Frente a los naturalistas, corrientes más “metafísicas” sostuvieron que los valores son propiedades reales, pero inasibles por la experiencia debido a que su realidad no consiste en “ser”, sino en “valer”. Independientemente del punto de vista naturalista o metafísico que se adoptase, el valor se definió, bien como una propiedad relacional, bien como una propiedad objetiva o absoluta, dando esta distinción lugar a dos opciones fundamentales respecto a la naturaleza del valor en el seno de los cultivadores de la axiología.

2.1 El subjetivismo y relativismo axiológico

Quienes concebían el valor como una propiedad relacional bebían en fuentes tan venerables como Aristóteles. En efecto, Aristóteles distinguió claramente las categorías de cualidad y relación, así, al inicio del capítulo 4 de Las Categorías escribe:

De las cosas dichas sin combinación alguna, cada una de ellas significa o sustancia, o cantidad, o calificación, o un relativo (1b)

Aristóteles consideró las disposiciones morales como un género de la categoría de cualidad, si bien es cierto que no llegó a tenerlas por absolutamente relativas. Recordemos que al hablar en concreto de las categorías de cualidad cita:

Las calificaciones admiten también el más y el menos; en efecto, de una cosa se dice que es más o menos blanca que otra, y más justa que otra. Además ella misma puede tomar incremento (puesto que lo que es blanco puede llegar a ser más blanco); ahora bien, esto no es así en todos los casos, sino en la mayoría; en efecto, resulta dudoso si se dice que una justicia es más que otra y lo mismo por lo que respecta a las demás disposiciones (Cat., 10b)

En todo caso resulta evidente que Aristóteles rechazó el objetivismo platónico (basado en la cognoscibilidad de las Ideas) e inició una tradición que, si bien no admite siempre el calificativo de relativista, puede denominarse –en la mayoría de sus representantes– subjetivista. Los primeros axiólogos parecieron asumir sin discusión que el valor posee un carácter subjetivo, e incluso psicológico. Sólo un desarrollo posterior de la axiología, fuertemente influido por el método y la metafísica fenomenológica, afirmó el objetivismo de los valores.

Al decir que los valores tienen un carácter subjetivo, o que representan una propiedad relacional de los objetos, les atribuimos un ser relativo, pero ello no significa que se consideren cambiantes, o dependientes del sujeto que formula el juicio de valor –al menos no en todas las formas de relativismo. El relativismo en los valores no niega que éstos existan, ni que las cosas posean un valor, simplemente defiende que tal valor de las cosas no puede considerarse independiente de los intereses, deseos, o sentimientos de los hombres; pero en la medida en que tales intereses, deseos o sentimientos sean constantes o universalizables, es posible desarrollar una axiología con pretensiones científicas.

2.1.1 El relativismo intelectualista

El relativismo intelectualista consiste en la tesis de que los valores son relativos al conocimiento de los fines humanos. Los valores serían propiedades identificables y cognoscibles, pero no pertenecen a los objetos, sino que se predican de ellos en función de su utilidad como medios para alcanzar los fines del hombre –lo cual supone cierto materialismo y cognitivismo ético previo–. Que el valor sea relativo al conocimiento de esos fines y no a los fines mismos –que se consideran objetivos y universales– es debido a que el valor se hace depender del acto psíquico de valorar o estimar, conexo con el acto cognoscitivo (referido a los fines): al igual que el acto de conocimiento remite a un bien, el acto de valoración remite a un valor. Esta dependencia mantiene el psicologismo (origen psicológico en última instancia de la valoración y el valor) característico de la filosofía de Brentano.

2.1.2 Relativismo voluntarista

Entre los relativistas destaca Christian von Ehrenfels, especialmente por haber desarrollado las ideas de Meinong. Si Meinong había establecido una muy estrecha relación entre el valor y la valoración (como acto psíquico), Ehrenfels consideró que el valor tiene su fundamento en el deseo: lo valioso es deseable o, dicho más crudamente, valoramos las cosas porque las deseamos. Esta concepción del valor ha sido denominada por Luis Farrérelativismo voluntarista. No negamos que Ehrenfels se mantuvo apegado al subjetivismo de Brentano y Meinong, pero es posible hacer dos precisiones: en primer lugar, Ehrenfels no afirmó que consideremos algo como valiosos si y sólo si es deseable. Este matiz desliga la concepción de Ehrenfels de un relativismo absoluto que hiciera depender el valor de las voliciones de cada sujeto. El nexo entre deseo y valor es inherente a la naturaleza misma del valor, de modo que, ciertamente, el deseo determina el valor, pero no de un modo contingente, sino necesario, con lo que existen las condiciones para una auténtica teoría de los valores. Una segunda precisión se encamina a deshacer la posible identificación de la teoría de los valores de Ehrenfels con cierta forma de utilitarismo. Una lectura utilitarista de la teoría de Ehrenfels sostendría que los valores objetivan o representan lo útil para cada sujeto (ya que lo que se desea es aquello que maximiza la utilidad). Sin embargo, Ehrenfels afirma que el carácter deseable de un valor no significa que sea útil para nosotros, pues podemos desear algo que no es útil.

Una forma más radical de relativismo voluntarista es la de Ralph Barton Perry. Para él, el valor está totalmente condicionado a los actos emocionales del sujeto. El valor de un objeto consiste en su cualidad conmovedora (en su capacidad para suscitar sentimientos de agrado o desagrado en un sujeto), pero esta cualidad no se halla en el objeto, sino que consiste en el acto mismo de atraer o agradar (o de repugnar o desagradar). Tal posición le podría haber conducido a un “egoísmo moral” en el sentido de hacer depender el valor de los sentimientos o emociones de un sólo individuo. Sin embargo, Perry compensó el relativismo de su planteamiento con la apelación a las voluntades y sentimientos en general, y no sólo a los de quien juzga.

2.1.3 Relativismo vitalista y personalista

Si el relativismo atemperado de Perry escapa a duras penas de la acusación de egoísmo moral, que invalidaría la teoría de los valores, el vitalismo y personalismo de Bergson o de Wilhelm Stern no lo logran en absoluto, imposibilitando cualquier teoría axiológica que pretenda una validez no ficticia para más de un individuo. Bergson y Stern afirmarían sin reticencias que el mundo de los valores es cambiante, pues los valores dependen solamente del impulso emocional subjetivo momentáneo, que provoca una volición o responde a una satisfacción. Bergson no negaría, no obstante, toda objetividad a los valores morales, ya que los define, en un primer nivel, como una “imposición social”. Tal imposición –objetiva para el agente– proviene de la objetivación de los valores que, en su inicio, fueron producto de las emociones de un sujeto. En definitiva, el valor se remite siempre a una persona concreta. Por eso, el grado de objetivación social no impide que los valores acaben variando a lo largo del tiempo. El personalismo y el vitalismo representan el relativismo axiológico extremo.

2.1.4 Otras formas de relativismo: Santayana y Ortega

Santayana parece adherirse unas veces al relativismo intelectualista, otras al voluntarista y otras al personalista. Sus reflexiones reflejan una larga evolución, a cuyo final sostuvo que el valor es una cualidad natural indefinible, que se adscribe justificadamente a aquellos objetos que deseamos o disfrutamos. A Ortega se le ha adjudicado un relativismo intelectualista que, sin embargo, no encaja bien ni con su filosofía perspectivista y vitalista, ni con su enorme admiración por Scheler, en quien veía a uno de los más profundos pensadores europeos. Coherente con su filosofía sería un relativismo de corte bergsoniano; coherente con su fidelidad al método fenomenológico y a Scheler sería cierto objetivismo axiológico. Y efectivamente, el pensamiento de Ortega unifica ambas concepciones. La concepción orteguiana del valor parte de dos supuestos fundamentales: la realidad del hombre como distinta (y enfrentada) al resto de la realidad y la “bondad” de la realidad a la que se halla sometido. El hombre se presenta como una realidad diferente al mundo que percibe, la diferencia estriba en un “carácter moral” (evidenciado en la libertad, el deseo, etc.) que el hombre posee. Por otro lado, Ortega cree descubrir un prius ontológico a la definición subjetivista del valor como el objeto de valoración o estima. Esta relación intencional está precedida necesariamente por una aprehensión de la realidad. Y en esa aprehensión, la realidad ya se nos ha actualizado como buena. De este modo, Ortega es capaz de articular el historicismo que parece afectar a los valores con el universalismo del que podía presumir la ética material de los valores de Scheler y Hartmann.

2.2 El objetivismo axiológico

Frente a la variedad de doctrinas subjetivistas y, en cierto modo, relativistas, que hemos analizado, otros cognitivistas pensaron que el valor es una propiedad metafísica que no puede, por tanto, ser observada en la experiencia ni ser objeto de una ciencia empírica. En general, esta posición se ha asociado con la idea de que el valor es una realidad que se halla en las cosas mismas, con independencia del sujeto cognoscente o “sentiente”.

Ejemplos de definiciones metafísicas, materiales, del valor son las de Platón, quien lo concebía como lo verdaderamente real; Hegel, que sólo consideraba valioso lo ontológicamente perfecto o los teólogos voluntaristas, que definen el valor como lo querido por Dios. Otros filósofos sostendrán que el valor intrínseco es una propiedad indefinible (además de no-natural y no-empírica), diferente de las cualidades o categorías descriptivas habituales. Esta corriente de pensamiento, que representa todo un modo de entender la ética, se denomina intuicionismo, debido a que la negación del naturalismo y el descriptivismo axiológico les lleva a postular que es posible una aprehensión directa (intuitiva) de los valores morales. Entre ellos, además de Platón, cabe incluir a éticos como Sidgwick, Moore, Ross, Scheler y Hartmann. Piensan que el valor pertenece a los objetos independientemente de que los deseemos o valoremos, e incluso independientemente de la actitud de Dios hacia ellos. Sidgwick y Ross afirman que el valor es objeto de intuición intelectual; sin embargo, el intuicionismo platónico más conocido y desarrollado es el defendido por Scheler y Hartmann, que, salvando la escisión kantiana entre sensibilidad y razón, remite a un “órgano o sentido moral”, capaz de intuir directamente el valor moral objetivo. Scheler y Hartmann se consideran los padres de la axiología debido tanto al gran desarrollo de sus respectivas éticas de los valores como al número de seguidores que encontraron en todo el mundo filosófico.

2.2.1 Antecedentes de la obra de Scheler

Una importante clave del desarrollo de la ética material de los valores se encuentra en el concepto de “intencionalidad”. La intencionalidad caracteriza, según Brentano, la conciencia: todo acto psíquico es “intencional”, es decir, está siempre dirigido a un correlato objetivo. Aunque éste no sea “real”, es algo objetivamente “dado”: a todo oír corresponde algo “oído”. Esa correlación distingue a los fenomenólogos psicológicos de los físicos, en los que no existe nada semejante.

Los actos valorativos tienen también correlatos objetivos. Todo juicio, a diferencia de la mera “representación”, tiene una doblereferencia intencional a su respectivo objetivo, ya que no sólo lo “representa”, sino que, además, lo “reconoce” o lo “rechaza”. Reconocimiento y rechazo son actos opuestos: sólo uno de ellos, en cada caso, puede ser “correcto”. La contraposición entre lo bueno y lo malo es comparable a la que existe entre lo verdadero y lo falso. “Verdadero” es aquello cuyo “reconocimiento” es correcto; “bueno” es lo correcto desde el punto de vista emocional, es decir, del “amor”: es lo correctamente amado. Aquí podría hablarse, pues, de un “objetivismo axiológico”. La teoría axiológica de Brentano es “objetivista” en el sentido de que afirma la posibilidad de un “valorar” correcto. El amor efectivo no demuestra que lo amado sea “digno” de serlo, del mismo modo que el reconocimiento efectivo no demuestra que algo sea “verdadero”. Existen, en uno y otro caso, también “juicios ciegos”, que pueden provenir de prejuicios o de la confianza en la mera percepción exterior, o, en el campo emocional, de impulsos instintivos o consuetudinarios. Pero tenemos, “por naturaleza” también un gusto por la “intelección clara” (y un disgusto por el error y la ignorancia), que es el analogon de la evidencia en el ámbito de lo lógico, y que puede tomar la forma de “amor correcto”. Los actos guiados por ese gusto especial nos proporcionan un conocimiento de lo “bueno”.

Esta teoría se aplica asimismo al concepto de lo “mejor”, que puede explicarse, según Brentano, mediante los fenómenos del preferir y mediante algo que es exclusivamente propio de lo emocional: la gradación. En los juicios lógicos, algo es “verdadero” o “falso”, pero no “más verdadero” o “más falso”. En lo emocional, en cambio, lo “bueno” puede ser “más bueno” y lo “malo”, “más malo”. “Mejor” es precisamente algo “bueno que es “más bueno” que otro algo bueno, es decir, que es “preferible” a esto último. El “preferir” correspondiente puede también calificarse como “correcto”. Las preferencias “correctas” prefieren lo “bueno” a lo “malo” y lo “mejor” a lo “peor”, así como la “existencia” de lo “bueno” a su “no existencia”, y la “no existencia” de lo “malo” a su “existencia”, etc. Se determinan así “axiomas axiológicos”.

Por su parte, en Ideas I Husserl define el valor como “correlato intencional del acto valorante”. El valorar es también un acto intencional, que “mienta” algo y tiende a una “evidencia”. Los actos emocionales –entre los que se hallan los actos valorativos– son según Husserl actos “fundados”, es decir, presuponen actos de otro tipo, a saber, actos “dóxico-teóricos” (como percibir, representar, recordar, fantasear, etc.). Éstos son la base imprescindible para actos como valorar, desear, decidirse, obrar, etc. Se trata entonces de vivencias con varios “estratos” noético-noemáticos. El estrato del valorar, por ejemplo, puede faltar, o suprimirse, sin que el resto pierda su carácter de vivencia intencional unitaria y completa. Los estratos superiores son “fundados”; los inferiores, “fundantes”. De acuerdo con esto, los valores son también “objetos fundados”. Así como las verdades corresponden a los actos cognoscitivos, los valores corresponden a los actos valorativos. La lógica resulta así un “hilo conductor”, es decir, la regla de la experiencia, que posibilita la investigación sistemática de las leyes formales que rigen en la esfera emocional. Entre tales leyes están las leyes axiológicas, condiciones de posibilidad de un valorar “correcto”. Hay formas “racionales” de valorar y de preferir: una “alegría racional”, por ejemplo, es aquella que se siente cuando se tiene la certeza de que algo valorado positivamente existe realmente. Semejante alegría tiene su fundamento (por el cual es racional) en el “ser real” de un valor que es su correlato. El “alegrarse” es, en este caso, una norma del valorar correcto.

Husserl defiende, así, no sólo un “objetivismo”, sino también un “apriorismo” del valor, ya que la correlación entre valorar y valor está pensada como adjudicando a éste el carácter “originario” y a aquélla un carácter “reflexivo”. El valor es lo “sentido” en el valorar, de modo que no puede hallarse en el sentimiento.

El fenómeno de la intencionalidad permite demarcar un ámbito axiológico objetivo, cuyos contenidos son “experimentados”, pero no “inventados” por el sujeto. La “objetividad” axiológica se prueba, según Husserl, mediante el “principio del cuarto excluido”. En lo axiológico no hay sólo dos posibilidades (verdadero y falso) como en lo lógico, sino tres (positivo, negativo y neutro), y sólo tres, es decir, que en caso de cada valoración, si, por ejemplo, la positiva es válida, las otras dos no lo son, etc. Junto a la axiología “formal” es posible una “material”, que presupone un “a priori material” y tiene que determinar las clases fundamentales de valores en el sentido de una ontología regional.

2.2.2 Max Scheler: la moralidad “a espaldas de la acción”

En El formalismo en la ética y la ética de los valorespretende Scheler lograr una fundamentación de la ética que constituya una continuación de la ética de Kant, pero que al mismo corrija los presuntos “errores” derivados del “formalismo” ético kantiano. Continuar la ética de Kant significa, para Scheler, admitir, ante todo, que las éticas materiales empíricas (“de bienes y de fines”) han quedado definitivamente refutadas por Kant. Corregir sus errores equivale, a su vez, a superar los “prejuicios” que estaban más o menos expresos en Kant acerca de todaética “material”, es decir, el creer que toda ética “material” (y no sólo las empíricas) es necesariamente: 1) de “bienes” y de “fines”, 2) de validez meramente inductiva y a posteriori, 3) del éxito, 4) hedonista, 5) heterónoma, 6) inherente a la legalidad del obrar y no a la moralidad del querer, 7) incapaz de fundamentar la dignidad de la persona, y 8) un modo de derivar la explicación de los fenómenos éticos al “egoísmo instintivo” del hombre. El intento de la obra es mostrar que hay por lo menos unaética material en la que esos prejuicios son falsos: la ética material de los valores. Kant había identificado lo a priori con lo formal y lo racional; Scheler elabora una ética a priori, pero material y emocional. Material, porque tiene a los valores como sus contenidos. Emocional, porque afirma que los valores se aprehenden en actos intencionales emocionales.

Según Scheler, los valores son esencias, hechos fenomenológicos, distinguibles tanto de los hechos naturales como de los hechos científicos. Los hechos naturales, según Scheler, se dan en la visión natural del mundo, o sea, en la actitud habitual, cotidiana, y se captan por medio del conocimiento sensible. Los hechos científicos requieren en cambio una actitud científica: para captarlos se opera por medio de una simbolización del mundo, que produce esos hechos como abstracciones. Los hechos fenomenológicos, finalmente, son los más concretos de todos, porque son el contenido directo de la vivencia. Se captan sólo en la “actitud fenomenológica”, que es inmediata y asimbólica. Equivalen tanto a datos puros, de carácter fundante respecto de todos los demás. Tal es el caso de los valores. Éstos son independientes, tanto de los “bienes” que son sus portadores, como de los “fines”, a los que apunta la voluntad. Los bienes y los fines, por el contrario, se fundansiempre en valores. Ahora bien, esta doble independencia de los valores es lo que constituye la “objetividad” axiológica, que equivale a su vez al a priori axiológico.

En cuanto hechos fenomenológicos, los valores se dan en una intuición inmediata. Por eso no pueden ser definidos ni demostrados, sino sólomostrados. Son, en cuanto cualidades puras, siempre objetivos, aunque sólo se realizan en los bienes. Scheler los llama también objetos ideales.

Para Scheler el apriorismo no es (contra Kant) necesariamente un sinónimo de formalismo. Scheler distingue la oposición a priori-a posteriori, que es, según él, absoluta, y que tiene que ver con los contenidosde conceptos y proposiciones, de la oposición “formal-material”, que es relativa y alude en cambio al grado de generalidad que ostentan tales conceptos y proposiciones. Las proposiciones lógicas y las proposiciones aritméticas, por ejemplo, son igualmente a priori, pero las primeras son formales con respecto a las últimas, y éstas son materiales con respecto a las primeras, aunque son a su vez formales con respecto a ciruelas y peras. Si se admite esto, se puede admitir también que hay un a priori material en aquellas proposiciones que, en relación con otras proposiciones a priori se refieren a un ámbito de objetos más especial.

Scheler rechaza también la identificación kantiana de lo a priori con lo “racional”. Contra ella señala la existencia de un contenido originario a priori de lo emocional. La limitación de lo apriórico a lo racional refleja en Kant el viejo prejuicio de que el sujeto humano se compone sólo de dos partes opuestas –razón y sensibilidad–. Por esa inadecuada separación de tales elementos, todo lo que no es razón le es adjudicado a la sensibilidad. Kant había fundado la ética en la razón práctica, con lo cual la voluntad pura aparece como un campo de aplicación de la lógica. Esto equivale, para Scheler, a desconocer el “contenido originario a priori” propio del querer. Además, Kant ubicaba lo emocional en la esfera sensible, esto es, fuera de la ética. Justamente contra esa concepción exige Scheler un apriorismo de lo emocional, en el que según él debería fundamentarse la ética. Contra lo que él llama “falsa unidad” del apriorismo y racionalismo, afirma la posibilidad de una ética emocional, que no es necesariamente empirista, ya que los valores no se conocen por inducción, sino a través de una intuición axiológica. Los actos emocionales tienen un contenido a priori, tan independiente de la experiencia inductiva como lo son las leyes puras del pensar y en el que hay, como en éstas, una evidencia fenomenológica.

En la axiología de Scheler se reconocen distintos tipos(que él llama “modalidades”) de valor, así como diversas relacionesentre ellos, y una de esas relaciones es la de “jerarquía”: unos valores son superiores y otros inferiores. Los valores morales quedan fuera de la tabla jerárquica que abarca las otras modalidades de valor, a las que cabe llamar, genéricamente, “valores extramorales”. Lo que la ética material de los valores descubre es el hecho de que toda valoración moral presupone necesariamente valoraciones extramorales.

El “conocimiento moral” es el conocimiento del lugarespecífico que corresponde a un valor extramoral dentro de la tabla jerárquica. Ese conocimiento, según Scheler, se logra en los actos emocionales intencionales del “preferir” y del “posponer”. En el preferir se capta el “ser superior” de un valor respecto de otro(s), y en el posponer el “ser inferior”. El preferir y el posponer son actos fundantes con respecto a los actos del “percibir sentimental”, en los que se capta el valor qua valor, la específica cualidad axiológica. El preferir no debe confundirse con el “elegir”, que es siempre un acto de la tendencia, y también se funda en un preferir (puede haber preferencia sin elección, pero no a la inversa). El ser superior de un valor se da en el preferir (y sóloen el preferir), si bien esto no significa una identificación del preferir con el ser superior de un valor: un valor no es más alto porque es preferido, sino a la inversa; es preferido porque es más alto. Ser “más alto” o “superior” es una relación que reside en la esencia de los respectivos valores.

Los valores morales (que Scheler llama “bueno” y “malo” no están en la tabla jerárquica, y por tanto no pueden ser objeto del preferir (aunque son, como todos los demás valores, materiales y captables en el percibir sentimental). La verdadera clave de la ética de Scheler está en su afirmación de que el valor moral se da en la coincidencia del valor “intentado” con el valor “preferido”. En otros términos, un acto de voluntad tiene valor moral cuando apunta a la realización del valor extramoral preferido (= captado como superior). Con independencia de que tal realización se logre efectivamente, esa coincidencia realiza el valor moral. Los valores intentados son siempre valores extramorales; el valor moral es el valor de la intención. Los valores morales, por encontrarse fuera de la tabla jerárquica, no son valores preferibles. Por tanto, no es moralmente lícito intentarlos, no es moral apuntar a la realización de lo moral.

2.2.3 Nicolai Hartmann: el platonismo axiológico y la “antinomia ética fundamental”

Hartmann coincide con Scheler en que hay que procurar, como Kant, una fundamentación apriórica de la ética, y, por tanto, rechazar toda forma de empirismo en ese ámbito. Sigue también a Scheler en la idea de que, contra Kant, la ética tiene que ser “material” y “emocional”. Sin embargo, la ética hartmanniana está en buena parte concebida y construida como una polémica con Scheler.

Hartmann dice que los valores tienen la “manera de ser” de las “ideas platónicas” y que pertenecen a “otro reino”, intuible espiritualmente, pero físicamente invisible e inasible, descubierto por Platón. Entiende que esto mismo equivale a sostener que “los valores son esencias”. La objetividad axiológica constituye en Hartmann una suerte de “independencia”: los valores son independientes, no sólo de los sujetos valorantes, sino también de los bienes que son sus portadores. Más aún: los valores son condiciones de posibilidad de esos bienes y, además, condiciones de posibilidad de todos los fenómenos éticos en general.

Hay una específica “relatividad” de los valores de bienes que es admitida por Hartmann. Pero ésta no tiene nada que ver con la que afirman las distintas formas de relativismo. No significa que los valores dependan de la arbitrariedad del sujeto: es la relatividad a la “persona en cuanto tal”, no a la persona en cuanto sujeto valorante. Aun cuando un “bien” siempre es valioso “para” un sujeto, éste no es el que determina ni otorga ese valor, sino que es simplemente un punto de referencia de la relación. Ese “para” es comparable al que se presenta también en las leyes geométricas, mecánicas o fisiológicas, que rigen, respectivamente, para figuras espaciales, para cuerpos reales o para organismos. En un sentido semejante, también la conciencia axiológica, que sólo puede existir en un sujeto, está sometidaa las leyes del ser valioso o contravalioso.

En el caso de los valores morales existe una peculiar relatividad en tres sentidos:

1. La de los valores de bienes vinculados al valor moral (éste es indirectamente un valor de bien: por ejemplo, la virtud es un bien para otras personas)

2. La relatividad a las personas en cuanto objetos de la conducta moral

3. La relatividad a las personas en cuanto sujetos (portadores de valores morales).

Ninguna de estas formas de relatividad afecta a los valores mimos, que son absolutos.

Todos los valores son esencias absolutas, tienen un ser-en-sí ideal, y configuran un reino de valores, que está “más allá de la realidad” y “más allá de la conciencia”. Este ser-en-sí ideal de los valores es el punto clave de la objetividad axiológica. En cuanto ser-en-síse contraponen al sujeto, es decir, son independientes de su “ser-aprehendidos” por éste. En cuanto ideales, se contraponen a lo real, o sea, a todo lo que está sometido al cambio temporal. Pero los valores se distinguen, además, de los otros objetos ideales (los lógicos y los matemáticos), que no tienen carácter de deber-ser, y que dominan la realidad, por ejemplo, a manera de leyes naturales. Los valores se presentan al hombre como exigencias, y no se cumplen por sí solos, sino que necesitan la mediación del espíritu humano.

El objetivismo axiológico de Hartmann es a la vez un apriorismoaxiológico. Los valores serían, según Hartmann, válidos a priori aun cuando toda valoración fuese subjetiva y arbitraria. Incluso en ese caso, los valores constituirían lo previo; serían los patrones de medida, no lo medible; representarían “el presupuesto de toda tendencia y de todo deseo, aquello a través de lo cual algo es deseable”.

3. Justificación de la validez de los juicios de valor

Los juicios de valor tienen un carácter indirectamente prescriptivo pues, aunque no son mandatos directos, remiten a un deber ser, por referencia al cual se formulan. En tanto que juicios de “deber ser” no meramente formales, están prohibidos por la falacia naturalista, y requieren una justificación metafísica. La fundamentación de la validez de estos juicios responderá a la concepción del valor que mantiene cada escuela ética, y a la vez servirá para explicitar cuál es el origen de los valores morales, ya que la validez de los juicios de valor habrá de depender de si se considera que los valores tienen un origen natural o convencional.

3.1 La visión objetivista

La cuestión sobre la validez de los juicios de valor es poco relevante para los objetivistas. Amparados en grandes sistemas metafísicos y éticos (como la Ética Material de los Valores de Scheler y Hartmann), la validez de los juicios de valor está garantizada por la existencia de los valores como esencias ajenas al sujeto valorante. El problema deja de ser lógico-legal (sobre la validez del juicio) para convertirse en epistemológico (sobre el conocimiento del valor-esencia o el valor-idea). Y, admitida la intuición como vía de conocimiento del valor, el problema se desplaza de nuevo, esta vez hacia la psicología racional o trascendental.

Así pues, Scheler y Hartmann y los demás filósofos intuicionistas consideran autoevidentes los enunciados valorativos primarios, basados en datos de la intuición. La distinción entre enunciados valorativos primarios y secundarios constata el hecho de que, en muchas ocasiones, los juicios de valor se formulan sobre objetos no en cuanto ellos mismos son valiosos, sino en cuanto valen como medios para alcanzar un fin que es considerado valioso. Estos enunciados valorativos sobre los medios en general se denominan secundarios, y no proceden sino indirectamente de datos de la intuición, pues su origen directo son datos de la experiencia. Los juicios valorativos secundarios necesitan ser justificados argumentativamente, más no así los primarios.

El objetivismo naturalista –que defiende que los valores son cualidades empíricas de las cosas– está de acuerdo con la postura de la Ética Material de los Valores en lo que concierne a los enunciados valorativos secundarios, pero negará que los primarios sean autoevidentes. Su postura es que estos enunciados se pueden probar empíricamente o deducirse mediante el análisis.

3.2 La visión subjetivista

Frente a los intuicionistas y naturalistas, que consideran que los enunciados valorativos primarios son autoevidentes o empíricamente demostrables, el subjetivismo intelectualista o voluntarista, descriptivismo, psicologismo y personalismo no pueden sustentar tales convicciones. Las opiniones se extienden desde la negación de toda validez objetiva-normativa a los juicios de valor hasta su justificación racional (pragmática principalmente).

Los subjetivistas coinciden en validar los juicios de valor apelando a un argumento de tipo convencionalista, per difieren en el argumento concreto, de modo que podemos hablar de diversas clases de convencionalismo moral:

1. El subjetivismo voluntarista cifrará la validez de los juicios de valor en el hecho de que los seres humanos tienen una estructura volitiva semejante, que refleja la objetividad de ciertos fines humanos en general. Este argumento parte del subjetivismo como dato empírico, pero explica la coincidencia de los deseos y fines humanos traspasando las fronteras del subjetivismo.

2. Cierto voluntarismo extremo, como el de Perry, puede calificarse de no-cognitivista, pues remite el origen de los enunciados valorativos a las emociones del sujeto, pero salva el anarquismo moral con una apelación a ciertas convenciones intersubjetivas válidas, que denotan que hay “sentimientos generales”. Estas convenciones serían del tipo “lo que da placer es bueno”, y garantizarían nuestros argumentos sobre lo bueno en general. Los juicios de valor extraerían su validez de estas convenciones intersubjetivas básicas.

3. La opinión mayoritaria entre los relativistas es que, aunque las actitudes, recomendaciones, compromisos, convenciones y valoraciones en general no puedan ser probadas inductiva o deductivamente, sí pueden ser racionales o racionalmente justificadas. Tal justificación se basaría en una concepción fundamentalmente pragmática (y universalista) de la racionalidad y la acción moral.

La justificación convencionalista de los juicios de valor no implica necesariamente que lo que vale sea lo que “mayoritariamente es aceptado como valioso”. Los juicios de valor pueden muchas veces reclamar justificadamente un valor minoritario. El convencionalismo se refiere más exactamente al modo de validez de los enunciados valorativos primarios, que no pueden darse como autoevidentes. Estos enunciados han de fundarse en la coincidencia intersubjetiva sobre determinados puntos básicos, como es “el elenco de valores irrenunciables para toda persona”, o “el contenido mínimo del bien”, etc. Ahora bien, una vez establecida la validez convencional de los enunciados evaluativos primarios, cabe formular juicios de valor críticos con la “opinión mayoritaria”, es decir, el convencionalismo no significa algo así como una “democracia moral” ni tiene nada que ver con el subjetivismo emotivista.

3.3 Emotivismo y análisis

Es característico de algunos emotivistas y existencialistas afirmar que los juicios de valor son arbitrarios, irracionales y que carecen de cualquier posible justificación racional. Tal postura supone una crítica radical a la ética en general y se encuentra abocada a explicar qué son entonces los juicios de valor (ya que, según el emotivismo no son lo que pretenden ser, esto es, enunciados normativos).

En los años cincuenta y sesenta muchos filósofos –analíticos y existencialistas– trataron de responder a esta cuestión desde una posición anti-cognitivista y anti-descriptivista. Adoptaron la opinión de que los predicados de valor no representan propiedades ni naturales ni metafísicas, y que los juicios de valor no son enunciados que adscriban propiedades a objetos, sino que tienen otra clase de sentido o función. Aunque sus teorías son variadas, en general afirman que los juicios de valor son expresiones de actitud, emoción o deseo, e instrumentos para provocar las mismas actitudes en otros. Tesis de este tipo fueron defendidas por Ayer o Russell. Otros autores, como Toulmin y Hare, han sostenido una tesis llamada prescriptivismo, pues no creen que los enunciados valorativos tengan como fin expresar emociones o tratar de influir en la conducta de otros, sino guiar la acción, mediante prescripciones. Tales prescripciones no se confunden con meros mandatos o imperativos procedentes de la voluntad de un individuo, pues han de poder ser universalizables. Pero genéticamente sí remiten a la voluntad o al menos a un “interés práctico” subjetivo.

4. La pregunta por el origen de los valores morales

4.1 Origen social y origen natural de la ley moral

La pregunta por el origen de los valores morales se formuló por primera vez en la Atenas clásica. Los sofistas aportaron el grado de reflexión y distanciamiento necesario para cuestionar el origen de las leyes morales heredadas. La conceptualización de la distinción entre physis ynomos sirvió como marco teórico para el primer intento de explicación filosófica del origen de la moralidad. Los sofistas reducían la moralidad y la costumbre a nomos, que aquí significa lo convencional y, por ende, lo cambiante. La moral era considerada parte de la cultura y de la sociedad, y relativa a ella. La explicación sofística sobre el origen convencional de la moralidad fue la primera crítica seria a la misma, pues el convencionalismo era entendido unas veces como la voluntad del poderoso impuesta por la fuerza, otras como la voluntad de los débiles, impuesta frente a los aristócratas, otras, en fin, como un asentimiento a ciertas normas esenciales de convivencia que podían ser obviadas en ausencia de testigos. El convencionalismo sofístico veía en la moral una máscara tras la que se ocultaban intereses particulares (individuales o de grupo), negando las convicciones clásicas sobre la objetividad de la misma.

Sin embargo, ya entre los mismos sofistas se advertía que hay ciertas leyes que nadie desobedecería aunque no tuviera testigos. Esas son las leyes de la naturaleza, las que recomiendan a cada uno hacer lo mejor y más necesario para sí mismo (lo prudente). Los mismos sofistas, críticos con la cultura, reconocían un ámbito normativo irreductible (aunque no moral): la naturaleza. Las leyes de la naturaleza, o las reglas de la mera prudencia, aconsejan mantener alguna forma de moralidad convencional como medio para armonizar los intereses divergentes en la sociedad. Esta será la única justificación de la moral para muchos sofistas.

Frente al ambiente escéptico que, en materia moral, prosperaba en la Atenas clásica se alzó la filosofía de Sócrates. La reflexión moral socrática y, sobre todo, platónica, consciente de que el relativismo sofístico conduciría a la descomposición total no sólo de cualquier comunidad política sino, paralelamente, del sentido moral en los hombres, buscó, a través de la dialéctica, el verdadero bien, la verdadera virtud, aquellos principios que, por estar fundados en el Ser, fuesen inconmovibles y prestasen un fundamento definitivo y atemporal a las normas morales.

Así, desde el inicio de la reflexión sobre la génesis de los valores morales, y aunque tal reflexión se presentara bajo otro nombre, ésta encontró dos modos de responder a aquella cuestión: o apelando a un fundamento convencional, social, relacionado con la necesidad de convivencia y la tendencia social de los hombres, o apelando a un fundamento ontológico fuerte, que hallaría en la esencia (racional) del hombre la causa objetiva del sentimiento moral y de la tendencia social misma. Según el primer punto de vista, el valor la moral es contingente, como demuestra la diversidad de culturas y de reglas morales que las rigen; según el segundo, hay en todos los hombres una tendencia racional hacia el bien a través del conocimiento. Según el primer punto de vista, las leyes morales que el individuo acepta como objetivas, provienen realmente de la sociedad concreta en que se educa, y son respetadas en última instancia por temor al sistema coactivo que la propia sociedad impone; según el segundo, los verdaderos principios de la conducta moral se descubren en la razón de cada individuo y exigen ellos mismos un asentimiento o respeto necesario.

Estos dos puntos de vista se aplican tanto a la ontogénesis como a la filogénesis de los valores morales; es decir, se aplican tanto a la génesis de los valores morales en los individuos como al origen de la moralidad en la especie (en la sociedad). Las investigaciones recientes en este campo han producido resultados intercambiables: los hallazgos sociales y antropológicos sobre el origen cultural de la moralidad han tratado de ser aplicados a la interiorización individual de los valores morales, mientras las teorías psicológicas del desarrollo moral han producido modelos que parecen adecuarse a la historia del nacimiento y evolución social de la moralidad.

Ciencias como la psicología educativa o la sociobiología han incrementado notablemente el conocimiento empírico sobre la naturaleza y origen de los fenómenos morales, hasta el punto de que la filosofía no puede ser ajena a sus progresos. Proponen modelos científicos que explican la génesis de los valores y el razonamiento moral en un momento en que la axiología parece haber dejado paso a otros modelos de ética en los que el concepto de valor moral no tiene tanta relevancia. La dialéctica que históricamente mantenían dos tradiciones filosóficas: el objetivismo y el convencionalismo morales parece haber sido suplantada por estas nuevas ciencias, que invaden el ámbito de la ética con el placet de los filósofos. Éstos toman los hallazgos empíricos como punto de partida o corroboraciones de sus sistemas normativos o metaéticos mientras los científicos hacen explícitos los presupuestos filosóficos de sus estudios y tratan de extraer las consecuencias últimas de sus descubrimientos para la ética.

4.2 Observaciones acerca de la génesis de los valores

¿Cómo adquieren los individuos sus normas éticas o su ‘experiencia ética’?. Las personas pueden diferir en sus repuestas éticas a las situaciones, o en su disposición para dar respuestas éticas de un tipo determinado en determinados tipos de situación.

Las influencias familiares. Es evidente que, de un modo u otro, las experiencias del niño en su hogar tienen una estrecha relación tanto con el contenido de sus valores como con la importancia que éstos tienen para él. Los puntos de vista de los distintos hermanos acerca de temas que implican cuestiones éticas se correlacionan de un modo que no es puramente casual, y lo mismo sucede en relación con los puntos de vista de hijos y padres.

El niño acepta inicialmente lo que sus padres le indican sobre lo que es bueno o correcto o justificable. Puesto que el niño desconoce alternativa alguna, tiene buenas razones para considerar a sus padres como una fuente de información fiable, y no tiene motivos para suponer que existan problemas epistemológicos especiales sobre las cuestiones éticas.

¿Cómo introyecta el niño los valores morales de los padres? 1. Los padres no sólo alaban o censuran ciertos tipos de conducta, imponen los modos de conducta preferidos por medio de castigos. 2. Los niños tienen interés en cómo otras personas, incluidos sus padres, los consideran como personas, y les resulta evidente que su propia conducta y los valores que profesan influyen en la formal en que los demás los consideran como personas. 3. Existen nuevos mecanismos -identificación- que hacen que el niño incorpore los valores de sus padres o de las personas que mantienen con él aproximadamente el tipo de relación que tiene con sus padres.

Otras figuras de prestigio. Conforme crece el niño su creencia en la omnisciencia de sus padres tiende a disminuir; de modo que tal vez las opiniones de los científicos, los filósofos y otros tendrán a ser aceptadas como autorizadas. También el interés del niño por el respeto y el afecto se desplaza cada vez más hacia personas ajenas a su familia.

El conocer los juicios de valor de los demás producirá de algún modo una medida de conformidad con las valoraciones medias del grupo. Los valores éticos, pero posiblemente no los individuales fundamentales, se ven influidos, en alguna medida, en la edad adulta por el conocimiento de los valores de otras personas. El grado de dicha influencia parece depender de muchos factores, tales como la propia posición dentro de un grupo, la fuerza de su unión con el grupo o con otros fuera de él, el conocimiento personal de los testimonios relevantes con relación a los valores particulares, la estructura de los valores propios que están ya relativamente a salvo de ser cuestionados y las estructuras de los propios intereses personales.

Información, consistencia y experiencias personales. Las opiniones personales son, en buena medida, un plagio de las de los demás; pero el imitar los valores éticos de los demás no es en modo alguno la respuesta completa a la pregunta por las fuentes de nuestros valores éticos.

Todo el mundo tiene muchas creencias fácticas y muchas convicciones éticas. Estas creencias mantienen relaciones lógicas entre sí. Si una persona observa una incoherencia lógica se da la tendencia a cambiar alguna de sus creencias. A la inversa, la gente se resiste a abandonar una creencia si sus relaciones lógicas son tales que el rechazarla obligará a descartar toda una serie de creencias.

Intereses, necesidades y temperamento personales. Los juicios éticos se ven a menudo muy afectados por los intereses personales, por mucho que la gente intente defender sus juicios apelando a principios.

4.3 Naturalismo ético, convencionalismo y relativismo

Se entiende por naturalismo ético la teoría moral que se origina a partir de Platón y Aristóteles, y que culmina en la formulación de Tomás de Aquino, que admite que existen valores, acciones morales o cosas que son en sí mismas buenas o malas. También se entiende por tal la teoría ética que defiende que los enunciados éticos son equiparables a los enunciados empíricos, es decir, reduce sus proposiciones valorativas a enunciados de hecho. Los enunciados morales son equiparables a los naturales, y pueden ser, por lo tanto, refutados o afirmados del mismo modo como se hace con una proposición experimental. Desde que Moore se refirió al problema de la “falacia naturalista”, se entiende por naturalismo ético cualquier teoría moral que transgrede los límites que separan lo moral de lo fáctico. También es un naturalismo ético la denominada teoría del “observador ideal”o del “preferidor ideal”. Se origina en la tradición ética británica de la “simpatía” (desde Hume, Hutcheson, A. Smith). Para este “constructo” ético afirmar que algo es bueno (A contrapuesto a B, considerando a B como lo que no es bueno) significa que un observador imparcial y racional, que conociera todos los datos básicos del problema planteado sería capaz de realizar un acto empático y simpático respecto de todos los demás seres humanos que pudieran encontrarse en semejantes circunstancias, y preferir “A” sobre “B”. La moralidad consistirá, entonces, en evitar hacer “B” y hacer “A”.

En síntesis, el naturalismo ético defiende que las afirmaciones morales pueden confirmarse o verificarse de forma similar a como la ciencia empírica confirma sus postulados, por lo que pueden ser generalizadas y extrapoladas de una situación concreta a cualquier otra situación. Los naturalistas éticos defienden que un enunciado ético, un enunciado donde se introduce un juicio de valor, tiene la misma forma y el mismo título de legitimidad que un enunciado donde no se contengan connotaciones éticas, y ello lo hace apelando a la experiencia. Esto significa que los enunciados éticos son equiparables a los del lenguaje de las ciencias empíricas.

El convencionalismo ético, por su parte, es una especie del relativismo moral. El relativismo moral, como respuesta a las diferentes éticas en los hombres asume muchas veces la forma de una negación de la existencia de un único código moral con validez universal e intemporal, y se expresa en forma de tesis, afirmando que la verdad moral, el fundamento de los valores morales y su justificabilidad son en cierto modo relativas a factores culturales e históricamente contingentes; son, en definitiva, fruto de convenciones humanas puntuales. Esta doctrina es un relativismo metaético, ya que versa sobre la relatividad y el convencionalismo de la verdad moral y de su justificabilidad.

Otra especie de relativismo moral es una doctrina que trata sobre cómo debemos actuar hacia quienes aceptan valores morales (y de otro tipo) muy diferentes de los propios. Se trata de un relativismo moral normativo, que defiende que es erróneo juzgar a otras personas o culturas que tienen valores sustancialmente diferentes, o intentar que se adecuen a los nuestros, en razón de que sus valores son tan válidos como los nuestros, pues no existen valores universalmente aceptados, sino que sólo son fruto de convenciones históricas o culturales concretas.

También es una forma de convencionalismo el contractualismo, el cual puede ser aplicado tanto al ámbito de lo político como al ámbito de la reflexión ética. El contractualismo sostiene que el Estado político, la sociedad civil, las leyes civiles, el derecho y las normas éticas no están sustentadas en ningún hecho o cualidad que está inscrita en la naturaleza humana, sino que surgen en virtud de un pacto, convención o contrato entre las personas libres. Pero no todos entienden el pacto social en los mismos términos. El contractualismo, en este sentido, es la doctrina contraria al naturalismo, es la teoría que postula un acuerdo expreso o tácito de los ciudadanos como fundamento de la sociedad, de la moral social, del derecho y del Estado.

5. La disputa naturaleza/convención en la génesis de la moralidad

5.1 La dualidad entre MÛF4H y LÏ:@H

La palabra MÛF4H procede de la raíz indoeuropea bhû que en sánscrito significa nacer, producirse algo, brotar, o como sustantivo, lugar, estado. En este sentido puede traducirse por naturaleza –del latín nascor– que también significa nacer, generar. En su primera acepción, la Physis designa tanto el origen como el desarrollo de cualquier cosa o proceso. Especialmente éste es el sentido que adquiere en la primera filosofía presocrática, razón por la que Aristóteles les llama físicos. En cuanto que para los milesios la Physises la causa de todo movimiento y de toda vida, esta noción va unida a su hilozoismo. En el período sofista la Physis se contrapone al nomos,como aquello que tiene su razón de ser en sí mismo respecto de lo que es fruto de un convenio, acuerdo o convención. De ahí que Antifonte afirme que mientras las leyes humanas pueden ser transgredidas, las leyes de la physis no pueden serlo.

La palabra griega nomos suele traducirse como “costumbre” y a veces como “ley”. Esta palabra constituye un término fundamental de la filosofía griega y particularmente de las discusiones antropológicas y morales de los sofistas. La reflexión sobre el origen y el fundamento de las leyes y normas se inició ya desde los orígenes de la filosofía griega. Para Heráclito, por ejemplo, que aceptaba una única fuente dispensadora de sentido (el logos), los nomoi proceden de una única ley eterna. Pero en la época de los sofistas la noción de nomos se opuso tajantemente a la de Physis, como lo artificial a lo natural, o como lo que es fruto de una mera convención a lo que es necesario. El significado de artificialidad aplicado al término nomos lo hallamos ya en Empédocles y Demócrito, para quien las cualidades sensibles existen sólo en el nomos. Pero para los sofistas, especialmente Antifonte, Hipias y Gorgias, este término no designa simplemente lo artificial, sino las leyes, las costumbres y las normas. De manera que la oposición entre nomos y physisya no es la mera oposición general entre lo artificial y lo natural, sino que se refiere a la oposición entre lo que es por convención, en la esfera de lo político, de lo social y de lo legal, y lo que es propiamente natural.

Por nomos los sofistas entendían fundamentalmente dos cosas:

1. Los usos y costumbres basados en creencias tradicionales y convencionales sobre lo que es justo.

2. Las leyes aprobadas, que elevan aquellos usos y costumbres a la categoría de obligaciones, vigiladas por la autoridad del Estado. De esta manera, señalaban que el origen y el fundamento de toda ley no era más que una serie de costumbres o usos originados por mera convención, o por la convención de grupos sociales que se habían impuesto sobre los demás.

Para los sofistas el nomos tiraniza al hombre y, muchas veces, le obliga a actuar contra la naturaleza de los otros hombres y contra la propia naturaleza. Al nomos o leyes convencionales oponen el único derecho verdadero, el que tiene como fundamento la propia naturaleza. No obstante, no todos los sofistas estaban en contra de la aceptación y legitimación del nomos, pues Protágoras y Critias, por ejemplo, sustentaban una concepción del progreso de la humanidad basada en la necesidad de las leyes para sacar a la humanidad primitiva de la barbarie y convertirla en civilizada.

En síntesis, de la palabra “nomos” cabe distinguir tres significados:

1. En sentido amplio significa opinión o creencia, sinónimo de doxa. Nomos no es una opinión cualquiera, sino caracterizada por opiniones no individuales, sino colectivas y no son circunstanciales, sino estables.

2. significa también costumbre o uso social. Las costumbres son modos de comportamiento vigentes en una colectividad y firmemente establecidos. Todo uso o costumbre sociales se asientan en alguna opinión o creencia. Costumbre connota un rasgo de normatividad que no se da necesariamente en la mera idea de opinión.

3. Nomos significa ley o conjunto de las leyes por las cuales se rige una colectividad. Son las normas legalmente sancionadas. Es fundamentalmente la constitución, es decir, para los atenienses, las leyes de Solón.

5.2 La génesis de la moralidad en Platón: los valores morales como absolutos

Según nos describe Platón, Sócrates planteó en el diálogoEutifrón el problema de la fundamentación de la moral: ¿las cosas son buenas (justas) por sí mismas o son buenas (justas) porque le placen a los dioses? En este diálogo Eutifrón se presenta como “adivino” y “sacerdote”; por tanto, nadie más capacitado para poder dar una adecuada definición de la piedad debida a los dioses. Pero, pese a sus intentos, Eutifrón no logra dar una definición de la piedad ni de lo “justo”. Sócrates le muestra que aducir un ejemplo particular no sirve para definir una noción abstracta. Para Eutifrón lo piadoso y lo bueno es aquello que complace a los dioses; algo no es bueno por naturaleza, sino porque le complace a los dioses o porque los dioses así lo han manifestado. Pero Sócrates le argumenta que del hecho de que una cosa sea vista o considerada como buena o piadosa, no se sigue que plazca a los dioses, sino que es justo al contrario: por ser buena o piadosa complace a los dioses.

El primer miembro de la pregunta anterior es el verdadero y ofrece el punto de partida del que Platón jamás se apartó. Sean los dioses lo que sean, lo cierto es que en virtud de su misma naturaleza deberán amar lo justo precisamente por ser justo, bueno, valioso. Deberán los dioses someterse a ello igual que los hombres, y más rigurosamente aún, por ser más perfectos. El universo no está gobernado por la voluntad divina, puesto que quien ha de someterse no puede ser omnipotente. No puede amar lo justo a voluntad, sino que debehacerlo.

5.3 El fundamento del valor moral en el naturalismo de Aristóteles

En la Ética a Nicómaco Aristóteles distingue entre dos tipos de justicia: la justicia legal (fruto de la convención) y la justicia natural, es decir, aquella que «en todo lugar tiene la misma fuerza y no existe porque la gente piense esto o aquello». Por esto, la justicia natural es independiente de las leyes positivas particulares, y se aplica a todas las personas en todos los lugares. Pero, contra lo que cabría esperar, Aristóteles no distingue los dos tipos de justicia en términos e su mutabilidad. Y no lo hace porque, aunque las leyes positivas (la justicia legal) sean realmente cambiantes, considera que las leyes naturales no están totalmente libres de poder cambiar:

Algunos imaginan que toda justicia es [convencional], porque lo que es natural es inmutable y tiene, en todas partes, el mismo efecto (por ejemplo, el fuego, que quema aquí así como en la tierra de los persas); por el contrario, comprueban que las cosas consideradas justas cambian siempre. Esto no es exactamente así y no es verdad más que en parte; si, entre los dioses, las cosas ocurren de otra manera, entre nosotros, los hombres, hay cosas naturales susceptibles todas de cambio, lo cual no impide que algunas estén fundadas en la naturaleza y otras no. Es fácil, por tanto, distinguir lo que pertenece a la naturaleza, entre lo que es susceptible de cambiar y lo que no lo es y se apoya en la ley, y lo convencional, aun cuando estas dos categorías de cosas serían igualmente cambiantes. Esa misma distinción podrá aplicarse en los demás casos. Por ejemplo, aunque por naturaleza la mano derecha sea más fuerte que la mano izquierda, se comprueba que todo el mundo puede ser igualmente hábil con las dos manos, como si fuesen ambidiestros (Ética a Nicómaco, V, 7)

Para Aristóteles la physis de una cosa es su principio interior de cambio, y un cambio será natural si es la obra de este principio interior. En contraste con la concepción de Platón la explicación de Aristóteles no implica que lo natural (o real) sea inmutable; sólo requiere que los cambios tengan lugar a resultas de la dinámica interior natural de un ser.

Para Aristóteles los hombres son seres activos, crecen y maduran con el tiempo y pueden ordenar sus acciones mediante la comprensión racional. Para Aristóteles este rasgo es la marca distintiva del ser humano: su definición del hombre como “animal racional” pretende destacar la racionalidad como su característica específica. Y desde aquí hemos de indagar en el principio interior que rige la vida propiamente humana: la razón. De esta forma, Aristóteles aportó la “materia prima” a partir de la cual los estoicos formularon los principios explícitos del naturalismo ético.

5.4 El naturalismo ético en el estoicismo

Los estoicos rechazaron el carácter biologista del naturalismo de Aristóteles. Formularon una concepción del cosmos explícitamente determinista y no “evolutiva” (como defendía Aristóteles), cuyo tema central era la unidad y la interconexión de todas las cosas.

Frente a Aristóteles, que había investigado el elemento diferencial del ser humano (la razón), principio que subraya la diferencia entre las cosas, los estoicos concibieron la naturaleza humana como una parte del orden natural. No obstante, mantuvieron el énfasis de Aristóteles en la importancia de la razón en el ser humano, porque su cosmología situaba el orden racional en el corazón de las cosas. La razón humana era así una chispa del fuego creador, el logos que ordenaba y unificaba el cosmos. Con esta vinculación fueroncapaces de realizar su formulación característica de la ética iusnaturalista: la ley natural es la ley de la naturaleza humana, y ésta es la razón.

Como la razón podía pervertirse al servicio de intereses especiales en vez de a sus propios fines, llegó a concretarse más esta fórmula: la ley natural es la ley de la recta o sana razón. Esta es la forma en que la idea del naturalismo ético o del iusnaturalismo, recibió su formulación clásica en los escritos de Cicerón.

El naturalismo ético y el iusnaturalismo de Cicerón está expuesto paradigmáticamente en el siguiente texto:

La ley verdadera es la recta razón de conformidad con la naturaleza; tiene una aplicación universal inmutable y perenne; mediante sus mandamientos nos insta a obrar debidamente, y mediante sus prohibiciones nos evita obrar mal. Y no es en vano que establece sus mandamientos o prohibiciones sobre los hombres buenos, aunque aquellos carezcan de efecto alguno sobre los malos –ni el senado ni el pueblo puede liberarnos de sus obligaciones, y no tenemos que mirar fuera de nosotros mismos para encontrar su expositor o intérprete–. No habrá así diferentes leyes en Roma y en Atenas, o diferentes leyes ahora y en el futuro, sino que una ley eterna e inmutable será válida para todos los países y épocas, y habrá un solo maestro y rector, es decir, Dios, sobre todos nosotros, pues Él es el autor de esta ley, su promulgador y su juez aplicador. Quien desobedece huye de sí mismo y niega su naturaleza humana, y en razón de este mismo hecho sufre las peores penas, aun si escapa a lo que comúnmente se considera castigo (Cicerón, De Republica, III, XXII)

Cicerón aceptaba que la exigencia de las leyes que rigen la conducta moral humana están fundadas en la naturaleza. Para él la naturaleza humana proporciona los elementos esenciales para su programa ético, y estos elementos son comunes por igual a todos. La posesión universal de los rasgos básicos físicos en todos los seres humanos hace que también el fundamento de la moral se conciba como algo natural.

5.5 El naturalismo moral en Tomás de Aquino

Su obra Suma de teología ha sido considerada como la obra fundamental donde se expresa el iusnaturalismo ético y político. En su reflexión de la ley moral, el Aquinate se atiene sólo al uso de su razón, sin apoyarse en la revelación; de aquí su perduración en las teorías estrictamente filosóficas.

Tomás explica el carácter natural y el carácter convencional (legal) de la ley natural en términos de razón. La ley natural es natural porque está de acuerdo con la naturaleza humana; y esta naturaleza es naturaleza racional:

Lo que es contrario al orden de la razón es contrario a la naturaleza de los seres humanos como tales, y lo que es razonable está de acuerdo con la naturaleza humana como tal … Así pues, la virtud humana, que hace buenas tanto a la persona como a sus obras, está de acuerdo con la naturaleza humana en tanto en cuanto está de acuerdo con la razón; y el vicio es contrario a la naturaleza humana en tanto en cuanto es contrario al orden de lo razonable (Suma de teología, I-II, q. 71, a. 2 c)

También el carácter legal (convencional) de la ley moral está en función de la racionalidad, pues la ley es la “ordenación de la razón en vistas al bien común”. Y para que la ley natural sea tenida por todos como ley debe ser promulgada, ya que sólo las normas conocidas pueden ser una medida de acción.

El principal interés del Aquinate es ofrecer una explicación de la relación entre la ley natural y la ley eterna o divina, por un lado, y las leyes humanas (convencionales) por otro. Y en esto va mucho más allá de donde llegó Cicerón. Para Tomás de Aquino existe una ley eterna, de carácter inmutable, mientras que las leyes humanas son cambiantes; por eso, su intento de armonización tendrá múltiples dificultades. Su solución consistió en dividir la ley natural en principios primarios y secundarios; éstos son mutables, pero no los primeros.

5.6 El voluntarismo ético de Ockham versus el naturalismo ético

Ockham es un apasionado defensor de la omnipotencia y de la libertad de Dios, y también de la libertad humana. Lo más característico del hombre es la libertad, entendida como libertad de opción (hacer una cosa, la contraria o ninguna) y de autodeterminación (querer una cosa, la contraria o ninguna). Y este hecho de la libertad, según Ockham es algo conocido por la experiencia. Ockham sabe que el hombre experimenta que, aunque la razón le diga una cosa, su voluntad puede querer o no querer hacerlo. Entonces, frente a la primacía de la razón que encontramos en el pensamiento de Tomás, Ockham representa el principal exponente de la primacía de la voluntad. Y aquí Ockham se inspira en su hermano de religión Juan Duns Escoto, quien defiende que la voluntad humana no se limita a la libertad de elección, sino que es la capacidad radical de poder querer o no querer. Pero mientras que Escoto sostiene que la voluntad del hombre está orientada de por sí hacia un bien infinito (Dios), Ockham defiende que la voluntad del hombre no tiende naturalmente hacia ningún bien infinito y que ni siquiera aspira necesariamente a la felicidad (hay hombres que renuncian a ser felices, y lo hacen voluntariamente). La libertad es tan libre que ni siquiera el Supremo Bien se impone sobre ella. La libertad no siempre debe someterse al juicio de la razón; el entendimiento propone, pero la voluntad es la que dispone.

Para Ockham Dios es la suma libertad y no está sujeto a obligación alguna; pero el hombre es un ser por completo dependiente de Dios y sí está sometido a la obligación moral. Pese a que la voluntad del hombre es libre, esta libertad se expresa en las exigencias de la obligación moral. El motivo último de la moral es el amor a Dios, manifestado en la obediencia a sus preceptos, por lo que la primera norma de la moralidad es la obediencia a la voluntad divina.

De este modo, la norma objetiva y última de la moralidad es la voluntad de Dios, que establece lo que es bueno o malo. Por esto, el hombre debe someter su voluntad a la voluntad divina. La obediencia a la voluntad divina es intrínsecamente buena y es el imperativo moral absoluto, que es válido siempre y sin excepción alguna.

Si en el campo de la ontología Ockham elimina las ideas universales, también en la ética se elimina la idea de una norma ética inmutable, pues la voluntad omnipotente de Dios puede crear un orden ontológico y un orden ético distinto del existente. Dios puede hacer todo lo que no implique contradicción; y Dios puede mandar como bueno lo que desee.

Ockham distingue entre una potencia absoluta de Dios (podría ordenar actos que de hecho Él mismo ha prohibido) y la potencia ordenada de Dios (por la que ha establecido el actual orden moral). Por tanto, podría existir un orden moral distinto del vigente y Dios podría mandar lo que ahora está prohibido. De este modo, Dios quiere el bien no porque el bien sea bueno en sí, sino que sucede al contrario: el bien es bueno porque Dios lo ha mandado así, porque lo quiere la voluntad absoluta de Dios.

Sto. Tomás tenía la ley natural por inmutable, por considerarlo un orden necesario de la razón. Duns Escoto decía que Dios podría cambiar sólo los preceptos de la segunda tabla del decálogo (los cinco últimos mandamientos), pero no los primeros (que son ley divina inmutable). De este modo el Doctor Sutil va más lejos que el Doctor Angélico. Pero Ockham va más lejos que el Sutil y sostiene que Dios puede cambiar también los de la primera tabla.

5.7 El “naturalismo” de Hume y la simpatía o benevolencia ilimitada

Para algunos (Moore, Hare) Hume es el gran crítico del naturalismo ético, merced a su –presunta– propuesta de la “falacia naturalista”. Para otros es estrictamente un naturalista ético, pues se inspira para toda su ética en la igualdad de la naturaleza humana. Y para otros, Hume no pasa de ser un subjetivista ético, esto es, un convencionalista que afirmaría que no existen acciones morales buenas o malas en sí, sino que la maldad o bondad de las acciones depende de lo que cada cual considere como bueno o como malo; ciertamente, el emotivismo ético de Hume podría avalar esta última opinión, pues, en última instancia, lo bueno o lo malo es entendido por él merced al sentimiento de aprobación o reprobación que nos merece una acción moral. Sin embargo, tanto su subjetivismo como su emotivismo son a su vez relativizados por la apelación a la existencia de la simpatía hacia los demás (que es una forma de moral “formal”), así como a la igualdad que existe, por naturaleza, entre todos los seres humanos.

En su obra Tratado de la naturaleza humana (libro III, parte II, sección II), Hume desarrolló lo que se conoce como la “teoría de la benevolencia ilimitada”, es decir, la idea de que las afecciones (empezando por la simpatía) mantienen una gradación en su intensidad. Ésta es máxima respecto de los seres próximos (parientes, amigos, …), y disminuye respecto a los simples conocidos, y alcanza débilmente a los extraños. En el Tratadola benevolencia adquiere una forma adecuada para apoyar una postura convencionalista. Pero lo hace a costa de provocar serios problemas con la teoría de la justicia.

Las afecciones, por sí solas, convertirían la vida social en una lucha permanente por la posesión de aquellos bienes que son fácilmente alienables. Y Hume considera que es una convención artificial, la propiedad privada, la que restituye la paz en las sociedades. Pero Hume no está interesado en examinar la historia de la propiedad privada, sino en justificar su existencia, y para ello tiene que echar mano a aquello que confiere la relación de propiedad entre una persona y un objeto, es decir, la justicia. Se repite en esta obra que esa relación no es natural, sino moral, que el origen de la justicia explica el de la propiedad privada y que es el mismo artificio, en realidad, el que da lugar a ambas virtudes.

Pero ¿cómo podrá una mera convención obrar de forma tan firme y generalizada como para evitar la desintegración de todas las sociedades de todos los lugares y épocas? La respuesta de Hume se inscribe dentro de la solución psicologista de la escuela del moral sense: ni el respeto por el interés público, ni la razón, llegan a ser por sí solos unos motivos lo suficientemente fuertes como para soportar una tarea de ese calibre. Los sentimientos y las impresiones serán los que se encarguen de conducir psicológicamente al hombre hacia la aceptación de la justicia convencional. De este modo se convierte la simpatía por el interés público en la fuente de la aprobación moral y de los valores morales. Es ese sentimiento de identificación con el bien colectivo el que da soporte psicológico para ligar el mundo de las convenciones con el mundo de la naturaleza. Y va a ser este mismo concepto de simpatía como sustrato del moral sense el que aparezca en el nacimiento del naturalismo contemporáneo como pilar capaz de explicar en qué consiste la conducta ética de la especie humana y la génesis de los valores morales.

5.7.1 La “guillotina” de Hume

Los términos es (is) y debe (ought), representan, el primero un enunciado de hecho, “es”, y el segundo un enunciado de valor, “debe”. Con estos dos términos, en un famoso pasaje de su Tratado de la naturaleza humana, Hume da a entender que no es lógicamente correcto deducir o derivar un enunciado moral, construido con “debe” a partir de un enunciado construido con “es”:

No puedo dejar de añadir a estos razonamientos una observación que puede resultar de alguna importancia. En todo sistema moral de que haya tenido noticia hasta ahora, he podido observar que el autor sigue durante cierto tiempo el modo de hablar ordinario, estableciendo la existencia de Dios o realizando observaciones sobre los quehaceres humanos y, de pronto, me encuentro con la sorpresa de que, en vez de las cópulas habituales de las proposiciones: es y no es, no veo ninguna proposición que no esté conectada con un debe o un no debe. Este cambio es imperceptible, pero resulta, sin embargo, de la mayor importancia. En efecto, en cuanto que este debe o no debe expresa alguna nueva relación o afirmación, es necesario que ésta sea observada y explicada, y que al mismo tiempo se dé razón de algo que parece absolutamente inconcebible, a saber: cómo es posible que esta nueva relación se deduzca de otras totalmente diferentes. Pero como los autores no usan por lo común de esta precaución, me atreveré a recomendarla a los lectores: estoy seguro de que una pequeña reflexión sobre esto subvertiría todos los sistemas corrientes de moralidad, haciéndonos ver que la distinción entre vicio y virtud ni está basada meramente en relaciones de objetos ni es percibida por la razón (Tratado de la naturaleza humana, Madrid, Editora Nacional, 1977, vol. 2, pp. 689-690)

A la prohibición de hacer esto se llama, desde Moore, “ley de Hume” o “guillotina de Hume” y el hecho de hacerlo se considera uno de los casos de la falacia naturalista. Lo que se dice de los enunciados morales puede extenderse a todo enunciado valorativo e imperativo. Quiere esto decir que de premisas cuyos enunciados son de la forma “es” no puede deducirse una conclusión normativa, o bien, que nunca un conjunto de premisas descriptivas pueden implicar una conclusión normativa. La fuerza lógica de la “ley de Hume” está en que un razonamiento es válido si y sólo si las premisas implican la conclusión; y esto sucede sólo si el razonamiento es tautológico, esto es, si lo que se afirma en la conclusión está contenido ya en las premisas. Así, en el razonamiento “Francisco tiene un problema muy serio. Francisco es tu hermano. Por tanto, debes ayudar a Francisco”, la conclusión (que es prescriptiva-normativa: “debes”) debería hallarse implicada por las premisas (que son sólo descriptivas) y, en este caso, el razonamiento es correcto sólo si se supone como premisa implícita “hay que ayudar a los hermanos, y ayudarles cuanto tengan problemas”.

El reproche de Hume apunta al hecho de que el tipo de relación entre las proposiciones fácticas (“es”) y las proposiciones valorativas (“debe”) no podía ser el de la deducción lógica, el silogismo aristotélico, y era preciso, por tanto, explicar de qué modo se producía la derivación. Puesto que la razón era incapaz de aprehender la conexión entre hechos y valores, Hume adjudicaba la aprehensión moral al sentimiento, una actitud a medio camino entre el intuicionismo y el emotivismo.

5.7.2 La propuesta de Searle para superar la separación entre “es” y “debe”

Ha habido diversos intentos de saltar el hiato que separa los enunciados descriptivos de los enunciados de valor; uno de los más conocidos es el de Searle. Se está de acuerdo entre los autores en que no es mediante la lógica deductiva como puede superarse este hiato, y el problema se transforma en el de “¿qué tipos de razones nos inducen a aceptar un razonamiento moral?” La respuesta es distinta según se trate de una ética deontológico o bien de una ética teleológica. Según la primera, los juicios morales se basan en principios o normas morales, o en una cadena de principios morales, cada vez más generales. Según la segunda, un juicio moral puede fundamentarse en hechos o en las consecuencias que se producen por obrar de determinada manera.

Searle aduce que la distinción entre descripciones y valoraciones debe matizare más: se han realizado descripciones de hechos brutos y descripciones de hechos institucionales, y estas últimas implican ya de por sí unas obligaciones específicas. Por ejemplo:

1. X ha pronunciado las palabras siguientes: “prometo pagar a Z cien pesetas”

2. X ha prometido pagar a Z cien pesetas

3. X se ha obligado a pagar a Z cien pesetas

4. X tiene la obligación de pagar a Z cien pesetas

5. X debe pagar a Z cien pesetas

Como se observa, partiendo de un juicio descriptivo, y con ayuda de algunas premisas intermedias, Searle intenta saltar el abismo entre el “es” y el “debe” construyendo un puente con varios muros intermedios con los que apuntalar los tramos argumentales; de esta forma Searle quiere llegar hasta un juicio normativo, donde la conclusión prescriptiva viene impuesta por el uso lingüístico de unos términos (en este caso “prometer”) que generan unas determinadas obligaciones, compromisos y responsabilidades. La relación entre el “es” y el “debe” queda acuñada por el uso del lenguaje y, por tanto, tiene que ser válida para los usuarios de dicho lenguaje; la norma que se obtiene al desentrañar el significado del término en cuestión es, en realidad, una tautología.

5.8 La axiología de M. Scheler

Scheler, tratando de poner a los valores por encima de las limitaciones espacio temporales que afectan a las cosas, defendió que no son los bienes los fundamentos últimos de la ética, sino los valores. Estos, y no los bienes, son por tanto los polos de referencia a que debemos atenernos. Ahora bien, ¿qué son los valores?

1. Los valores, rigurosamente hablando, no “son” nada, solamente “valen”. No son, por cuanto no son cosas, no son seres materiales que podamos hallar en este mundo entre los demás seres. Esto no quiere decir que “no sean nada”; trátase más bien de propiedades que afectan al ser último de las cosas y de los seres, y en esa medida sí son algo. Los valores, sin reducirse a los seres concretos, los impregnan.

2. Los valores impregnan a todo ente concreto, pero a la vez son inespaciales, por cuando no se dan en el espacio (aunque necesiten de los seres espaciales para encarnarse) e intemporales ya que no se dan en el tiempo (aunque necesiten de los seres temporales para encarnarse). Son también inalterables, pues en todas las épocas ha irritado la injusticia, aunque haya sido distinta la forma de captar la justicia en las distintas épocas de la humanidad. No son los valores los que cambian, sino la visión que el hombre tiene de ellos. Con lo cual no hay lugar para el relativismo: las verdades son siempre idénticas a sí mismas, sólo cambia la captación humana de ellas a lo largo de las diversas etapas históricas.

3. Los valores son entes ideales, es decir, suprarreales, no reductibles al hombre, porque permanecen aún sin su captación. Lo cual no significa que los valores anden flotando por las nubles como algo ajeno al hombre, pues sin la captación que dicho hombre realiza de los valores insertos en su vida, tales valores no tendrían para nosotros ningún sentido, ningún “valor”, no valdrían. Si los valores lo son es porque “valen” a los ojos de un evaluador.

4. Los valores son bipolares: tienen el polo bueno y el polo malo. Tarea del hombre moral será realizar el polo bueno y evitar el malo.

5. El dar cuenta de los valores no es el resultado de una complicada operación raciocinante, sino de una intuición emocional. Los valores se intuyen emocionalmente, lo que no quiere decir irracionalmente. Hace falta el uso de la razón, pero la sola razón no basta. La razón debe acompañar a la intuición, y viceversa.

6. Los valores son jerárquicos. La escala, de menor a mayor es: valores útiles, vitales, espirituales (dentro de los cuales están los estéticos, la justicia y los filosóficos), y religiosos. No se encuentran en esta clasificación los valores morales, pues estos, según Scheler, no poseen una materia propia como los otros valores, pues en realidad consisten en la realización de los demás valores conforme al orden justo de preferencia según la jerarquía señalada.

7. Realizar un valor no consiste simplemente en preferirlo sin más, la realización del valor implica su puesta en práctica en la vida.

5.9 Una teoría estímulo-respuesta: Clark Hull

La teoría de Hull consiste en un complicado conjunto de leyes que conectan campos de estímulos, impulsos como hambre o sed o triunfo, respuestas, el éxito de respuestas pasadas al conseguir reducir impulsos, o los estímulos a partir de los impulsos y otros diversos factores, tanto observables como no observables. Estas leyes están configuradas de tal modo que, dadas ciertas informaciones, podemos predecir el comportamiento.

La respuesta de Hull sobre el aprendizaje de tendencias de respuesta es más o menos la siguiente: una respuesta R tenderá a aparecer en conexión con un estímulo e, si y sólo sí una respuesta similar a r ha tenido lugar en una proximidad temporal a un estímulo como e en ocasiones en las que la reducción, o saturación, de un impulso se ha producido en un tiempo cercano.

El aprendizaje tiene lugar cuando se da una reducción del impulso o del estímulo del impulso; esta reducción sirve para reforzar, o marcar, una tendencia a que todas las respuestas realizadas se repitan cuando se da un estímulo semejante. Un estímulo de impulso es la representación en la experiencia de un estado interno de necesidades. Los impulsos son de dos tipos. Unos son necesidades orgánicas (primarias). Otros son aprendidos (secundarios).

¿Cómo se adquieren tales impulsos? Si se ha asociado un estímulo con la evocación y reducción de estímulos de impulsos, su comparecencia tenderá a producir en el futuro los mismos estímulos de impulso por su propia cuenta.

La teoría de Hull concede al elogio, la recompensa, la censura y el castigo parte de la influencia que ya nos sentimos inclinados a otorgarles sobre la base de la información relativa a la influencia familiar en las normas y el comportamiento morales. Esta teoría predice que las experiencias personales pueden proceder a establecer valores éticos, con total independencia de los premios y castigos de los padres u otros seres humanos, ya que la interacción con determinados objetos o situaciones puede ser intrínsecamente gratificante o dolorosa. Esta teoría es consistente con el efecto que causan en los valores éticos personales los intereses personales propios, ya que su frustración será dolorosa y su promoción gratificante.

Un aspecto en el que Hull hizo énfasis ha sido el de la posibilidad de que las palabras puedan, como las sonrisas o las malas caras de nuestros padres, funcionar como refuerzos secundarios respecto a la conducta. “Ciertos signos, tales como el ceño fruncido y otros tipos de movimientos amenazadores, así como ciertas palabras a través de su asociación con los ataques adquieren el poder de evocar reacciones de lucha… De este modo, las palabras adquieren un cierto poder real para castigar, y de este modo disuadir, a los transgresores. Y puesto que el enunciado de que una persona ha cometido una determinada transgresión va asociado al castigo, y puesto que tal enunciado es un juicio moral, resulta que el pronunciar abiertamente un juicio moral adverso se convierte en un método disuasivo contra las acciones prohibidas. De modo semejante, el pronunciar un juicio moral favorable se convierte en un agente de refuerzo secundario que produce la acción deseable” (Hull, C.L.: “Value, valuation and natural-science methodology”, Philosophy of Science, XI [1944], 125-141).

5.10 La teoría psicoanalítica de Freud

El problema de la histeria puede plantearse así: ¿por qué hay que encubrir ciertos recuerdos? ¿Por qué son conflictivos? Y si lo son, por que el sujeto los considera reprobables, ¿de dónde procede la reprobación que hace suya el sujeto en cuestión? ® 3 etapas en la explicación de la génesis de la conciencia moral

5.10.1 Concepción biologista de la conciencia moral

En nuestra mente hay ciertos poderes anímicos en cualidad de resistencias entre los que destacan la vergüenza y el asco. Estos poderes han contribuido a circunscribir la pulsión dentro de las fronteras consideradas normales.

En estos poderes que ponen un dique al desarrollo sexual –asco, vergüenza, moral– es preciso ver también un sedimento histórico de las inhibiciones externas que la pulsión sexual experimentó en la psicogénesis de la humanidad. En el desarrollo del individuo se observa que emergen en su momento, como espontáneamente, a una señal de la educación y de la influencia externa (Tres ensayos sobre teoría sexual, VII, p. 147)

Tales inhibiciones están filogenéticamente condicionadas y sólo se precisa la “señal” o la “influencia” para que se manifiesten.

En el niño civilizado se tiene la impresión de que el establecimiento de esos diques es obra de la educación, y sin duda alguna ella contribuye en mucho. Pero en realidad este desarrollo es de condicionamiento orgánico, fijado hereditariamente, y llegado el caso puede producirse sin ninguna ayuda de la educación (Psicopatología de la vida cotidiana, VI, p. 161)

Lo biológico no es sólo prohibir, limitar, frenar. Es también el qué se prohíbe, qué es lo que se limita o frena. Lo esencial es el carácter biológico, heredable incluso, de la conciencia moral, rudimentaria, pero decisiva; y, sobre ella, emergen luego la vergüenza, el asco, la compasión y las construcciones sociales de la moral y la autoridad. Estas instituciones son las que se han de oponer a la satisfacción de las pulsiones inconscientes, de forma que ellas son las responsables de un cierto grado de infelicidad.

Hay, según Freud, durante esta etapa, dos tipos de prohibiciones:

1. Las restricciones inherentes a la organización religiosa, moral y social en general, perfectamente inteligibles, codificables incluso, y desde luego sistemáticas, a las que se las podrá propugnar su necesariedad en términos universales, y que podrían proporcionar los fundamentos mismos de la abstención que predican.

2. Otras, que en verdad prohíben desde ellas mismas, no insertas en un sistema, carecen de toda fundamentación, son de origen desconocido; incomprensibles para nosotros, parecen cosa natural a todos aquellos que están bajo su imperio. Se trata de las prohibiciones del tabú.

El contenido de la conciencia moral depende de la ambivalencia de sentimientos provenientes de unas relaciones humanas bien definidas a las que se adhiere esa ambivalencia. La ambivalencia está clara desde el momento en que, “tras cada prohibición, por fuerza hay un anhelo”. La organización social, que conlleva necesariamente una restricción de libertad en el orden de la gratificación pulsional, surge tras el intento fallido de logro de la misma. Freud lo explica mediante la siguiente interpretación: frente al padre tiránico, poseedor de la totalidad de las hembras del clan, los hijos deciden su asesinato y devoración. Tras éste, los hijos rivalizan entre sí, ninguno de ellos logra sustituir al padre, aparece, entonces, la conciencia de culpa del hijo varón, de la que deriva la obediencia al mandato del padre, y entre ellos deciden el tipo de transacción que conlleva la limitación ética.

El equivalente individual de esta situación social es el complejo de Edipo. Es a partir de la ambivalencia ante la figura del padre (admiración e incluso amor y hostilidad) como se decide la interiorización de su figura y de sus preceptos y la perpetuación del patrimonio básico de la cultura.

5.10.2 La conciencia moral y el ideal del yo

Las pulsiones libidinales sucumben en parte por la represión, cuando entran en conflicto con las representaciones culturales y éticas del individuo. Tales representaciones no deben ser vistas como si se tuviera un conocimiento meramente intelectual de su existencia, sino que deben suponerse como normativas. Se trata de una sujeción a la norma. Esta represión parte del yo, porque es éste el que reconoce que tales mociones pulsionales entran en conflicto con la realidad externa, social. Pero la represión parte del yo para funcionar de forma que se consiga el respeto del yo por sí mismo. La represión, pues, ha dibujado un “yo ideal”, un ideal por el cual mide su yo actual.

Es esta conciencia moral la que surge en la paranoia, en el delirio de observación, en el que voces de quienes sean le reprochan, le culpan, le insultan, tras conocer sus pensamientos reprobables.

5.10.3 El super-yó y la conciencia moral

El superyó es el ideal del yo. Este ideal surge de la liquidación del complejo de Edipo que Freud describe así: al ser heredero de la figura parental interiorizada, sobre ésta existen dos identificaciones: una, positiva, de mimesis del padre; otra, negativa, de autoprohibición a ser como el padre. De esta manera, toma del padre la fuerza para robustecer el yo, y al mismo tiempo para imponerse, desde dentro de sí mismo, sobre el yo y vivirlo con el carácter compulsivo que se exterioriza como imperativo categórico. Todo este complicado proceso de identificación tiene lugar como necesidad en el niño por dos circunstancias biológicas que adquieren una significación psicológica:

1. por su desvalimiento, que le obliga a aceptar la dependencia del padre

2. el período de latencia en el desarrollo libidinal, tras la situación edípica.

El ideal del yo satisface todas las exigencias que se plantean en la esencia superior del hombre:

1. La añoranza del padre que aparece en todas las religiones.

2. El juicio de la propia insuficiencia en comparación con el ideal que ha de transmutarse en el sentimiento religioso de humillación

3. Las posteriores prohibiciones inherentes a la relación con las instituciones sociales, retomando el lugar del padre, adoptan la forma de conciencia moral (conciencia social).

4. La tensión entre el yo y el ideal del yo es sentida como sentimiento de culpa.

5. Los sentimientos sociales aparecen mediante la identificación sobre fundamento en un mismo ideal del yo.

De esta forma religión, moral y sentir social han sido, en el origen, uno solo. El sentimiento inconsciente de culpa procede de la vinculación, asimismo, con el residuo inconsciente de la situación edípica, con su ambivalencia ante la figura parental. El superyó critica al yo, y el sentimiento de culpa es la percepción que corresponde en el yo a esa crítica.

Freud distingue ya dos tipos de culpa: la inconsciente, residuo del complejo edípico, y la consciente (conciencia moral), sentimiento de culpa normal resultado de la tensión entre el yo y el ideal del yo surgida en el curso histórico de nuestras actuaciones en la realidad.

La moral, en su conjunto, aparece como formación reactiva, es decir, como mecanismo de defensa mediante el cual la prevención de lo que se reprueba puede obtenerse mediante la adopción de una actitud radicalmente opuesta. La moral es la antítesis (inmoralidad) de la pulsión.

5.10.3.1 El superyó y la moral como cultura

Los ideales del yo son compartidos por la mayoría de los miembros que componen una cultura. Y cualquiera sea el contenido del superyó, éste pasa a ser un ingrediente estructural del ser humano y, por su contenido, patrimonio cultural. De aquí que el superyó sea a modo de correa de transmisión de los valores morales de nuestra cultura.

El valor moral, que es un valor cultural, está en oposición al valor que implica la realización del deseo, en última instancia, de la gratificación pulsional. Por eso, “malo no es lo dañino o perjudicial para el yo; al contrario, puede serlo también lo que anhela y le depara contento”, porque de ello puede derivarse la pérdida del amor “que es preciso evitar por la angustia frente a esa pérdida”. De aquí que se permita la verificación de lo malo, que promete cosas agradables, cuando se está seguro que no se será descubierto.

Pero la conducta es distinta cuando la autoridad es interiorizada. En ese momento desaparece la angustia ante la posibilidad de ser descubierto, y lo que es más importante: entre el hacer el mal y quererlo, porque ante el superyó los pensamientos no pueden ocultarse.

El superyó de la cultura ha plasmado sus ideales y plantea sus reclamos. Entre éstos, los que atañen a los vínculos recíprocos entre los seres humanos se resumen bajo el nombre de ética. En todos los seres humanos se atribuye el máximo valor a esta ética, como si se esperara justamente de ella unos logros de particular importancia. Y en efecto, la ética se dirige a aquel punto que fácilmente se reconoce como la herida de toda cultura. La ética ha de concebirse entonces como un ensayo terapéutico, como un empeño de alcanzar por mandamiento del superyó lo que hasta este momento el restante trabajo cultural no había conseguido (El malestar en la cultura, XXI, pp. 138-139)

Una parte de sus preceptos [los de la ética] se justifican con arreglo a la ratio por la necesidad de deslindar los derechos de la comunidad frente a los individuos, los derechos de estos últimos frente a la sociedad, y los de ellos entre sí. Sin embargo, lo que en la ética se nos aparece de grandioso, misterioso, como místicamente evidente, debe tales caracteres a su nexo con la religión, a su origen en la voluntad del padre (Moisés y la religión monoteísta, XXIII, p. 118)

La necesidad de la ética se muestra para Freud tanto más evidente cuanto que el desarrollo cultural no es garante de que, con él, se logre “dominar la perturbación de la convivencia que proviene de la humana pulsión de agresión y de autoaniquilamiento”.

5.11 La génesis del juicio moral según Piaget

Según Piaget, «en el desarrollo intelectual del niño se pueden distinguir dos aspectos. Por un lado, lo que se puede llamar el aspecto psicosocial, es decir, todo lo que el niño recibe del exterior, aprendido por transmisión familiar, escolar, educativa en general; y por otro, el desarrollo que se puede llamar espontáneo, que yo, para abreviar, llamaré psicológico, que es el desarrollo de la inteligencia misma: lo que el niño debe aprender por sí mismo, lo que no se le ha enseñado sino que debe descubrir sólo; y éste es esencialmente el que requiere tiempo».

Según Piaget, en la génesis y desarrollo de los juicios morales existen dos fases claramente definidas, y supone una tercera, más difusa, que sirve de transición entre ambas:

1ª) Fase heterónoma, que se caracteriza por lo que él llama “realismo moral”, esto es, por la influencia o presión que ejercen los adultos sobre el niño. En esta fase, las reglas son coercitivas e inviolables; son respetadas literal y unilateralmente por cuanto el niño aún no se diferencia del mundo social que le rodea, de manera que es una fase “egocéntrica”. Por otra parte, la justicia se identifica con la sanción más severa. Esta fase estaría comprendida entre los cuatro y los ocho años.

2ª) Fase autónoma, en la que las reglas surgen de la cooperación entre iguales, y el respeto y consentimiento mutuos. Las reglas se interiorizan y se generalizan hasta alcanzar la noción de justicia equitativa –no igualitarista– que implica el reparto racional en función de las situaciones. Esta fase abarcaría desde los nueve hasta los doce años.

En la supuesta, más que deducida, fase intermedia, o de transición, se da la interiorización de las normas igual que en la segunda fase, si bien la universalización se hace aún de forma incorrecta y la justicia es más igualitarista (todos iguales, sin distinción) que equitativa.

A la vista de todos estos datos se pueden establecer las siguientes conclusiones:

· Existe un paralelismo –que Piaget nunca llegó a determinar claramente– entre la evolución intelectual y el desarrollo moral del niño.

5.12 Las etapas del desarrollo moral según Köhlberg

Köhlberg, conocedor de los trabajos de Piaget, encontró, por una parte, que era insatisfactoria la división en sólo dos fases (heterónoma y autónoma) del desarrollo del juicio moral, pues una clasificación tan genérica impide un conocimiento preciso de ese desarrollo; y, por otra parte, que era igualmente imprecisa la relación entre la maduración moral, la maduración intelectiva y la influencia del medio. Así, llega a afirmar: «Las dimensiones cognitivas del juicio moral definen el desarrollo evolutivo moral, y que, una vez entendido el desarrollo del juicio moral, aparecen más comprensibles y predecibles el desarrollo de la acción y del afecto morales».

Se trata, pues, de conocer el desarrollo moral “midiendo” el alcance de los juicios morales. Por ejemplo, “ahora, me chivo”, “el que la hace, la paga” o “no es justo lo que me has hecho”, son expresiones que denotan cada una un cierto tipo de juicio moral: “es bueno recurrir a la autoridad”, “es bueno devolver el daño” o “es bueno lo justo”, respectivamente.

Los resultados de las investigaciones de Köhlberg se condensan en las seis etapas del desarrollo del juicio moral, encuadradas dentro de tres órdenes:

Orden A: Orden preconvencional

Etapa primera: la etapa del castigo y la obediencia

1. Lo justo es evitar el quebrantamiento de las normas, obedecer por obedecer y no causar daños materiales a las personas o las cosas.

  1. Las razones para hacer lo justo son evitar el castigo y el poder superior de las autoridades

Etapa segunda: la etapa del propósito y el intercambio instrumentales del individuo

  1. Lo justo es seguir las normas cuando va en interés inmediato para alguien. Lo justo es actuar en pro de los intereses y necesidades propios y dejar que los demás hagan lo mismo. Lo justo es también lo equitativo, esto es, un intercambio, un trato, un acuerdo entre iguales.
  2. La razón para hacer lo justo es satisfacer las necesidades e intereses propios de un mundo en el que hay que reconocer que los demás también tienen sus intereses.

Orden B: Orden convencional

Etapa tercera: la etapa de las expectativas, relaciones y conformidad interpersonales

  1. Lo justo es vivir de acuerdo con lo que uno se espera de la gente cercana en general, de las personas como uno mismo, en condición de hijo, hermana, amigos, etc. “Ser bueno” es importante y significa que se tienen motivos buenos y se está preocupado por los demás. También significa mantener las relaciones mutuas, guardar la confianza, la lealtad, el respeto y la gratitud.

2. Las razones para hacer lo justo son que se necesita ser bueno a los ojos propios y a los de los demás, preocuparse por los demás y por el hecho de que, si uno se pone en lugar de otro, uno quisiera también que los demás se portaran bien (regla de oro).

Etapa cuarta: la etapa del sistema social y del mantenimiento de la conciencia

  1. Lo justo es cumplir los deberes que uno ha aceptado. Las leyes deben cumplirse excepto en los casos extremos en que colinden con otros deberes y derechos socialmente determinados. Lo justo es también contribuir a la sociedad, al grupo o la institución.
  2. Las razones para hacer lo justo son mantener el funcionamiento de las instituciones en su conjunto, el autorrespeto o la conciencia al cumplir las obligaciones que uno mismo ha admitido o las consecuencias: “¿Qué sucedería si todos lo hicieran?”.

Orden C. Orden postconvencional y de principios

Etapa quinta: la etapa de los derechos previos y del contrato social o de utilidad

  1. Lo justo es estar consciente del hecho de que la gente sostiene una diversidad de valores y opiniones y que la mayor parte de los valores y normas tiene relación con el grupo de uno mismo. No obstante, se deben respetar estas normas “de relación” en interés de la imparcialidad y por el hecho de que constituyen el pacto social. Sin embargo, algunos valores y derechos que no son de relación, como la vida y la libertad, deben respetarse en cualquier sociedad con independencia de la opinión de la mayoría.
  2. Las razones para hacer lo justo, en general, son sentirse obligado a obedecer la ley porque uno ha establecido un pacto social para hacer y cumplir las leyes, por el bien de todos y también para proteger los derechos propios, así como los derechos de los demás. La familia, la amistad, la confianza y las obligaciones laborales son también obligaciones y contratos que se han aceptado libremente y que suponen respeto por los derechos de los demás. Uno está interesado en que las leyes y los deberes se basen en el cálculo racional de la utilidad general: “la máxima felicidad para el mayor número”.

Etapa sexta: la etapa de los principios éticos universales

  1. Con respecto a lo que es justo, la etapa 6 se guía por principios éticos universales. Las leyes concretas o los acuerdos sociales son válidos habitualmente porque descansan en tales principios. Cuando las leyes violan tales principios, uno actúa de acuerdo con el principio. Los principios son los principios universales de la justicia: la igualdad de derechos humanos y el respeto por la dignidad de los seres humanos en cuanto individuos. Éstos no son únicamente valores que se reconocen, sino que también son principios que se utilizan para generar decisiones concretas.
  2. La razón para hacer lo justo es que, en la condición de persona racional, uno ve la validez de los principios y se compromete con ellos.

Todas estas etapas están vinculadas a cambios de edad, son universales, irreversibles y constituyen una “secuencia lógica” y “jerárquica”. Sin embargo, aunque se dan en todos los niños y jóvenes, difícilmente se encuentran “tipos puros”, de manera que es más correcto referirse a la “etapa dominante”.

Las conclusiones que Köhlberg deriva de sus trabajos son:

· La maduración moral depende de la interacción del desarrollo lógico y el entorno social.

5.13 Rawls: las etapas del desarrollo moral

Según Rawls, la moralidad se desarrolla en tres etapas, que son: moralidad de la autoridad, moralidad de la asociación y moralidad de los principios.

La moralidad de la autoridad es la moralidad del niño. Según Rawls el sentido de la justicia es adquirido gradualmente por los miembros más jóvenes de la sociedad a medida que se desarrollan.

Es característico de la situación del niño que no esté en condiciones de estimar la validez de los preceptos y mandamientos que le señalan quienes ejercen la autoridad: en este caso sus padres. No sabe ni comprende sobre qué base puede rechazar su dirección. En realidad, el niño carece por completo de justificación. Por tanto, no puede dudar razonablemente de la conveniencia de los mandamientos paternos.

Las acciones de los niños están motivadas, inicialmente, por ciertos instintos y deseos, y sus objetivos están regulados por un propio interés racional. Aunque el niño tiene la capacidad de amar, su amor a los padres es un nuevo deseo que surge de su reconocimiento del evidente amor que ellos le tienen y de los beneficios que para él se siguen de las acciones con que sus padres le expresan su amor. Cuando el amor de los padres al niño es reconocido por él sobre la base de las evidentes intuiciones paternas, el niño adquiere una seguridad en su propio valor como persona. Se hace consciente de que es apreciado, en virtud de sí mismo, por los que para él son las personas imponentes y poderosas de su mundo.

Con el tiempo, el niño llega a confiar en sus padres y a sentirse seguro en su ambiente; y esto le conduce a lanzarse y a poner a prueba sus facultades, que van madurando, aunque apoyado siempre por el afecto y el estímulo de sus padres. Gradualmente, adquiere varias aptitudes, y desarrolla un sentido de competencia que afirma su autoestimación. Es en el curso de todo este proceso cuando se desarrolla el afecto del niño a sus padres. Los relaciona con el éxito y con el goce que ha sentido al afianzar su mundo, y con el sentimiento de su propio valor. Y esto origina su amor por ellos.

El niño no tiene sus propias normas éticas, porque no está en condiciones de rechazar preceptos sobre bases racionales. Si ama y confía en sus padres, tenderá a aceptar sus mandatos. También se esforzará por quererles, admitiendo que son, ciertamente, dignos de estima, y se adherirá a los preceptos que ellos le dictan. Se supone que ellos constituyen ejemplos de conocimientos y poder superiores, y se les considera como prototipos a los que se apela para determinar lo que se debe hacer. El niño, por tanto, acepta el juicio que ellos tienen de él y se sentirá inclinado a juzgarse a sí mismo como ellos le juzguen cuando infringe sus mandamientos. Si quiere a sus padres y confía en ellos, entonces, una vez que ha caído en la tentación, está dispuesto a confesar sus transgresiones y procurará reconciliarse. En estas diversas inclinaciones se manifiestan los sentimientos de culpa. Sin estas inclinaciones y otras afines, los sentimientos de culpa no existirían.

Las condiciones que favorecen el aprendizaje de la moralidad por parte del niño son dos:

1. Los padres deben amar al niño y ser objetos dignos de su admiración. De este modo, despiertan en él un sentimiento de su propio valor y el deseo de convertirse en la misma clase de persona que ellos.

2. Deben enunciar reglas claras e inteligibles (y, naturalmente, justificables), adaptadas al nivel de comprensión del niño. Además, deberán exponer las razones de tales reglas en la medida en que éstas puedan ser comprendidas, y deben cumplir asimismo estos preceptos en cuanto les sean aplicables a ellos también. Los padres deben constituir ejemplos de la moralidad que ellos prescriben, y poner de manifiesto sus principios subyacentes a medida que pasa el tiempo. El niño tendrá una moralidad de la autoridad, cuando esté dispuesto, sin la perspectiva de la recompensa o el castigo, a seguir determinados preceptos que no sólo puede parecerle altamente arbitrarios, sino que en modo alguno se corresponden con inclinaciones originales. Si adquiere el deseo de cumplir estas prohibiciones, es porque ve que le son prescritas por personas poderosas que tienen su amor y confianza, y que también se conducen de acuerdo con ellas. Entonces, concluye que tales prohibiciones expresan formas de acción que caracterizan la clase de persona que él desearía ser.

La segunda fase en el desarrollo de la moralidad del individuo es la moralidad de la asociación. El contenido de ésta viene dado por las normas morales apropiadas a la función del individuo en las diversas asociaciones a que pertenece. Estas normas incluyen las reglas de moralidad de sentido común, juntamente con los ajustes necesarios para insertarlos en la posición particular de una persona; y le son inculcadas por la aprobación y por la desaprobación de las personas dotadas de autoridad, o por los otros miembros del grupo.

La moralidad de la asociación incluye un gran número de ideales, definido cada uno de ellos en la forma adecuada a los respectivos statuso funciones. Cada ideal particular se explica, probablemente, en el contexto de los objetivos y propósitos de la asociación a la que pertenece la función o la posición de que se trate. En su momento, una persona elabora una concepción de todo el sistema de cooperación que define la asociación y las metas a que tiende. Sabe que los otros tienen que hacer cosas diferentes, según el lugar que ocupen en el esquema cooperativo. Así, con el tiempo, aprende a adoptar el punto de vista de los otros, y a ver las cosas desde su perspectiva. Parece, pues, admisible que la adquisición de una moralidad de la asociación (representada por determinadas estructuras de ideales) dependa del desarrollo de las capacidades intelectuales requeridas para considerar las cosas desde una variedad de puntos de vista y para interpretarlas, al propio tiempo, como aspectos de un sistema de cooperación.

¿Cómo se llegan a adquirir deseos de cooperación? Una vez comprobada la capacidad de una persona de sentir simpatía hacia otros, puesto que ha adquirido afectos, mientras sus compañeros tienen el evidente propósito de cumplir sus deberes y obligaciones, él desarrolla sentimientos amistosos hacia ellos, juntamente con sentimientos de lealtad y confianza. Así pues, si los que se hallan comprometidos en un sistema de cooperación social actúan de un modo regular, con el evidente propósito de mantener sus justas normas, entre ellos tienden a desarrollarse lazos de amistad y confianza mutua, lo que les une al esquema cada vez más. Una vez establecidos estos lazos, una persona tiende a desarrollar sentimientos de culpa cuando no consigue realizar su función, sentimientos que se manifiestan en una inclinación a compensar los daños causados, en una voluntad de admitir que nuestra conducta ha sido injusta (errónea) y a disculparnos por ello, o en el reconocimiento de que el castigo y la censura son injustos.

Y así llegamos a la fase de la moralidad de los principios. La moralidad de la asociación conduce, de un modo enteramente natural, a un conocimiento de las normas de la justicia. Una vez que las actitudes de amor y confianza, y de sentimientos amistosos y de mutua fidelidad, han sido generadas de acuerdo a las dos etapas precedentes, entonces el reconocimiento de que nosotros y aquellos a quienes estimamos somos los beneficiarios de una institución justa, establecida y duradera, tiende a engendrar en nosotros el correspondiente sentimiento de justicia. Desarrollamos un deseo de aplicar y de actuar según los principios de la justicia, una vez que comprobamos que los ordenamientos sociales que responden a ellos han favorecido nuestro bien y el de aquellos con quienes estamos afiliados. Con el tiempo llegamos a apreciar el ideal de la cooperación humana justa.

Este sentimiento de justicia se manifiesta de dos formas:

1. Nos induce a aceptar las instituciones justas que se acomodan a nosotros, y de las que nosotros y nuestros compañeros hemos obtenido beneficios. Necesitamos llevar a cabo la parte que nos corresponde para mantener aquellos ordenamientos y tendemos a sentirnos culpables cuando no cumplimos nuestros deberes y obligaciones.

2. Un sentimiento de justicia da origen a una voluntad de trabajar en favor de la implantación de instituciones justas y en favor de la reforma de las existentes cuando la justicia lo requiera.

5.14 Sociología y sociobiología

Frente a visiones como las sustentadas por Köhlberg, que radica la génesis de la moral en el desarrollo de la estructura cognitiva del individuo ante las situaciones de conflicto moral y termina remitiendo a un “valor objetivo”, es dado considerar los valores como productos culturales. En este caso, cada individuo asumiría indefectiblemente los valores vigentes en su cultura. Si esto es así, el interés de una genética de la moral se centraría en el desarrollo de cada cultura, en vez de en el del individuo. Este enfoque, denominado “culturológico”, fue esbozado por Durkheim.

Durkheim propuso su teoría moral como crítica al utilitarismo clásico. Resaltó algunas características empíricas de la moral que el utilitarismo no lograba explicar. Por ejemplo, que la moral consistía en el respeto a ciertas reglas fijas basadas en una autoridad, que la moralidad parece asociarse universalmente a sentimientos punitivos, que hay grandes variaciones de un grupo social a otro respecto a qué reglas son respetadas y generan sentimientos de culpa y deber, etc. En definitiva, Durkheim sostuvo que el hecho de la existencia de una regla socialmente institucionalizada la dota de un carácter sagrado moral, independientemente de sus consecuencias (lo que se opone al utilitarismo y a toda forma de consecuencialismo ético) o de su relación con alguna “racionalidad práctica”. Según esta visión, los valores tienen un origen cultural-social, dependerán de la estructura institucional de poder-conocimiento que en cada momento histórico tiene en su mano la sacralización de normas de comportamiento social.

El enfoque sociológico de Durkheim heredó en cierta manera el convencionalismo relativista y cientificista que también está presente en la moderna sociobiología. Esta ciencia propone un enfoque totalmente novedoso del problema de la génesis del comportamiento moral. Según los sociobiólogos, el origen de la moral puede enfocarse desde una perspectiva biológica por lo que respecta a la filogénesis. Argumentan que los comportamientos pseudomoralesaparecen en otras especies y sólo los sentimientos morales son específicos de la humana. Por otro lado, en cuanto al desarrollo filogenético de la moral, destacan tres aspectos:

· La extrema sociabilidad humana, que sólo es compartida con algunas especies de insectos. Esta disposición biológica es uno de los factores previos para el desarrollo moral, y, a la vez, ella misma parece una respuesta adaptativa a las condiciones adversas en que se desenvolvían nuestros antepasados remotos.

· Estudios bio-etológicos indican que el acervo genético de la especie puede no ser la simple suma de las dotaciones de los individuos, sino constituir un conjunto en el que se encuentran todas las combinaciones posibles, del que la dotación de cada individuo será un subconjunto. Este planteamiento explicaría que los comportamientos “altruistas” (típicamente morales) se mantengan de generación en generación, pues, de otro modo, serían eliminados en pocas generaciones.

· Por último, existe un acervo ético, en el que se acumula el universo de valores sociales, que por medio del proceso de aprendizaje y endoculturación se interioriza en el individuo como un cuerpo de valores personales.

6. Bibliografía

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