Tema 62 – El sistema inmunológico. La inmunodeficiencia. Los sueros y las vacunas: descubrimiento histórico e importancia sanitaria y económica

Tema 62 – El sistema inmunológico. La inmunodeficiencia. Los sueros y las vacunas: descubrimiento histórico e importancia sanitaria y económica

1. INTRODUCCION

Las defensas del hombre ante las enfermedades infecciosas comienzan en la propia piel, que impide el paso de gérmenes, después se encuentran las células fagocitarias y por ultimo sustancias que se encuentran disueltas en sangre, que pueden reaccionar directamente con gérmenes o toxinas, para destruirlos.

2. ÓRGANOS DEL SISTEMA INMUNE

Existen dos tipos de órganos:

– Los órganos primarios o centrales donde se generan los linfocitos. En ellos se distinguen células diferenciadas para dar linfocitos T y B. Estos órganos son la médula ósea, el timo y en el caso de las aves también se encuentra la bolsa de Fabricio. La función de la mayoría de estos órganos es producir un microentorno inductor de la hematopoyesis y óptimo para la maduración de los linfocitos. Los órganos que originan los precursores lin-foides primarios son: el hígado, el bazo, el Yolksac, la bolsa de Fabricio y la médula ósea en embriones o fetos y en adultos la médula ósea y la bolsa de Fabricio. Los linfocitos derivan de una población de precursores hematopoyéticos que también son los precursores de todas las células de la sangre.

– Los órganos secundarios o peri­féricos tiene como misión recoger los linfocitos y proporcionar un sitio para su interacción. Actúan como soporte físico y presentan puntos de contacto entre la sangre y el sistema linfático. Entre estos órganos se encuentran el bazo, los gan­glios linfáticos y otros tejidos como las amígdalas y el apéndice.

La médula ósea fetal y adulta son las encargadas, en los mamíferos, de terminar el proceso de las células hematopoyéticas. En el caso de los adultos la médula tiene una doble función, como fuente de células indiferenciadas, y como lugar de diferenciación de los linfocitos.

Existen dos tipos de médula ósea en adultos, la roja, cuyo color se debe a la abundancia de eritrocitos y la amarilla, cuyo color se debe a las células con grasa, La médula ósea roja es la encargada de la producción de las células sanguíneas, mientras que la amarilla, que en princi­pio es inactiva hematopoyéticamente, en situaciones de estrés puede convertirse en tejido formador de células sanguíneas.

El timo es una glándula que se en­cuentra rodeada de una cápsula que está formada por tejido conectivo, dividida en numerosas partes, a las cuales se las deno­mina lóbulos. Este a su vez está constituido por una trama de células epiteliales dentro de las cuales se encuentran densos grupos de linfocitos.

Su contenido celular se puede dividir en dos regiones:

– Cortex o área cortical, que es una masa oscura. Se encuentra muy poblado de células linfoides, con frecuentes mitosis. Esta capa rodea la zona médula con abundantes células reticuloepiteliales, con menor número de linfocitos y algunos corpúsculos de Hassall.

– Medula: en el interior de coloración más clara. Es continua y envía procesos digitiformes dentro de cada lóbulo. La trama de células epiteliales forma una barrera citoplasmática casi continua alrededor de los vasos sanguíneos. Para pasar del timo al torrente sanguíneo o viceversa, las moléculas o células tienen que atravesar esta barrera. Los corpúsculos de Hassall están consti­tuidos por agregados espiroideos de células epiteliales.

No existen vasos linfáticos aferentes en el timo, pero sí eferentes, que se originan en la médula y van a los nódulos linfáti­cos. Los linfocitos del timo (timocitos) de la médula y del córtex difieren tanto bioquímica como funcionalmente, debido a que se encuentran en distintos estadios de maduración. Los íimocitos del córtex son abundantes e inmaduros, mientras que en la médula, son más escasos pero maduros inmunológicamente. Una vez que estos timocitos están maduros emigran a los ór­ganos linfáticos secundarios y se quedan ahí retenidos o comienzan a circular por todo el organismo.

La bolsa de fabricio es donde se dife­rencian las células B en las aves. La bol­sa es una sección modificada de la pared dorsal de la cloaca -salida común de los tractos genitourinarios y gastrointestinal y se compone de pliegues o dobleces que se dirigen hacia la luz central. Los folículos de la bolsa están organizados en una cor­teza y una médula; se disponen a lo largo de los márgenes externos de los pliegues en estrecho contacto con el epitelio su­perficial. Los mamíferos, en sustitución, tienen islotes de células hematopoyéticas en el hígado fetal y en la médula espinal fetal y adulta, que dan lugar directamente a los linfocitos B.

El bazo es un órgano capsulado, en el que se pueden distinguir tres zonas:

– Zona roja que contiene gran cantidad de capilares.

– Zona blanca formada por linfocitos que rodean a los capilares que consti­tuyen la zona roja. El tejido linfático que forma esta zona aparece como áreas grises circulares o elongadas, que consisten en cordones espíemeos perfilados por macrófagos y sinusoides venosos.

– Zona marginal, que es la zona que se encuentra entre las dos anteriores. La zona marginal que penetra en la zona roja contiene plasmoblastos y células plasmáticas maduras.

El bazo tiene cuatro elementos prin­cipales en su estructura: fibras reticu­lares, células reticulares, componentes del sistema circulatorio y células libres. Sobrepuesta a la estructura fibrilar se encuentran las células reticulares, como un conjunto estrellado que interconecta elementos. Estas células reticulares se encuentran repartidas por todo el bazo, salvo en las cavidades y en los vasos. Los componentes del sistema circulatorio (arterias, venas, capilares, vasos linfáti­cos) se encuentran en los huecos de la trabécula formada por las fibras y células reticulares. La mayoría de las cavidades se encuentran localizadas en la zona roja (arterias trabeculares), pero en el borde de zona blanca aparecen los sinusoides mar­ginales (venas), los cuales se encuentran revestidos de macrófagos, envueltos en fibras de reticulinas, quedando espacios que facilitan el intercambio. Las venas que salen de los sinusoides forman las venas de las trabéculas conjuntivas.

El bazo sólo contiene vasos linfáticos eferentes, que se originan en la zona blan­ca, donde se encuentran en asociación con las trabéculas para posteriormente abando­nar el bazo. Las células libres que se en­cuentran en la zona blanca son linfocitos, situados concéntricamente alrededor del vaso sanguíneo, que forman los llamados folículos linfáticos (nódulos).

El bazo realiza una importante fun­ción como filtro de sangre y fluidos, e inmunogénicamente. Esta última función consiste en atrapar, procesar partículas y sustancias capaces de eliminar la respuesta inmune y procurar un lugar donde estén los linfocitos, macrófagos y permitir que estas células puedan interaccionar y llevar a cabo su trabajo de defensa del organismo.

Los ganglios linfáticos se encuentran distribuidos por todo el organismo, fun­damentalmente en axilas, ingle y cuello. Se diferencian en ellos tres zonas:

– Cápsula, formada por tejido conjunti­vo denso (colágeno) que envuelve a la pulpa ganglionar formando trabéculas fibrosas, ya que envía proyecciones ha­cia el interior del ganglio. Los espacios intrabeculares están ocupados por una trama reticular y por células libres. La trama reticular está formada por tejido conjuntivo reticular y tiene células fi­jas, que son reticulares y macrófagas, situadas en las paredes de los senos y las fibras libres de reticulina que forman una trama. Las células libres se encuen­tran ubicadas en el interior de las mallas reticulares, que son linfocitos B o T, células plasmáticas y macrófagos.

– Pulpa ganglionar, que constituye el auténtico tejido linfoide de los ganglios. En ella se diferencian tres zonas:

o Zona cortical o córtex situada peri­féricamente, cerca de la cápsula, con elevada densidad de células libres, te­jido linfático denso, células reticulares y macrófagos. En ella se encuentran los nódulos linfáticos, formados por acumules de linfocitos B (formados en la médula ósea). En el interior del nódulo aparece el centro germinativo (linfocitos inmaduros).

o Zona paracortical formada por tejido linfoide denso de linfocitos T (formados en el timo).

o Zona medular formada por cordones de tejido linfoide denso y por los senos medulares (tejido linfoide laxo) que reciben la linfa de los senos radiales y corticales

– Senos ganglionares que se encuentran tanto en la cápsula como en la pulpa ganglionar, por lo que se diferencian en senos subcapsulares, radiales y medulares.

Los linfocitos entran en el ganglio linfático a través de los vasos eferentes, pasando a través del epitelio cuboidal, es­pecializado, de las venas postcapilares. Este tráfico de linfocitos entre tejidos, torrente sanguíneo y los grupos linfáticos permite a las células sensibles al antígeno buscar el antígeno y ser reclutadas en los sitios en los que está ocurriendo una respuesta, mientras que la disminución de células de memoria y de su progenie hace que una respuesta más extensa ocurra a lo largo de todo el sistema linfoide. Por lo tanto, las células reactivas con antíge­no son sacadas de la circulación dentro de las 24 horas posteriores a la primera localización antigénica.

Los tractos respiratorio, digestivo y genitourinario están defendidos inmuno-lógicamente por acúmulos subepiteliales de tejido linfoide, que no poseen una cáp­sula de tejido conectivo. Estos acúmulos se pueden presentar como agrupamientos difusos de linfocitos, células plasmáticas y fagocitos a todo lo largo de la lámina propia de la red intestinal con folículos aislados, solitarios, o como un tejido más claramente organizado con los folículos perfectamente formados, como es el caso de las amígdalas lingual, palatina y farín­gea, o las placas de Peyer en el intestino delgado, o el apéndice.

3. DEFENSAS NATURALES DEL ORGANISMO FRENTE A LAS ENFERMEDADES INFECCIOSAS

Las defensas del huésped frente a una infección se pueden dividir en locales, fagocitarias, humorales y celulares. Las defensas fagocíticas y el complemento pueden ser activados inmediatamente por estímulos adecuados, con el fin de enfrentarse a los organismos invasores. Las respuestas del sistema inmunitario específicas (anticuerpos e inmunidad ce­lular) requieren un tiempo más prolongado para desarrollarse y permiten amplificar y focalizar los mecanismos inflamatorios de defensa más primitivos.

3.1. Defensas locales

La noción de defensa antiinfecciosa es un concepto complejo, ya que implica la interacción entre numerosos efectores em­pleados por el huésped y los mecanismos ofensivos de los microorganismos.

La primera línea de defensa es la piel y las mucosas. La importancia de la piel se aprecia en las quemaduras, sobre todo si la superficie afectada es grande, ya que se observa una gran susceptibilidad a la infección. La piel intacta es impermeable a la mayoría de las bacterias, siendo sola­mente el bacilo de la tularemia capaz de atravesar la piel intacta. La acidez del su­dor y las secreciones sebáceas son básicas para el control de los hongos, pero tienen poca importancia frente a las infecciones bacterianas. No obstante, secretan ácidos grasos que pueden ser bacteriostáticos o bactericidas. La obstrucción de las glán­dulas sebáceas o conductos sudoríparos, permite su infección secundaria por bac­terias que se encuentran en la superficie, entre las que el S.aureus es el prevalente. La descamación continua de las capas córneas superficiales de la piel también contribuyen a la eliminación de pequeñas colonias bac­terianas. Esta descamación es importante como forma de diseminación en el entorno de determinados microorganismos.

La producción de queratina a nivel del epitelio escamoso, genera una espesa capa protectora, bastante impenetrable para la mayor parte de las bacterias, virus y hongos cutáneos. Las alteraciones de la producción de queratina, como sucede en diversas dermatitis o la ruptura de la ba­rrera cutánea por quemaduras o heridas, es condición necesaria para la mayor parte de las infecciones cutáneas.

Otra barrera muy eficaz es la compuesta por los cilios, recubiertos de mucus, que tapizan a las mucosas respiratorias. El mo­vimiento regular de los cilios crea, junto al mucus, un auténtico tapiz deslizante, que elevan las partículas y los gérmenes inhala­dos hacia la faringe, donde son deglutidos. Gracias a este procedimiento, las infeccio­nes pulmonares son relativamente raras. La alteración de este proceso por algunos virus, puede provocar una desaparición de los cilios a nivel de los bronquios, lo que permite una invasión bacteriana por bac­terias que serían normalmente eliminadas. Esto explica la sobreinfección bacteriana, tras una infección viral, como es la gripe. El humo de tabaco altera los movimientos ciliares, debido a lo cual, los fumadores son más susceptibles a infecciones broncopulmonares que los no fumadores.

En las superficies mucosas, además de la barrera mecánica, tenemos facto­res limitantes del desarrollo bacteriano. Estos incluyen la lisozima o la lactoperoxidasa

En otras entradas al organismo, existen barreras defensivas antiinfecciosas. En el estómago la principal barrera la constituye la acidez, que destruye numerosas bac­terias, especialmente las enterobacterias, como las productoras de tifus.

Se ha demostrado experimentalmente que la ingestión de bacterias, como es el Vibrio cholerae con o sin bicarbonato sódico, con el fin de alcalinizar el jugo gástrico, varía enormemente. Las dosis necesarias para desencadenar una infección pasaron de cien millones de bacterias a diez mil bacterias (diez veces menos) en el caso del jugo gástrico alcalinizado.

La secreción acida es un mecanismo muy importante que opera en las mucosas. La neutralización del pH ácido, normal, de las secreciones cervical y vaginal por el flujo sanguíneo en la menstruación es un factor que aumenta la infección gono-cócica. En el tracto urinario el pH ácido de la orina y la acidez de las secreciones de la vejiga urinaria, limitan el desarrollo bacteriano.

Curiosamente, la barrera antibacteriana más eficaz, son las propias bacterias. La flora bacteriana que albergamos en piel o mucosas es un impedimento frente a los demás microbios. El papel de la flora bacteriana comensal se manifiesta prin­cipalmente en el tubo digestivo, donde no es posible la implantación de una especie bacteriana patógena más que en el caso de que exista una modificación de la flora local. Una modificación del régi­men alimentario, del ritmo de comidas, del horario, como sucede con frecuencia durante un viaje, o como pasa en estados de desnutrición crean las condiciones ne­cesarias para la implantación de especies bacterianas patógenas. Existen también este tipo de interacciones a otros niveles que no son los del tubo digestivo, como sucede en mucosas respiratoria o vaginal, por ejemplo.

3.2. Características generales de la respuesta inmunitaria

Las sustancias que el organismo reco­noce como extrañas y que son capaces de provocar la respuesta inmunitaria, se denominan antígenos. La respuesta provocada consiste en la producción de unas sustancias, denominadas anticuer­pos, que reaccionan específicamente con los antígenos.

Una característica fundamental de la respuesta inmune es la especificidad, que se basa en la existencia de unas células especializadas, los linfocitos, capaces de emitir la respuesta tras la estimulación antigénica. Otra característica es que la respuesta inmunitaria se produce con más intensidad y aparece más rápidamente cuando el antígeno vuelve a penetrar por segunda vez en el organismo, lo que indica que las células del sistema inmune pueden guardar información y recuperarla cuando es preciso. Es decir, memorizan el antí­geno que suscitó la respuesta inmune.

3.3. Tipos de respuesta inmunitaria

Existen dos tipos detectables en la res­puesta tras la estimulación antigénica. La inmunidad humoral, caracterizada por la presencia de anticuerpos en algunas se­creciones y la inmunidad celular, en la que no se detectan anticuerpos, sino que se produce la acumulación de linfocitos en contacto con el antígeno.

En la respuesta humoral, los anticuerpos circulantes pueden formar un complejo insoluble con el antígeno, pudiendo ocasio­nar lesiones tisulares (a veces muy graves) que constituyen las reacciones de hiper-sensibilidad o inmediatas, ya que tras un primer contacto con el antígeno (sensibili­zante) y una vez producidos anticuerpos, un segundo contacto (desencadenante) provoca la reacción antígeno-anticuerpo rápidamente.

La respuesta celular o inmunidad celu­lar, provoca una serie de fenómenos cono­cidos como hipersensibilidad retardada, ya que para su manifestación es necesario un lapso de tiempo más dilatado desde el contacto con el antígeno y deben formarse acúmulos de linfocitos y macrófagos.

3.4. Base celular de la respuesta inmunitaria

Fagocitos: Existen en el organismo unas células encargadas de la ingestión de partículas. Se trata de las células fagocitarias que son los leucocitos polimorfonucleares y los macrófagos tisulares. Durante la fase ac­tiva de la respuesta inmune, la eliminación de los antígenos se realiza con el concurso de estas células. En su superficie poseen ciertos receptores, para el fragmento Fe de las inmunoglobulinas y para fracciones del complemento, lo que permite la adhesión de los complejos inmunes a la célula y su posterior fagocitosis.

Linfocitos: Son las células producidas en los órganos linfoides. Pueden diferenciarse dos tipos celulares: células o linfocitos B y células o linfocitos T. Estos últimos se originan en el timo y son capaces de formar rosetas con los eritrocitos de car­nero, lo que sirve para su identificación. Se considera que los macrófagos son necesarios para transformar y presentar los antígenos a las células T. Al contacto inicial con el antígeno, la célula T sufre una proliferación clonal y se diferencian en células activadas (linfocitos T “killer”) mediando la inmunidad celular.

Mientras que otras se convierten en células T de memoria, otras se trans­forman en células auxiliares (linfocito TH o helper) o supresoras (linfocitos Ts o supressor) regulando la producción de anticuerpos por las células B al concentrar antígeno sobre su superficie o liberar un factor humoral local capaz de estimular a las células B para la producción de an­ticuerpos.

El linfocito T activado es mediador de la inmunidad celular por efecto tóxico directo, reaccionando directamente con antígenos asociados a membranas o por la liberación de linfocinas, sustancias que estimulan diversas funciones: factor de inhibición de los macrófagos (MIF) que hace que estos se aglutinen en el área don­de se produce hipersensibilidad retardada; factor de activación de los macrófagos, aumentando su actividad bactericida; o el factor blastógeno (BF) o factor transformador de linfocitos (LTF) es un factor mitogénico que activa a otros linfocitos T para que se transformen en linfoblastos.

Los linfocitos B son fácilmente identi-ficabies por la presencia de inmunoglobu-linas en la superficie celular. Se producen en los órganos equivalentes de la bolsa de Fabricio de las aves. Responden a un número limitado de antígenos en lo que se denomina respuesta inmunológica prima­ria sufriendo diferenciación. Algunas se convierten en células de memoria y otras en células plasmáticas que sintetizan anticuerpos.

Aparte de las anteriores, existen otras células que intervienen en los procesos inmunitarios, como los monocitos, leu­cocitos, células cebadas, etc.

Cooperación entre los Linfocitos: La respuesta humoral frente a determi­nados antígenos necesita la colaboración de los linfocitos T y B, siendo estos últimos los efectores de la respuesta. Para ello, es necesario que el antígeno sea reconocido por ambos tipos celulares. Este tipo de cooperación sucede con los denominados antígenos T-dependientes. Un ejemplo clásico es la respuesta anti-hapteno. Un hapteno es una molécula pequeña que so­lamente resulta antigénica cuando penetra junto a una proteína portadora. Los linfocitos T reconocen la proteína portadora, mientras que los linfocitos B reconocen el hapteno.

La cooperación podría ejercerse median­te el contacto directo, enfocando las células T el antigeno hacia las B para que estas actúen sobre él o mediante la liberación de sustancias estimulantes de las células B.

Los linfocitos T estimulados antigéni-camente proporcionan los mecanismos de defensa frente a infecciones bacterianas, micóticas y viriásicas. También intervienen en los fenómenos de rechazo, de tumores o de transplantes, siendo, como hemos dicho anteriormente, los encargados de la respuesta inmunitaria celular.

La estimulación de los linfocitos B hace que se diferencien en células plasmáticas, que segregan gran cantidad de anticuerpos, responsables de la eliminación de partícu­las extrace luí ares. Los anticuerpos (inmunoglobulinas) no penetran en las células vivas, por lo que son inefectivos contra microorganismos intraceíulares.

Normalmente, para ser estimuladas, las células B necesitan la ayuda de las células T. Dicha ayuda necesita la respuesta simultánea frente al mismo antígeno o contra otro determinante antigénico presente en la misma molécula. La activación de las células T requiere la presencia de los macrófagos, que presentan el antígeno con la orientación adecuada.

3.5. Antígenos

La antigenicidad o inmunogenicidad es una propiedad que poseen determina­dos compuestos químicos para inducir una respuesta inmunitaria detectable. Los an-tígenos serían aquellas sustancias capaces de combinarse con anticuerpos y poner en marcha una respuesta inmune específica, ya humoral (producción de anticuerpo) ya mediada por células.

Existen sustancias incapaces de provo­car una respuesta inmune por si mismas, siendo antigénicas, pero que no trans­forman en inmunógenas hasta que no se ligan a otra molécula. Estas sustancias se denominan haptenos, molécula portado­ra que se une al antígeno para conferirle inmunogenicidad.

Existen multitud de tipos de antígenos, pero solamente enumeraremos algunos de los más comunes utilizados en estudios inmunológicos, que son los siguientes:

– Toxoide: Exotoxina bacteriana tratada (normalmente con formol), para des­truir su toxicidad, pero no su inmunogenicidad.

– Vacuna: Material que contiene antí­genos, empleada con fines terapéuti­cos.

– Isoantígeno: Se trata de un antígeno que existe en diferentes formas alélicas; una forma alélica induce una respuesta en un individuo con un alelo diferente. Por ejemplo tenemos los antígenos de los grupos sanguíneos o los antígenos de histocompatibilidad. También se llama antígeno alotípico.

– Xenoantígeno: Antígenos de diferentes especies.

Los antígenos pueden dividirse en simples y complejos. Estos últimos serían antíge­nos particulados, como pueden ser células enteras, virus, bacterias, etc. Los antígenos simples son moléculas puras. Los glúcidos y las proteínas son buenos antígenos mientras que los lípidos poseen poca antigenicidad. Los inmunógenos más potentes son las proteínas macromoleculares.

La antigenicidad depende de diversas condiciones, como son el propio antígeno, o la forma de inmunización. Las condi­ciones más importantes son:

– Exogenicidad: El sistema inmunitario discrimina entre lo propio y lo extraño, de tal forma que aquellas moléculas que son ajenas al propio organismo son detectadas cuando penetran en el sistema circulatorio.

– Tamaño molecular: Las moléculas muy pequeñas, como aminoácidos o monosacáridos, no son antigénicas, de tal forma que existe un tamaño mínimo para la antigenicidad, siendo éste por encima de 10.000 de peso molecular. Por debajo, puede ser un antígeno, pero será débil su poder antigénico. Los antígenos más potentes son las proteínas con un peso molecular su­perior a 100.000.

– Complejidad química: Mediante el empleo de polipéptidos sintéticos, se ha podido observar que los antígenos deben tener una cierta complejidad. Los homopolímeros (formados por un solo aminoácido) son malos antígenos, independientemente del tamaño del po-lipéptido sintetizado. Por el contrario los polipéptidos formados por dos o tres aminoácidos son potentes antíge­nos. Así pues, la antigenicidad crece con la complejidad estructural de las moléculas. Por ejemplo, los aminoáci­dos aromáticos contribuyen más a que un polipéptido sea antigénico que los aminoácidos alifáticos.

– Constitución genética del huésped: La capacidad de respuesta frente a la estimulación antigénica depende de la constitución genética del individuo. Por ejemplo, los polisacáridos puros son antígénicos para el hombre o el ratón, pero no para el cobaya e inclu­so dentro de la misma especie puede haber enormes variaciones.

– Forma de administración o pene­tración del antígeno: la inducción de la respuesta inmune depende de la dosis y la forma de administración. Una cantidad dada de antígeno inefi­caz, cuando se administra a un animal de experimentación por vía intrave­nosa, desencadena la respuesta si se administra, con un adyuvante, por vía subcutánea.

En términos generales podremos decir que las dosis crecientes de antígeno indu­cen respuestas crecientes, aunque no de una forma proporcional, ya que incluso dosis excesivas pueden no solamente dejar de estimular la formación de anticuerpos, sino que pueden establecer un estado de insensibilidad específica.

Los anticuerpos se combinan con los antígenos en virtud del acoplamiento de determinadas zonas. Las zonas de combina­ción de los antígenos que son reconocidas por los anticuerpos, son configuraciones específicas conocidas como determinantes antigénicos o epitopos.

El número de epitopos de una molécula varía con el tamaño y complejidad. Es la presencia de estos determinantes lo que hace que una molécula sea un antígeno.

Por muy grande que sea la molécula, posee un número limitado de determinan­tes antigénicos, existiendo una selección de los diversos determinantes para una situación dada. La capacidad de una región de una molécula antigénica para servir como determinante e inducir la formación de anticuerpos específicos, se denomina inmunopotencia.

Existen diversos factores que inter­vienen en la inmunopotencia, entre los cuales la accesibilidad es determinante. Las cadenas laterales terminales de los polisacáridos representan las regiones más inmunopotentes de dichos antígenos. La accesibilidad viene determinada por la conformación espacial de la molécula de antígeno, siendo las regiones más expues­tas (no protegidas) las que actuarán como determinantes.

También la carga eléctrica es otro factor importante respecto a la inmu­nopotencia, aunque moléculas carentes de esta pueden ser potentes antígenos.

Como regla general se considera que los grupos con carga eléctrica contribuyen a la especificidad del antígeno siendo inter-dependiente con la accesibilidad, ya que grupos cargados, hidrófilos, estarán en un contacto más íntimo con el entorno que otros grupos no cargados, hidrófobos, suje­tos a otras restricciones conformacionales en la molécula, por lo que los primeros serán detectados más fácilmente por los anticuerpos.

Otra propiedad es la inmunodominancia consistente en la contribución de las subunidades a la reactividad con los anticuerpos, siendo para ello fundamental la conformación espacial de la molécula de antígeno.

También se ha observado que la confi­guración óptica influye en las caracterís­ticas de los determinantes antigénicos, ya que los anticuerpos presentan estereoespecificidad, no habiendo, en general, reac­tividad cruzada entre los determinantes enantiomorfos.

Se podría resumir afirmando que los epitopos, al menos en las proteínas, tienen poco tamaño, con límites definidos en la molécula, se hallan en puntos accesibles y presentan gran sensibilidad a los cambios conformacionales.

Un mismo anticuerpo puede combi­narse con antígenos relacionados, dando una reacción cruzada si sus determinantes antigénicos son lo suficientemente pare­cidos entre sí.

Para que la antigenicidad sea eficiente, es importante el procesamiento del antí­geno mediante la fagocitosis inicial por los macrófagos. El reconocimiento inicial de los macrófagos no está aclarado perfecta­mente, pero cuando el antígeno penetra, es atrapado por ellos. Una parte del antígeno, localizada en la superficie del macrófago, toma contacto con las células T que participan en la inmunidad celular o en la inmunidad humoral mediante la produc­ción de anticuerpos con el concurso de las células B. Los antígenos independientes de las células T no precisan la presencia de los macrófagos para la estimulación de la producción de anticuerpos.

Este procesamiento o acondicionamien­to del antígeno es de la máxima impor­tancia en la respuesta inmune primaria. En la respuesta secundaria, el antígeno interacciona con los anticuerpos fijados a los macrófagos de los folículos linfoides corticales antes de que pueda ser ingerido por los macrófagos.

3.6. Anticuerpos

Son proteínas que forman complejos con antígenos específicos. Se trata de proteínas globulares o globulinas, que por sus propiedades se llaman inmunoglobulinas.

Bajo el estímulo antigénico, los linfocitos B se multiplican originando células plasmáticas que producen el mismo anti­cuerpo, el cual reacciona con el antígeno generador del proceso. Estas células plas­máticas derivadas de la célula original se denominan clon. Las inmunoglobulinas presentes en el suero son el producto de los numerosos clones diferentes que existen en el organismo.

Se distinguen cinco clases principales de inmunoglobulinas: IgA, IgD, IgE, IgG e IgM. La familia de las IgG está subdividida en cuatro subclases y la de la IgA en dos.

La alotipia define las estructuras de las Igs de un individuo, que son propor­cionadas por su patrimonio genético. Se han determinado alotipos entre las sub­clases de IgG (factores Gm y en las de IgA (factor Am).

La síntesis de anticuerpos comienza durante la ontogenia. Se detecta IgM a las 25 semanas de vida. En el recién naci­do, las Igs presentes en el suero tienen un doble origen: algunas son sintetizadas por el propio individuo, particularmente las IgM, mientras que otras son transferidas por la madre (las IgG). La síntesis de las IgA comienza al mes del nacimiento, y la síntesis de IgE tiene un desarrollo paralelo a la anterior, alcanzando el máximo nivel a los 20-30 años.

Las inmunoglobulinas son glicoproteínas, con un contenido en azúcares variable según la clase, oscilando del 2 al 12%. Todas poseen una configuración común.

Cada una está formada por cuatro cade­nas polipeptídicas, dos cadenas pesadas idénticas y dos cadenas ligeras iguales, denominadas así por su peso molecular relativo, unidas en forma de Y por enlaces disulfuro.

Existen dos tipos de cadenas ligeras (kappa y lambda). Una molécula aislada solo tiene un tipo de cadena ligera, pero se encuentran moléculas de los dos tipos en cada una de las cinco clases de Igs.

Las cadenas pesadas poseen unas propie­dades inmunológicas, antigénicas y quími­cas que caracterizan a cada clase de Igs. Se designan con la letra griega correspondiente a la clase a la que pertenecen.

El estudio de las cadenas, ligeras y pe­sadas indica que cada cadena posee una parte constante, con la misma secuencia de aminoácidos dentro de la misma clase de Igs y parte variable. Estas partes va­riables de las cadenas forman las zonas específicas de cada clase para la unión a los antígenos.

También se han detectado estructuras globulares compactas dentro de la molécu­la de Igs, que se designan como dominios. Hay cuatro dominios para las cadenas pe­sadas y dos para las cortas teniendo cada uno propiedades específicas.

Existen diez tipos diferentes de mo­léculas de Igs. Las IgG, IgE y IgD son monómeros, constituidas por una sola molécula. La IgM es un polímero de 5 moléculas, mientras que la IgA existe en tres formas, como monómero y como polímeros de dos y tres moléculas.

Se han detectado otras cadenas, como las de enlace o J que unen las 5 subunida-des de IgM y las dos o tres de IgA. Esta IgA o inmunoglobulina secretora posee una cadena adicional, el componente secretorio (SC) que es producido por las células epiteliales y unido a la IgA.

Las relaciones entre la estructura y la función de las Igs fueron estudiadas mediante fragmentación con enzimas proteolíticos.

Cuando se trata con papaína, se liberan tres fragmentos. Dos, idénticos, poseen ca­pacidad para unirse a los antígenos, deno­minándose Fab (antigen binding fragment) comprendiendo la cadena ligera y la parte N-terminal de la cadena pesada (segmento Fd). El otro fragmento se denomina Fe y cumple funciones complementarias, como puede ser la unión a la proteína Clq, que forma parte del complemento o la unión a los macrófagos.

El tratamiento con pepsina produce el fragmento F(ab)2 que contiene la actividad de anticuerpo de la molécula.

Se han detectado subclases de Igs: IgG1234, IgA1,2 e IgM1,2.Estas subclases tienen unas funciones determinadas. Por ejemplo la IgG4 no fija el complemento ni se une a monocitos, lo que hacen las otras tres subclases.

La IgG es el tipo principal encontrado en la sangre, difunde fácilmente por los espacios extravasculares y es la única que atraviesa la placenta. Media fundamental­mente la respuesta inmune secundaria. Sus subclases neutralizan toxinas bacterianas, fijan el complemento y favorecen la fa­gocitosis por opsonización.

La IgM o macroglobulina se encuen­tra confinada al torrente circulatorio. Es la primera que aparece tras el estímulo antigénico. Puede fijar el complemento y ser opsonizadoras, aglutinadoras y cito-líticas activas ayudando a la eliminación de microorganismos.

La IgA o inmunoglobulina secretoria se halla en las secreciones seromucosas ex­puestas al medio externo, proporcionando una primera línea de defensa. La que se encuentra en sangre normalmente deriva de la IgA secretoria. La sérica carece del componente secretorio.

La IgD predomina en linfocitos B, pudiendo ser el receptor de antígeno, aunque su función es poco conocida.

La IgE o anticuerpo reagínico, sensibi­lizador de la piel o anafiláctico se secreta fundamentalmente por el epitelio respira­torio y gastrointestinal. Es la mediadora de las alergias atópicas. Puede ser activa para combatir infecciones respiratorias y parasitosis, aunque es mejor conocida su función en los procesos alérgicos.

3.7. EL sistema de complemento

Un importante proceso por el que la producción de anticuerpos lleva a la inmunidad o a la hipersensibilidad, se produce cuando el antígeno se combina con el anticuerpo e inicia la activación del complemento. En este proceso intervienen más de 18 proteínas plasmáticas diferentes, incluyendo los inhibidores. Reaccionan en secuencia y median cierto número de importantes consecuencias biológicas. Los fenómenos que han sido descritos “in vitro” comprenden la adherencia de complejos antígeno-anticuerpo o micro­organismos revestidos de anticuerpo con macrófagos; producción de anafilotoxina (provoca liberación de histamina por las células cebadas); quimiotaxis, causando la migración celular hacia las zonas donde hay actividad del complemento; fagoci­tosis; lisis de célula; y modulación de la respuesta inmune.

La activación de los componentes del complemento implica la escisión enzimática de cada componente en dos fragmentos. El mayor, se une al componente activado precedente, para activar la capacidad enzimática y escindir el siguiente com­ponente.

La vía clásica de la activación del complemento comienza cuando Clq en­tra en contacto con complejos antígeno-anticuerpo. Si el antígeno es un virus, la neutralización viral se produce en el curso de la activación, cuando los dos primeros componentes (Cl y C4) han sido activados. Este es un mecanismo de defensa importante, ya que en ese momento hay poca cantidad de anticuerpos.

También se ha descrito una vía alterna­tiva para la activación de los componen­tes terminales (C3-C9) del complemen­to. También se denomina sistema de la properdina activándose por la presencia de ciertos polisacáridos bacterianos e inmunoglobulinas agregadas.

La activación del complemento, que tan­ta importancia tiene en la defensa frente a microorganismos, puede lesionar el tejido normal mediante diversos mecanismos;

– Generación de anafilotoxinas, que provocan aumento de permeabilidad vascular, edema y contracción del músculo liso

– Generación de factores quimiotácticos, que impelen la migración de leucocitos polimorfonucleares a un área de inflamación. Cuando éstos se destruyen, liberan enzimas lisosómicas que dañan el tejido.

– Destrucción de eritrocitos en la anemia hemolítica autoinmune.

– Activación del sistema de kininas, con aumento de la permeabilidad vascular y dolor.

La contrapartida clínica de estos proce­sos son las reacciones de hipersensibilidad tipos II y III de Gell y Coombs.

4. REACCIONES DE HIPERSENSIBILIDAD. ALERGIAS

Es difícil formular una clasificación que permita agrupar de manera adecuada todos estos procesos, que van desde la fiebre del heno hasta el Lupus eritematoso sistémico, que posee una morbilidad importante, relacionándose con la hipersensibilidad hacia los propios antígenos.

Se han propuesto diversas clasifica­ciones, basadas en el tiempo hasta que aparecen los síntomas tras exposición al antígeno, según el tipo de antígeno, etc. La propuesta por Gell y Coombs es clí­nicamente útil y se basa en experiencias animales en los que pueden diferenciarse claramente los diferentes tipos de reacción observados.

Para que un proceso patológico se clasi­fique como reacción de hipersensibilidad o alergia, tiene que ser el resultado de una interacción específica entre un antígeno (exógeno o endógeno) y anticuerpos hu­morales o linfocitos sensibilizados. Esto excluye aquellos procesos donde se obser­van anticuerpos pero no tienen significado fisiopatológico conocido, aun cuando esta presencia tenga valor diagnóstico.

4.1. Reacciones de tipo I

Corresponden a la denominada hiper-sensibilidad inmediata. Clínicamente se expresa como una anafilaxia generalizada o como una reacción inflamatoria local (roncha y enrojecimiento).

Las reacciones son consecuencia de la liberación de sustancias como la hista­mina, sustancia de reacción lenta de la anafilaxia (SRS-A), factor quimiotáctico eosinófilo (ECF) y las prostaglandinas E1 y E2 Estos mediadores se liberan a partir de las células cebadas y los basófilos. Al parecer, las prostaglandinas son liberadas a consecuencia del daño al tejido. Los fe­nómenos se desencadenan después de la estimulación antigénica con la inmunoglobulina E.

La IgE se encuentra en el suero a baja concentración: 100-200 ngml. Su principal característica es la de unirse a los mas-tocitos o células cebadas y los basófilos. Cuando el antígeno, denominado también alérgeno establece un puente de unión en­tre dos o más moléculas de IgE situadas sobre la superficie de un mastocito, se produce la liberación de histamina y la aparición de los síntomas. El nivel de IgE circulante no es indicativo de la grave­dad del paciente, ya que la gravedad de la respuesta está en función de la produc­ción local de anticuerpos por las células linfoides de la mucosa. La histamina se encuentra en las células cebadas formando un complejo con heparina y proteínas. Al liberarse actúa fundamentalmente sobre el músculo liso de los vasos sanguíneos de 20-30 (i de calibre, provocando separación de las células endoteliales y de esa forma escapan las proteínas plasmáticas.

La SRS-A probablemente sea un lípido de bajo peso molecular, sintetizándose tras la apropiada estimulación inmunitaria. La cantidad producida depende de la inten­sidad del estímulo.

Otro factor liberado por estas reaccio­nes de tipo I es el factor quimiotáctico eosinofílico, que se trata de un péptido de bajo peso molecular, de carácter ácido, que produce quimiotaxis selectiva para eosinó-filos. Estas células desempeñan un papel regulador en la magnitud de la respuesta anafiláctica.

La modulación de la liberación de histamina y SRS-A se debe a hormonas (vg: adrenalina) y existen evidencias que sugieren que interviene la arilsulfatasa procedente de los eosinófilos, mediante actuación del enzima sobre un grupo sul­fato fundamental del SRS-A, bloqueando su actividad.

El resultado de estas reacciones de hipersensibilidad es la producción de inflamación tisular fundamentalmente. Se encuentran implicadas en el asma ex­trínseca alérgica, rinitis alérgica estacio­nal, anafilaxia sistémica, reacciones ante picaduras de insectos, algunas reacciones a alimentos o medicamentos y algunas urticarias.

4.2. Reacciones de tipo II

Son reacciones citotóxicas, dependien­tes del complemento. También se deno­minan estimuladoras de células. Suceden cuando el anticuerpo interacciona con los componentes antigénicos de una célula o elementos tisulares o cuando un hapteno o antígeno está íntimamente acoplado a los tejidos o células.

El daño se produce mediante la acti­vidad del complemento sobre las células que tienen antígeno adherido a su mem­brana. La manifestación clínica depende del tejido diana. El requisito previo es la asociación del antígeno o hapteno con la membrana celular. Es sobre ésta donde actuarán los anticuerpos. La reacción antígeno-anticuerpo puede causar opsonización (facilitación de la fagocitosis) mediante el recubrimiento de la superficie celular con anticuerpos; adherencia inmune mediante la activación del complemento -en su componente C3- con la subsiguiente fagocitosis o mediante la activación del sistema del complemento entero con la consiguiente citolisis y daño tisular. En algunas situaciones puede suceder una activación de ciertos órganos secretores, como es el tiroides.

Ejemplos clínicos bien conocidos de este tipo de reacciones son las anemias hemolíticas Coombs-positivas, por pura trombocitopénica inducida por anticuerpos y leucopenia.

Estas reacciones suceden en los pa­cientes que reciben transfusiones incom­patibles, en la enfermedad hemolítica del recién nacido y en la trombocitopenia neonatal.

El mecanismo de la reacción puede ser completado perfectamente por el ejemplo proporcionado por los eritrocitos. En las anemias hemolíticas, los eritrocitos pueden ser destruidos mediante hemolisis intravascular o por fagocitosis por los macrófagos, principalmente en el bazo. Estudiosos in vitro han demostrado que anticuerpos uni­dos al complemento, como los anticuerpos para los grupos sanguíneos anti-A y anti-B, causan una rápida hemolisis. Otros, como el anti-Le causan una lisis lenta de las células, mientras que otros anticuerpos no causan la lisís directa de la célula, sino que estimulan, a causa de su adherencia, la fagocitosis por los macrófagos. Por el contrario, los anticuerpos Rh no activan el complemento, y destruyen las células mediante fagocitosis extravascular.

Un ejemplo de una reacción de tipo II es que el antígeno es un componente de un tejido, como el rechazo muy temprano (hiperagudo) de un riñon transplantado, que se debe a la presencia de anticuerpos en el endotelio vascular, o el síndrome de Goodpasture en el que los anticuerpos re­accionan con el endotelio de la membrana basal glomerular y alveolar. En este sín­drome, el complemento es un importante mediador del daño, pero en el rechazo temprano, el papel del complemento no ha sido determinado.

Entre las reacciones que son debidas al acoplamiento de un hapteno con células o tejidos, tenemos muchas de las reacciones de hipersensibilidad a los medicamentos, como por ejemplo la anemia hemolítica o púrpura inducida por la penicilina.

Otro efecto de los anticuerpos es esti­mular las funciones celulares, como sucede con el estimulador tiroideo a largo plazo (LATS), que se encuentra en la fracción sérica IgG y que se considera que es un anticuerpo, que actúa directamente sobre algún determinante de la membrana celular de la célula tiroidea, lo que provoca un exceso en la secreción del tiroides.

4.3. reacciones de tipo III

Se denominan reacciones tóxicas com­plejas o reacciones de hipersensibilidad complejo-soluble o inmunocomplejo.

Se deben a la deposición de comple­jos inmunes solubles de antígeno-anticuerpo circulantes, en los vasos o en los tejidos. Los complejos antígeno-anticuerpo acti­van el complemento e inician la secuencia de sucesos que resultan en la migración de los leucocitos polimorfonucleares y la libe­ración de enzimas proteolíticas y factores de permeabilidad en los tejidos, lo que provoca una reacción inflamatoria aguda.

Las consecuencias debidas a la forma­ción de los complejos antígeno-anticuerpo son dependientes en parte de la proporción relativa de antígeno y anticuerpo. Con un exceso de anticuerpo circulante, los complejos precipitan rápidamente cerca del lugar donde se encuentra el antígeno, como sucede en la artritis reumatoidea en que el complejo inmune se deposita en las articulaciones, o el complejo es fagocitado por los macrófagos, y por consiguiente no ejerce efectos tóxicos. Pero cuando hay antígeno en exceso se tiende a producir complejos solubles que pueden causar reacciones sistemáticas o depositarse en diversos tejidos.

Ejemplos de este tipo de reacciones lo tenemos en la enfermedad del suero, fármacos o antígeno de la hepatitis viral, lupus eritematoso sistémico, artritis reu­matoidea, poliartritis, crioglobulinemia, glomerulonefritis, etc…

Los ejemplos clásicos de laboratorio son la reacción de Arthus y la enfermedad experimental del suero.

4.4. reacciones tipo IV

Son reacciones celulares o mediadas por células, del tipo de la hipersensibilidad inducida por la tuberculina. Este tipo de reacciones son las producidas por los linfocitos sensibilizado(células T) después del contacto con el antígeno, con un resultado de citotoxicidad directa o de liberación de linfocinas (linfokinas).

La hipersensibilidad retardada difiere del resto de las reacciones inmunes en que es medida por linfocitos sensibilizados y no por los anticuerpos. Así, la transferencia de este tipo de hipersensibilidad desde los individuos sensibilizados a los normales solamente es posible mediante la transmi­sión de leucocitos sanguíneos periféricos o con un extracto de ellos (factor de trans­ferencia) pero no con el suero.

Hasta hace poco, el estado alérgico de un individuo era demostrable mediante una respuesta cutánea característica, cuando el antígeno específico se inyec­taba por vía intradérmica. Las principa­les características de la reacción eran un período de latencia antes del desarrollo de endurecimiento y predominantemen­te una infiltración de linfocitos. Esta reacción se denominaba retardada, para diferenciarla de las respuestas cutáneas inmediatas evocadas por las reacciones de tipo I. Así pues, el término de hipersensi­bilidad retardada se refiere a un aspecto funcional restrictivo relacionado con la sensibilidad cutánea. Posteriormente, a este tipo de reacciones se les denomina inmunidad mediada por células, ya que aunque las otras tres reacciones también poseen células implicadas, aquí implica una interacción directa de la célula efectora con el antígeno sin la intervención de los anticuerpos del suero.

Los antígenos reaccionan con linfo­citos T (linfocitos procesados durante el desarrollo embrionario por el timo para otras funciones que no sean la producción de anticuerpos), aunque se piensa que en la respuesta desencadenada intervienen también células B. Por tanto, el daño tisular que se observa puede deberse a la interacción de ambos tejidos celulares.

Los linfocitos T sensibilizados antigénicamente, segregan una serie de sustancias que se denominan en general linfocinas, como es el factor inhibitorio de los macrófagos, un factor mitogénico y un factor reactivo cutáneo que afectan a los macró-fagos y a otros sistemas celulares.

Los ejemplos clásicos de este tipo de reacción son la dermatitis de contacto, rechazo de injertos, granulomas debidos a organismos intracelulares, tiroiditis, sensibilidad a ciertos fármacos, etc..

5. ALTERACIONES SISTEMA INMUNE

5.1. Enfermedades atópicas

Son los denominados trastornos alérgi­cos. Están causados por hipersensibilidad de tipo I, originándose al liberarse sustan­cias vasoactivas por las células cebadas y los basófilos que han sido sensibilizados por la interacción del antígeno con la IgE (anticuerpo sensibilizante de la piel o reagínico).

Los términos hipersensibilidad o aler­gia se emplean para designar una respuesta excesiva a un antígeno. Las personas que padecen trastornos atópicos tienen en co­mún una predisposición heredada a desa­rrollar hipersensibilidad frente a sustancias o alérgenos ambientales que son inocuas para el resto de los individuos.

Debe realizarse una revisión cuidado­sa de síntomas, su relación con el medio ambiente, las variaciones estacionales y situacionales (ambientes específicos) para detectar la causa. Se utiliza la prueba de radioalergoabsorbente (RAST), las de provocación y las de liberación de histamina por leucocitos. En algunos tras­tornos atópicos se encuentra eosinófilia, particularmente en asma y erupciones eccematosas. Su ausencia no excluye la alergia. Los niveles de IgE son de utilidad diagnóstica en eccema, ya que aumentan en las exacerbaciones. También están elevados en el asma atópica, pero son normales en la rinitis.

Cuando sea posible, la evitación del alérgeno es el tratamiento de elección. Mientras se valora al paciente y se ins­tauran tratamientos específicos, debe efectuarse un tratamiento sintomático (antihistamínicos, etc) para aliviar las molestias.

Entre las enfermedades atópicas más comunes tenemos:

– Rinitis alérgica: Complejo sintomático que comprende la fiebre del heno o polinosis y la rinitis alérgica perenne, caracterizados por estornudos estacio­nales o perennes, rinorrea, congestión nasal, prurito y frecuentemente con­juntivitis y faringitis.

– Enfermedades pulmonares: El aparato respiratorio puede estar afectado en diversas formas según el alérgeno y su puerta de entrada. Quizás el problema más serio sea el asma alérgica.

– Anafilaxia: Reacción generalizada aguda, muchas veces de aparición brusca, caracterizada por urticaria, dificultad respiratoria, colapso vascular y ocasionalmente vómitos y espasmos abdominales. Se produce en individuos sensibilizados, cuando reciben de nuevo el antígeno sensibilizante.

– Urticaria: Se producen pápulas y eritema locales en la dermis. El angioedema o edema angioneurótico es una erupción similar, pero con áreas edematosas mayores que afectan la der­mis y las estructuras subcutáneas.

– Alergia física: Producida por la exposi­ción a situaciones ambientales como son el calor, frío, luz solar o traumatismo leve. Tenemos así la fotosensibilidad y dermatitis por contacto

– Alergia gastrointestinal: Complejo sintomático poco común que se debe a la ingestión de alérgenos especí­ficos alimentarios o medicamentos. Se producen náuseas, vómitos, dolor abdominal cólico y diarrea.

– Hipersensibilidad medicamentosa: Se producen tras la administración de un medicamento

– Enfermedad del suero: Aparece entre siete a doce días después de adminis­trar a un paciente un suero extraño o determinado medicamento. Se carac­teriza por fiebre, artralgias, erupción cutánea y linfadenopatía

5.2. Trastornos autoinmunes

La autoinmunidad consiste en la producción de autoanticuerpos contra un antígeno endógeno, con la subsiguiente lesión tisular. El resultado de la estimula­ción antigénica, ya sea por formación de anticuerpos, ya sea por células T activadas, parece depender de los mismos factores que en el caso de antígenos exógenos. Se reconocen cuatro mecanismos por los que puede desarrollarse una respuesta inmune a los autoantígenos:

Antígenos ocultos o secuestrados: Como puede suceder con sustancias intracelulares. Al no reconocerse como propios, si se liberan a la circulación desencadenan la respuesta. Por ejem­plo, en la oftalmía simpática sucede la liberación traumática de un antígeno intraocular.

Transformación inmunogénica: Los antígenos pueden transformarse en inmunógenos, debidos a una alte­ración química, física o biológica. La fotosensibilidad es un ejemplo de autoalergia inducida físicamente, ya que los rayos ultravioleta del Sol alteran ciertas proteínas dérmicas, frente a las que el paciente se vuelve alérgico.

Reacciones cruzadas: Un antígeno exógeno puede inducir una respuesta cruzada con un antígeno endógeno. Esto sucede por ejemplo entre la pro­tema estreptocócica M y el músculo cardíaco humano o en la encefalitis tras la vacunación antirrábica, en la que es probable que la reacción cruza­ da la ocasione el tejido cerebral animal presente en la vacuna.

Mutación de células inmunocompetentes: Esto puede explicar la presen­cia de anticuerpos monoclonales en enfermos con linfoma.

Normalmente la reacción autoinmune es impedida por linfocitos T supresores específicos. Cualquier proceso de los an­teriores puede causar o se acompaña de alteraciones en las células T supresoras. Existen otros factores, como adyuvantes, que no son antigénicos por sí mismos, pero que aumentan la antigenicidad de otras sustancias, o factores genéticos. La contribución genética podría ser un factor predisponente, y entonces ciertos factores provocarían la enfermedad; en el lupus eritematoso sistémico pueden ser infección viral latente, medicamentos o lesión tisular como la que se produce por exposición a la luz ultravioleta.

5.3. Inmunodeficiencia

En 1981 en el Centro de Atlanta se reco­nocieron los primeros casos de una nueva enfermedad, que se denominó síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA). Los enfermos afectados de esta enfermedad fallecen de diversas infecciones, entre las que se encuentra la neumonía producida por Pneumocystis carinii y el sarcoma de Kaposi, cáncer de las células que tapi­zan el interior de los vasos sanguíneos. También pueden presentar infecciones de microorganismos que de ordinario no son patogénicos.

El SIDA es producido por un retrovirus que el Instituto Pasteur, que lo consiguió aislar en 1983, lo denominó LAV (siglas en inglés de virus asociado a una linfadenopatía) y los investigadores del Instituto del Cáncer de Estados Unidos, que lo aislaron en 1984, lo denominaron HTLV-III ( por virus T-linfotrópico humano de tipo III).

En el retrovirus del SIDA, la inmunosupresión responde a la infección vírica de los linfocitos T4 que. en el desempeño de su papel de células inductoras y coadyu­vantes, dirigen gran parte de la respuesta inmunitaria. La pérdida de tales células en la sangre, nodulos linfáticos, bazo y otros tejidos en los que normalmente se hallan concentradas, es tan grande, que no se de­tectan en los análisis sanguíneos. En prue­bas histológicas de tejidos de individuos afectados, se observa que los virus matan a las células que infectan desgarrando la membrana celular. Pero en experiencias en el laboratorio, por medio de cultivo de células infectadas, el virus del SIDA altera y en última instancia frena el crecimiento de los linfocitos T4 infectados, mientras otras clases de linfocitos T se multiplican normalmente. Con el tiempo los linfocitos T4 desaparecen selectivamente, aunque puede conservarse un pequeño número de ellos que albergan el virus en estado latente, y pueden enmascarar el marcador T4 de la superficie celular o bien evitar su exhibición, por lo que la disminución de linfocitos T4 parece, por tanto, más espectacular de lo que realmente es.

Las consecuencias de la reducción de la población de linfocitos T4 reflejan la importancia de éstos en el sistema inmunitario. Al faltar la ayuda de los linfocitos T4, las células B son incapaces de producir las cantidades adecuadas de anticuerpo específico contra el virus del SIDA o contra cualquier otra infección. De for­ma similar queda impedida la respuesta de los linfocitos T citotóxicas y tampoco las células supresoras pueden cumplir su papel. Las células B segregan sin cesar grandes cantidades de inmunoglobulina inespecífica, ya que no reciben señal de los linfocitos T que de ordinario frenarían su actividad.

El virus del SIDA se diferencia de otros retrovirus en que sólo infecta una clase de células. Se ha podido observar que una región de la membrana celular asociada al marcador T4, la proteína que distingue los linfocitos T4 de los otros linfocitos, actúa de receptor del virus, por lo que sirve de punto inicial de fijación del virus cuando infecta el linfocito. Pero esta preferencia no es absoluta ya que los macrófagos, las plaquetas y las células B actúan de reservónos del virus. La infección de las células B, por ejemplo, explicaría su constante secreción de inmunoglobulina. También se puede acumular en células no sanguíneas, como pueden ser células epiteliales, o células de la glía, o incluso neuronas del tejido nervioso, lo que podría explicar la psicosis y atrofia cerebral, que es común en los pacientes. Puede que las células situadas fuera de la sangre carezcan de las proteínas de super­ficie que permitirían al virus invadirlas directamente, pero se infectarían cuando los linfocitos T4 o macrófagos infectados se fusionaran con ellas.

Los linfocitos T4 quizá sean especial­mente susceptibles a la infección tras haber sido estimulados y haber aumentado el número por parasitosis crónicas o infeccio­nes víricas. Es común entre varios de los grupos de riesgo para el SIDA la infección por el virus de la hepatitis B, por el de Epstein-Barr o por citomegalovirus.

La disminución del número de linfocitos T4 no explica la totalidad de los defectos inmunitarios observados en los pacientes de SIDA. En los primeros estadios de la enfermedad los pacientes pueden presentar un número normal de linfocitos T y, sin embargo, sus defensas inmunitarias pue­den estar gravemente debilitadas, Algunos investigadores han propuesto que el virus propicia la producción de anticuerpos con­tra los linfocitos T4, los cuales además de eliminar a los linfocitos T4, inhibirían también los linfocitos T4 supervivientes. Otros sugieren que las células ya infec­tadas por el virus de la hepatitis B, y que portan los genes del virus en su DNA, no sólo resultarían más susceptibles a la infección por el virus del SIDA, sino que responderían también de manera diferente a la infección.

Existen, por otra parte, inmunedeficiencias de origen natural, que están originadas por anomalías genéticas. El funcionamiento del sistema inmunológico, muy sofisticado, pone en juego múl­tiples interacciones celulares gobernadas con gran número de moléculas distintas. No es de extrañar que muchas anomalías genéticas puedan provocar fallos de la maquinaria inmunitaria. Estos déficits inmunitarios genéticos son llamados pri­mitivos por oposición a los adquiridos, ligados a un tratamiento, una infección o una malnutrición. Pueden ser totalmente asintomáticos o poner en peligro la vida del enfermo poco después de nacer.

Los déficits inmunitarios pueden de­berse al fallo de una cualquiera de las grandes clases de elementos efectores de la respuesta inmunitaria. Por el momento, se han descrito unos 50 tipos de déficits inmunitarios primitivos. Su frecuencia global es pequeña: un sujeto de cada 500, y en la gran mayoría de casos se trata de déficits en anticuerpos del Tipo IgA, a menudo asintomáticos.

Cuando no son asintomáticos, los dé­ficits inmunitarios provocan una mayor sensibilidad a las infecciones, pero también otros síntomas. Ciertos déficits, especial­mente los que afectan a los linfocitos T, también están asociados a manifestaciones alérgicas, a enfermedades autoinmunes y a cánceres. Así, el riesgo de cáncer puede quedar multiplicado por cien con respecto a los sujetos con el sistema inmunitario intacto.

6. DEFENSAS ARTIFICIALES

Para defenderse de la enfermedad, el hombre utiliza una gran variedad de pro­ductos químicos, que pueden extraerse de elementos naturales, tales como plantas o microorganismos o bien ser fabricados por síntesis química. Estos productos son los medicamentos. Por otra parte, para la defensa contra las enfermedades infeccio­sas, puede emplearse la vacunación que estimula al sistema inmune, constituyendo un tratamiento preventivo activo, frente al tratamiento curativo ofrecido por los me­dicamentos, que en el caso de los quimioterápicos y antibióticos, empleados contra las enfermedades infecciosas, cada día son más numerosos y más perfeccionados.

La inmunidad adquirida artificialmente puede ser también de tipo pasivo, es decir, el individuo no recibe un antígeno frente al que tiene que desarrollar una respuesta inmune que le proteja sino que se les su­ministran los anticuerpos ya elaborados: sueroterapia.

Los antiguos médicos musulmanes sabían, hace ya muchos siglos, que era posible paliar los efectos de la viruela ino­culando un preparado a partir de pústulas extraídas de un individuo que se estaba curando de la enfermedad. La primera práctica de este tipo conocida en occi­dente data de 1718, año en el que Voltaire describe que Lady Montage, esposa del embajador británico en Constantinopla, habla inoculado a su hijo un preparado de este tipo siguiendo la técnica de los médicos turcos, con el fin de impedir que contrajera la viruela.

Sin embargo, las primeras vacunaciones con visos científicos contra la enfermedad de la viruela se realizaron en la segunda mitad del siglo XVIIÍ, aunque ya en China se había realizado la transmisión voluntaria de la viruela por escarificación, a partir del líquido obtenido en las pústulas de los casos benignos de la enfermedad. Edward Jenner (1749-1823) realizó la primera vacuna contra la viruela al inocular el producto obtenido de una pústula de una vaca afectada de una enfermedad parecida a la viruela (cowpox).

Un siglo después, Pasteur señaló a los microbios como causantes de enfermeda­des, y vio que bacterias patógenas muy atenuadas en su virulencia o inclusive muertas podían, al inyectarse, producir anticuerpos e inmunidad. Así surgieron las vacunas bacterianas como forma de inmunidad activa. En la actualidad, la mayor parte de las enfermedades bacte­rianas encuentran una rápida curación, por lo que el interés de las vacunaciones se han desplazado hacia las afecciones víricas, como la poliomielitis, gripe, he­patitis, etc., sin olvidar las bacterianas en las que los antibióticos no son decisivos como el tétanos.

Las vacunaciones de afecciones ví­ricas se iniciaron con el mismo sistema que las bacterianas, utilizando virus vivos atenuados. A pesar de estos importantes progresos quedan por alcanzar innumera­bles objetivos, de los cuales el más importante es producir artificialmente vacunas. en lugar de utilizar moléculas complejas. El primer resultado esperan/ador en favor de las vacunas sintéticas fue obtenido en 1963, cuando F. Anderer demostró que un pequeño péptido era el responsable de la antigenecidad del virus del mosaico del tabaco.

Esto ha hecho que se investiguen las vacunas sintéticas, más seguras y más estables que los productos tradicionales, ya que no se trata de emplear un virus completo como vacuna, sino alguna de sus estructuras directamente responsa­bles de la estimulación de la respuesta inmunitaria.

Una serie de primeros experimentos se realizaron a finales de los años sesenta por el equipo de Brown con el virus de la fie­bre añosa, consistentes en desnaturalizar las proteínas que forman la cubierta del virus. Esto permitió demostrar que una de las proteínas era antigénica. Posterior­mente J. Laporte consiguió identificar y purificar la proteína, con lo que verificó su función, inyectándola directamente a los animales.

Esta observación de varios grupos de investigadores, permitió estudiar la posi­bilidad de producir, gracias a la ingenie­ría genética, cantidades importantes de la proteína. A partir de este momento se consiguen vacunas por ingeniería genética, como la de la hepatitis B y A.

La vacunación aplicada a una persona puede evitarle la enfermedad, pero cuando se realiza de forma aislada, y por decisión exclusiva del ciudadano, carece de utili­dad para la comunidad que, sin embargo, obtiene unos evidentes beneficios de la administración de una vacuna a toda la población susceptible. La vacunación es ante todo una medida sanitaria de ac­tuación sobre la comunidad. Existe una protección de grupo que permite, que cuanto mayor sea el número de personas inmunes dentro de una colectividad, me­nor será la probabilidad de que se realice el contacto entre un sujeto susceptible y otro que esté eliminando un determinado agente patógeno. Esto es especialmente importante en el caso de las vacunas en las que el reservorio del agente infeccioso es humano y la transmisión, homologa. Cuando el reservorio del organismo no es exclusivamente humano la protección que proporciona el grupo no resuelve el problema.

La inmunidad de grupo llevó a esta­blecer que para eliminar un determinado problema sería necesario alcanzar una cobertura vacunal superior al 80% y en muchos casos por encima del 90% de la población.

Las consecuencias de entender la vacunación como un problema social es que éstas se convierten en una cuestión de política sanitaria y debe de entrar a formar parte de la programación general de protección de salud.

En una aproximación global, la po­blación diana sobre la que se debe de actuar estará determinada por el riesgo de contraer la enfermedad considerada y sus complicaciones, frente a los beneficios que se puedan obtener de la vacunación, considerando sin embargo sus complica­ciones y otros inconvenientes.

6.1. Vacunas

La inmunización activa es una de las principales armas preventivas de las enfermedades transmisibles, pudiendo constituir asimismo un tratamiento de ataque de algunas infecciones.

– Vacunas preventivas: Existen dos categorías. Las vacunas inactivadas se obtienen por tratamiento físico o químico de gérmenes vivos, ya sean bacterias (tifus, cólera, etc) virus (gripe, poliomielitis, etc) o extractos bacterianos, tratándose en este caso de vacunas químicas (polisacáridos bacterianos, etc). La inmunización se realiza en diversas etapas, necesitándose inoculaciones repetidas. La inmunidad no puede ser mantenida más que por recuer­dos más o menos frecuentes. La eficacia es variable, siendo buena para las vacunas víricas y media para las bacterianas. La utilización de adyuvantes (fosfato de cal­cio) aumenta la respuesta inmunológica y salvo las que están formadas por bacterias enteras, el resto son bien toleradas.

– Vacunas vivas: Son obtenidas partiendo de un germen causal de una enfermedad humana, atenuada su virulencia tras pasos múltiples o medios de cultivo apropiados. Es el caso de la vacuna B.C.G. y de la mayor parte de las vacunas víricas (poliomielitis oral, rubéola, etc). Otro camino de síntesis de este tipo de vacunas es el efectuado par­tiendo de un germen próximo o pariente del patógeno, capaz de crear una inmunidad cru­zada. Los gérmenes vivos se desarrollan en el organismo inoculado, desarrollándose una infección aparente y benigna (B.C.G., etc) o inaparente (rubéola, etc). Como resultado de esta infección, aparece la inmunización. Se obtiene tras una única inoculación, sien­do duradera notablemente para las vacunas antivíricas. No obstante, esta inoculación puede entrañar riesgos, principalmente en deficiencias inmunitarias, en cuyo caso las vacunas de este tipo están contraindicadas. A veces pueden surgir accidentes imprevi­sibles como encefalitis, complicación muy rara de la primera inoculación viral debido al neurotropismo del virus, en ciertas va­cunas víricas.

6.2. Sueroterapia

La sueroterapia realiza una inmu­nización pasiva mediante el aporte de anticuerpos antibacterianos, antitóxi­cos, o antivíricos. La actividad de estos anticuerpos es inmediata, aunque no es permanente.

Pueden emplearse sueros de origen animal para el tratamiento preventivo o curativo, obteniéndose por inmunización artificial y específica del animal, gene­ralmente caballo, siendo de este origen los sueros antitóxicos (antitetánico, antibotulínico, antidiftérico) o antivene­nosos frente a picadura o mordedura por animales venenosos.

Estos sueros heterólogos presentan el inconveniente de la posible intolerancia (provocando accidentes alérgicos) y la brevedad de duración ya que son elimi­nados rápidamente, debiéndose evitar la administración repetida, ya que los riesgos de sensibilización se agravan.

También se emplean sueros homólogos de origen humano, que tienen excelente tolerancia, actividad prolongada no dis­minuida por reinoculaciones, aunque la dificultad de obtención es su principal inconveniente.

Los sueros humanos enteros pueden ser reemplazados por las gammaglobulinas, que pueden ser standard provenientes de un pool y que se emplean en determinadas virosis, tratamiento sustitutivo en agammaglobulinemias o tratamiento de choque en infecciones graves o en sujetos con inmunodeficiencia terapéutica.

El otro tipo de gammaglobulinas son las específicas provenientes de sujetos hiperinmunizados.