Tema 12. Los elementos a priori en el conocimiento.

Tema 12. Los elementos a priori en el conocimiento.

1. Introducción

Fuera de posiciones idealistas, el problema del conocimiento es una dialéctica entre sujeto cognoscente y objeto. Las preferencias objetivistas y subjetivistas graduarán la dosificación de intervención del objeto o del sujeto respectivamente.

Las primeras teorías (Leucipo y Demócrito) dan una valoración superior al objeto de tal modo que el objeto se impone y el sujeto recibe el impacto del objeto. La función del sujeto es la pura pasividad (realismo).

Si entendemos el objeto como el contenido del acto subjetivo de conocer entonces se invierten los papeles y la primacía es del sujeto; y, si también admitimos que todo contenido inmediatamente llegado de la experiencia es recibido de acuerdo a un determinado modo, determinado por las estructuras dinámicas de las facultades del sujeto, entonces nos encontramos con el viejo problema del sujeto como mediador en el conocimiento.

Hay que partir de la crítica a la interpretación ingenua del conocimiento por asimilación de adecuación ya que se parte de dos supuestos no justificados: 1. El de la correspondencia entre las estructuras del objeto y las del sujeto. 2. El de la función cognoscitiva sobre el modelo de la reproducción pictórica o fotográfica.

El sujeto opera al conocer forzosamente de acuerdo a unas leyes (dinamismo) debiendo el contenido del conocimiento someterse a ellas.

Lo que interesa es ver la función y los límites de influencia de las estructuras y leyes del sujeto con la “confirmación del contenido objetivo del conocimiento”.

¿Tienen estas estructuras del sujeto una auténtica función modificadora o esas estructuras sólo son un mero cauce transmisor de lo recibido en la impresión sensible?.

Estas estructuras del sujeto son los elementos a priori en el conocimiento. Las soluciones extremas que se van a dar son el idealismo y el realismo ingenuo. Hay que buscar vías intermedias, así nos vamos a referir a los elementos a priorien el conocimiento, a la función mediadora que el sujeto ejerce en el conocimiento y a las características de universalidad y necesidad que aparentemente revisten algunos de nuestros conocimientos.

Análisis del proceso de conocimiento: 1. El objeto que va a ser conocido ya sea real o ideal. 2. La representación objetiva que se nos da del objeto en el acto de conocimiento formal. Entre éstas está la mediación del sujeto: el dinamismo del sujeto; el conocimiento es un proceso más o menos largo y es en este proceso cuando nos tenemos que preguntar cuál es el papel del sujeto o de las facultades cognoscitivas.

¿Quien impone las leyes: el sujeto o el objeto, es decir, conocer, por parte del sujeto es recibir o, por el contrario, conocer es construir el objeto?. ¿Hasta qué punto el sujeto es activo o pasivo en el conocer?.

Cualquier respuesta a estas preguntas supone un análisis de las estructuras del sujeto; si llegamos a la conclusión de que esas estructuras aunque sólo obren mediante una puesta en marcha a cargo de la impresión recibida del objeto tienen, sin embargo, un modo de obrar que le es propio e independiente del objeto, entonces nuestra respuesta estará de acuerdo con los que defienden el carácter apriórico del conocimiento: el grado de mayor o menor aprioridad será proporcional a la mayor o menor actividad que concedamos a nuestro dinamismo cognoscente así como en la admisión de estructuras o elementos a priori en el conocimiento por parte del sujeto y también por parte del objeto.

Por otra parte, cabe preguntarse si la universalidad y necesidad del conocimiento vienen del sujeto o del objeto. Del objeto ya no parece posible que de la experiencia venga la necesidad y universalidad.

2. Sentidos del a priori

Todo lo que antecede a la experiencia. Pero también se puede entender de dos modos: de modo absoluto –a lo que antecede a toda experiencia y es independiente de ella. De modo relativo –un a priori por acumulación de conocimiento que vamos adquiriendo con el tiempo. Dentro del modo absoluto cabe entender un a priori objetivo: no lo debemos olvidar, porque hay, en el objeto que va a ser conocido, aspectos que condicionan determinados procesos de conocimiento.

El a priori subjetivo es el más estudiado (Kant), este a priori consiste en unos contenidos, estructuras o leyes del conocer humano que condicionan ese conocer.

Podríamos hablar de un a priori conformador de todos nuestros procesos cognoscitivos, es decir, de un a priori subjetivo general (la intencionalidad) de todos los actos cognoscitivos, es algo apriórico e independiente de toda experiencia. Pero también cabe hablar de a prioris parciales como estructuras o leyes que condicionan únicamente algunos de nuestros procesos cognoscitivos; según Kant son tres las principales estructuras o funciones aprióricas: a priori de la sensibilidad; a priori del entendimiento; a priori de la razón.

La noción de a priori viene definida, principalmente, por dos características: independencia de la experiencia y necesidad

1) Independencia de la experiencia: lo primero que se nos viene a la mente cuando hablamos del a priori es la independencia de la experiencia, pero ¿qué quiere decir que un conocimiento sea independiente de la experiencia? Hay dos modos en que suele contestarse esta pregunta; el primer sentido se refiere al origen: algo es a priori si es anterior a la experiencia; el segundo sentido se refiere a la justificación: algo es a priori si se justifica sin apelar a la experiencia.

Kant parece optar por este segundo sentido: “Todo conocimiento comienza con la experiencia… pero no todo conocimiento procede de la experiencia” (B1). Kant se pronuncia aquí en contra del racionalismo que le precede. Pero a pesar de esta advertencia y de sus reticencias contra el innatismo, Kant es también parcialmente responsable del primer sentido, en tanto termina siempre remitiendo sus condiciones a priori a “nuestra constitución subjetiva”. En Kant el a priori, más que un conocimiento sustantivo, es una capacidad de producir conocimientos ajustando a ciertas reglas los materiales de la experiencia. La experiencia es siempre el “disparador”, pero ello no implica que todo conocimiento deba justificarse a través suyo. Hay proposiciones cuya demostración no se remite a la experiencia. Las marcas de lo a priori son, para Kant, la necesidad y la universalidad, las cuales no pueden respaldarse en la experiencia que sólo ofrece universalidad comparativa, vía la inducción, y no la universalidad estricta que expresan las afirmaciones necesarias; esta generalidad requiere otro tipo de justificación.

Hay una tradición posterior e independiente de Kant, dentro del empirismo contemporáneo, que defiende una distinción importante entre conocimiento empírico y conocimiento formal. Ayer subraya que los enunciados a prior (que para él sólo incluyen enunciados lógicos y matemáticos) no pueden ser refutados por la experiencia, en tanto delimitan lo que podemos aceptar, y cualquier posible contraejemplo queda, de entrada, descartado. Aun cuando lleguemos a algunas verdades formales por medio de un proceso inductivo, una vez que las descubrimos y las aprehendemos, piensa Ayer, vemos que son válidas para cualquier caso concebible y no podemos abandonarlas sin contradecirnos. La inmunidad a la experiencia que adquieren dichas proposiciones es a costa de desprenderse de todo contenido fáctico: las verdades a priori son para Ayer, como para el resto del empirismo lógico, verdades analíticas, meramente formales, que no se refieren a nada fáctico. Rechazarlas, sin embargo, es “pecar contra las reglas que gobiernan el uso del lenguaje”. Para Ayer las proposiciones matemáticas son sistemas consistentes de símbolos, que pueden ser más o menos adecuados para interpretar aspectos de nuestra realidad, pero que no se refieren ni están comprometidos con objeto alguno, de aquí que estrictamente no sean verdaderas, carezcan de contenido empírico, sólo hablan del significado de ciertos símbolos.

Una lectura de este tipo señala la existencia de proposiciones que se aceptan o se abandonan con base en razones distintas de las que confirman o refutan las proposiciones empíricas. El a priori funciona como reglas que anticipan un ámbito de posibilidades o principios que orientan la investigación. C. I. Lewis considera que no se trata ya de apelar a ideas innatas o a aquello que la mente “impone” a la realidad. El a priori no debe ser visto como algo que obliga sino como algo que se acepta, una estipulación voluntaria de la mente. Para Lewis, las leyes de la lógica –paradigmas del a priori– son puramente formales y sólo prohíben algo que concierne al uso de los términos y a sus “correspondientes modos de clasificación y análisis”, no están sujetas, pues, a contraejemplos. Lo distintivo de estos principios es que no son susceptibles de ser revisados de la misma manera en que otros principios lo son. Su abandono no surge de enfrentar excepciones sino, más bien, de un giro en los intereses generales que orientan la investigación. Para Lewis, el criterio último que justifica el a priori es pragmático; no hay una única lógica, la lógica es un instrumento que se remite a ciertos propósitos y cambia con ellos. Se trata de sistemas consistentes creados ad hoc en función de ciertas conveniencias intelectuales.

En resumen, de acuerdo con este primer criterio, el conocimiento a priori refiere al conocimiento de principios y reglas que guían la investigación y permiten modelar la experiencia. Estos principios no están expuestos a la experiencia de la misma manera que lo están otras proposiciones empíricas: su aceptación o abandono no se basa en la inducción y la experimentación, no caen frente a contraejemplos. Son principios que se consolidan difícilmente, pero también que difícilmente se abandonan.

2. Necesidad: para Kant el conocimiento a priori no sólo nos dice cómo son las cosas, sino también cómo deben ser las cosas; nos dice que las cosas son necesariamente así. Pero si los juicios a priori son necesarios en este sentido, entonces tendrán que ser verdaderos. Sin embargo, en un enfoque como el de Ayer o el de Lewis, su independencia de la experiencia los ha convertido en reglas cuya inmunidad empírica se consigue a costa de minimizar o perder su contenido empírico. Las definiciones, axiomas y demás principios a priori no tienen un valor de verdad precisamente porque son reglas.

¿En qué sentido son necesarias las proposiciones a priori? Un primer concepto de necesidad es el de necesidad metafísica. De acuerdo con Aristóteles, podemos conocer propiedades necesarias o esenciales de las cosas a través de la experiencia y la abstracción. Autores esencialistas contemporáneos matizan esta idea y dicen que la experiencia nos brinda conocimiento de proposiciones que, de ser verdaderas, son necesariamente verdaderas. Pero, si apelamos a este concepto de necesidad metafísica parece imposible relacionarlo con la primera característica del a priori, su independencia de la experiencia.

Podemos apelar a un concepto de necesidad, también metafísica, pero que no esté comprometido con el esencialismo, como el que sugiere la fórmula de Leibniz: una proposición es necesaria si es “verdadera en todo mundo posible”. Pero, ¿cómo saber esto? Según Kant, no podemos pretender tanto; los márgenes de la validez general no cubren al universo en sí, sino sólo al universo visto a través de los sujetos racionales. La necesidad absoluta, dice Kant, “es el verdadero abismo de la razón humana”, no podemos pretender alcanzar tal tipo de necesidad. La única necesidad a la que tenemos acceso es relativa a las condiciones de conocimiento: sabemos cómo deben ser las cosas porque, de no ser así, no podríamos conocerlas.

Pero si no es una necesidad metafísica lo que sustenta el a priori, ¿de qué tipo de necesidad se trata? Lo esencial para Kant es distinguir la necesidad a priori de la necesidad lógica, ya que de no hacerlo, los juicios a priori se confundirían con los juicios analíticos. Para él “toda necesidad, sin excepción, se fundamenta en una condición trascendental”. Los juicios a priori serán aquellos que se basan en las condiciones de posibilidad de la experiencia.

De acuerdo con Kant, el que una proposición “S es P” sea a priori y no analítica significa que es posible demostrar, sin apelar al análisis de conceptos ni a experimentos reiterados, que es necesariamente verdadera. Pero, ¿cómo demostrar esto? Un análisis psicológico del sujeto de conocimiento, la necesidad remite, en última instancia, a las restricciones que impone nuestra constitución cognoscitiva. Kant tiende siempre a respaldar sus conceptos y formas a priori diciendo que son condiciones subjetivas; de aquí que “sólo conozcamos a priori de las cosas lo que nosotros mismos ponemos en ellas”. La necesidad a priori parece ser “una especie de compulsión psicológica” que nos obliga a estructurar los datos recibidos de una determinada manera.

3. Efectos atribuidos al a priori en el proceso cognoscitivo

Tres principales cometidos de las estructuras o leyes aprióricas del conocer: 1) Posibilitar un conocimiento; 2) Imponerle unas determinadas características; 3) Señalarle unos límites

1.- Para que se produzca un conocimiento es necesaria la aplicación de esas leyes o estructuras. Sin ellas no hay conocimiento.

2.- Aludimos aquí a la universalidad y necesidad: los diversos conocimientos fácticos y contingentes que se nos dan en la experiencia no se presentan como universales y necesarios, en consecuencia estas características de nuestro conocimiento tenemos que fundamentarlas en unas estructuras características de todo hombre racional y se tienen que cumplir en todo hombre en igualdad de condiciones.

3.- Según Hartmann se ha asignado al a priori otra importante función: la de señalar ámbitos de irracionalidad; si tenemos nuestras facultades estructuradas de una manera determinada solo sería accesible a nuestro conocimiento aquello que se conforme con las estructuras del sujeto cognoscente, estructuras que son anteriores e independientes de la experiencia. Estas estructuras son una aduana que sólo permite el paso a aquellos contenidos que se adapten a la conformación de las mismas.

3.1 Caracteres del a priori subjetivo

El carácter fundamental de nuestro juicio es la espontaneidad que acaso necesita de la experiencia para ponerse en marcha, pero luego sigue unas leyes inmunes a toda influencia de la experiencia. La espontaneidad recalca una actividad del sujeto. Su actividad formal debe entenderse bien, es decir, todo a priori implica o impone al proceso cognoscitivo en que está integrado un sentido, dar una unidad a la incoherencia y dispersas impresiones para que devengan objetos conocidos tanto en el ámbito sensible como inteligible. Hartmann señala también el carácter del valor subjetivo y objetivo de las estructuras o elemento a priori.

4. Platón

El conocimiento es algo que se puede alcanzar y que debe ser 1º) infalible y 2º) acerca de lo real. El verdadero conocimiento ha de poseer a la vez ambas características, y todo estado de la mente que no pueda reivindicar su derecho a ambas es imposible que sea verdadero conocimiento. Ni la percepción sensible, ni la creencia verdadera poseen a la vez esas dos señales; por lo cual, ninguna de ellas se puede equiparar al verdadero conocimiento. El verdadero conocimiento es alcanzable, pero no puede ser lo mismo que la percepción sensible, que es relativa, ilusoria, y está sujeta al influjo de toda clase de influencias momentáneas tanto de la parte del sujeto como de la del objeto. Como, además, los objetos de la percepción sensible están siempre cambiando, no pueden ser objetos del verdadero conocimiento, pues se hacen y destruyen sin cesar, su número es indefinido, resulta imposible encerrarlos en los claros límites de la definición, no pueden llegar a ser objetos del conocimiento científico; de donde se sigue que las cosas particulares y sensibles no pueden ser los objetos del conocimiento. El objeto del verdadero conocimiento ha de ser estable y permanente, fijo, susceptible de definición clara y científica, cual es la del universal.

Si examinamos los juicios con los que pensamos alcanzar el conocimiento de lo que es esencialmente estable y constante, hallamos que estos son juicios que versan sobre conceptos universales.

Además, el conocimiento científico aspira a dar con la definición, a lograr un saber que cristalice y se concrete en una definición clara e inequívoca. Un conocimiento científico de la bondad, por ejemplo, debe poder resumirse en la definición “La bondad es…”, mediante la cual se exprese la esencia de la bondad. Pero la definición atañe al universal. Es el concepto universal, por tanto, el que cumple los requisitos necesarios para ser objeto del verdadero conocimiento. El conocimiento del universal supremo será el conocimiento más elevado, mientras que el “conocimiento” de lo particular será el grado más bajo del “conocer”.

El concepto universal no es una forma abstracta desprovista de contenido o de relaciones objetivas, sino que a cada concepto universal verdadero le corresponde una realidad objetiva; los conceptos universales tienen referencias objetivas y la realidad que les corresponde es de un orden superior al de la percepción sensible en cuanto tal.

¿Cómo se produce, por tanto, el conocimiento?. El desarrollo de la mente humana a lo largo de su camino desde la ignorancia hasta el conocimiento, atraviesa dos campos principales, el de la doxa (opinión) y el de la episteme (conocimiento). Sólo este último puede recibir propiamente el nombre de saber. ¿Cómo se diferencias estas dos funciones de la mente?. La diferencia se basa en una diferenciación de los objetos: la doxaversa sobre “imágenes”, mientras que la episteme versa sobre los originales o arquetipos. Si se pregunta a alguien qué es la justicia y responda dando ejemplos particulares de justicia, entonces el estado mental de ese hombre es un estado de doxa: ve las imágenes o copias de la Justicia ideal y las toma por el original. En cambio, si un hombre posee una noción de la Justicia en sí misma, es capaz de elevarse por encima de las imágenes hasta la Forma, hasta el Universal, en comparación con el cual deben ser juzgados todos los ejemplos particulares, entonces el estado de su mente es un estado de conocimiento.

Cada una de las secciones de la línea está subdividida en dos secciones; así, hay dos grados de episteme y dos grados dedoxa. El grado más bajo, el de la eikasía, tiene por objeto, en primer lugar, las imágenes o “sombras”, y, en segundo lugar, “los reflejos en el agua y en los sólidos, las sustancias lisas y brillantes, y todas las cosas de esta clase”, a este segundo grado Platón lo denomina pistis. En la eikasía lo que se toma por conocimiento no es sino una sombra o una caricatura de algo que no pasa de mera imagen en comparación con la Forma universal. Un hombre se encuentra en un estado de pistis cuando toma por la Forma universal una imagen particular. Los objetos del nivel de la pistis son los objetos reales correspondientes a las imágenes de la sección de la eikasía. Esto implica, por ejemplo, que el hombre cuya única idea del caballo es la que tiene a partir de los caballos particulares de la realidad, y que no ve que los caballos particulares son “imitaciones” imperfectas del caballo ideal, o sea, del tipo específico, universal, se halla en un estado de pistis. No ha adquirido conocimiento del caballo, sino solamente opinión. Del mismo modo, quien juzga que la naturaleza exterior es la verdadera realidad y no ve que es una copia más o menos “irreal” del mundo invisible (es decir, quien no ve que los objetos sensibles son realizaciones imperfectas del tipo específico) tiene sólo pistis. No se halla tan alejado como quien, soñando, piensa que las imágenes que ve son el mundo real (eikasía), pero no ha alcanzado la verdadera episteme: carece de conocimiento científico propiamente dicho.

En cuanto a la parte más alta de la línea, también está dividida en dos subsecciones: la dianoia y la noesis. El objeto de la dianoia es lo que el alma se siente impulsada a investigar con ayuda de las imitaciones de los primeros segmentos, que ella emplea como imágenes, partiendo de hipótesis y avanzando, no hacia un primer principio, sino hacia una conclusión. Platón habla aquí de las matemáticas. En la geometría, por ejemplo, la mente procede partiendo de hipótesis y avanzando, mediante el empleo de un diagrama visible, hasta una conclusión. El geómetra, dice Platón, supone el triángulo, etc., como cosas conocidas, adopta estos “materiales” como hipótesis, y después, valiéndose de gráficos, razona en busca de una conclusión, pero sin interesarse por el diagrama mismo; es decir, por tal o cual triángulo particular. Los geómetras se valen, pues, de figuras o diagramas, pero “en realidad procuran contemplar objetos que sólo pueden verse con los ojos de la inteligencia”. Sin embargo, los geómetras así no adquieren la noesis (el verdadero conocimiento), y ello porque no se elevan por encima de sus premisas hipotéticas, “aunque, tomados en relación con un primer principio, tales objetos entran dentro del dominio de la pura razón”. Por tanto, la dianoia es intermediaria entre la pura razón (noesis) y la opinión (doxa).

El estado mental de la noesis es el estado mental propio del hombre que emplea las hipótesis de la sección de la dianoiacomo punto de partida, pero las rebasa y se remonta hasta los primeros principios. Por lo demás, en este proceso (que es el proceso de la dialéctica), no se utilizan “imágenes”, como las que se utilizaban en la sección de la dianoia, sino que se procede a base de las ideas mismas, esto es, mediante el razonamiento estrictamente abstracto. Una vez comprendidos con claridad los primeros principios, la mente desciende hasta las conclusiones que de ellos se derivan, valiéndose ya tan sólo del razonamiento abstracto y no de imágenes sensibles. Los objetos que corresponden a la noesis son los primeros principios o las Formas.

Los hombres tienen un conocimiento de las normas y de los modelos absolutos, conocimiento implícito en sus comparaciones y juicios valorativos; mas estos absolutos no existen en el mundo sensible; por consiguiente, el hombre tiene que haberlos contemplado en un estado de preexistencia. Asimismo, la percepción sensible no puede darnos el conocimiento de lo universal y necesario; pero un joven, aunque no haya recibido educación matemática, puede, por un proceso de simples interrogaciones, sin enseñanza, ser inducido a “enunciar” verdades matemáticas. Siendo así que no las ha aprendido de nadie y que no puede adquirirlas a partir de las percepciones de los sentidos, es preciso admitir que las conoció en un estado de preexistencia, y que el proceso del “aprender” es sólo un proceso de reminiscencia (cf. Menón, 84 y ss.)

5. F. Bacon y la eliminación de los elementos a priori en el conocimiento: la teoría de los ídolos

Bacon previó la utilidad práctica del saber teórico y la posibilidad de transformar la sociedad mediante las aplicaciones de la ciencia y la técnica. Para ello entrevió la necesidad de una reforma del saber de su época, consistente en una reorientación de la ciencia hacia la naturaleza y hacia los hechos, y el recurso a una metodología adecuada, no basada en la lógica aristotélica. Este nuevo método es el que expone en su Novum Organum.

Su nueva lógica tiene dos partes: la destructiva o crítica, que consiste en la doctrina de los ídolos, y la constructiva, que expone las reglas del nuevo método, al que denomina interpretación de la naturaleza. Los ídolos son los errores o prejuicios, que hay que evitar cuando se hace ciencia, y que emanan de la naturaleza humana (tribu), de la naturaleza del individuo (caverna), de la comunicación entre humanos (foro) y de la excesiva servidumbre respecto a las teorías tradicionales (teatro).

La parte constructiva de la lógica es la exposición de la teoría de la inducción baconiana, lo que es considerado estrictamente el método baconiano. Éste no consiste en una simple recogida de datos, sino en una observación cuidadosa y completa de los hechos, que llama “historia natural y experimental”, realizada según tablas de presencia, ausencia y grados. La inducción baconiana supone de hecho la obtención de hipótesis o conjeturas por eliminación, las cuales somete de nuevo a otras pruebas.

5.1 La teoría de los “idola”

Según Bacon existen “ídolos”, que son prejuicios y errores que impiden el verdadero conocimiento y que han posibilitado las nociones falsas que han invadido el intelecto humano, echando profundas raíces, que no sólo bloquean la mente humana de un modo que dificulta el acceso a la verdad, sino que, aunque tal acceso pudiese producirse, continuarían perjudicándonos incluso durante el proceso de instauración de las ciencias, si los hombres, teniendo esto en cuenta, no se decidiesen a combatirlos con todo el denuedo posible.

La primera función de la teoría de los ídolos consiste en hacer que los hombres tomen conciencia de aquellas nociones falsas que entorpecen su mente y que les impiden el camino hacia la verdad; descubrir dónde están los ídolos es el primer paso que hay que dar para poder desembarazarse de ellos. ¿Cuáles son estos ídolos? Bacon piensa que la mente humana se ve sitiada por cuatro géneros de ídolos, que él denomina: ídolos de la tribu, ídolos de la caverna, ídolos del foro e ídolos del teatro. El medio más seguro para expulsar y mantener alejados los ídolos de la mente humana consiste en llenarla con axiomas y conceptos producidos a través del método correcto que es la verdadera inducción. Sin embargo, descubrir cuáles son los ídolos representa ya un gran beneficio. Se trata, por tanto, de despojar a la mente de cualquier tipo de a priori o de prejuicio.

5.1.1. Los ídolos de la tribu

Los idola tribus están fundamentados en la misma naturaleza humana y sobre la familia humana misma o tribu. El intelecto humano es como un espejo desigual con respecto a los rayos de las cosas; mezcla su propia naturaleza con la de las cosas, que deforma y transfigura. Por ejemplo, el intelecto humano, por su estructura misma, se ve empujado a suponer que en las cosas existe un mayor orden que el que poseen en realidad. El intelecto del hombre se imagina paralelismos, correspondencias y relaciones que en realidad no existen. Así surgió la idea de que “en los cielos todo movimiento se produce siempre de acuerdo con círculos perfectos”.

Más aún, el intelecto humano, cuando encuentra una noción que lo satisface porque la considera verdadera o porque es convincente y agradable, lleva todo lo demás a legitimarla y a coincidir con ella. Y aunque sea mayor a fuerza o la cantidad de las instancias contrarias, se las menosprecia sin tenerlas en cuenta, o se las confunde a través de intenciones y se las rechaza, con perjuicio grave y dañoso, para mantener intacta la autoridad de sus primeras afirmaciones.

El conocimiento humano se ve llevado asimismo a atribuir con superficialidad aquellas cualidades que posee una cosa que le ha impresionado con profundidad a otros objetos que, en cambio, no las poseen. En definitiva, el intelecto humano no sólo es luz intelectual, sino que padece el influjo de la voluntad y de los afectos, y esto hace que las ciencias o la reflexión sean como se quiera. Ello sucede porque el hombre cree que es verdad aquello que prefiere y rechaza las cosas difíciles debido a su poca paciencia para investigar; evita la realidad pura y simple, porque deprime sus esperanzas; «sustituye por superpeticiones las supremas verdades de la naturaleza; la luz de la experiencia, por la soberbia y la vanagloria»: las paradojas o las dificultades las elimina, para ajustarse a la opinión del vulgo: y de modos muy numerosos y a menudo imperceptibles, el sentimiento penetra en el intelecto y lo corrompe.

Para Bacon los sentidos engañadores también nos plantean obstáculos: con frecuencia la especulación se limita al aspecto visible de las cosas, y falta –o se reduce a muy poco– la observación de lo que hay en ellas de invisible. El intelecto humano, por su propia naturaleza, tiende a las abstracciones, imagina que es estable aquello que, en cambio, es mutable. Estos son, por consiguiente, los ídolos de la tribu.

5.1.2. Los ídolos de la caverna

Según Bacon estos idola proceden del sujeto individual. Cada uno de nosotros, además de las aberraciones propias del género humano, posee una especie de “cueva” o “gruta” particular en la que se dispersa y se corrompe la luz de la naturaleza; esto sucede a causa de la propia e individual naturaleza de cada uno; a causa de su educación y de la conversación con los demás, o debido a los libros que lee o a la autoridad de aquellos a quienes admira, o a causa de la diversidad de las impresiones, según que éstas se encuentren con que la mente está ocupada por preconceptos, o bien se encuentra “desocupada y tranquila”. La mente o la razón humana es “diversa y mudable” y a veces el conocimiento resulta casi fortuito.

Los ídolos de la cueva, por tanto, tienen su origen en la naturaleza específica de la razón, del cuerpo del hombre, de la educación, de los hábitos de éste, o de otros azares fortuitos.

5.1.3. Ídolos del foro o del mercado

Para Bacon hay ídolos que dependen, por así decirlo, de un contacto entre los hombres, «entre los integrantes del género humano: los llamamos foro», refiriéndonos al comercio y a la relación entre los hombres. «Los nombres se imponen a las cosas de acuerdo con la comprensión del vulgo», y esta deforme e inadecuada adjudicación de nombres es suficiente para conmocionar extraordinariamente la razón. Para recuperar la relación natural entre la razón y las cosas, tampoco sirven aquellas definiciones y explicaciones que a menudo emplean para precaverse y defenderse en ciertos casos.

En opinión de Bacon, los ídolos del foro son los más molestos de todos “porque se insinúan ante el intelecto mediante el acuerdo de las palabras; pero también sucede que las palabras se retuercen y reflejan su fuerza sobre el intelecto, lo cual convierte en sofísticas la filosofía y las ciencias”.

Los ídolos que penetran a través de las palabras son de dos clases: se trata de nombres de cosas inexistentes (por ejemplo, la suerte o hado, el primer móvil, etc.), o bien son nombres de cosas que existen, pero confusos e indeterminados, y de manera impropia de las cosas.

5.1.4. Ídolos del teatro

Según Bacon, «entraron en el ánimo de los hombres por obra de las diversas doctrinas filosóficas y a causa de las pésimas reglas de demostración». Bacon les llama ídolos del teatro porque estima que todos los sistemas filosóficos han sido acogidos o elaborados como otras tantas «fábulas aptas para ser representadas en un escenario y útiles para construir mundos de ficción y de teatro». Aquí no sólo se sitúan las filosofías contemporáneas al tiempo de Bacon y las “sectas filosóficas antiguas”, sino también “muchos principios y axiomas de las ciencias que fueron afirmados por tradición, fe ciega y descuido”.

Bacon con toda esta teoría de los ídolos no pretende ser infiel a los antiguos ni desdeñar su respetabilidad. Según él, se trata de un nuevo método, desconocido para los antiguos, que permite a ingenios menos notables que los antiguos llegar mucho más allá en sus resultados.

6. El racionalismo

Para el racionalismo, el conocimiento es a priori en tanto en cuanto su punto de partida no tiene nada que ver con la experiencia. En nuestra mente hay ideas innatas que son las que hacen posible el conocimiento. No se trata de un apriorismo de estructuras sino de contenidos anteriores a la experiencia y están en mayor o menor grado condicionados por la experiencia.

6.1 Descartes

Descartes consagra la razón como principal fuente de conocimiento y como criterio de verdad. Un criterio de verdad es “el patrón que utilizamos para determinar la verdad o falsedad de un juicio”. Tal criterio no debe descansar en la experiencia, pues ésta es limitada y nunca estaremos seguros de que no va a aparecer un nuevo caso que pueda invalidar un principio general. Descartes busca un criterio de verdad y un nuevo método que reemplazará al silogismo expuesto por Aristóteles y usado en la Edad Media. Busca, por tanto, principios sólidos y estables sobre los que fundamentar el conocimiento. Encuentra que las verdades matemáticas no deben su verdad a la experiencia, son verdades de razón. Así nos dice Descartes que “disfrutaba sobre todo con las matemáticas a causa de la certeza y evidencia de sus razones”. Piensa que hay que valerse de los fundamentos firmes y sólidos de la matemática para levantar sobre ellos algo más importante de lo que se ha hecho hasta él.

Para Descartes lo verdaderamente importante en el conocimiento es el método, y éste

son reglas ciertas y fáciles, mediante las cuales, el que las observe exactamente no tomará nunca nada falso por verdadero, y, no empleando inútilmente ningún esfuerzo de la mente, sino aumentando siempre gradualmente su ciencia, llegará al conocimiento verdadero de todo aquello que es capaz (Reglas para la dirección del espíritu, regla VIII)

Las reglas del método son las reglas del saber matemático: 1)no admitir como verdadero nada que no sea conocido con evidencia, 2) dividir cada dificultad en parte más simples, 3)conducir mis pensamientos desde los más fáciles y simples hasta los más complejos, y, por último, 4) hacer de todo revisiones completas para no omitir nada

El único criterio de verdad es la evidencia, así, se rechazan todos los conocimientos probables. La evidencia se define mediante dos características: la claridad y la distinción. Claro es aquello presente y manifiesto en un espíritu atento, y distinto aquello que es preciso y diferente a todo lo demás.

El entendimiento utiliza para conocer dos vías: la intuición y la deducción. Esta última nos conduce a lo largo de una serie de razonamientos relacionados cada uno con el precedente, de forma que enlazamos el primero y el último mediante el recuerdo. La deducción es, por tanto, “todo aquello que se sigue necesariamente de otras cosas conocidas con certeza” ( Reglas…, III)

Por lo tanto, hay que partir de ciertos esquemas evidentes por sí mismos que son esquemas de identidad, esquemas lógicos a partir de los cuales, una vez intuidos, se siguen construyendo verdades en intuiciones sucesivas.

El conocimiento ha de empezar por lo simple, y todo lo complejo ha de reducirse a lo simple, a lo claro y distinto: lo simple es idéntico consigo mismo, y por ser claro y distinto se diferencia de lo demás. Es por eso que la idea verdadera no necesita más garantía que ella misma, mostrándose como tal. Las ideas claras y distintas son virtualmente innatas, implantadas en la mente por Dios, luego se desarrollan mediante la experiencia.

Las Meditaciones metafísicas parten del reconocimiento de las tradiciones recibidas y de la necesidad de criticarlas para llegar a la verdad. Tratan de encontrar el fundamento del saber a fuerza de eliminar cualquier contingencia tomando como modelo la matemática. Así pues, dice Descartes,

había admitido como verdaderas muchas opiniones falsas, y que lo edificado después sobre cimientos tan poco sólidos tenía que ser por fuerza muy dudoso e incierto; de suerte que me era preciso emprender seriamente, una vez en la vida, de deshacerme de todas las opiniones a las que hasta entonces había dado crédito y empezar todo de nuevo desde los fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en las ciencias… me bastará para rechazarlas todas (las opiniones) con encontrar en cada una el más pequeño motivo de duda… me dirigiré en principio contra los fundamentos mismos en que se apoyan mis opiniones antiguas (Meditaciones metafísicas, primera meditación)

La gnoseología cartesiana es una gnoseología de certezas absolutas. Una certeza es absoluta cuando sobre ella no influye duda alguna, por ello, la duda tiene como principal misión obtener certezas evidentes. La diversidad de opiniones y costumbres racionales nos enseña que no hay un sistema absoluto de pensamiento; por ello, para buscar y fundamentar una filosofía primera, hemos de comenzar con la duda.

Ahora bien, la duda es un acto de la voluntad, por el que retiramos todos los juicios de existencia que habíamos emitido espontáneamente sobre las cosas. Ese acto no altera las ideas por las que nos representamos esas cosas; han cambiado las creencias, pero no las nociones; la duda sirve para acostumbrarnos, no a no sentir, ni percibir, ni unir ideas, sino a no creer que los objetos de esas sensaciones, de esas percepciones, de esas uniones, existen.

Nuestras ideas siguen siendo, sin embargo, representaciones o imágenes de las cosas; tienen una “realidad objetiva” que es el ser de la cosa representada, en tanto que ese ser está en el espíritu. Ahora bien, hay, por una parte, ideas que representan “verdaderas e inmutables naturalezas”, como las que utilizan los geómetras, la del triángulo, por ejemplo, o la de la extensión; y, por otra parte, ideas como las de calor y frío, de las que no se puede decir si representan una naturaleza positiva o una privación.

Hemos descubierto, pues, entre nuestras ideas, una diferencia de valor que es decisiva y no admite la “suspensión” de los escépticos. Observemos que las ideas del segundo tipo son aquellas que, antes de la duda, nos imponían, en cierto modo, por su fuerza y su vivacidad, la creencia en su existencia; ahora bien, son precisamente estas ideas (la de calor y frío, por ejemplo), las que Descartes excluirá sin contemplaciones de su física; y solo admitirá como ideas con derecho a existir las del primer tipo.

El innatismo de Descartes quiere decir que hay ideas con las que el intelecto empieza a pensar sacándolas de sí mismo; afirma la independencia e interioridad de la serie de pensamientos metódicamente encadenados frente a la serie arbitraria de impresiones de los sentidos y de la imaginación. La innatividad de las ideas consiste en la disposición y en la vocación que tiene el entendimiento para pensarlas; las ideas son innatas en nosotros, de la misma manera que en ciertas familias son hereditarias la gota y los cálculos. Igual que la reminiscencia platónica, el innatismo significa la independencia del intelecto en sus investigaciones.

¿Cuáles son esas naturalezas verdaderas e inmutables cuya realidad objetiva está en el espíritu?: los objetos de conocimiento muy fácil, hasta común y vulgar, como los de número, pensamiento, movimiento, extensión. La consideración de esa realidad objetiva lleva a Descartes a la existencia de Dios. Por lo que se refiere a sus objetos, las ideas no son todas iguales, sino que hay más perfección en unas que en otras; por ejemplo, en la idea de un ángel hay más perfección que en la de un hombre. Es difícil saber cómo pueden ser comparables las ideas desde este punto de vista. Lo importante para Descartes es que esa comparación supone, en todo caso, la idea del ser absolutamente perfecto, que es como el término al que se refieren todas nuestras comparaciones. Esa “verdadera idea” estaba secretamente presente desde el comienzo de la meditación metafísica: “Porque ¿cómo podría conocer yo que dudo y que deseo, es decir, que me falta algo y que no soy completamente perfecto, si no tuviese en mí ninguna idea de un ser más perfecto que yo, en comparación con el cual puedo conocer los defectos de mi naturaleza?”. Así, la idea de perfecto y de infinito no es sólo una “idea muy clara y muy distinta”, puesto que contiene más realidad objetiva que ninguna otra, sino que es la primera y más clara de todas, en relación con la cual concibo los seres finitos y limitados. De ella no puede decirse, con los teólogos de la segunda y cuarta objeciones, que sea fabricada por el espíritu que arbitrariamente aumenta y reúne en un ser ficticio las perfecciones de las que tiene idea.

Las ideas claras y distintas forman la intuición. Tales ideas son innatas al hombre. La intuición designa un modelo de obrar de la inteligencia en el cual, esta facultad, cualquiera que sea la ocasión exterior de su actividad, saca de sí misma la forma y la materia de la idea.

Las ideas innatas no están en la mente como acabadas, pero la mente las desarrolla mediante la experiencia. Así, las ideas claras y distintas son virtualmente innatas, implantadas en la mente por Dios.

Intuición y deducción son los caminos utilizados para llegar al conocimiento, pero no son el método a seguir, ya que no son reglas, y el método consiste en un conjunto de éstas para emplear bien la intuición y la deducción. El método no enseña a intuir o deducir, sino que indica la forma que podemos adoptar para intuir o para deducir: la finalidad del método está en posibilitar el ejercicio de la intuición, y en señalar la manera adecuada de utilizar deducciones, así como en seguir el orden. Se coloca así a la mente en el puesto más alto de la ciencia. Una vez realizada la intuición no será necesaria ya la ayuda del método, de tal forma que llegaremos a alcanzar la verdad solamente mediante la luz natural: “y en verdad, casi toda la industria de la razón consiste en preparar esta operación, pues cuando es clara y simple, no hay necesidad de ninguna ayuda del arte, sino de la luz natural sola para intuir la verdad que se obtiene de ella”. Por tanto, puede pensarse sin reglas cuando la razón actúa por sí sola.

6.2 Leibniz

Nuestros pensamientos sólo pueden provenir de dos fuentes: o de algo exterior a nosotros que llegaría hasta nosotros a través de los sentidos, o de algo interior a nosotros. Los pensamientos procedentes del exterior no son innatos, mientras que los que proceden de nuestro interior han de ser denominados innatos. Como Leibniz afirma, que hay pensamientos que provienen del propio fondo del alma (es decir, de nuestro interior) hay que concluir que existen en nosotros las ideas innatas (y, por tanto, nuestro espíritu no es una tabula rasa como afirman los empiristas) aunque también hay que afirmar que los sentidos externos son, en parte, causas de nuestros pensamientos.

¿Cómo conciliar el hecho de que haya en nosotros pensamientos o ideas innatas con el hecho de que sean los sentidos externos causa de nuestros pensamientos?

Según Leibniz, hay en nosotros ideas y principios que no provienen de los sentidos (innatas), con las cuales nos encontramos en nosotros mismos sin que las hayamos formado, pero estas ideas no salen a la luz hasta que los sentidos no les dan ocasión para ello; es decir, están en nosotros como dormidas hasta que algo exterior las excita.

Si los empiristas (Locke) afirman que podemos adquirir todos nuestros conocimientos sin necesidad de ideas innatas es porque no distinguen el origen de las verdades necesarias del origen de las verdades de hecho. El origen de las verdades necesarias está en el entendimiento, mientras que las verdades de hecho “se deducen de las experiencias de los sentidos e incluso de las percepciones confusas que se dan en nosotros”.

¿Cuales son las verdades necesarias y cuales las de hecho? O, por emplear una terminología más moderna, ¿cuales son las proposiciones analíticas y cuales las sintéticas? Leibniz sostenía que todas las proposiciones de la lógica, la aritmética y la geometría son analíticas, mientras que las proposiciones existenciales, salvo la que afirma la existencia de Dios, son sintéticas. Las proposiciones analíticas se refieren necesariamente a esencias y especies, no a aserciones sobre individuos. Las proposiciones sintéticas son, en general, las que firman existencia actual, implican referencia al tiempo actual, a partes del tiempo

Una de las características de los principios innatos es que son indudablemente ciertos (claros y distintos, como diría Descartes). ¿En qué se basa la certeza de estos principios innatos? No en el asentimiento universal, ya que el asentimiento universal no demuestra nada y “es necesario esforzarse en demostrar todos los axiomas que no sean primitivos” (ahora bien, no puede ser primitivo un axioma que necesita de un ‘debate público’ y de un asentimiento universal). Además, también puede ocurrir que el asentimiento universal provenga no de la certeza del principio al que se asiente, sino “de una tradición extendida en todo el género humano”, como ocurre, por ejemplo, con el vicio del tabaco. El asentimiento general por parte de los hombres, es un índice, pero no una demostración de un principio innato. Para probar la certeza de estos principios hemos de hacer ver “que su certeza no proviene mas que de aquello que hay en nosotros”. Así ocurre, por ejemplo, con la idea de Dios; la cual, aunque nos haya sido enseñada la primera vez por la revelación, se muestra cierta por la facultad que han mostrado los hombres para recibir la doctrina de Dios: en efecto, no puede concebirse (no hay) ninguna sociedad donde los hombres no tengan, de una forma u otra, una idea de la divinidad; luego, la idea de Dios es cierta e innata.

Del hecho de que muchos de los principios del pensamiento no nos sean inmediatamente conocidos, no implica que no sean innatos; es lo que ocurre con el principio de identidad (A es A) y el principio de no-contradicción (no es cierto que A y no-A a la vez); en efecto, estos principios no nos son inmediatamente conocidos como tales: puede mostrarse mucha gente que nunca ha oído hablar de tales principios; sin embargo, nuestro pensamiento está regido por tales principios, los cuales son aceptados por todo el mundo aunque haya gente que no los conozca, y así, no puede mostrarse a nadie que afirme a la vez A y su negación o que, ante una determinada cosa, diga que esa cosa no es ella misma. Esto demuestra que tales principios, aunque no sean conocidos, son innatos.

De esto se sigue que nosotros poseemos una serie de conocimientos de los cuales no siempre nos apercibimos, “ni aún siquiera cuando nos resultan necesarios”. Estos conocimientos son guardados por la memoria y reproducidos (cuando esto sucede) por el recuerdo. Para que esta última operación (el recuerdo) se produzca, es necesario que haya algo que nos determine a reproducir, entre la multitud de nuestros conocimientos, uno mejor que otro; es decir, para que nuestros principios innatos nos sean conocidos es necesario que haya algo que estimule este conocimiento.

Antes se ha dicho que las proposiciones de la Aritmética y de la Geometría eran proposiciones analíticas; es decir, proposiciones independientes de la experiencia; pero si la Aritmética y la Geometría son ciencias, hemos de concluir que “es posible fabricarse ciencias enteras en el propio gabinete, e incluso a ciegas, sin aprender mediante la vista o el tacto las verdades necesarias”; pero, lo repito, estas ideas nunca habrían salido a la luz si algo no las hubiese estimulado a salir.

Dentro de los principios innatos, unos salen a la luz con mayor facilidad que otros; pero aunque unos salgan a la luz con mayor facilidad que otros hay que denominar innata a “todas las verdades que se pueden deducir de los conocimientos innatos primitivos”.

El que nuestros conocimientos tengan como base ciertos principios innatos, no quiere decir que todos ellos sean reminiscencias (como opinaban los platónicos) porque sostener esta opinión nos lleva a un regreso ad infinitum.

Resulta fácil argumentar que el alma ya debía tener conocimientos innatos en el estado precedente (si la preexistencia fuera cierta), por lejano que fuese, de modo que también éstos debían provenir de algún estado precedente, en el cual serían efectivamente innatos o al menos creados simultáneamente, o bien habría que continuar al infinito haciendo que las almas fuesen eternas, en cuyo caso esos conocimientos de nuevo resultarían innatos, al no tener nunca comienzo el alma.

Es decir, no hay reminiscencia, sino conocimientos innatos.

La existencia de principios innatos no se puede refutar argumentando que es absurdo que en nuestra alma hay impresas verdades que ésta no conoce y nunca conocerá ya que, para que una verdad salga a la luz es necesario que algo la estimule a ello; y puede ocurrir que haya verdades que nunca salgan a la luz, pero también puede ocurrir que “algún día, cuando nuestras almas estén en otro estado, se puedan desarrollar en ellas cosas más relevantes que cuantas podemos conocer en el presente modo de vida”; el que haya cosas que nosotros no conocemos en esta vida, no quiere decir que haya cosas que no podemos conocer.

Se ha dicho repetidas veces que las verdades innatas (que por el mero hecho de ser innatas son necesarias) necesitan de un estímulo exterior para ser conocidas; ahora bien, estos estímulos exteriores no son suficientes, sino que el espíritu tiene una disposición para sacarlas él mismo de su fondo. Así, la demostración de las verdades innatas (necesarias) sólo proviene del entendimiento, mientras que la demostración de las verdades contingentes (y, por tanto, no innatas) proviene de la experiencia.

Según esto, mediante la experiencia se pueden conocer las verdades particulares, pero no las universales; ¿por qué?. La única forma que tenemos de convertir un conocimiento particular en uno universal es la inducción; ahora bien, la inducción es un recurso al infinito, mientras que el número de nuestras experiencias es necesariamente finito; pero, si el número de nuestras experiencias es necesariamente finito, ¿cómo podemos estar seguros de que no existe un caso no experimentado por nosotros que invalide nuestra generalización? Nosotros no podemos establecer una generalización del tipo “todos los cuervos son negros” a partir de la observación de que A1, A2, A3 son cuervos negros, porque ¿quien nos asegura que no hay un cuervo Anno negro? La inducción con base en la experiencia no es un método válido de conocimiento.

A partir de las cosas que se encuentran en el entendimiento, los sentidos pueden insinuar, justificar, y conformar verdades, pero nunca demostrar con certeza infalible y eterna, ya que el conocimiento de los sentidos es un conocimiento imperfecto; es por ello que todas las ciencias buscan unos principios primeros que sean independientes de los sentidos para, a partir de ellos, construir todo un edificio teórico y así, hasta los postulados de la ciencia newtoniana, puede decirse que son a priori, ya que no pueden ser observados en la experiencia.

Así, las ideas intelectuales, que constituyen el origen de las verdades necesarias, no provienen de los sentidos, sino de algo independiente de los sentidos. Las ideas que provienen de los sentidos son confusas y, como el conocimiento que expresa verdades es posterior al conocimiento que expresa ideas, también son confusas las verdades que de ellas dependen. Por el contrario, las ideas intelectuales y las verdades que de ellas se den son distintas.

Nuestro conocimiento, lo repito, tiene su origen en las ideas innatas; ahora bien, estas no siempre son explícitas a la hora de conocer, sino que a veces está implícita (es lo que ocurre, como ya dije antes, con ideas tan generales como el principio de identidad y el principio de contradicción). Sin embargo, parece ser que nosotros conocemos primero los casos particulares y a partir de ahí generalizamos. ¿Cómo explicar esto? Esta objeción ya ha sido resuelta antes con la crítica de la inducción; pero, además, hay que decir que aunque nosotros conozcamos primero lo particular y a partir de ahí lo general, ocurre que “las causas de las verdades más particulares dependen de las más generales, hasta el punto de no ser más que ejemplos de éstas”.

Después de todo lo dicho, parece claro que existen verdades innatas y que estas son necesarias para el conocimiento. Pero, ¿a qué llama Leibniz verdades innatas? Verdades innatas son aquellas que para ser verificadas no es necesario buscar fuera de nuestro espíritu. Estas verdades pueden ser aprendidas “bien considerando su origen, bien verificándolas por medio de la experiencia”, lo cual no quiere decir que todo lo que aprendemos sea innato. Entre las verdades innatas se encuentran todas las de la Aritmética y de la Geometría, las cuales, además, son las únicas verdades necesarias.

Ahora bien, las verdades innatas no son pensamientos, porque si fueran pensamientos, nos veríamos privados de las verdades en las que nunca hemos pensado, además de aquellas en las que hemos pensado alguna vez pero no pensamos ahora; mientras que si no son pensamientos, nada impide que las poseamos aunque no pensemos en ellas.

Las ideas innatas son hábitos naturales; y, según esto, para que en nuestro espíritu haya conocimiento, ideas o verdades, es necesario que hayamos pensado en ellas actualmente alguna vez.

7. El a priori en Kant

Kant piensa que la ciencia ha de estar constituida por juicios universales y necesarios. La filosofía de Hume demostró que la experiencia no puede ser la fuente de esa universalidad y necesidad, y que tampoco lo puede ser el sujeto tal como había sido entendido por la filosofía anterior, ya que se trataba de un sujeto empírico concreto, sobre cuyos hombros no puede descansar la universalidad y la necesidad. De ahí que se imponga acuñar una nueva noción del sujeto: un sujeto trascendental, dotado de estructuras aprióricas responsables de las funciones objetivantes.

Y el método kantiano para descubrir, justificar y codificar tales estructuras a priori es el método trascendental, cuya comprensión es inseparable de lo que Kant entiende por trascendental:

Llamo trascendental a todo conocimiento que se ocupa no tanto de objetos, cuanto de nuestro modo de conocimiento de objetos en general, en cuanto que tal modo debe ser posible a priori (Crítica de la razón pura, A 11-12, B 25)

Lo trascendental en Kant se refiere básicamente al conocimiento a priori. Pero tal conocimiento, si ha de tener validez objetiva, ha de versar necesariamente sobre lo que recibimos de la experiencia. Por tanto, cabría decir sumariamente que el método trascendental consiste en buscar y fijar, mediante un análisis regresivo, las condiciones de posibilidad de todo conocimiento objetivamente válido. Su campo de aplicación primordial será los juicios sintéticos a priori como los únicos auténticamente científicos.

7.1 Noción y función de los elementos a priori

La aplicación objetiva del a priori ha de contar necesariamente con la experiencia, pero sin reducirse a ella, ya que, “aunque nuestro conocimiento comience con la experiencia, no por eso todo él procede de la experiencia” (B 1).

Lo a priori es lo que antecede a la experiencia y es independiente de ella; pero la antecedencia respecto de la experiencia no es temporal, ya que antes de la experiencia no ha lugar ningún conocimiento objetivo. Se trata de una antecedencia o prioridad de naturaleza. Lo importante es la necesidad de esos elementos que no se deben a la experiencia.

Hay dos grandes clases de a priori: el material u objetivo, debido al objeto, y el subjetivo, debido al sujeto. De éste se ocupa Kant. Pero, aun limitándose a él, cabe hablar de un a priori subjetivo de contenido, por ejemplo, las ideas innatas de Descartes, y de un a priori subjetivo estructural, constituido por estructuras o elementos de la subjetualidad cognoscitiva que posibilitan y condicionan todos o algunos de nuestros conocimientos. La síntesis de estos elementos con las aportaciones de la experiencia da lugar a los conocimientos objetivos. Kant califica a estos elementos como puros, señalando con este calificativo su independencia e inmunidad de la experiencia.

Kant ordena y estructura los conocimientos según las facultades –sensibilidad, imaginación, entendimiento, razón– definiendo los elementos a priori de cada una de ellas. Concretamente, los de la sensibilidad, imaginación y entendimiento se coordinan todos en la suprema unidad de la apercepción trascendental del Yo pienso o del sujeto trascendental.

Las funciones del a priori según el modelo kantiano se pueden resumir en:

1. Los elementos a priori son condición de posibilidad del conocimiento. Sin tales elementos del sujeto en su efectiva operatividad, no hay conocimiento objetivo.

2. Les corresponde conferir a esos conocimientos de objetividad científica la universalidad y necesidad, que no es la universalidad puramente formal de los juicios analíticos, ni la universalidad impropia de los juicios empíricos resultantes de la experiencia.

3. Son constitutivos de objetividad, de acuerdo con el principio de que, según el trascendentalismo, sólo se objetiva subjetivando.>

4. Dado que tales elementos pertenecen a la naturaleza de nuestras facultades cognoscitivas, sólo resultará cognoscible lo que se ajuste a tales elementos o estructuras, con lo cual lo a priori constituye, desde el sujeto, el límite del conocer objetivo.

Las características de estos elementos a priori son:

1. Espontaneidad: una actividad propia de laque la experiencia puede ser ocasión o condición, pero no causa. Se trata, además, de una actividad que opera según sus propias leyes.

2. Esta actividad es formal: quiere decir que el contenido que llega desde la experiencia va recibiendo la “forma” de objetividad por la aplicación de los elementos a priori. Tal forma tiene como efecto fundamental conferir a la pluralidad aportada por la experiencia la unidad sintética y, con ello, el sentido objetivo.

Es decir, los elementos a priori formalizan sintetizando. Antes de su intervención, estamos frente a la simple materia bruta y a la pluralidad de datos allegados por la experiencia. Se impone darle forma a esa materia bruta y sintetizar esa pluralidad en unidades objetivas. Dentro de la gnoseología de Kant, no se puede formalizar sin sintetizar, ni cabe sintetizar sin formalizar:

A la sensación la podemos llamar la materia del conocimiento sensible. En consecuencia, una intuición pura contiene sólo la forma bajo la cual algo es intuido, mientras que un concepto puro contiene solamente la forma del pensamiento de un objeto en cuanto tal. A priori sólo son posibles intuiciones o conceptos puros, mientras que los empíricos sólo lo son a posteriori.

Son diversos los modos de sintetizar y formalizar, pero las funciones aprióricas son indispensables para el conocimiento objetivo, funciones realizadas por el sujeto en remisión a la suprema unidad aperceptiva del Yo pienso:

La unidad sintética de la multiplicidad de intuiciones en cuanto dada a priori, es por ello el fundamento de la identidad de la apercepción misma, la cual precede a priori a cualquier pensamiento mío determinado. La síntesis no existe en los objetos, ni puede tampoco ser derivada de ellos mediante la percepción y ser por ello recibida luego de inmediato en el entendimiento, no es más que la facultad de sintetizar a priori y de reducir a la apercepción la pluralidad de las representaciones dadas. Este es el principio supremo en el ámbito total del conocimiento humano (B 130)

7.2 Niveles del a priori en Kant

7.2.1 Sensibilidad e intuiciones puras

Kant distingue en la sensibilidad entre sentido externo (vista, oído, olfato, …) y sentido interno, entendido éste como una especie de conciencia de nuestros estados. A esta duplicidad de sentidos corresponden formas o intuiciones puras distintas: el espacio al sentido externo y el tiempo al sentido interno.

Para que ciertas sensaciones sean referidas a algo exterior a mí […] e igualmente para que yo pueda representármelas como anteriores y contiguas las unas a las otras, es decir, no simplemente como distintas, sino como situadas en diferentes lugares; para todo esto hay que suponer de antemano la representación del espacio (A 24, B 38).

… la coexistencia o la sucesión no acaecería en la percepción, si la representación del tiempo no estuviese a priori en la base. Sólo si se la presupone es posible representarse que algo sea en uno y al mismo tiempo (a la vez) o que sea en diferentes tiempos (uno después de otro) (A 30, B 46)

Nunca se puede tener la representación de que no hay espacio, aunque pueda perfectamente pensarse que en él no se encuentra objeto alguno… El espacio es considerado, por lo tanto, como la condición de posibilidad de los fenómenos y no como una determinación que dependa de ellos, y es una representación a priori que necesariamente sirve de base a los fenómenos externos (A 24, B 38-39)

En cuanto a lo referente a los fenómenos en general, no se puede quitar el tiempo… El tiempo, pues, es dado a priori. Tan sólo en él es posible toda la realidad de los fenómenos. Todos ellos pueden desaparecer, pero el tiempo mismo (como la condición universal de su validez) no puede ser suprimido (A 31, B 46)

Tales representaciones no son empíricas, sino que tienen que ser a priori, debiendo subyacer a las representaciones empíricas. No pueden ser conceptos, sino intuiciones, en virtud de la unidad e individualidad que les son propias. Así, aunque se hable de muchos espacios, hay que entenderlos como partes de un único espacio; y si se habla de diferentes tiempos, hay que entenderlos como partes de un único tiempo.

Estas formas o intuiciones a priori tienen un carácter formal. En efecto, el espacio “no es otra cosa que la forma de todos los fenómenos del sentido externo” (A 26/B 42), del mismo modo que “el tiempo es la condición formal a priori de todos los fenómenos en general” (A 34/B 50).

No obstante, el tiempo tiene un papel de preferencia, incluso con respecto al espacio. En efecto, mientras la forma de espacio no afecta más que a los fenómenos externos, la del tiempo se aplica tanto a los fenómenos del sentido externo como a los del interno, ya que todos son en el tiempo y están sometidos a las relaciones de tiempo. El tiempo constituye, pues, el auténtico anillo entre la sensibilidad y el entendimiento a través del esquematismo de la imaginación trascendental.

7.2.2 La imaginación y sus esquemas trascendentales como mediación entre la sensibilidad y el entendimiento

Las formas a priori de la sensibilidad, al informar la materia bruta de las impresiones, configuran una primera síntesis, que, sin embargo, está muy lejos de la síntesis de unidad objetiva, que es la que va a corresponder a los conceptos puros o categorías del entendimiento. Pero entre las formas a priori de la sensibilidad y las categorías del entendimiento hay un hiato o abismo tal, que se hace preciso contar con una etapa mediadora en el proceso y con alguna función a priori que sirva de puente entre la sensibilidad y el entendimiento. Esta situación se refuerza todavía más, si tenemos en cuenta que las categorías o conceptos puros del entendimiento sólo representan o constituyen las condiciones de un objeto en general y no las de un objeto determinado, siendo así que, al conocer, hay que conocer un objeto determinado. Por tanto, para que las categorías puedan llevar a cabo su uso empírico, que es el único válido, se hace preciso acudir a unas determinaciones mediadoras que participen tanto de la dimensión sensible como de la dimensión intelectual; es decir, si la síntesis definitiva la van a realizar las categorías del entendimiento, se necesita de algo que, en cierta medida, homogeneice las categorías con lo que a ellas les llega de la sensibilidad. Hay, por tanto, que buscar un tercer elemento que propicie la homogeneidad. Y este tercer elemento es la imaginación. Y como éste es un proceso de síntesis, sólo podemos ver el papel que le corresponde refiriéndonos a los tres momentos de síntesis, que son:

1. Síntesis de aprehensión en la intuición. Este momento remite a la sensibilidad y, preferentemente, a la forma de tiempo: si todas nuestras representaciones han de “pasar” por el tiempo, en el tiempo han de ser relacionadas, ordenadas y unidas. Se ordenan en la sucesión temporal en la que unificamos lo múltiple de las afecciones. Las formas de la sensibilidad posibilitan esta síntesis.

2. Síntesis de reproducción en la imaginación. Con la síntesis de aprehensión no vamos más allá de unidades intuitivas aisladas. Y hay que avanzar hacia la constitución del objeto con una segunda síntesis a cargo de la imaginación, que si, por una parte, puede “reproducir” las impresiones, por otra, con sus esquemas trascendentales elabora una síntesis de lo que le llega desde la sensibilidad, que, si cabe decirlo tan simplemente, le ofrece ya al entendimiento un “material” susceptible de la síntesis mediante los conceptos de éste.

3. Síntesis de reconocimiento en el concepto. A este momento objetivamente definido conducen los dos anteriores. Aquí se logra la constitución del objeto con la unidad objetiva que confiere la aplicación de las categorías, a sabiendas de que, a través de tales categorías, se expresa y ejerce la unidad de la conciencia que nos remite, en última instancia, a la apercepción trascendental del Yo pienso.

La imaginación es una facultad capacitada para representar un objeto en su ausencia y, en esta función, participa de la condición sensible, ya que representa lo que llega desde la sensibilidad; pero participa también de la condición intelectual, ya que la espontaneidad opera asimismo en la imaginaciónproductora, en diferencia de la imaginación reproductora.

7.2.3 Las categorías del entendimiento

Lo primero que se nos debe dar a priori, en orden a la efectividad del conocimiento de todos los objetos, es la diversidad de la intuición pura; la síntesis de esta diversidad mediante la imaginación es lo segundo, que, sin embargo, no nos confiere todavía conocimiento alguno. Los conceptos que otorgan unidad a esta síntesis pura y que no constituyen más que en la representación de esta unidad sintética necesaria, constituyen lo tercero en orden al conocimiento de un objeto cualquiera y tienen su fundamento en el entendimiento (A 79-79/B 104)

Estos conceptos que otorgan unidad a la síntesis pura son las categorías. Las funciones que deben cumplir las categorías son:

  1. Que tales categorías o conceptos sean puros o no empíricos
  2. Que no pertenezcan a la intuición y a la sensibilidad, sino al pensar y al entendimiento.
  3. Que sean conceptos elementales y, por tanto, distintos de los que sean deducidos o compuestos por ellos.
  4. Que su tabla sea completa y que llenen el campo total del entendimiento puro.

Tanto el estudio de las categorías como el propósito de establecer una tabla completa de las mismas, están vinculados al estudio del juicio desde una doble perspectiva: la de la lógica formal, en la que se atiende a la forma de los juicios, al margen de los contenidos; y la de la lógica trascendental, la cual, bajo la forma de las categorías, estudia la unidad sintética de los contenidos. Desde el punto de vista de la lógica formal, el juicio es la acción del entendimiento que lleva los conceptos a unidad. Desde esta perspectiva, los juicios se clasifican en cuatro capítulos: cantidad, cualidad, relación y modalidad.

Pero la perspectiva novedosa es la de la lógica trascendental, en la cual se trata de llevar a unidad sintética lo múltiple llegado de la sensibilidad, ya preparado en las dos síntesis anteriores. Al igual que, en la perspectiva desde la lógica formal, divide en tres clases de juicios cada uno de los capítulos, resultando, por tanto, doce clases de juicios, de la misma manera, desde la perspectiva trascendental, habrá de haber doce categorías agrupadas en cuatro capítulos o grupos, que se refieren también a cantidad, cualidad, relación y modalidad, con tres categorías en cada uno de los capítulos, es decir, con doce categorías.

Si nos preguntamos cómo unos conceptos pertenecientes a la subjetividad o subjetualidad pueden ser garantes de la universalidad y necesidad, la respuesta nos remite a la famosa revolución copernicana: los objetos universales y científicos solo pueden justificarse desde la subjetividad, porque sólo desde las condiciones subjetivas universales y necesarias se hace posible explicar la constitución de tales objetos. Por eso, la constitución del objeto es “una acción del entendimiento que vamos a designar con el nombre general de síntesis” (B 130).

El entendimiento puro es, por consiguiente, en las categorías, la ley de la unidad sintética de todos los fenómenos y, en virtud de esto, hace posible de un modo primario y originario la experiencia según su forma (A 128)

7.3 La apercepción trascendental

El principio y origen de toda síntesis, sea cual sea su momento o nivel, ha de estar en la apercepción trascendental, que es lo mismo que decir la unidad absolutamente supraempírica de la conciencia, como conciencia de un Yo-sujeto pertrechado de perfecta unidad e identidad. Únicamente desde esta unidad originaria y originante cabe explicar que el dinamismo del sujeto sea un dinamismo esencialmente unificante y sintetizador:

La síntesis o enlace de lo múltiple en tales conceptos se relaciona simplemente a la unidad de la apercepción, siendo, por tanto, ella el fundamento de la posibilidad del conocimiento a priori, en cuanto éste se apoya en el entendimiento (B 150)

La espontaneidad, que necesariamente ha de intervenir en toda síntesis, debe provenir de la fuente de toda espontaneidad, que es la apercepción trascendental como conciencia trascendental y unitaria de la identidad del Yo.

7.4 Clases de a priori

Para Kant, el conocimiento y la experiencia son el resultado de un proceso compositivo en el que se sintetizan dos principios, uno material y otro formal. Este último debe ponerse en el haber de un sujeto caracterizado por su dinamicidad para elaborar la materialidad de los contenidos empíricos y constituir, propiamente, la objetividad. Que hay un elemento a priori en el conocimiento es algo que a Kant le resulta indiscutible. Es preciso reconocer la existencia de un conocimiento científico, establecido y probado, que goza de las notas de una necesidad y universalidad, pero tales notas no pueden validarse en la experiencia, por lo que hay que remitirse a un fundamento a priori que, desde la subjetividad, pueda justificarlas:

Un juicio que posee esencialmente universalidad estricta está apuntando a una especial fuente de conocimiento, es decir, a una facultad de conocimientos a priori. Necesidad y universalidad estricta son, pues, criterios seguros de un conocimiento a priori (B-4)

Se impone determinar esa fuente de conocimientos y ver cuál es su origen y su función. Su fundamento, descartados Dios y la forma esencial de la cosa, debe situarse a nivel de la razón pura, que “es la facultad que proporciona los principios del conocimiento a priori. De ahí que la razón sea aquélla que contiene los principios mediante los cuales conocemos algo absolutamente a priori”. Y si la razón se configura como una estructura de tres facultades subjetivas, tres habrán de ser los tipos de a priori que hayamos de encontrar en el campo del sujeto: las intuiciones puras de espacio y tiempo –que pertenecen a la sensibilidad–, las categorías del entendimiento –reglas que permiten una categorización general de los objetos de la experiencia– y las ideas de la razón –que, si bien no tiene ninguna función objetivadora y constitutiva, poseen una dimensión ordenadora y sistematizadora del saber–.

7.4.1 El a priori de la sensibilidad

>En la “Estética trascendental” Kant estudia los principios o formas a priori de la sensibilidad, que el sujeto aporta para la elaboración de la objetividad sensible o fenómeno: éste se compone de una materia recibida a través de los sentidos y, consiguientemente, a posteriori, y de un elemento formal que ordena y configura esa materia empírica: el espacio y el tiempo.

Espacio y tiempo no son conceptos empíricos, sino intuiciones puras, que se erigen en condiciones subjetivas para el fenómeno: el espacio para los fenómenos externos y el tiempo para todos, tanto externos como internos. Estas formas puras, según Kant, no representan ninguna “propiedad de las cosas, ni en sí mismas ni en sus relaciones mutuas”, sino que son el principio formal que, sintetizado con la materia, puede dar lugar al fenómeno diferenciable de la “cosa en sí”.

Kant resume en tres puntos las bases para una consideración trascendental del conocimiento sensible: en primer lugar: «El espacio y el tiempo son sus formas puras; la sensación es su materia. Las primeras podemos conocerlas sólo a priori, es decir, previamente a toda percepción efectiva, y por eso se llaman intuiciones puras» (A-42, B-59-60). Tales principios formales son necesarios a la misma sensibilidad, sean cuales fueren las sensaciones que reciba el sujeto, que pueden ser infinitamente variadas: a todas ellas las ordena y unifica esta primera forma de aprioridad. Todos los fenómenos se nos dan necesariamente en el espacio y en el tiempo; por esto mismo no pueden decirse de las cosas en sí: no pertenecen a la “ensidad” de las cosas, sino a los fenómenos en cuanto que éstos son las cosas en relación a nuestra situación, es decir, a las cosas en cuanto nos aparecen. En segundo lugar, Kant reafirma que «la teoría de la idealidad del sentido, tanto externo como interno, es la teoría de que todos los objetos de los sentidos son puros fenómenos» (A-46, B-66). Y, finalmente, «No pretendo afirmar que esos objetos sean pura apariencia» (B-69).

Entre una apariencia y un fenómeno, que es el aparecer mismo de la cosa a la sensibilidad, hay una diferencia abismal, sin que se pueda confundir una cosa y otra. No se dice «que los cuerpos simplemente parecen estar fuera de mí, o que mi alma parece estar dada sólo en mi autoconciencia, cuando afirmo que la cualidad del espacio y el tiempo no reside en tales objetos, sino en mi modo de intuir» (ibídem). Afirmar la idealidad del espacio y del tiempo no es diluir la objetividad en una simple apariencia sin consistencia. Únicamente es concebir que la realidad es una realidad que se me presenta determinada por unas condiciones subjetivas, sin las cuales las impresiones no alcanzarían objetividad alguna. Los fenómenos son representaciones, sí, pero representaciones con validez objetiva –o, con otros términos, manifestaciones sensibles de la realidad–.

7.5 Los conceptos puros del entendimiento

El segundo nivel de aprioridad se encuentra en el entendimiento. Ésta está constituida por un elenco de formas puras –categorías–, destinadas a dar a la objetividad su forma plena y definitiva, más allá de la diversidad de la intuición. Estas categorías son las que permiten que el objeto adquiera un nuevo estatuto ontológico, al quedar categorizado, es decir, asumido bajo un principio unificador y sintético. Esta objetividad puede quedar ahora expresamente formulada en el juicio, que no es otra cosa que la síntesis entre una intuición y un concepto. Únicamente en el juicio, y gracias a la actividad espontánea del entendimiento, alcanzamos una forma de conocimiento plenamente establecida:

Espacio y tiempo contienen lo diverso de la intuición pura a priori y pertenecen, no obstante, a las condiciones de la receptividad de nuestro espíritu sin las cuales éste no puede recibir representaciones de objetos, representaciones que, por consiguiente, siempre han de afectar también al concepto de tales objetos. Pero la espontaneidad de nuestro pensar exige que esa multiplicidad sea recorrida, asumida y unida de una forma determinada, a fin de hacer de ella un conocimiento. Este acto lo llamo síntesis (A-77, B-102)

Para poder hablar de conocimiento hay que contar con la eficacia de una actividad espontánea y sintética: la del entendimiento. Pero la actividad cognoscitiva, en cuanto proceso objetivante, sólo tiene lugar cuando, además de los elementos formales de la sensibilidad, que pertenecen a lo diverso de la intuición, se lleva a cabo la síntesis de tal diversidad, que corresponde a la facultad del entendimiento en virtud de sus categorías. Precisamente por este motivo la objetividad es el resultado de un acto que realiza la subjetividad humana, entendida rigurosamente como entendimiento:

Lo primero que se nos tiene que dar para conocer todos los objetos a priori es lo diverso de la intuición pura […], pero ello no nos proporciona todavía conocimiento. Los conceptos que dan unidad a esa síntesis pura y que consisten sólo en la representación de esta necesaria unidad sintética son el (último) requisito para conocer un objeto que se presente, y se basan en el entendimiento (A 78-79, B-104)

Las estructuras aprióricas que permiten que el fenómeno sea conceptualizado y convertido en sujeto de un juicio son los conceptos puros del entendimiento. Éstos no son otra cosa que “condiciones a priori de la posibilidad de la experiencia”, los cuales hacen que la objetividad se manifieste plenamente y quede realizada de forma explícita:

La cuestión reside ahora en saber si no hay igualmente conceptos a priori que condicionan el que algo pueda ser, no intuido, pero sí pensado como objeto en general. En tal caso, todo conocimiento empírico de objetos ha de conformarse forzosamente a esos conceptos, ya que si dejamos de presuponerlos, nada puede ser objeto de la experiencia (ibídem).

La objetividad es siempre resultado y fruto de la acción espontánea, unitiva y sintetizadora del entendimiento, sin el cual no puede haber conocimiento. El fenómeno por sí mismo no es todavía el estadio definitivo que busca la objetividad del conocimiento humano. En última instancia el objeto es el producto de una actividad que se lleva a cabo sobre una “materia”, que, en este caso, no es otra que el mismo “fenómeno”. La objetividad llevada a su expresión más rigurosa, tal como se configura en el juicio, requiere una materia formalizada a nivel de los sentidos, referida a la actividad sintética y constitutiva del entendimiento.

La facultad humana del conocimiento empírico contiene necesariamente, por tanto, un entendimiento que se refiere a todos los objetos de los sentidos, aunque sólo por medio de la intuición y la síntesis de los mismos a través de la imaginación, un entendimiento, pues, al que se hallan sometidos todos los fenómenos en cuanto datos de una posible experiencia (A 119)

Hablar de objetividad exige remitirse al entendimiento y sus categorías, ya que únicamente aquí puede encontrarse el elemento formal y categorial con el que se abre la posibilidad de obtener un conocimiento empírico y objetivo, es decir, experiencial:

El entendimiento puro constituye, pues, en las categorías, la ley de unidad sintética de todos los fenómenos y es lo que hace así primordialmente posible la experiencia, por lo que a la forma de ésta se refiere (A 118)

7.5.1. Las ideas de la razón

Al comienzo de la “Dialéctica trascendental” Kant reconoce que «todo nuestro conocimiento comienza por los sentidos, pasa de éstos al entendimiento y termina en la razón. No hay en nosotros nada superior a ésta para elaborar la materia de la intuición y someterla a la suprema unidad del pensar. La misión destinada a la razón y sus ideas es la de elaborar, pero no constituir. Su función propia está en dar un acabamiento al saber, sin poder aportar nada nuevo a la configuración de la objetividad. Además, los conceptos mismos de la razón, es decir, las ideas, no pueden ser conocidas, ya que no están conexionadas directamente con los conceptos del entendimiento y con las intuiciones de la sensibilidad: «Tales conceptos contienen lo incondicionado, pero sin ser nunca un objeto de experiencia, algo hacia lo cual se dirige la razón en sus inferencias a partir de la experiencia, y a la luz de lo cual evalúa y mide el grado de su uso empírico» (A 311, B 367).

Las ideas de la razón son evaluadoras pero no objetivantes y constitutivas. En principio, las ideas trascendentales de la razón tienen en su haber poder hacer congruente a la razón o subjetividad con respecto a sí misma, es decir, ponerla en armonía consigo misma:

Estos conceptos trascendentales se basan, además, en la naturaleza de la razón humana aunque desde otro punto de vista carezcan de un uso concreto adecuado, ni posen por lo tanto más utilidad que la de llevar al entendimiento en una dirección en la que éste, al ampliar al máximo su uso, se pone en perfecta armonía consigo mismo (A 323, B380)

Pero no es ésta la única finalidad asignada a la razón, en cuanto facultad superior del hombre. Otras funciones son la de ordenar, regular y plenificar todo el amplio panorama de la sabiduría, para que ésta encuentre su más alto grado de perfección.

La razón humana y sus ideas llevan a cabo una ordenación sistematizadora y arquitectónica de todos los conocimientos, más allá de la categorización que realiza el entendimiento, con lo que la razón queda plenificada frente a cualquier parcialización. En este sentido Kant reconoce que la razón, en cuanto facultad de las ideas, no se refiere nunca de forma directa e inmediata a los objetos, a los que, hablando con precisión, no aporta ningún principio constitutivo. La razón no produce objetividad, únicamente la ordena dándole una unidad plenificadora, no conseguida por ninguno de los niveles previos.

Esta ordenación es unificante y sistematizadora, dando a todo el conjunto del saber un sentido arquitectónico en el que cada parte tiene su propia función con respecto al todo, el cual deja de ser un simple agregado fortuito, para convertirse en un sistema ligado por leyes necesarias: «Lo peculiar de la razón, lo que ella intenta lograr es la sistematización del conocimiento, es decir, su interconexión a partir de un solo principio» (A 645, B 672).

Esta función ordenadora tiene su complemento en la función reguladora, mediante la cual se indica el camino que ha de seguir el entendimiento con vistas a dar a los conceptos la mayor unidad y amplitud posibles, con lo que, además de establecer principios reguladores del uso sistemático del entendimiento en el campo de la experiencia, también contribuye decisivamente a plenificarla:

Así pues, la razón pura […] no contiene otra cosa, cuando la entendemos correctamente, que principios reguladores. Es cierto que éstos imponen una unidad mayor de la que se halla al alcance del uso empírico del entendimiento. Pero precisamente por situar tan lejos el objetivo al que ese mismo entendimiento tiene que aproximarse, dan lugar, gracias a la unidad sistemática, a un máximo grado de coherencia interna (A 701, B729)

8. El apriorismo en la fenomenología de Husserl

Hay una fundamental coincidencia con Kant en el intento, que Husserl pretenderá llevar a las últimas consecuencias, de elevar el problema del conocimiento desde niveles psicológicos hasta niveles lógico-trascendentales.

La fenomenología consistirá fundamentalmente en asistir con la reflexión y el análisis a los progresivos niveles de intuición y constitución del objeto, niveles siempre correlativos y complicados; la fenomenología es un juego constante entre el análisis de cómo es esencialmente la realidad que se me da en la intuición y el análisis del cómo conozco esa realidad intuida en su esencia eidética. Aquí surge la necesidad del a priori; en la experiencia se me da algo incompletamente que cierra en sí una posibilidad ideal de completarlo: el ser de la cosa-en-sí se convierte en la cosa-en-sí-pensada.

El constituir noéticamente por Husserl no consiste en imponer formas a una materia amorfa recibida de una impresión sensorial, sino que es fundamentalmente dar un sentido (Sinngebung) realizado por el sujeto. Constituir es dar sentido al mundo y a sus estructuras, es descubrir la fundamental relación de significación que tienen las cosas y el mundo con el yo, es decir, se supone la existencia del mundo pero hay que darle sentido para que adquiera una significación.

A una objetividad bruta o natural (objeto) se superpone la objetividad ideal (sujeto) de la significación que ni se identifica con ella ni se identifica con las vivencias subjetivas colocándose más allá del realismo y del idealismo.

Husserl distingue tres niveles de objetividad:

  1. Al objeto desvinculado de la conciencia (Gegenstand).
  2. Al entrar el objeto en la conciencia ésta adquiere una relación de objetividad nueva (Gegenstandlichkeit).
  3. La objetividad pura o ideal (Objektivität) que se cumple con perfección en los objetos matemáticos o ideales pero que se da así mismo cuando el Gegenstand es concebido según su esencia ideal.

8.1 Caracteres y funciones del a priori

No es posible confinar el a priori en el ámbito del sujeto. Por muy privilegiado que sea el papel del sujeto trascendental, nada de esto sería posible si no admitimos un a priori objetivo en correspondencia con el subjetivo. La constitución de la objetividad es el resultado del diálogo entre el cogito y el datum: el datum ha de someterse a las leyes trascendentales del sujeto; a su vez, el cogitotiene que respetar el contenido del datum. Los límites de esto no los dejó claros Husserl, aunque es indudable que en las últimas obras, para Husserl la razón va adquiriendo un papel más importante en la constitución del objeto, pero esta razón no deja nunca de ser razón intencional y que, por lo tanto, exige un correlatum con una cierta objetividad independiente de ellas mismas y que de alguna manera se impone aprióricamente a la razón.

Al contrario que en Kant, para Husserl sólo se pueden sacar tres leyes a priori: ley de la intencionalidad; ley de la significación; ley de la temporalidad.

Ley de la intencionalidad. Tomada de Brentano, la palabra intencionalidad significa esa propiedad general de la conciencia que consiste en ser conciencia de algo, en cuanto que el cogito lleva en sí su cogitatum.

Ley de la significación. Es otra de las funciones aprióricas de Husserl, ya que en primer lugar se cumple en todo el ámbito del conocimiento, ya que conocer objetivamente consiste de alguna manera en conferir un sentido o significación a lo constituido como objeto.

Ley de la temporalidad. Se trata de una de las leyes que son al mismo tiempo a priori en el plano objetivo y en el plano subjetivo: el papel del tiempo como forma inmanente.

Pero mucho más importante que ninguna ley o elemento concreto del a priori es el sujeto trascendental, fuente y respaldo de cualquier función apriórica. El ego es presentado como un a priori universal, se trata de un a priori universal constitutivo en el que se integran todas las intencionalidades, un a priori que rebasando todo el sujeto particular se convierte en intersubjetivo.

8.1.1 Correlación entre el a priori objetivo y el subjetivo

Se trata de dos estructuras que se exigen (no que se complementan). Ninguna de ellas puede realizar su función sin la otra. Si nos planteamos un problema de primacía entre estos dos a priori habría que concedérsela al subjetivo por razón del sujeto trascendental. Pero la primacía no impide que el dinamismo trascendental sea sólo posible contando con el a priori objetivo. No intentamos hacer del mundo y del sujeto dos cosas distintas en el conocimiento. Mundo y sujeto se funden con el objeto. Al contrario que en Kant, la doctrina de Husserl no tiene la pureza de líneas que aparece en la crítica. Sigue vigente el ego cogito pero con el complemento esencial del cogitatum.

8.2 La exención de supuestos en la fenomenología de Husserl

El imperativo de la exención de supuestos o de a prioris es la primera condición de todo filosofar, dice Husserl. ¿Qué entiende Husserl por tal exención? La teoría del conocimiento, como “teoría de las teorías”, antecede a toda teoría empírica, esto es, a toda ciencia real explicativa, a la ciencia de la naturaleza física por una parte, a la psicología por otra y también a la metafísica. No se trata de explicar un hecho por sus causas, sino del sentido ideal del conocer, capaz de legitimar cualquier hecho de conocimiento. Como, además, se trata de una fenomenología del conocer, su planteamiento se sitúa de principio fuera del plano existencial de lo fáctico. Por eso la exención de supuestos significa en el caso de Husserl que en la aclaración del conocer no puede recurrir a explicaciones de las ciencias de hechos, ni a las de la metafísica. La dilucidación fenomenológica ha de limitarse a la intuición de lo que se da en las vivencias puras de la conciencia. La única fuente de conocimiento para el fenomenólogo es la evidencia que caracteriza a los datos inmanentesde la conciencia. Lo inmanente es el componente intrínseco de la vivencia; es “real” por oposición al “contenido” del acto de conciencia, que es intencional y trascendente.

8.3 La epokhé como métodos para la ausencia de preconocimientos

Husserl utiliza el término epokhé para designar un recurso de su método fenomenológico, mediante el cual pone entre paréntesis el mundo objetivo y establece contacto con su propio yo o cogito. Esta epokhé o esta puesta entre paréntesis del mundo nos enfrenta a una pura nada ni es expresión de un escepticismo, pero mediante ella nos apropiamos de nuestras propias vivencias y del universo de los fenómenos, en el sentido fenomenológico:

Esta epokhé fenomenológica o esta puesta entre paréntesis del mundo objetivo, no nos enfrenta, por tanto, con una nada. Más bien, aquello de los que nos apropiamos precisamente por este medio o, dicho más claramente, lo que yo, el que medita, me apropio por tal medio, es mi propia vida pura con todas sus vivencias puras y la totalidad de sus menciones puras, el universo de los fenómenos en el sentido de la fenomenología. La epokhé es, así también puede decirse el método radical y universal por medio del cual yo me capto puramente como yo, y con mi propia vida pura de conciencia en la cual y por la cual es para mí el entero mundo objetivo y tal como él es precisamente para mí (Meditaciones cartesianas, § 8, Ediciones Paulinas, Madrid, 1979, p. 58)

La epokhé aparece como el método radical y fundamental por el que el yo se capta propiamente como yo. Este método se llama también método de la reducción fenomenológica trascendental, y nos permite superar la mera actitud natural respecto del mundo circundante, permitiéndonos poner entre paréntesis la presuposición de la existencia de un mundo material o de cualquier otro mundo trascendente respecto de la vida de la propia conciencia. Fuera del paréntesis solamente quedan los actos y los objetos de la conciencia. Por otra parte, mediante el recurso a lar educción eidética, el flujo de las diversas conciencias queda reducido a conciencia pura.

La epokhé es el método que tiende a mostrar lo que las cosas son exponiéndolas tal como son vividas en la propia conciencia. Las características esenciales de este método son:

  1. la intuición de las esencias, o “intuición eidética”, que se alcanza tras el análisis de los datos, los hechos, o los fenómenos de la conciencia;>
  2. la “intencionalidad” de los hechos de la conciencia, la cual es siempre conciencia de algo, y por la que lo experimentado y vivido subjetivamente tiene capacidad de referirse a los objetos;
  3. la epokhé o reducción fenomenológica, especie de duda metódica que lleva a captar la esencia en el fenómeno, tras haber eliminado o puesto entre paréntesis todo lo que no sea dato puro de la conciencia, como son las interpretaciones previas, las teorías sobre los objetos, etc.

Los momentos esenciales de la epokhé fenomenológica son:

  1. La cosa misma debe ser reconquistada por eliminación de los diversos estratos de sentido, de que la han recubierto las teorías científicas o filosóficas. Así, una piedra no consistirá para el fenomenólogo en constelaciones de moléculas y átomos, sino en una cosa extensa, dura, pesada, etc., que se nos muestra en la percepción sensible;
  2. la cosa misma puede ser expresada mediante las formas lógico-sintácticas del lenguaje, pero en su ipseidad autárquica es independiente del lenguaje. La predicación es una operación lógica, efectuada sobre una cosa en sí misma prelógica, existente previamente al lenguaje. La fenomenología quiere despojar a las cosas de su ropaje lógico-conceptual, con el fin de presentarlas, lógicamente desnudas, a la mirada pura y sin prejuicios del filósofo;
  3. lo que la fenomenología aspira a conocer de las cosas no son sus aspectos accesorios o accidentales, sino su esencia, captada en visión inmediata.

9. Gadamer: la necesaria precomprensión y la reivindicación de los prejuicios

La propuesta hermenéutica de Gadamer ataca de raíz al intento de la fenomenología de realizar una epokhé o puesta entre paréntesis de todo lo conocido. Según Gadamer, éste es un intento no sólo imposible, sino completamente erróneo para el acto intelectivo.

9.1 La reivindicación de los prejuicios como a priori en el conocimiento

Para Gadamer el intérprete de un texto no es una tabula rasa. Se aproxima al texto con su precomprensión, es decir, con sus prejuicios. Con base en esta memoria cultural (lenguaje, teorías, mitos, etc.) el intérprete esboza una primera interpretación del texto. No obstante, este primer bosquejo de interpretación puede resultar más o menos adecuado, correcto o equivocado. ¿Cómo podrá comprobarse la corrección de este primer bosquejo de interpretación? Gadamer responde que el posterior análisis del texto (del texto y del contexto) será el que nos diga si este bosquejo interpretativo es o no adecuado, corresponde o no a lo que dice el texto. Y si esta primera interpretación se muestra en discrepancia con el texto, choca contra él, entonces el intérprete elaborará un segundo proyecto de sentido, una nueva interpretación que más tarde comparará con el texto y con el contexto, para ver si resulta adecuada. El proceso se reitera hasta el infinito, porque la tarea del hermeneuta consiste en una labor infinita y posible. En efecto, cada interpretación se lleva a cabo a la luz de lo que se sabe, y esto va cambiando. Por tal motivo, los cambios, más o menos considerables, que ocurren en nuestra precomprensión, pueden constituir según los casos otras tantas ocasiones de nueva interpretación del texto, de nuevas hipótesis interpretativas que hay que someter a comprobación. Por esto la interpretación constituye una tarea infinita.

El intérprete no se enfrenta con el texto como una tabula rasa; la mente del intérprete es una tabula plena, llena de prejuicios, de expectativas y de ideas. Siempre existe un choque entre algún elemento de la precomprensión del intérprete y el texto que atrae la atención de éste: ya sea porque el texto no manifieste ningún sentido o porque su sentido contraste de un modo irremediable con nuestras expectativas. Estos choques, según Gadamer, obligan al hermeneuta a caer en la cuenta de sus propios prejuicios y a poner en movimiento la cadena de interpretaciones cada vez más adecuadas. Por consiguiente, la precomprensión de todo lo que hay que comprender consiste íntegramente en la elaboración de este proyecto preliminar, que hay que revisar de manera continuada con base en lo que surge de una posterior penetración del texto. Sólo así puede emerger progresivamente la alteridad del texto.

Por esto, según Gadamer, quien desee comprender un texto tiene que estar dispuesto a dejar que éste le diga algo. Una conciencia hermenéuticamente adecuada debe mostrarse sensible, de manera preliminar, a la alteridad del texto. Dicha sensibilidad no presupone una neutralidad objetiva o un olvido de sí mismo, sino una clara toma de conciencia respecto de las propias presuposiciones y los propios prejuicios. Hay que ser conscientes de las propias prevenciones, para que el texto aparezca en su alteridad y para que tenga concretamente la posibilidad de hacer valer su contenido de verdad frente presuposiciones del intérprete. En esencia, las presuposiciones o los prejuicios del intérprete no deben amordazar el texto, no deben acallarlo. El intérprete tiene que ser sensible a la alteridad del texto: éste no es un pretexto para que hable únicamente el intérprete. El intérprete debe hablar para escuchar al texto; debe proponer un sentido tras otro, un sentido mejor y más adecuado que el otro, para que el texto aparezca cada vez más en su alteridad, en aquello que es.

9.2 Prejuicio y tradición: Gadamer contra Bacon

Para Gadamer el término “prejuicio” no posee un significado despreciativo; equivale a “idea”, “conjetura”, “presuposición”. Lo que hoy calificamos de “juicios” mañana serán prejuicios, y los prejuicios de ayer o de hoy podrán ser los juicios de mañana. Por esto, afirma Gadamer, los “prejuicios del individuo son algo constitutivo de su realidad histórica, en mayor medida que sus juicios”.

El fruto de la labor de Gadamer consiste en el hecho “de haber indagado de manera global los prejuicios que encadenan al espíritu humano y que lo apartan del verdadero conocimiento de las cosas; de haber llevado a cabo una metodológica autopurificación de la mente, que representa más bien una disciplina (en el sentido latino) que una metodología estricta propiamente dicha”.

Bacon, después de haber descubierto los idola, poniéndolos en evidencia, afirmaba que había que purgar la mente de tales elementos. Gadamer, en cambio, defiende que, una vez tomada conciencia de nuestros idola, debemos someterlos a prueba de manera incesante, corregirlos e incluso eliminarlos, pero con objeto de reemplazarlos por otros mejores.

Gadamer indica que la superación de todos los prejuicios, que es una especie de precepto general de la ilustración, también será considerada como un prejuicio de cuya revisión depende la posibilidad de un adecuado conocimiento de la finitud, que no sólo constituye nuestra esencia de hombres, sino también nuestra conciencia histórica. La ilustración, básicamente, afirma la contraposición entre fe en la autoridad y uso de la propia razón. Sin duda, en la medida en que el valor de la autoridad ocupa el sitio que le corresponde a nuestro juicio, la autoridad se convierte de hecho en una fuente de prejuicios. Sin embargo, esto no excluye que la autoridad también pueda ser fuente de verdad, lo cual ha sido ignorado por la ilustración, con su indiscriminada difamación de la autoridad.

Los románticos defienden con respecto a la tradición una postura contraria a la de la ilustración. Gadamer sostiene que existe una forma de autoridad que fue particularmente defendida por el romanticismo: la autoridad de la tradición. Aquello que se encuentra consagrado por la historia y por el uso está provisto de una autoridad que ya se ha convertido en universal, y nuestra finitud histórica se define precisamente por el hecho de que incluso lo que se nos transmite, y no sólo lo que podemos aceptar racionalmente como válido, ejerce siempre un influjo sobre nuestras acciones y sobre nuestros comportamientos. El romanticismo considera que la tradición se opone a la libertad de la razón, y le atribuye un carácter de dato análogo al que posee la naturaleza. Ya sea que más tarde se la niegue a través de la revolución, o bien que se la quiera conservar, la tradición es considerada como el factor que se opone justamente a la libre autodeterminación, porque su validez no necesita ninguna motivación racional, sino que nos determina de forma generalizada y no problemática.

Ante dicha concepción Gadamer señala que la crítica romántica contra la ilustración no sirve en absoluto como ejemplo de que la tradición se imponga de manera indiscutida y obvia, sin que aquello que nos transmite se vea afectado por la duda y por la crítica. En cambio, posee el sentido de una autorreflexión crítica que –por vez primera en este caso– regresa a la verdad de la tradición y trata de renovarla, y que puede llamarse “tradicionalismo”. De este modo, en contra de los ilustrados, Gadamer pone de relieve los eventuales derechos de la tradición; y en contra de los románticos, defiende la fuerza de la tradición racional. Por lo tanto, Gadamer no cree que entre tradición y razón se dé en absoluto aquel conflicto total que muchos reclaman. Aunque resulte problemática la deliberada restauración de tradiciones o la creación deliberada de tradiciones nuevas, la fe romántica en las “tradiciones arraigadas”, ante las cuales lo único que puede hacer la razón es callar, se muestra igualmente cargada de prejuicios y, en esencia, profundamente ilustrada. En realidad, la tradición siempre es un momento de la libertad y de la historia. Hasta la más auténtica y sólida de las tradiciones no se desarrolla de manera natural, en virtud de la persistencia poseída por aquello que tuvo lugar en una ocasión del pasado, sino que requiere ser aceptada, adoptada y cultivada. Es, en esencia, conservación, la misma conservación que actúa al lado y dentro de cada cambio histórico. La conservación es un acto de la razón, y un acto que sin duda se caracteriza por el hecho de no ser llamativo. Debido a ello, la renovación parece el único modo de actuar de la razón. Se trata, empero, de una mera apariencia. Incluso cuando la vida se modifica de modo tempestuoso, en el supuesto cambio de todas las cosas, se conservan muchos más elementos del pasado de lo que se llega a imaginar, soldándolos con lo nuevo y adquiriendo una nueva validez. En cualquier caso, la conservación es un acto de la libertad en la misma medida que la subversión y la renovación. Por eso, ni la crítica ilustrada a la tradición ni su rehabilitación romántica llegan a captar la verdad de la esencia histórica de esa tradición.

10. Otros representantes del apriorismo

10.1 El apriorismo objetivo o material en Max Scheler

En Scheler no se puede hablar de una teoría tan elaborada como en Husserl o Kant. Su posición se puede resumir en una oposición constante al subjetivismo apriórico de Kant y en favor al objetivismo del a priori.

En Kant el a priori surgía como el único medio de reducir a unidad y a síntesis la multiplicidad y el caos amorfo de las impresiones y sensaciones y en la razón práctica el caos de los impulsos humanos. Ahora bien, en Scheler se rechaza la concepción caótica del mundo que se ofrece a nuestro conocimiento. El mundo no es un ignotum incognoscible, sino que es un mundo de esencias y conexiones esenciales que se enfrentan a mi intuición y esas esencias son algo a priori de mi experiencia captable por ella. El a priori es considerado como un dato que se me da desde la cosa. Es una auténtica inversión del sistema kantiano.

10.1.1 La teoría de la funcionalización de Scheler

Las intuiciones esenciales se funcionalizan al transformarse en normas que regulan el empleo del entendimiento dirigido sobre los hechos constituyentes. Estamos en un a priori analítico y no sintético ya que la intuición fenomenológica realiza una especie de análisis selectivo de la cosa y una vez incorporado ese a priori por la intuición hacia el sujeto, su función va a ser dirigir el conocimiento en su labor de análisis de la cosa para descubrir en ellas las estructuras esenciales, bien consideradas en sí mismas, bien en conexión con las demás.

También en Scheler se puede hablar de un formalismo apriórico pero se trata de un formalismo esencialmente material y objetivo. Este carácter material u objetivo del a priori implica una teoría del conocimiento compatible con ella. El conocimiento no es una continuación al estilo de Kant, ni siquiera puede ser aquella constitución husserliana en la que difícilmente se pueden trazar los límites de lo trascendente y lo subjetivo en el conocer. La gnoseología de Scheler tiene como pieza central una intuición que no construye ni constituye una intuición que simplemente capta lo que se le da; capta esencial y conexiones de esencias y las esencias son intuidas pero no producidas. El a priori consiste en esas estructuras objetivas que son percibidas intuitivamente por nuestros actos sin que éstos pongan o introduzcan en ellas nada.

Lo apriórico es algo que se da o no se da que se intuye o no pero no es algo que en parte se me da y en parte es de mi competencia el construirlo o conformarlo ulteriormente.

10.2 Inmanencia y trascendencia en Hartmann

Para Hartmann no es posible resolver el problema metafísico del conocimiento situándose en la posición del idealismo trascendental de Kant, ni tampoco en una posición de realismo ingenuo, sino que habrá que plantearse el problema de la objetividad del conocimiento para llegar a consolidar la solución del realismo metafísico.

El punto de partida es el ser-en-sí del objeto que va a ser conocido sin profundizar aún como es ese ser en sí. Cuatro puntos principales de la teoría del a priori en Hartmann:

  1. Los caracteres universales captados intuitivamente disfrutan en el sujeto cognoscente una prioridad ontológica.
  2. La identidad de categorías en todos los sujetos basta como fundamento de la identidad intersubjetiva propia de la aprioridad inmanente.
  3. Pero la aprioridad trascendente ha de ir más allá: exige identidad entre las categorías del sujeto y del objeto.
  4. Los límites de esta identidad son los del mínimo metafísico, es decir, basta con que algunas categorías del sujeto lo sean también en el objeto.

10.3 El innatismo de Chomsky

Partiendo de la diferencia cualitativa y cuantitativa entre la experiencia que el niño tiene de la lengua y el contenido que resulta de su aprendizaje, Chomsky formula la hipótesis de la existencia de recursos que son los responsables de que se produzca una gramática aceptable en un individuo pese a los pocos datos de los que se dispone. A estos recursos les llama los universales lingüísticos, siendo universales porque cualquier lengua participa de ellos. De dicha formulación se sigue que son, además, innatos, ya que no resultan del aprendizaje.

Frente al conductismo, que él considera retrógrado, su mentalismo le hace suponer al hombre como libre y capaz de superar cualquier totalitarismo: cuanto más se asiente la idea de un sistema de principios y estructuras igual para todas las clases sociales y para todos los individuos, tanto más quedará confirmada la idea de una igualdad estructurante y fundamental que permita ser libres a todos. Por eso para Chomsky los problemas del conocimiento y los de la libertad no son dos series distintas, sino la misma.

El lenguaje es fruto de una actividad creadora del espíritu humano, manejando las diversas formas y posibilidades que un sistema de comunicación hablado le ofrece y que, a su vez, ha de ser entendido por un oyente de manera adecuada y correcta. Se establece, así, el área de competenciade una lengua. Ésta ya no es simplemente “el mero acto de transmisión o comunicación”, considerado en sí mismo fonética, sintáctica o semánticamente. Es algo más. Se trata de la posibilidad que cada individuo de una comunidad idiomática posee para producir frases que nunca había usado anteriormente y que serán reconocidas y entendidas por sus oyentes. Con esto, el hablante y el interlocutor forman parte del proceso comunicativo lingüístico. Y se pretende señalar el conjunto finito de reglas que, partiendo de un número finito de unidades, gracias a transformaciones sucesivas en número también finito, dé cuenta de la formación de las infinitas frases que puedan en una lengua ser correctamente construidas.

Según Chomsky, el mecanismo del aprendizaje humano lingüístico no nos da información sobre la lengua que empleamos conscientemente, sino que nos marca el proceso de apropiación de la lengua y de nuestra conducta lingüística en razón de que poseemos internalizados de modo inconsciente los esquemas mediante los cuales se realiza la competencia lingüística. Por lo que respecta al lenguaje, el hombre sabe más de lo que aprende por pura experiencia. En el proceso de aprendizaje de la lengua, el hombre no se comporta igual que en otros procesos, por ejemplo, el del aprendizaje del juego del ajedrez. En éste, el factor fundamental es el empírico. No así en el del lenguaje, en cuya competencia somos capaces de generar expresiones nunca realizadas por nosotros anteriormente, conociendo de antemano que están bien hechas y siendo comprendidas en su contenido semántico. La hipótesis de las ideas innatas de Chomsky explicaría, entonces, con cierta facilidad la rapidez con que el niño adquiere los mecanismos de la lengua y sus usos, aunque no sepa dar razón explicativa de los mismos.

En la división tripartita de la gramática existe, para Chomsky, en correspondencia con sus componentes semánticos, sintácticos y fonológicos, universales lingüísticos de dos tipos: formales y sustantivos. Los primeros tienen como objetivo señalar las condiciones abstractas mediante las cuales se realiza el habla siguiendo determinadas reglas gramaticales. Los segundos guardan relación con el vocabulario y con aquellos elementos que previamente determinan en una gramática sus categorías. De este modo, con estos universales lingüísticos, la hipótesis innatista chomskiana prefija anticipadamente los contenidos de la teoría general del lenguaje internalizados en la mente y cuyo esquema en todos los hombres abarcaría estas propiedades comunes a todas las gramáticas: índice sintagmático, reglas de transformación, categorías sintácticas y semánticas (nombre propio, oración, verbo, etc.), reglas semánticas generales y, por último, reglas de interpretación fonológicas sobre la base de un acervo esencial limitado de signos fonéticos.

La razón principal que fundamenta esta teoría hipotética y de la que depende su dimensión veritativa reside en que para Chomsky normal”>sólo con su “innatismo” puede explicarse el hecho de la rapidez en el aprendizaje de una lengua en que la competencia lingüística genera un conjunto infinito de oraciones –muchas de ellas por tanto desconocidas para el hablante– mediante un número limitado de datos lingüísticos.

10.4 Kripke y el concepto de verdad

Kripke se aleja de las posturas de Frege y Russell para volver a las posiciones de Stuart Mill, y pasará a llamar tanto a los nombres propios como a las descripciones definidas “designadores”, pudiendo ser éstos rígidos o no rígidos: serán rígidos cuando denoten al mismo objeto en cualquier mundo posible, y accidental o no rígido en caso contrario. Mientras que los nombres propios y los pronombres demostrativos y personales son rígidos, las descripciones definidas son, por el contrario, designadores no rígidos. Pero lo son sólo en principio, ya que existen algunas descripciones definidas que remiten a características constantes de cualquier mundo posible que se convierten, por tanto, en “esenciales”. En este caso, las descripciones definidas funcionarán como designadores rígidos.

Si un enunciado de identidad se formula empleando designadores rígidos, de ser verdadero lo será necesariamente, mientras que si se hace empleando designadores accidentales, entonces será contingentemente verdadero. Kripke asegura que las definiciones científicas son las que nos dan la esencia de la clase de objetos definidos, y cualquier otra clase de definición será contingente, pudiendo de esa forma, no tenerla el objeto en otro mundo posible. Al expresar la esencia de lo definido, se convierten, caso de ser verdaderas, en verdades necesarias. Ahora bien, ello no implica que deban conocerse a priori, ya que parece palmario que sólo se alcanzan por medio de la investigación científica, siendo por lo tanto a posteriori. Así pues, las verdades de las ciencias son necesarias y a posteriori. Pero del mismo modo existen verdades contingentes a priori, y Kripke pone como ejemplo la proposición “la barra métrica de París mide un metro”: como ella mide por definición un metro, es a priori; pero como podría haber medido más o menos, no es necesaria: es, por tanto, contingente y a priori

11. Bibliografía

  • Arce Carrascoso, J. L., Teoría del conocimiento, Madrid, Síntesis, 1999
  • Aristóteles, Metafísica, Madrid, Gredos, 1982
  • Bacon, F., Novum Organum. Aforismos sobre la interpretación de la naturaleza y el reino del hombre, Barcelona, Fontanella, 1979
  • Cabrera, I., “Analítico y sintético. A priori y a posterior” en Villoro, L. (ed.): El conocimiento, Madrid, Trotta/CSIC, 1999, pp. 135-163
  • Chistoff, D., Husserl o el retorno a las cosas, Madrid, Edaf, 1979
  • De Alejandro, J. M., Gnoseología, Madrid, BAC, 1969
  • Gadamer, H. G., Verdad y método. Fundamentos de una hermenéutica filosófica I-II, Salamanca, Sígueme, 1977 y 1992
  • García Maynez, E., Ética, México, Porrúa, 1985
  • Hartnack, J., La teoría del conocimiento de Kant, Madrid, Cátedra, 1984
  • Husserl, E., La idea de la fenomenología, Madrid, FCE, 1982
  • Kant, I., Crítica de la razón pura, Madrid, Alfaguara, 1989
  • Kolakowski, L., Husserl y la búsqueda de la certeza, Madrid, Alianza, 1983La búsqueda del significado, Madrid, Tecnos, 1992
  • Muñiz Rodríguez, Vicente, Introducción a la filosofía del lenguaje. I. Problemas ontológicos, Barcelona, Anthro-pos, 1989
  • Rábade, S., Teoría del conocimiento, Madrid, Akal, 1995
  • Rábade, S., López Molina, A. M., Pesquero, E., Kant: conocimiento y racionalidad. I: El uso teórico de la razón, Madrid, Cincel, 1987
  • Verneaux, R., Epistemología general o crítica del conocimiento, Barcelona, Herder, 1981
  • Zubiri, X., Cinco lecciones de filosofía, Madrid, Alianza, 1985