Tema 14. La metafísica como problema.

Tema 14. La metafísica como problema.

1. Introducción

¿En qué consiste propiamente la problematicidad tradicionalmente ligada a la metafísica?. A esta cuestión es posible responder adoptando un doble punto de vista:

  • Por un lado la cuestión deriva hacia la pregunta por la posibilidad de un conocimiento semejante desde el punto de vista del grado de verosimilitud en cuanto a su consecución y admitiría ser planteada en los siguientes términos: ¿resulta factible la elaboración de un sistema ordenado, cohesionado y consistente de proposiciones (teoría) que nos brinde la posibilidad de lograr conocimiento acerca de instancias o realidades últimas (los fundamentos, de hecho, de toda realidad) trascendentes a la experiencia?.
  • Por otro lado (y una vez admitida -con las reservas que fuere- esta primera interrogación) se trataría de elucidar la cuestión requerida al lugar y “status” teórico que correspondería al sistema de tales conocimientos en el seno de la totalidad del saber o, en todo caso, en el conjunto de los múltiples tipos de saber que constituyen la totalidad de nuestro conocimiento.

Desde sus orígenes la metafísica se ha constituido acompañada inevitablemente por la duda acerca de su posición y grado de solidez en cuanto a sus propios fundamentos y a su discurso autojustificatorio. No se trata ya sólo de la discusión en torno a la rectitud y validez de su aparato metodológico, sino incluso de la puesta en cuestión de la naturaleza y existencia de los objetos a los cuales tal bagaje metodológico se dirige y sobre los que ejerce su pretendida labor cognoscitiva. Efectivamente, un tipo de saber que se presenta a sí mismo como el principal (en el sentido de anterior a todos los demás en cuanto a su rango) y más elevado, y que, simultáneamente se muestra incapaz de dar o suministrar adecuada cuenta y fundamentación acerca de la existencia y “status” onto-epistemológico de los objetos sobre los que versa su análisis y discurso debe necesariamente aparecer como un tipo sumamente problemático de saber. Sin embargo, como sienta Masimo Cacciari, Europa cuenta como una de sus más esenciales peculiaridades el haber sido construida metafísicamente sobre los cimientos filosófico-metafísicos y ello en virtud de esa “fiebre del concepto que nos ha marcado siempre”. Es por ello que la mejor (de hecho la única propiamente hablando) forma de acercarse al problema de la metafísica es adoptando una visión histórica, esto es, recalando en cada caso de las estaciones que el saber metafísico ha ido recorriendo desde sus vacilantes orígenes hasta su actual disolución a manos de la razón hermenéutica.

¿Es posible la metafísica? Esta pregunta fue planteada desde los orígenes, haciéndose sentir, no obstante, de un modo especial en ciertos momentos de su historia. Nuestro tiempo, que algunos llegan a calificar de eclipse de la razón, parece tener una especial sensibilidad antimetafísica. Sin embargo, después de períodos de crisis y decadencias, vuelve a surgir de nuevo aunque bajo una nueva forma del espíritu. Parece que la metafísica ha nacido bajo un signo paradójico en la medida en que por una parte se impone al espíritu en su tendencia espontánea de explicar el mundo y por otra no llega a alcanzar una respuesta satisfactoria.

Tal situación aporética de la razón humana estuvo presente en la mente de la mayor parte de los pensadores que se enfrentaron con la tarea de la constitución de la metafísica. Bien conocidas son las palabras con que Kant abre el prólogo de la primera edición de la Crítica de la Razón Pura: “La razón humana tiene un extraño destino en un género de conocimientos: es inquietada por cuestiones que no puede evitar, pues le son impuestas por la naturaleza de la razón, pero que por otra parte tampoco puede contestar, dado que superan la capacidad de la razón humana”.

Schopenhauer por su parte dedica uno de los capítulos de su obra fundamental El mundo como voluntad y representación a la necesidad metafísica del hombre. Sólo el hombre entre los seres de la naturaleza se admira de su propia existencia. La admiración es aquí tanto más seria cuanto por primera vez en el reino de los seres, este ser se enfrenta conscientemente con el problema de la muerte. Al comienzo el hombre se toma como algo que se entiende de por sí. Pero esto no dura mucho, sino que con la primera reflexión, entra ya aquel estado de admiración que pasa como madre de la metafísica. El mundo y el yo se imponen como enigmas cuya solución viene a ser un cometido constante de la humanidad a lo largo de su historia.

2. Caracteres de lo metafísico

La metafísica puede ser caracterizada como aquello que está más allá de lo empírico, entendiendo por empírico aquello que inmediata o mediatamente es objeto de una experiencia sensible. Por lo tanto, aquello en lo que ve, según la expresión del neopositivismo actual, la “verificabilidad” o, como dirían los más cautos en la línea empirista, la “falsabilidad”.

Muy unido al carácter descrito de lo empírico está el de lo fenoménico. ¿Qué es lo fenoménico? La realidad en cuanto me aparece. Por contraposición a la realidad como es en sí (o como aparecería a un hipotético Entender absoluto, al Entendimiento arquetípico; una hipótesis heredada de la tradición que Kant tiene siempre presente). La realidad frente a mí, como me aparece a mí, estructurada conforme a mis estructuras: espacio-temporalmente y según unas categorías esquematizadas para lo espacio temporal. ¿Se puede ir más allá del fenómeno? Tal es la cuestión con la que tropieza siempre de nuevo la metafísica. En efecto, ésta pretende ir más allá de un saber empíricamente verificable.

Queriendo aproximarnos más a la naturaleza de lo metafísico, cabe adoptar la caracterización señalada por J. Marías cuando habla de una “certidumbre radical y última que en el hombre tiene que hacerse”. Se sugiere en esta definición el origen de la función antropológica de la metafísica; así como el que es algo que el hombre más busca que encuentra y que nunca podrá tener como definitivamente logrado (Aristóteles llama a la metafísica la ciencia buscada). Es, ante todo, una deliberada inquisición; también un sistema de posibles soluciones para las cuestiones últimas.

El carácter de ultimidad es lo que exhibe lo más propio de la metafísica. Las últimas cuestiones humanas versan sobre el ser y el valor (bien). Toda posible respuesta a esas cuestiones es metafísica: irá más allá del fenómeno en sí, de la realidad; intentará también saber, más allá de lo empírico, de lo dable en ninguna experiencia. La metaempiricidad o inverificabilidad no es la nota esencial del saber metafísico, sino su inevitable propiedad.

Preguntarse por el ser y el valor equivale a preguntar por lo absoluto de aquello que está más allá de todo condicionamiento y toda determinación. Las preguntas: ¿por qué es algo? y ¿para qué vale algo? son claramente preguntas por lo condicionante de todo lo demás. Quizá está en ellas, y en el dirigirse a lo absoluto, lo más propio de la metafísica, aquello que le trae como consecuencia un saber de ultimidades.

J. Marías incluye otra nota fundamental en la noción de metafísica: la radicalidad. Es un cuestionar radical, es decir, que va a las raíces mismas de toda problemática, que no deja nada incuestionado.

Esto equivale a decir que la metafísica, para intentar ser algo y aspirar a tener un puesto en la visión humana de la realidad, tiene que autofundarse. Necesita fundarse, no es algo obvio. Y no puede pedir a otro saber o reflexión humana que le dé tal fundamentación. Por eso, no sólo hace falta fundamentar la metafísica, sino que es ella misma quien tiene que intentar hacerlo.

Si esta necesidad de autofundamentación es algo que ha acompañado a la metafísica desde sus comienzos, sin embargo, en la Edad Moderna, tras el planteamiento explícito del problema crítico sobre la posibilidad misma de la metafísica, su necesidad de radicalidad y el relieve de su función autofundante se han hecho mayores. La delimitación neta del campo de la ciencia y de su método ha dejado más al desnudo la ambición de la metafísica. La han obligado con ello a mayor rigor crítico.

3. Planteamiento pre-platónico de la cuestión

Hablar de “metafísica” en referencia al quehacer teórico de los pensadores presocráticos resulta, en principio, un anacronismo. En efecto, el término “metafísica” es aplicable a las tentativas de explicación racional del cosmos llevadas a cabo de Tales de Mileto en adelante solamente en sentido “retroactivo”, es decir, injertando el esquema aristotélico posterior en el seno de un tipo de especulación cuyos objetos y métodos de análisis difieren esencialmente de los utilizados por la metafísica posterior. Teofrasto, discípulo de Aristóteles y uno de los principales doxógrafos de la antigüedad se refiere en todo momento a los pensadores arcaicos bajo el término significativo de “jusiwlogoi, es decir investigadores cuyo objeto privilegiado y casi único de interés teorético lo constituye la atención a la jusi esto es, a los procesos de movimiento y cambio (génesis-corrupción) que la experiencia común y ordinaria observa en la naturaleza. Sin embargo este planteamiento, la asunción de tal punto de vista metodológico, implica ya, subrepticiamente, la introducción de un esquema cercano a lo que posteriormente sería llamada perspectiva metafísica. El interés por la ciencia de la naturaleza se muestra presidido en este momento fundacional de la historia de la filosofía occidental por el énfasis puesto en la consecución de un principio (o pluralidad de principios- piénsese en el atomismo o en Empédocles-) tal que todos los entes naturales, los jusei onta, puedan ser reconducidos, reducidos o identificados en última instancia con él. Aunque ninguno de los pensadores presocráticos emplea jamás el término arkh en el sentido técnico bien conocido que ha adoptado posteriormente, la perspectiva metodológica que -sin excesiva conciencia de ello- asumen desde el comienzo de su trabajo teórico, cae dentro del círculo temático de la metafísica posterior.

Es necesario tener presente en todo momento el hecho fundamental de que en el contexto intelectual griego anterior al siglo V distinciones tales como “física”, “lógica”, “ética” en el corpus doctrinal de la filosofía carecen de la vigencia que asumieron a partir de las construcciones teóricas de Platón y Aristóteles. El planteamiento presocrático de la cuestión es metafísico (“avant la lettre”) en la medida en que su interrogación se dirige se dirige al nervio medular de lo real, es decir, –Aristotélicamente hablando– a los primeros principios y causas de lo real, pero es extrametafísico en el sentido en que vamos a ver inmediatamente al abordar el problema de la metafísica en el contexto platónico.

4. Platón

Hablar de Platón en un tema dedicado a la metafísica puede parecer, cuando menos, anacrónico, pues tanto la metafísica como su concepto son posteriores a Platón. Además, Platón no hace distinción alguna entre disciplinas filosóficas. En sentido estricto, Platón es anterior a la metafísica y en consecuencia no ha podido reflexionar acerca de qué sea la metafísica, ni cuál su objeto, su fin o su método; menos aún acerca de la posibilidad o imposibilidad de la metafísica y de su relación con otras disciplinas del conocimiento. Sin embargo, podemos decir que si Platón hubiese sabido lo que por metafísica comenzó a entenderse no demasiado tiempo después de su muerte, seguramente habría aceptado que buena parte de su especulación era de carácter metafísico: aquella concerniente al objeto, el método y el fin de la filosofía o de su columna vertebral, la dialéctica. En efecto, Platón indaga sobre la naturaleza de la realidad última, sobre lo que la hace posible, así como sobre el problema de la relación existente entre esa realidad última y los particulares sensibles que pueblan el mundo físico.

Es prácticamente imposible trazar una distinción en Platón entre epistemología y metafísica. Sus concepciones sobre lo que es están en gran medida controladas por sus ideas acerca de cómo puede darse cuenta del conocimiento y su concepción acerca de lo que es el conocimiento se configura en buena medida sobre la base de sus convicciones de lo que es cognoscible.

4.1 La búsqueda de los universales en los diálogos tempranos

Según Aristóteles, Platón habría recibido en su juventud la influencia heraclítea a través de Cratilo, para quien todo lo sensible está sujeto al devenir y, por lo tanto, no puede ser objeto de conocimiento; la influencia de Sócrates, quien estaba empeñado en la búsqueda del universal y de la definición en el ámbito moral, y, por fin, la influencia de los pitagóricos, quienes hallaban en los números la clave para descifrar la estructura de la realidad. Dado que la definición no puede corresponder a ninguna de las cosas sensibles, sujetas a perpetuo cambio, Platón consideró –prosigue Aristóteles– que debían concernir a otro tipo de entidades, a las que llamó Ideas, separadas de las cosas sensibles que reciben de ellas sus nombres. Sostuvo, además, que las múltiples cosas existen por participación en las Ideas, pero de éstas no dio una adecuada explicación.

Platón acentúa una y otra vez la prioridad de la pregunta “¿qué es x?” sobre toda otra: no puede preguntarse cómo es una cosa, si es bella o fea, buena o mala, si antes no se ha preguntado y respondido qué es.

Platón también pone en claro la necesidad de precisar qué se entiende por la pregunta “¿qué es x?” cuando se pregunta qué es x. Cuando se pregunta qué es algo no se espera como respuesta la exhibición de un ejemplo ni de una serie de instancias, sino que se espera que se señale aquello que de común tiene un conjunto de cosas a las que se da un mismo nombre. Ese carácter idéntico en todas, en virtud del cual puede decirse que tal cosa es x o no lo es, sirve como modelo (paradigma) mirando al cual puede decidirse si esta o aquella cosa exhibe ese carácter, esa forma.

Los términos eîdos o idéa, emparentados con una de las raíces del verbo ver, significan originariamente aspecto o forma característica de algo que se presenta a la vista y de ahí toman el sentido más abstracto de constitución o de naturaleza. El eîdos es un aspecto o carácter común que un conjunto de cosas exhibe y que es aprehendido por la inteligencia o mente, carácter que se advierte como uno y el mismo en todas las múltiples instancias. Así, nuestra experiencia de un eîdos es la experiencia de la unidad en multiplicidad, de una unidad e identidad ilustrada múltiplemente o, al menos, capaz de ello. Ese carácter o aspecto común es lo que normalmente expresamos con un término descriptivo singular como “piadoso”, “igual” o “bello”. En tal sentido, se trata de un universal, pero en los primeros diálogos nada si dice todavía acerca de su naturaleza o “posición ontológica”. De cualquier modo, a pesar de la irremediable ambigüedad de la pregunta 2¿qué es x?”, el eîdoses más que el significado de las palabras o de las expresiones. Es aquello verdadero y constante que hace posible el discurso y el juicio, algo por sí, permanente, ni relativo a nosotros ni dependiente de nosotros. Con esto se hallan presupuestas las bases de la teoría clásica de las Ideas.

4.2 La teoría clásica de las Ideas

En el Fedón las formas o Ideas se presentan con una existencia independiente de las cosas, como realidades de orden diferente a los objetos conocidos por los sentidos.

La elaboración de la metafísica platónica debe buscarse en las concepciones filosóficas previas y contemporáneas a las que Platón considera insuficientes desde diferentes perspectivas. Su principal polémica es contra los sofistas, contra su relativismo. Platón quiere dar razón de fenómenos de tres tipos: éticos, epistemológicos y ontológicos, y busca entonces una sola hipótesis que pueda resolver a la vez problemas de varias esferas y que pueda establecer también la conexión entre ellas.

Platón nunca define las formas. En el Fedón la existencia de las formas aparece presentada como una hipótesis y no se trata de probar esta teoría sino de usarla como premisa para inferir otra proposición que el alma es inmortal. Todo el diálogo gira alrededor de diferentes argumentos destinados a probar la inmortalidad del alma, que sólo pueden desarrollarse sobre la base de la aceptación de las Formas. La inmortalidad y divinidad del alma racional y la existencia verdadera de los inteligibles, objetos de conocimiento de esa alma, son los dos pilares de la doctrina platónica.

Podemos caracterizar las Formas como objetos de conocimiento sólo aprehensibles por el pensamiento, pero no a la manera de conceptos, sino como entidades que subsisten con independencia del pensamiento que las aprehende. Las cosas sensibles tienen una entidad inferior, imperfecta; existen gracias a las Formas y por referencia a ellas se nombran. Mientras que lo inteligible es divino, no compuesto, siempre idéntico a sí mismo y se mantiene en la misma condición, uniforme, aprehensible sólo por el intelecto, invisible, eterno, perfecto, inmortal e indisoluble, lo sensible es compuesto, no conserva jamás identidad consigo mismo ni se mantiene en una misma condición; es polimorfo, aprehensible por los sentidos, imperfecto, mortal, disoluble. Lo inteligible domina sobre lo sensible, como el alma sobre el cuerpo; es superior ontológica y axiológicamente. Mientras que las cosas sensibles están en el espacio y en el tiempo, las Ideas son independientes respecto de ambos y, en tal sentido, son “separadas” de las cosas sensibles. Precisamente porque son realidades perfectas, ellas son paradigmas, esto es, modelos ideales de perfección a los que las cosas particulares sólo se aproximan. Sirven como criterios que permiten discernir si una cosa posee o no posee tal o cual propiedad y el grado en el que ella lo exhibe. La Forma es un modelo o arquetipo en el sentido de una estructura que pueden encarnar diversos particulares; un diseño que se halla en un nivel lógico diferente de las cosas en las que se plasma. No es un particular sino un universal; una unidad sobre la multiplicidad, principio unificador: existe una única Forma para cada conjunto de cosas a las que asignamos un mismo nombre. Las Formas dan razón del hecho de que las cosas sensibles estén agrupadas en clases, que haya grupos de particulares que, aunque presenten entre ellos diferencias individuales en muchos aspectos, constituyen, sin embargo, un conjunto. Las Formas nos permiten usar términos generales o “nombres comunes”.

Las Formas son causas de lo sensible, no en el sentido de productoras de efectos sino de principios explicativos que dan razón de lo causado por ellos y sin los cuales lo causado sería inexplicable.

Platón emplea dos grupos de metáforas para expresar la relación de causalidad entre lo inteligible y lo sensible: participación-presencia y copia-modelo. El primer grupo supone la posesión de algo de lo inteligible por parte de lo sensible. En el segundo, las cosas son copias, imitan, aspiran a las Formas, que son paradigmas, modelos, originales que las cosas espejan imperfectamente y a las cuales se asemejan.

Hablar de “participación” de la cosa en la Forma o de “presencia” de ésta en la cosa o de una “comunidad” entre ambas sugiere una relación de inmanencia, mientras que tratar a las Formas como modelos imitados sugiere una trascendencia y una derivación y dependencia de lo sensible respecto de lo inteligible.

La existencia de las Formas es subrayada no sólo en los diálogos de madurez, sino que aparece explícitamente en un diálogo tardío como es el Timeo, en el que Platón presenta su concepción física y en el que recurre a la imagen de un demiurgo, artesano divino que, mirando las Formas, realiza una copia y, llevando las cosas del desorden al orden, produce el mundo sensible con toda su belleza y armonía. Un elemento de novedad introducido en este diálogo es la noción de receptáculo del devenir, coeterno con las Ideas y el demiurgo, que permanece impasible y recibe las copias de las Ideas que constituyen el mundo sensible.

4.3 La dialéctica en los diálogos medios

La imposibilidad de separar lo metafísico de lo epistemológico en Platón se muestra de modo particularmente claro en las secciones centrales de la República. Hacia el final del libro VI y a comienzos del VII Platón introduce tres alegorías: la del sol, la de la línea dividida y la de la caverna. La primera intenta ofrecer una explicación analógica de la estructura del mundo inteligible, valiéndose para ello de la estructura del mundo sensible. Su propósito es metafísico, en tanto exhibe el fundamento último de lo inteligible, la Forma del Bien, “que es la que, asociada a la justicia y a las demás virtudes, las hace útiles y beneficiosas”; es en virtud de ella que lo bello es bello y lo justo es justo. Como el sol, que es principio de visión y de generación y que no se confunde con aquello de lo que es principio, el Bien, de modo análogo, es el principio de la inteligibilidad de lo inteligible y de su ser, “no siendo él mismo ser, sino algo que está más allá del ser, superándolo en dignidad y poder”. La Idea de Bien aparece así como el principio unificador del mundo de las Ideas, como la Forma de las Formas, en la medida que es, precisamente, modelo de ellas y aquello que de común tienen todas las Ideas en tanto que ideas: la perfección. No puede pensarse que el Bien sea un principio trascendente a las Ideas. El Bien está en las Ideas y a través de ellas es un principio de perfección propio de todas y cada una de ellas, con independencia de su especificidad. Y, aunque no pueda ser aprehendido en sí mismo, es cognoscible en y a través de las Ideas. Él es, en efecto, el más alto objeto de conocimiento, que se alcanza como coronación del saber acabado de las Ideas en tanto que Ideas, puesto que es Idea de las Ideas, aquello en virtud de lo cual las Ideas son precisamente Ideas.

En la imagen de la línea dividida, recurriendo a un modelo matemático, Platón establece una correspondencia entre modos de ser y modos de saber, pero pone el acento en este segundo aspecto. Mientras que lo sensible es objeto de opinión (dóxa), lo inteligible es objeto de verdadero conocimiento (epistéme). En el segmento inferior de la línea se distinguen dos modos de dóxa: la eikasía o “imaginación”, que corresponde a las imágenes, y las pístis o “creencia”, que corresponde a los objetos. Al dividir el segmento superior de la línea, el de lo inteligible, Platón no recurre, como en el caso de lo sensible, a una distinción entre objetos, sino a una distinción entre dos modos diferentes en que la mente puede aprehender sus objetos, que son inteligibles y cognoscibles: diánoia y nóesis, pensamiento discursivo y aprehensión directa e inmediata de lo inteligible. Ejemplifica el modo dianoético con el proceder habitual de los matemáticos. Ellos parten de hipótesis, de supuestos cuya verdad no cuestionan, y llevan a cabo sucesivas deducciones para llegar a una conclusión. Por otro lado, aunque sus razonamientos son sobre objetos inteligibles, no pueden prescindir de usar lo sensible como imagen. Por encima de este tipo de saber Platón coloca el saber dialéctico. También él parte de hipótesis, pero para elevarse de una a otra como si fueran peldaños o trampolines, buscando no una conclusión sino un principio que las funde y, al dar razón de ellas, destruya su carácter hipotético. El dialéctico, pues, vacancelando hipótesis y debe ascender hasta llegar a un principio no hipotético que se identifica con la Idea de Bien.

Las Ideas constituyen la hipótesis básica sobre la que se apoya todo el edificio metafísico platónico. Las dificultades conceptuales implicadas en la presentación de la teoría de las Formas y de la relación entre ellas y los particulares sensibles que nos ofrecen los diálogos medios son explícitamente expuestas en el Parménides. La primera dificultad tiene que ver con la extensión del ámbito de las Formas. Sócrates está dispuesto a admitir que hay Formas de máxima aplicabilidad como semejanza, unidad o multiplicidad, así como virtudes y “valores” como bello o justo, pero duda acerca de la existencia de Formas de sustancias naturales como fuego u hombre y niega que las haya de cosas insignificantes o indignas, como pelo y basura. La dificultad para determinar de qué hay Formas viene del hecho de que si las Formas son universales, la extensión del campo eidético debería ser casi irrestricta, mientras que si se las mira como modelos resulta difícil, si no imposible, admitir Formas de cosas corruptibles o esencialmente imperfectas.

Si se parte de que hay efectivamente relación entre Formas y particulares, se desemboca en dificultades entre ellas la de “tercer hombre”. Si en función de éstas se niega toda relación entre los dos ámbitos, también se cae en aporías: jamás podríamos conocer sino lo sensible y, extremo absurdo, los dioses tampoco podrían conocernos ni ser nuestros amos. Se afirme o se niegue una relación entre Formas y particulares, se cae en serias dificultades. Pero eso no puede llevarnos a negar las Formas, porque sin ellas es impensable el conocimiento y el discurso.

4.4 La dialéctica como conocimiento de la relación entre las Formas

En los diálogos tardíos Platón intenta una solución haciendo salir a las Formas de su unicidad y de su aislamiento y reemplazando la concepción de lo inteligible como una plétora de Formas unas e indivisas, por un plexo de relaciones, donde cada Forma es resultado de un entrelazamiento o combinación unitaria de múltiples Formas. La unidad y multiplicidad del mundo sensible deben hallar su principio de inteligibilidad en la unidad y la multiplicidad de las Formas. Así se desvanece la preocupación por trazar una clara distinción entre propiedad en sí y la propiedad en las cosas. El interés se ha desplazado de la relación cosas-Formas a la relación Formas-Formas y el modo en que ella es aprehendida. El saber más alto, la dialéctica, consiste ahora en el discernimiento de las precisas relaciones que constituyen el ámbito inteligible.

En el Sofista hallamos algunos elementos de novedad que modifican la presentación de los diálogos medios: la afirmación de la combinación de las Formas o Géneros, la admisión de la realidad del no ser, el empleo de un método de división dicotómica cuyo fin es la definición y la caracterización de la dialéctica como el arte de conocer las combinaciones lícitas entre las Formas.

El propósito inicial y ostensivo del Sofista es definir al sofista. Para definir se requiere un método. El procedimiento consiste en una serie de divisiones dicotómicas, cuyo fin es acotar el objeto que se ha de definir, indicando lo que él es a fuerza de distinguirlo y separarlo paulatina y ordenadamente de todo cuanto él no es. El primer paso consiste en fijar el género inicial, es decir, el carácter relevante y general que el objeto que se ha de definir comparte con otros. El procedimiento que se sigue consiste en una serie de sucesivos cortes y la definición radica en el enlace articulado de las secciones que se van eligiendo en cada paso, es decir, todas las características involucradas en la noción jerárquicamente ordenadas. Lo definido es, en consecuencia, un entrelazamiento de nociones que guardan entre sí determinadas relaciones.

Lo que en cada caso se corta es un eîdos, un “género” o una “forma”. Puede decirse que la división dicotómica discrimina, clasifica y ordena nociones, y posee validez como método, sin necesidad de que los géneros o propiedades que articula tengan contrapartida en una entidad inteligible en sí. La división dicotómica se muestra como un método lógico de análisis conceptual, cuyo fin es llegar a una definición que explicite el significado de los términos mediante el establecimiento de relaciones claras y precisas entre nociones. El procedimiento, pasa ser correcto, debe observar ciertas “reglas”. La más importante es la que señala que las partes resultantes de la división debe ser siempre “formas” y, en tal sentido, al seccionar será preciso respetar las articulaciones naturales. Definir supone determinar la característica relevante común pero, también a la vez y fundamentalmente, todas las características diferenciales que separan lo que se quiere definir y lo acotan, distinguiéndolo de todos sus semejantes. La definición implica, pues, tanto una unificación –determinación de lo común– como una distinción o discriminación –determinación de lo diferente– y sólo de ese modo se advertirán los elementos comunes y se evitarán, al mismo tiempo, las falsas generalizaciones.

La definición de la dialéctica se introduce después de haber dejado en claro la necesidad de una combinación no indiscriminada entre las Formas. Las Formas se combinan entre sí, pero no toda combinación es posible: algunas formas convienen entre sí, mientras que otras no se admiten recíprocamente.

Así como para saber cuáles son las letras que pueden combinarse entre sí es preciso disponer de la gramática, así también deberá contar con un arte, la dialéctica, “quien haya de mostrar cuáles de los géneros concuerdan con otros y cuáles no se admiten entre sí”. La dialéctica es la ciencia que permite saber qué combinaciones son posibles y cuáles no lo son. Ella consiste en “dividir por géneros y no considerar diferente a una forma que es la misma ni la misma a una que es diferente”.

Por lo tanto, quien es capaz de hacer esto, percibe suficientemente una única idea a través de una multiplicidad, donde cada una está separada, extendida a todas ellas, y percibe muchas ideas mutuamente diferentes, abarcadas por una idea desde fuera; y, a su vez, una única idea que mantiene su unidad a través de muchos conjuntos y muchas absolutamente separadas. Esto, a saber, en qué medida los diversos géneros pueden combinarse y en qué medida no, es saber discernir género por género (253d5-e2).

La dialéctica es la capacidad de discernimiento de la estructura inteligible, constituida por un plexo de relaciones intrincadas. El objeto de la dialéctica no es ya aprehender cada esencia inteligible, lo que es cada cosa en sí, sino las relaciones por las que el ser está constituido, y esas relaciones no se limitan a una ordenación jerárquica de géneros y especies subordinadas, sino que se trata de relaciones mucho más complejas. La dialéctica no se agota en un conjunto de reglas ni se adquiere por memorización de ellas; no es mecánica ni sustituye al pensar. Es un modo de pensar, una destreza que se ha de adquirir, un saber de naturaleza directa e intuitiva, resultado y coronación de un largo esfuerzo, de una sostenida ejercitación, de una práctica metódica adecuada, que, al fin, permite al alma ver por sí misma.

5. Aristóteles y la metafísica

Fue Aristóteles quien propuso por primera vez la idea de la metafísica como una ciencia de todo lo que es (ontología) que culmina en el conocimiento de la causa última del universo (teología). Esta concepción onto-teológica de la disciplina filosófica más alta es la que, con diversas variantes, permaneció hasta Kant.

El título de Metafísica se debe a una decisión de Andrónico de Rodas de poner “después de los libros físicos” ciertos libros del Corpus Aristotelicum difíciles de clasificar.

Aristóteles tenía clara conciencia de que en esos libros estaba exponiendo un proyecto filosófico original. Por eso en ellos encontramos con frecuencia afirmaciones sobre la disciplina misma (sobre la metafísica), que pueden distinguirse de las afirmaciones acerca de su objeto. Las afirmaciones más importantes acerca del carácter de la metafísica son las siguientes:

1)La “ciencia buscada”, que en este contexto Aristóteles denomina “sabiduría”, contempla los primeros principios y las causas. En la vida cotidiana llamamos “sabio” a la persona que conoce el porqué o la causa de algo. Además, cuanto más remotas de la percepción sensible y cuanto más abstractas sean esas causas, diremos que es más sabio quien las conoce. Desde allí se llega a la noción de que la sabiduría tendrá por objeto lo primero o más universal, aquello que nos dice el porqué de las cosas más particulares.

2) El objeto de esta ciencia tiene carácter universal, pues es “una ciencia que contempla lo que es en cuanto es”, “lo ente en cuanto ente” (1003a 21). “Lo ente” equivale a “lo que es y” o “el x que es y”. La frase adverbial, “en cuanto es” o “en cuanto ente”, nos indica que la disciplina contempla todo lo que es y, vale decir, todo lo susceptible de ser caracterizado por un predicado, y lo contempla no en cuanto es algo específico sino en cuanto puede ser cualquier cosa. La disciplina que restringe su objeto a lo que es en cuanto es móvil, o susceptible de cambio, es la física. La frase adverbial, por lo tanto, reitera la idea de una disciplina de máxima universalidad. Aristóteles combina esta doctrina con la anterior diciendo que “tenemos que aprehender las primeras causas de lo que es en cuanto es” (1003a 31-32), vale decir, la última explicación de por qué las cosas tienen atributos, sean cuales fueren esos atributos.

3) Al hablar de esta disciplina Aristóteles introduce el nombre de “filosofía primera” para indicar que su objeto es “lo separable [de la materia] y lo inmóvil”. No está claro que haya algo que corresponda a esta descripción, pero si lo hay, será lo divino y, por lo tanto, la filosofía primera será teología. Si el objeto de la teología no existe, entonces la física será la filosofía primera.

Aristóteles definió la metafísica de cuatro maneras diferentes: a) la metafísica “indaga las causas y los principios primeros o supremos”; b) “indaga el ser en cuanto ser”; c) “indaga la sustancia”; d) “indaga a Dios y la sustancia suprasensible. Las cuatro definiciones aristotélicas de la metafísica están en perfecta armonía entre sí. Una lleva estructuralmente a la otra y cada una de ellas conduce hacia las otras tres, en perfecta unidad. Quien busca las causas y los principios primeros, debe necesariamente encontrar a Dios, porque Dios es la causa y el primer principio por excelencia (en consecuencia, está haciendo teología). Preguntarse qué es el ser quiere decir preguntarse si sólo existe el ser sensible o también un ser suprasensible y divino (ser teológico). El problema sobre “qué es la sustancia” implica el problema sobre “qué tipos de sustancias existen”, sólo las sensibles o también las suprasensibles y las divinas (lo cual es un problema teológico).

La metafísica es la ciencia más elevada precisamente porque no está vinculada con las necesidades materiales. No es una ciencia que se proponga satisfacer objetivos prácticos o empíricos. Las ciencias que tienen esta clase de objetivos se hallan sometidas a éstos, no poseen un valor en sí y por sí, sino que valen en la medida en que lleva a cabo tales objetivos. En cambio, la metafísica es una ciencia que tiene valor en sí y por sí, porque su cuerpo reside en sí misma, y en este sentido es la ciencia libre por excelencia. En otras palabras, la metafísica no responde a necesidades materiales, sino espirituales, a aquella necesidad que surge después de haber satisfecho las necesidades físicas: la pura necesidad de saber y conocer lo verdadero, la necesidad radical de responder a los “porqués” y, en especial, al “porqué” último.

5.1 Ontología

La primera dificultad que surge de la caracterización de la metafísica como una ciencia de lo que es ypara cualquier valor de y es que no todos los valores posibles de y son del mismo tipo. Como dice Aristóteles: “lo ente (o el que algo sea) se dice de muchas maneras”.

Las múltiples maneras de ser esto o aquello las expresa Aristóteles mediante su doctrina de las categorías. Según esta doctrina, cuando tratamos de clasificar lo que hay en el mundo, lo hacemos fijando la atención en los términos últimos o más universales que podemos predicar de un sujeto. Por esta vía se yerra a diez géneros máximos o categorías. Algo puede ser una sustancia, una cantidad, una cualidad, una relación, un lugar, un momento en el tiempo, una posición, una posesión, un hacer o un padecer. Aparentemente Aristóteles pensó que esta lista es exhaustiva, que no hay nada en el mundo que no pueda ser clasificado bajo uno de estos géneros categoriales.

La distinción más importante entre las categorías es que la primera tiene un carácter fundante: una cantidad determinada o una cualidad determinada sólo pueden ser la cantidad o cualidad de una sustancia particular, sin que valga la inversa. Se da la palidez de Sócrates pero no el Sócrates de la palidez. De allí que Aristóteles distinga claramente entre sustancia y accidentes, es decir, todos los atributos que caen bajo las categorías que no son la primera.

Dada la prioridad de la sustancia, Aristóteles sostiene que una ciencia de lo que es tendrá que ocuparse de lo que es en sentido fundante, vale decir, de la sustancia. La pregunta “¿Qué es aquello que es y, para cualquier valor de y?” Se reduce a “¿Qué es aquello que es y, para aquellos valores de y que corresponden a predicados sustanciales?”. Dicho de otro modo: “¿Qué es ser una sustancia?”. La disciplina máximamente universal de todo lo que es yse torna viable al concentrarse en el estudio de todo lo que es sustancia.

El término “sustancia” traduce la palabra griega ousía. El término ousía se usa de dos modos distintos: a) por una parte, aparece como un predicado sin ulterior calificación que aplicamos a ciertos objetos cuyos nombres utilizamos como sujetos gramaticales; b) por otra parte, se emplea también el término ousía acompañado de un genitivo para designar lo que algo es o lo que hace que algo sea lo que es.

Conforme al uso a), Aristóteles pregunta qué cosas son sustancias. La respuesta más generalizada es que los animales y las plantas lo son, así como también sus partes y sus componentes elementales o elementos. Pero Platón sostuvo que las ideas y los objetos matemáticos son sustancias en un sentido más fuerte que las cosas sensibles por ser entidades eternas, no sujetas a variación y desaparición. Para poder decidir cuál de estas posiciones es la correcta, Aristóteles propone estudiar primero qué es la sustancia según el uso b).

Hay inicialmente cuatro respuestas posibles a la pregunta por la sustancia de algo. Ésta puede ser: i) su esencia (o “lo que era ser [tal cosa]”), ii) el universal bajo el cual cae, iii) su género, y, por último, iv) su substrato. Para decidir entre estas posibilidades Aristóteles nos pide que pensemos en una estatua de bronce. La estatua misma es un todo, un compuesto; el bronce constituye su materia, aquello de lo cual está hecha la escultura; y su configuración exterior, lo que permite identificarla como una estatua de Apolo, constituye su forma.

Al preguntar si el sustrato es la sustancia de algo, Aristóteles observa primero que la noción de sustrato responde al criterio de sustancia en sentido de a): algo de lo cual lo demás se predica sin que ello mismo se predique de otra cosa. El sustrato último de un sujeto es su materia. De la estatua podemos predicar diversas cosas, pero si aplicamos sistemáticamente la estrategia de hacer abstracción de todas las determinaciones de este tipo llegaremos a un punto en que lo único que queda es el trozo de bronce.

Este resultado es insatisfactorio porque el criterio privilegiado para decir que algo es una sustancia es que sea algo individualizable, algo susceptible de ser designado mediante expresiones cuya generalización corresponde a la fórmula tode ti, donde la primera palabra es un demostrativo y la segunda un pronombre indefinido: “este/a F”. El bronce por sí solo no permite identificar como estaestatua de Apolo el objeto del cual el bronce es un ingrediente. La posibilidad de que el sustrato sea la sustancia de algo, por lo tanto, debe ser abandonada.

Aristóteles examina conjuntamente la hipótesis de que la sustancia de algo sea el universal bajo el cual cae y de que sea su género. Esta hipótesis coincide con la posición platónica: lo que realmente es no es este caballo sino la Forma genérica caballo. En las obras de Aristóteles hay numerosos pasajes en los cuales éste ataca la doctrina platónica de las Formas. Dentro de los libros de la Metafísicasobre la sustancia conviene destacar dos argumentos para criticar a Platón: el primero de ellos sostiene que una sustancia es un sujeto último de predicaciones. Ella misma no es predicable de un sujeto. Ahora bien, un término universal o genérico es siempre y por definición predicable de uno o más sujetos. “Caballo” es predicable de Babieca y de muchos otros corceles. Por lo tanto, el universal, aquello que corresponde a un predicado o término genérico, no puede ser la sustancia de algo. Un segundo argumento es que el universal es común; en cambio la sustancia es algo propio y peculiar de un individuo, a tal punto que si dos cosas tienen la misma sustancia serán lo mismo.

La sustancia, por tanto, deberá ser algo que es sujeto de predicaciones, que constituye algo definido, y que, por ser propio de un individuo, también es singular.

Con respecto al cuarto candidato al título de ousía, la esencia, Aristóteles dice que la noción de esencia es correlativa a la de definición: sólo tendrán esencia aquellas cosas cuyo logos o expresión verbal es una definición. Esto conduce a una discusión de la noción de definición que desemboca en la conclusión de que sólo las sustancias en sentido primario tienen esencia y que no la tienen ni los accidentes ni los compuestos de sustancia y accidente. El paso siguiente consiste en mostrar que cada cosa es idéntica as su esencia y, para confirmar esta tesis, el texto de la Metafísica incluye un excurso en el que se analizan los procesos de generación tanto naturales como artificiales.

Toda generación o proceso de llegar a ser: i) se debe a la actividad de algo o alguien; ii) ocurre a partir de un material, y iii) concluye en un llegar a ser algo. Una mesa se gesta debido a la actividad del carpintero, a partir de trozos de madera, y llega a ser precisamente eso: una mesa. Lo que hace que sea una mesa y no otra cosa es la forma o configuración que el carpintero le impuso al material. En este sentido, la forma constituye la esencia de cada cosa. Toda generación consiste entonces en que un agente sea “causa de la forma en la materia”.

Esta forma es específica y no singular porque podría fabricar dos (o más) mesas del mismo tipo, pero la forma de cada una de las dos mesas es singular y determina un trozo distinto de madera. Lo que se genera es siempre el compuesto de materia y forma. Es la materia la que adquiere una forma. La forma misma, la forma de ese objeto o de este ser viviente, no se genera. Llega a ser y deja de ser instantáneamente, sin que medie un proceso de generación o de producción.

Aristóteles aborda la pregunta por la ousía introduciendo un criterio adicional para juzgar si la solución es correcta: la ousía es principio y causa, una respuesta a la pregunta “¿por qué?”. Concluye que la ousía de cada cosa es su forma. Ésta es “la causa primera de su ser”. Esto no significa que la forma produzca la existencia de una cosa. La forma es lo que explica que un xsea y. Todavía sigue pendiente el problema de explicar cómo algo que es x adquiere la forma que lo lleva a ser y. ¿No será acaso la forma un elemento más de x? ¿O es acaso la forma algo totalmente ajeno a x?

Durante la discusión de la ousía, Aristóteles introduce otro de los sentidos del ser que distinguió al inicio: ser y en potencia y ser y en acto. Estos conceptos le permiten solucionar algunas de las dificultades generadas por la noción de forma.

La forma no es un elemento material adicional. La forma no es del mismo tipo que la materia, pero tampoco le es totalmente ajena. La forma es la realización de las posibilidades inherentes en la materia.

El paso de la posibilidad de ser y a serlo actualmente es lo que Aristóteles denomina movimiento. En la Metafísica, empero, lo que le interesa a Aristóteles es una noción de potencia y acto que trasciende el movimiento, vale decir, que permite comprender un objeto una vez que el movimiento ha cesado.

Después de distinguir entre diversas formas de potencia y de acto, argumenta a favor de la tesis de que lo actual es “anterior” a lo potencial, una tesis que Gómez-Lobo denomina la intuición metafísica fundamental del aristotelismo. Aristóteles rechaza la idea de que las cosas, especialmente las más altas y complejas, como los seres vivos, se hayan constituido “desde abajo” por una evolución de sus elementos materiales.

Lo inferior no puede ser causa de lo superior. La razón de ello es que si por definición lo potencial es lo que puede ser activado y lo actual es lo que activa, entonces, si algo aparentemente se actualiza a sí mismo, las definiciones correspondientes excluyen la conclusión de que hay potencias que por sí solas se ponen en movimiento. Lo que cabe concluir es, más bien, que en lo que se autoactualiza hay algo en potencia pero hay también algo que ya está en acto. El perro que corre por el prado sin que nadie lo tire o lo empuje lo hace porque uno de sus constituyentes, su alma, está en acto y está, por lo tanto, en condición de poner en movimiento la capacidad de su cuerpo para desplazarse por el espacio.

Aristóteles defiende también una prioridad epistemológica del acto sobre la potencia. Saber algo es conocer su lógoso fórmula definitoria. En este sentido la actualización es anterior a la posibilidad porque para entender una potencia tenemos que entender previamente la actualización que puede alcanzar. No sabemos lo que significa ser capaz de correr si no sabemos lo que es correr.

Por último, Aristóteles defiende la prioridad sustancial del acto. En el interior de una sustancia, especialmente de un ser vivo, la etapa posterior en el proceso de generación es anterior en el sentido de ser propiamente lo que un individuo de esa especie es. El hombre maduro es anterior al niño porque éste todavía no es plenamente un ser humano. Toda generación se mueve hacia una meta o fin, y ese fin es la actualización plena que determina los rasgos del proceso que conduce a ella.

La meta o fin explica un estado de cosas porque el fin es aquello en función de lo cual se da dicho estado de cosas. Aristóteles concluye entonces que la forma es acto.

5.2 Teología

La tarea de la ontología consistía en identificar los primeros principios y causas de lo que es, de las sustancias. La investigación de los libros centrales de la Metafísica ha llegado a la conclusión de que los principios últimos e irreductibles de toda sustancia son su materia y posee, además, las mismas características definitorias de cualquier otra forma de la misma especie. Las especies, para Aristóteles, son inmutables.

La materia, por su parte, presenta dificultades que le son peculiares. En cuanto recibe determinaciones que, por definición, son formales, surge el problema de si puede existir materia sin ninguna determinación. Éste es el problema de la “materia prima”. Con la noción teórica de materia prima se llega a otra causa primera, última, de las sustancias sensibles. Hay en la realidad un sustrato último que explica en parte la constitución de las cosas sin ser a su vez explicado por nada.

La introducción de la potencia y el acto permite entender tanto el movimiento como la noción de actualización sin movimiento. Ahora bien, las sustancia sensibles ciertamente están en movimiento. Crecen y decrecen, se mueven en el espacio, sufren alteraciones y, sobre todo, llegan a ser y a desaparecer. El cambio cuantitativo, el movimiento local, las alteraciones y la generación y corrupción (o cambio local) son tipos de movimiento que requieren explicación.

Además de identificar un sustrato subyacente e idéntico y una forma o rasgo adquirido, la explicación del movimiento exige identificar la causa eficiente que provee el impulso para que la materia adquiera esa forma.

La causa eficiente inmediata es a menudo fácil de identificar, pero el proyecto metafísico pide causas primeras e irreductibles. El trayecto de las causas eficientes inmediatas hasta la actualidad del primer motor eterno resulta ser un camino largo y complicado que supone una astronomía geocéntrica y desemboca en un tipo de causalidad diferente del requerido en los primeros pasos.

La Tierra, según Aristóteles, está en el centro del universo. Sobre ella hay una perpetua sucesión de seres vivos que se generan y se corrompen. La perpetuidad exige una causa y también lo exige el que se alternen la generación y la corrupción en lugar de que exista sólo uno de estos movimientos. Por eso Aristóteles afirma que

no sólo los elementos, es decir, el fuego y la tierra, son causas del ser humano, como materia, y la forma en particular, sino que todavía hay otra causa, aunque externa, es decir, su padre, y más allá de éstas, el sol y la elíptica, los cuales no son ni materia, ni forma, ni privación, ni de la forma afín, sino causas motrices (Metafísica, 1071 a 13-17)

Este texto introduce la idea de que los procesos vitales del mundo sublunar están causados por dos movimientos celestiales. El movimiento diurno del sol garantiza la continuidad de los seres vivos y su movimiento “elíptico”, su acercamiento al hemisferio norte comenzando en la primavera, y su alejamiento a partir del otoño explican el renacer y el decaer de la vida respectivamente.

El movimiento del Sol a su vez es producido por otro cuerpo celeste. De este modo llegamos a una imagen del mundo como una sucesión de esferas concéntricas cada una de las cuales le imprime un movimiento a la inmediatamente inferior de modo que el problema especulativo de la causa del movimiento en el mundo se traslada a la última esfera, la esfera de las estrellas fijas o “primer ciclo”.

Aristóteles concibe los cuerpos celestes como sustancias eternas aunque obviamente sensibles y en movimiento. Su movimiento es circular porque ésta es la única forma de movimiento continuo e incesante.

Aristóteles asocia la idea del tiempo con el movimiento circular de las estrellas. El tiempo es idéntico al movimiento o un atributo del movimiento; por lo tanto, no puede llegar a ser ni dejar de ser, se sigue que existe un movimiento continuo y eterno correspondiente al tiempo y que éste sólo puede ser circular.

Lo que hay que explicar, entonces, es un movimiento circular eterno que a su vez explica los movimientos temporales y limitados del mundo que nos rodea. Lo primero que hay que excluir es que la causa del movimiento eterno sea algo que posee una capacidad o potencia activa, como la del fuego para calentar o la del médico para curar. La dificultad es que una potencia activa puede actuar, pero puede también no hacerlo. El movimiento eterno requiere que el primer motor esté siempre produciendo movimientos, es decir, que no haya en ese principio nada potencial. Su sustancia misma tiene que ser una actualidad.

De lo anterior se sigue que el primer motor no puede tener materia, puesto que la materia no se pone a sí misma en movimiento, es una potencia pasiva. Por lo general, todo lo que mueve a otra cosa está a su vez en movimiento y es movido por otro. Pero si el primer motor es actualidad sin potencialidad ni materia, se sigue que tiene que ser algo completamente inmóvil.

¿Cómo puede algo inmóvil impartir movimiento? Aristóteles responde que en la naturaleza sólo ha encontrado motores inmóviles en el caso de la apetición. Lo apetecido, sin cambiar, produce un cambio en el apetito de un ser vivo, y ese apetito, a su vez, genera movimiento. El trozo de carne, sin moverse, mueve al perro a acercarse. Por tanto, es mediante el concepto de apetito como podemos explicar que mueva el motor inmóvil.

El primer motor del universo no puede ser perceptible, puesto que no posee materia. Por lo tanto, no puede ser objeto de apetito sensible. Existe empero otra forma de apetición, la apetición intelectual o intelecto práctico. Nuestra inteligencia práctica se pone en movimiento cuando capta algo como bueno y por eso nos ponemos en movimiento. Queremos alcanzar ese bien que amamos.

De la conclusión de que el primer motor tiene que ser una actualidad pura sin potencialidad ni materia y de su concepción del pensar como actualidad plena y autosuficiente, Aristóteles deriva la ulterior conclusión de que el primer motor tiene que ser pensamiento puro, activo, autopensante y placentero. El primer motor es un ser vivo, eterno, excelente, y su vida es algo digno de admiración. A estas altura Aristóteles no vacila en referirse a él como “el dios”.

El dios aristotélico no es un universal o Idea platónica y en este sentido no está “más allá de los entes físicos”. Es más bien un ente singular cuyo papel no es crear el mundo o sus ingredientes fundamentales (el sustrato material último y las formas específicas), sino garantizar la continuidad y eternidad del movimiento.

6. La concepción de la metafísica en la Escolástica Medieval

El marco de las discusiones medievales está dado por las afirmaciones divergentes de Aristóteles respecto del objeto de la metafísica. El Estagirita ha definido este objeto al menos de dos maneras diferentes: como “el ente en cuanto ente y lo que le corresponde de suyo”, y como “el ente separado e inmóvil […] lo divino”.

6.1 Antecedentes

Boecio establece la existencia de tres ciencias especulativas o teóricas: la filosofía natural, la matemática y la teología. A cada una de ellas le asigna un objeto propio, caracterizado por el grado de abstracción respecto de la materia, y un método propio adecuado a la naturaleza de sus objetos: la filosofía natural procede rationabiliter, la matemática, disciplinabiliter, la teología, intellectualiter. Tanto la división de las ciencias especulativas, como el establecimiento de sus objetos y métodos propios ejercerán una influencia perdurable en la Escolástica. Para Boecio, el objeto de la metafísica son los seres separados de la materia en sentido ontológico, es decir, Dios y las sustancias espirituales.

Los filósofos árabes, por su parte, tomaron posiciones divergentes en lo que respecta al objeto de la metafísica. Al-Farabi la considera como la ciencia del ser en cuanto ser, de la causa de las causas, y del principio de los principios, y divide tal objeto en tres partes: el ser y sus atributos, los primeros principios de las ciencias y los seres incorporales: Dios y las Inteligencias. Tal objeto le asegura el valor de ciencia universal y permite considerar que “metafísica” y “teología” tienen la misma significación.

Con Avicena la cuestión del objeto de la metafísica alcanza una definición que será adoptada por la gran mayoría de los pensadores escolásticos. Avicena examina esta cuestión en relación con los nombres que la disciplina ha recibido: filosofía primera o ciencia divina. Distingue tres ciencias especulativas: la filosofía de la naturaleza, la filosofía matemática y la filosofía primera o ciencia divina. Le corresponde el nombre de “ciencia divina” porque estudia las causas de los seres físicos y matemáticos y la causa primera de todo lo que existe, es decir, Dios; el de “filosofía primera”, porque alcanza el más alto grado de certeza y precisión, dado que su objeto es el más noble de los objetos de conocimiento. Pero Dios como tal no es el objeto de la metafísica. Toda ciencia debe presuponer la existencia de su objeto, pero la existencia de Dios sólo se alcanza al término de la reflexión metafísica. A quien quisiera objetar que la existencia de Dios ha sido ya demostrada en el libro VIII de la Físicade Aristóteles, Avicena responde que la filosofía natural es incapaz de demostrar la existencia de Dios, y que el objetivo de Aristóteles en la obra mencionada es puramente pedagógico y preparatorio al estudio de la única prueba auténtica de la existencia de Dios, que es la obtenida por la metafísica. En verdad, el objeto propio de esa disciplina es el ente en cuanto ente y los atributos y categorías comunes del ente en cuanto ente. Entre esos atributos y categorías cabe indicar la sustancia y los accidentes, así como las nociones de uno y múltiple, de acto y potencia, lo universal y lo particular, lo necesario y lo posible. Aun cuando la metafísica se ocupa de las causas y principios supremos de los entes, ella no lo hace considerando las causas desde un punto de vista absoluto y en cuanto tales. Las considera en cuanto entes y en su condición de entes separados de la materia: en todo momento la metafísica se confirma como estudio del ente en cuanto ente y de las causas del ente en cuanto ente. Pero el estudio del ente en cuanto ente revela a Avicena que el ente no es principio por naturaleza, y que hay entes que por sí mismos son causados. Corresponde, pues, a la metafísica, en la línea misma de su reflexión sobre el ente en cuanto ente, preguntarse por la causa y los principios de los entes causados. Este análisis lo lleva a concluir que no se puede remontar indefinidamente en la serie de causas causadas, y que es necesario postular la existencia de una causa primera de todos los entes, a saber, Dios, única realidad necesaria por sí misma. La causalidad que Dios ejerce no se limita a ser una causalidad final, como la postulada por Aristóteles, sino que es una causa eficiente cuyo término es la existencia misma de los entes: en todos ellos la existencia es un accidente de la esencia; algunos la poseen necesariamente, pero por una necesidad no fundada en su esencia sino en la causa que se las otorga (son los entes “posibles en sí pero necesarios por otro”); otros son solamente “posibles”. Dios es, pues, causa eficiente metafísica del orden entero de los entes; es una causa creadora. De esta manera la “ciencia divina” o teología corona el esfuerzo especulativo de la metafísica que, desde el análisis del ente en cuanto ente, se eleva a la demostración de un ser necesario por sí mismo, y, por consiguiente, único. Dios no es, pues, el objeto primero de la metafísica, sino el objeto último.

Pero, además, la metafísica estudia los primeros principios de las ciencias particulares. La relación entre metafísica y ciencias particulares es delicada porque Avicena sostiene que la metafísica presupone ciertas conclusiones de las ciencias particulares, que ella utiliza como conceptos necesarios para su propia reflexión; pero también afirma que las ciencias particulares reciben de la metafísica sus principios. El peligro de un “círculo vicioso” fue percibido pro el mismo Avicena. Pero el riesgo se evita si se tiene en cuenta que la metafísica parte de principios evidentes por sí mismos y que, cuando utiliza datos de las ciencias particulares, lo hace en contextos diferentes, de tal manera que esos datos no son el fundamento de los principios que la metafísica da a las ciencias particulares; las ciencias particulares se limitan a proporcionar datos, el “qué”; la metafísica proporciona la explicación, el “por qué”.

Al argumento aviceniano según el cual Dios no puede ser objeto de la metafísica porque ninguna ciencia debe demostrar la existencia de su objeto, Averroes opone la tesis según la cual la cuestión de la existencia de Dios como primer motor inmóvil ha sido resuelta científicamente en el libro VIII de la Física. La metafísica, por consiguiente, puede abordar, como un objeto que le pertenece de pleno derecho, la cuestión de la esencia de Dios. La metafísica continúa siendo la ciencia del ente en cuanto ente y de las propiedades que le son inherentes. Averroes determina que el sentido primero del ente es la sustancia, a la cual pertenece el ser por definición. No hay, pues, que establecer el tipo de distinción entre la sustancia y el ser, como lo hacía Avicena, para quien el “ser” o “existencia” era un accidente de la sustancia. Para Averroes, lo propio de la sustancia consiste en existir y el verdadero problema es determinar lo que una sustancia es (su esencia). Puesto que la existencia es una con la sustancia concreta, y puesto que cada sustancia existente tiene un modo de ser que le es propio (su esencia), la noción de “ser” no puede ser predicada de forma unívoca. Y tampoco puede serlo de manera equívoca, ya que todas las sustancias tienen en común el hecho de designar algo que es. Por eso Averroes concluye que la noción de ente es análoga. La metafísica tiene, pues, por objeto todo lo que es en cuanto es, y puede ser dividida en tres partes: el estudio de los seres sensibles en sus géneros más comunes, es decir, las categorías y los postpredicamentos; el estudio de los primeros principios de las ciencias; el estudio de las sustancias separadas y del primer principio, Dios. Esta última parte está condicionada por el modo en que la existencia de Dios ha sido demostrada en la física. En efecto, la característica fundamental de los seres sensibles es la de estar en movimiento; ahora bien, nada se mueve sino en cuanto está en potencia, como nada mueve sino en cuanto está en acto. La serie de motores móviles no puede ser infinita, pues si lo fuera no habría causa primera y, por consiguiente, no habría tampoco movimiento. La serie debe ser, pues, finita e implica la existencia de un primer motor que mueve sin ser movido. La metafísica trata de la naturaleza de Dios como primer motor, en el marco de la causalidad que le es propia (eficiente y final).

6.2 La Escolástica

Con respecto al objeto de la metafísica, los pensadores medievales adoptaron tres posiciones principales: a) Dios es el principal objeto de la metafísica; b) Dios es la causa del objeto principal de la metafísica, y c) Dios es parte del objeto de la metafísica.

Para Roger Bacon, la metafísica tiene un triple objeto: el ente y los atributos que le corresponden en cuanto ente; la sustancia; el principio de los principios, es decir, Dios. Sólo este último es objeto exclusivo de la metafísica; los dos primeros pueden ser objetos de otras ciencias. La metafísica se define, pues, en primer lugar como ciencia del ente en cuanto ente, es decir, como ciencia del ente no contraído por ninguna determinación que pudiera advenirle, ya sea por separación respecto de la materia, ya sea por abstracción respecto de la materia. El estudio del ente en cuanto ente afirma la analogía del concepto de ente, y sobre esta analogía se funda la unidad de la metafísica como ciencia. En segundo lugar, la metafísica se define como ciencia de la sustancia, pues, aunque analógico, el concepto de ente se predica primariamente de la sustancia. Roger Bacon distingue entre las sustancias móviles y las sustancias inmutables; las primeras se subdividen entre aquellas que son incorruptibles (los cuerpos celestes) y las que están sujetas a la corrupción (los cuerpos terrestres). Por su parte, las sustancias inmutables se subdividen entre las sustancias espirituales finitas y la sustancia que es causa primera y simple. Las tres primeras especies de sustancia son compuestas; sólo Dios es absolutamente simple y completamente inmutable y, por consiguiente, sólo puede ser considerado por la metafísica. Finalmente, la metafísica se define como teología en cuanto estudia el principio y la causa primera del ente en cuanto ente. Dios, pues, no es una “parte” del objeto de la metafísica, sino su principio explicativo final; Dios como tal sólo es objeto de la teología sobrenatural. Pero es evidente que en las tres partes de la metafísica el estudio de Dios ocupa un lugar central, ya sea como “ente separado”, como “sustancia simple e inmutable” o como “principio”.

San Alberto Magno concibe la metafísica como la ciencia del ente en cuanto ente. Rechaza la opinión de quienes sostuvieron que la metafísica versa sobre la noción de causa o sobre la existencia y naturaleza de Dios. La razón de tal rechazo es doble. Por un lado, el objeto de una ciencia debe ser una noción a la cual puedan ser reducidas, como a un predicado común, todas las nociones y diferencias estudiadas en dicha ciencia. Pero la metafísica estudia las nociones de sustancia y de las categorías, las cuales no se dejan reducir al predicado común “causa”. Por otro lado, ninguna ciencia se pregunta por la existencia de su objeto. Pero la metafísica debe demostrar la existencia de Dios y de las sustancias separadas. Por consiguiente, sólo el ente y los atributos que le corresponden como tal son el objeto primero de esta disciplina. Y a quien quisiera objetar que dios es el único objeto adecuado a la más noble de las ciencias, Alberto responde que el ente en cuanto ente y los atributos que le corresponden son como tal las nociones más divinas y más nobles, anteriores por definición a toda concepción. La unidad de la metafísica está asegurada por la naturaleza analógica del concepto de ente en cuanto ente, cuyo sentido primero es, sin embargo, la sustancia. En tanto que ciencia del ente en cuanto ente, la metafísica tiene también por objeto los primeros principios de todas las ciencias, y ello le otorga al mismo tiempo el mayor grado de certeza y le confiere la característica que la diferencia de todas las otras disciplinas. Como ciencia del ente en cuanto ente, la metafísica tiene también por objeto la noción de “uno”, que es convertible con la de “ente”, a la cual sólo agrega la negación de división. Y puesto que el sentido primero de la noción analógica de ente en cuanto ente es la sustancia, la metafísica tendrá tantas partes como tipos de sustancias haya.

Para San Alberto la filosofía primera tiene una segunda parte. La consideración del ente en cuanto ente abre la vía a una perspectiva más profunda y definitiva que lleva a la consideración de la causa primera del ente en cuanto ente. La teología corrige las insuficiencias y limitaciones inevitables de la perspectiva epistemológica y permite a la filosofía primera completar, en el marco de una consideración de la causa eficiente metafísica del ente, el esfuerzo especulativo de toda la filosofía primera.

Para Sto. Tomás la metafísica es la ciencia de las primeras causas, razón por la cual cumple una función reguladora respecto de las otras ciencias (puesto que toda ciencia es conocimiento por causas); es también la ciencia de los primeros principios y de los datos supremamente inteligibles (el ente en cuanto ente y sus atributos) y, finalmente, es ciencia de las realidades inmateriales (Dios y las sustancias separadas). Pero aunque la metafísica trata de estos tres temas, no todos ellos pueden ser considerados como su objeto propio; en realidad sólo el ente en cuanto ente es el objeto propio de esta disciplina. Pero la metafísica se ocupa también de las realidades separadas de la materia, lo cual puede entenderse de dos modos: o porque de ningún modo pueden existir en la materia (Dios y las sustancias intelectuales), o porque pueden existir sin la materia (el ente en cuanto ente). Los tres temas estudiados por la metafísica explican los nombres que se le atribuyen: “teología”, porque trata de Dios; “metafísica”, porque considera el ente en cuanto ente; “filosofía primera”, porque se ocupa de las primeras causas de la realidad. De este modo el objeto propio de la metafísica es aquello (el ente en cuanto ente) cuyas causas estudia, más bien que las causas mismas. El conocimiento de las causas no es el objeto de la metafísica, sino más bien el objetivo hacia el cual la ciencia tiende como a su perfección.

La metafísica trata del ente en cuanto ente y de los atributos que le pertenecen como tal. Todos los entes caen bajo el estudio de la metafísica, la cual los estudia bajo la común y analógica noción de ente. Para guardar la unidad de esta ciencia, la inmensa diversidad de objetos materiales sobre la que ella versa exige que todos ellos puedan ser reducidos a un denominador común: a saber, el concepto analógico de ente. La analogía del ente es una analogía de proporcionalidad y su sentido primero es la sustancia. En cuanto ciencia del ente en cuanto ente le pertenece también estudiar los primeros principios del ente en cuanto tal y sus causas; así como también los primeros principios de la demostración, en cuanto son principios comunes a todas las disciplinas. La metafísica estudia asimismo los trascendentales, es decir, los conceptos que se convierten con el ente y constituyen con él los más universales predicados, como el “uno”; a los cuales podremos agregar el “bien” y lo “verdadero”. Tales nociones son llamadas “trascendentales” porque no son, propiamente hablando, “géneros”. En efecto, lo propio de los géneros es que las diferencias se les agregan como algo extrínseco; ahora bien, ninguna diferencia puede ser exterior al ente en cuanto tal.

El ente en cuanto ente, objeto propio de la metafísica, es el ente real. La significación de tal noción se divide según dos criterios. El primero, según los predicamentos; el segundo, según las nociones de potencia y acto.

Según el primer criterio, el sentido fundamental es la “sustancia”. En realidad, la naturaleza de la sustancia basta para poner en evidencia el sentido absoluto del ente. Entre las sustancias, las que son separadas de la materia son las más nobles y a su conocimiento se llega a través del estudio de las sustancias materiales. Para Sto. Tomás la demostración de la existencia de las sustancias separadas es propuesta en la física. Pero corresponde a la metafísica el determinar la naturaleza de tales sustancias, principalmente de Dios, en la medida en que tal empresa es accesible a la inteligencia humana. Y la metafísica concluye que Dios, como causa primera, es una sustancia simple cuya naturaleza es la de ser acto puro. Así pues, la metafísica no sólo trata del ente en cuanto ente, sino también de los entes separados de la materia según el ser. Se trata de algo exclusivo de esta disciplina que la distingue de las otras ciencias y que explica que se la denomine “ciencia divina y ciencia de los primeros principios”.

También para Duns Escoto el objeto de la metafísica es el ente en cuanto ente. Contra Tomás –para quien el objeto adecuado de la inteligencia humana es la quididad de la realidad sensible– Escoto sostiene que el objeto primero de esta inteligencia es el ser, que incluye el inteligible puro, pero que tal objeto no e les accesible de hecho en el estado presente de la vida, durante el cual la inteligencia está forzada a conocer por abstracción, situación que no proviene de la naturaleza misma de la inteligencia, sino que es consecuencia ya sea del pecado original, ya sea de la solidaridad inevitable de las potencias cognoscitivas del sujeto humano o de la voluntad de Dios. Nosotros no sabemos naturalmente que el objeto de nuestra inteligencia es el ser, pero podemos saberlo si Dios nos lo hace conocer (por una suerte de revelación natural de los poderes naturales de la inteligencia). Esta posición es fundamental para asegurar una relación entre filosofía y teología tal que la prioridad y la primacía sean reservadas para esta última.

El objeto de la metafísica es, pues, el objeto mismo de la inteligencia humana, el cual incluye a Dios. El ser como objeto adecuado de la inteligencia debe ser algo más que la quididad de la cosa material y móvil que es objeto de la física. Si éste fuera el objeto del entendimiento, la metafísica sería imposible, como imposible sería para nuestro entendimiento el elevarse a la concepción de Dios.

El ser que es el objeto primero de la inteligencia y el objeto de la metafísica es la más común de nuestras representaciones de lo real, carente de toda determinación que pudiera limitarlo a un modo de ser. Es, pues, una noción abstracta e indeterminada que puede ser aplicada indiferentemente (y siempre en el mismo sentido) a todo lo que es. Esta noción es resultado de un proceso de abstracción que procede por vía de remoción, es decir, de negación de todas las diferencias que afectan a los entes. La inteligencia posee un concepto confuso de ser que elabora desde el primer contacto con la realidad; pero este concepto confuso no es el objeto de la metafísica. El verdadero objeto de la metafísica es el concepto distinto de ente en cuanto ente, que es captado como incluyendo en sí todo lo que pertenece a su esencia y como incluido, a título de elemento esencial, en la comprensión de todo lo que es. Este concepto distinto del ente en cuanto ente lo logra la inteligencia al final de un proceso de abstracción cuyo fruto es una noción que prescinde de todos los modos de existencia que afectan a la perfección inteligible buscada. En tal sentido, el concepto de ente en cuanto ente tiene las características de la esencia “absolutamente considerada” que Avicena había postulado como diferente tanto de la esencia existente fuera de la mente (donde ella existe singularizada) como de la esencia existente en la mente (donde ella existe universalizada). La existencia y los accidentes que sobrevienen al ente como resultado de la misma no son requeridos para la comprensión del ente como tal. Es la abstracción así realizada la que permite obtener la noción de ente común, que no puede ser concebido sino unívocamente. Esta noción no es la de un género, pues el ente así concebido trasciende todos los géneros, pero posee una unidad que le viene dada por la ratio entis quidditativa. No es un concepto lógico, pues el lógico habla del ente de razón, mientras que el metafísico capta, en el concepto común de ente, al ser real en su absoluta indeterminación, capaz de ser aplicado, indiferentemente, y con un mismo sentido a todo lo que es. Este ser unívoco tiene propiedades intrínsecas o modo que lo modifican como ente. Los dos modos primarios son lo “finito” y lo “infinito”, que son anteriores a los diez predicamentos establecidos por Aristóteles, puesto que, como tales, ellos entran ya en el modo de lo “finito”. El modo de lo “infinito” es el que corresponde a Dios: demostrar la existencia de Dios equivale, pues, a demostrar que un ser infinito existe. Hasta allí llega la metafísica, pero no puede trascender el límite de su objeto propio. Dios, cuya existencia puede demostrarse, es captado como “un ser”, como algo que cae bajo la comprensión del ente en cuanto ente común y unívoco, pero cuya naturaleza sólo es accesible a la teología sobrenatural. La metafísica, para Escoto, se mueve siempre en los límites de un ente unívoco cuya capacidad de representar la comunidad metafísica de todo lo real está fundada en su indiferencia a todas las determinaciones provenientes de la existencia. La existencia como tal no es necesaria a la comprensión del ente en cuanto ente.

Para Ockham el ente en cuanto ente es el primer objeto de la metafísica si se tiene en cuenta la prioridad de predicación, mientras que Dios es su objeto si se tiene en cuenta la prioridad de perfección. Esta diversidad no afecta a la unidad de la metafísica, pues la unidad de una ciencia es algo accidental que no requiere una unidad esencial de sus objetos, sino un punto de vista unificador adoptado por el científico. En el caso de la metafísica, ese punto de vista unificador es el ente en cuanto ente, que como tal es equívoco y puede reunir bajo su denominador común tanto a los entes finitos como a Dios.

7. La concepción racionalista de la metafísica

Los pensadores racionalistas consideraron que el conocimiento matemático era el único conocimiento genuino. Por lo tanto, la naturaleza resultará cognoscible en la medida en que se logre convertirla o traducirla al lenguaje de la matemática. En Descartes esta conversión fue inmediata: la esencia de la materia es extensión y la extensión equivale al espacio de la geometría. Además, si existe un único género de conocimiento propiamente dicho –el matemático– las sensaciones serán tan sólo modos confusos de pensar. Aunque solamente fuera como una cuestión de principio, la sensación debería poder reducirse eventualmente a una formulación matemática. La distinción entre propiedades primarias y secundarias señalaba que, si los cuerpos no son más que extensión geométrica en movimiento, la sensación de la música que escucho se puede comprender como espacio en movimiento. Tanto la percepción de una nota musical como los conceptos de extensión y movimiento son ideas en mi mente. Pero mientras el sonido es una idea confusa, las nociones geométricas de extensión y movimiento son claras y distintas.

Dado que los filósofos racionalistas buscaron describir conexiones indubitables entre fenómenos, tendieron a considerar que, si fuera posible enunciar los primeros principios de la ciencia mediante proposiciones indubitables (tal como ocurría en matemática), se llegaría a un verdadero conocimiento de la naturaleza. De esta manera la relación entre sensibilidad y entendimiento se fue planteando como el problema de la relación entre el sujeto y el predicado de una proposición del tipo “S es P”.

El enorme progreso que la ciencia matemática de la naturaleza tuvo durante la primera mitad del siglo XVII marcó nuevos rumbos en filosofía. La metafísica, que desde la antigüedad había sido narrada como una reflexión que se ubicaba después de los estudios sobre el mundo físico, invierte su lugar metafórico y se la describe como la raíz del árbol de toda la sabiduría. La metafísica es la reflexión acerca de esa exigencia: ¿qué significa comprender?, ¿cómo debe ser el universo para que resulte comprensible?

La filosofía racionalista puede interpretarse como un intento de poner en claro tres cuestiones: el problema del método, el de la sustancia y el de Dios.

1) El método. El punto de partida de Descartes es la duda y, por tanto, el miedo al error; se trata de descubrir alguna verdad indubitable, en la cual se pueda hacer pie firme para buscar luego, fundándose en ella, las demás, de modo que no quede resquicio alguno para el error. Descartes quiere saber, y saber con certeza; la filosofía es para él “la busca de la verdad pro la luz natural”, es ella misma método, vía, camino hacia la verdad. Pero este método no puede ser una simple orientación para enderezar las investigaciones; tiene que dar una regla infalible para distinguir lo verdadero de lo falso y una demostración de las verdades supremas. El método tiene que ser, pues, una vía para llegar a la realidad misma. Esto se encuentra primariamente en lo que llama Descartes intuición. Esta intuición es lo que concibe la mente pura y atenta, por su sola razón, por su luz natural; el objeto de la intuición son las naturae simplicies, que son simplemente vistas –en lo que no hay error alguno, pues éste sólo puede venir del juicio, de la precipitación o la prevención con que se afirme o niegue. Y como las cosas se componen en última instancia denaturae simplices, todo conocimiento, así el que se obtiene por deducción, se funda en la intuición primera. Esta visión es infalible; toda visión, toda idea es verdadera.

La razón humana es el órgano de la trascendencia, que aprehende la realidad misma. Esta realidad aprehendida por la razón se reduce a idea y, en este sentido, el racionalismo es idealismo. La primera naturaleza simple conocida, fundamento de todas las demás, es el yo; y, como yo soy una cosa que piensa, mi ser consiste en pensar, en tener cogitationes, y las cosas son, por lo pronto, mis ideas.

En Malebranche, la “visión en Dios” pone al espíritu, cuyo lugar natural es la Divinidad, en la presencia inmediata de las ideas divinas, y, por tanto, de las cosas. Los cuerpos, los espíritus y sus propiedades, es decir, todas las cosas de este mundo, se conocen por sus ideas; y la idea da el conocimiento de la cosa misma, tal como es, con todas sus propiedades, hasta el punto de que sus deficiencias posibles no proceden de la idea, sino de nuestra mente. El hombre viene definido por su participación en la razón, y esto no quiere decir poseer cierta facultad cognoscitiva, sino estar inserto en un orden superior universal, el de la trascendencia. La razón significa el orden de la realidad absoluta misma.

En Spinoza la idea aparece identificada con la realidad. Y por esta razón excluye la falsedad de las ideas, por lo que a ellas se refiere, y las considera necesariamente verdaderas. Las ideas, por tanto, coinciden con la realidad, en estricto paralelismo.

En Leibniz las ideas emergen del propio fondo de las mónadas o unidades humanas y son, por tanto, en un sentido radical, innatas; nada puede venir de fuera; la idea no es una impresión pasiva de una cosa exterior, sino que tiene su origen activo en la mente. La realidad misma de la mónada consiste en fuerza de representación; la actividad mediante la cual la mónada refleja y representa el universo no es simplemente consecutiva a su esencia, una mera posibilidad suya entre otras, sino que constituye su esencia misma; por tanto, la idea envuelve la realidad. El único objeto externo al alma que le sea presente es Dios, y sólo por Él vemos las cosas; la mónada, con todas sus ideas innatas, es creada por Dios, y esto es lo que asegura la verdad de esas ideas, es decir, la realidad del universo reflejado conscientemente por la mónada pensante. La acción continua de Dios sobre ella es causa de sus ideas, y por eso éstas se insertan necesariamente en el orden de la trascendencia.

El método racionalista no es una simple técnica mental, no es un proceso cognoscitivo para alcanzar la verdad; es más bien la convicción de que la razón, las ideas claras y distintas, es el órgano que aprehende sin más la realidad; la idea es la cosa misma vista; por eso, al menos para nosotros, ser consiste en ser idea; y esto es lo que hace que el racionalismo sea idealismo. Pero esto, a su vez, sólo es posible porque Dios asegura la trascendencia de las ideas, esto es, su verdad y su propia realidad ideal. Así vemos cómo todos los sistemas del racionalismo se fundan en Dios.

2) La sustancia. Aplicar la duda hiperbólica con método y usando la regla de la claridad y distinción, ha conducido a Descartes a la intuición de tres ideas: Dios, el alma, la extensión. De la idea de Dios ha obtenido su existencia. La existencia de Dios garantiza que el alma y el mundo existen. Lo que ha obtenido Descartes es que la realidad puede ser escindida en tres ámbitos: divino, humano, corporal. Estos tres ámbitos son distintos y podrá adquirirse un conocimiento cierto de las realidades que subtienden. Esas tres realidades deben ser caracterizadas con algún término, señalar cuáles son sus notas esenciales y cuáles aquellas que se les pueden atribuir de una u otra manera. Y, en este punto, Descartes observa que se le ha colado, de rondón, la nota ontológica de sustancia.

Sustancia es «aquello que existe de tal modo que no necesita de ninguna otra cosa para existir» (Principios, 1ª parte, 51). En rigor esta definición obliga a que sólo exista una sustancia: Dios. Pero, por analogía, cabe decirlo de lo creado, de aquello que, para existir, no necesita de ora cosa creada. De esta forma, sustancia se convierte en el sujeto inmediato de cualquier posible atributo, y toda sustancia se caracterizará por un atributo que la defina y que se encuentre implícito en todo lo que de ella se diga.

Atributo es aquello por lo cual una sustancia se distingue de otras y es pensada en sí misma, y atributos esenciales son aquellos que constituyen su naturaleza y esencia, de la cual dependen los demás atributos. Los esenciales son inmutables e inseparables de las sustancias de las que son atributos. Únicamente pueden distinguirse entre sí con distinción de razón.

Junto a los atributos esenciales existen modificaciones de los mismos y que, al afectarlos, afectan también a la sustancia. Son los modos. Estos son accidentales, mudables …

Por el método se han obtenido tres sustancias, tantas cuantas ideas claras y distintas puede concebir la mente:

  • Sustancia en sentido estricto: Dios. Atributo esencial: perfección. Y dirá Descartes: Bajo el nombre de Dios entiendo una sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente.
  • Una sustancia creada, que piensa, pero que no es independiente, ni perfecta, ni infinita: el alma.
  • Una sustancia creada, que no piensa ni es independiente, ni perfecta, ni infinita: la extensión.

Dios es res cogitans infinita. En él coinciden entendimiento y voluntad por lo que no hay distinción entre el conocimiento y la libre decisión de lo que es. Lo que decide, lo es absolutamente. La voluntad de Dios es necesidad, porque así lo ha querido. Y ha querido crear el alma y el mundo.

Las dos realidades creadas, extensión y alma, son res extensa y res cogitans. De ellas pueden predicarse muchas modalidades. El alma presenta como modos reales del pensamiento, el entendimiento, la memoria, imaginación, sentidos, voluntad … La extensión sólo tiene dos modos reales: la figura y el movimiento.

Spinoza parte de la filosofía de Descartes, pero luego la hace avanzar en un sentido que la contradice. La dimensión más profunda del cartesianismo; de este modo llegará a la identificación de la naturaleza con la sustancia, a la unidad de ésta y, por tanto, a la identidad del mundo con Dios.

La teoría de las mónadas de Leibniz es el paso de la noción de sustancia como ÛB@6,Æ:,<@<o sustrato de la @×FÆ” o haber. En lugar de fundar, como Descartes o Spinoza, el carácter sustancial en la independencia, Leibniz lo hace consistir en la actividad que emerge del propio fondo de la cosa. La mónada encierra en sí misma toda su realidad, es fuente de sus propias transformaciones y actividades, tiene un repertorio de posibilidades que en ella misma se actualizan, y por eso es sustancia; la independencia es sólo una consecuencia de esta suficiencia positiva de la mónada. La sustancia leibniziana no necesita de ninguna otra criatura por tener en sí misma el principio interno de toda su realidad, que le es conferida de una vez para siempre en el acto de su creación.

¿Cómo se comunican las sustancias entre sí?Descartes recurre a Dios, que por ser creador de las dos sustancias finitas, establece entre ellas un vínculo ontológico, el de constituir ambas un solo ens creatum; éste es el sentido metafísica del argumento del genio maligno, que obliga a demostrar la existencia de Dios para asegurarse de su “veracidad”, es decir, para que garantice la correspondencia de las sustancias y, por tanto, la verdad de las ideas claras y distintas.

Malebranche afirma el ocasionalismo, la intervención constante de Dios para hacer coincidir mis ideas con los movimientos de la sustancia extensa. “Con ocasión” de cada alteración en una de las res, Dios produce otra correspondiente en la segunda: así queda excluida toda comunicación real de las sustancias, y Malebranche llega a su teoría de la visión en Dios, según la cual vemos en él, en las mismas ideas divinas, todas las cosas.

Spinoza suprime toda pluralidad de las sustancias, con lo cual la presunta comunicación queda reducida a un mero paralelismo. La sustancia es única, la extensión y el pensamiento son sólo atributos de la sustancia, las cosas individuales, simples modos de ella, modificaciones que la afectan según un atributo determinado.

Leibniz apela a su teoría de la armonía preestablecida, según la cual Dios ha creado las sustancias de tal suerte que sus desarrollos sean armónicos y todo acontezca como si hubiera una comunicación real entre ellas. Cada mónada, por tanto, permanece en sí misma, pero su ser consiste en reflejar el universo entero, como un espejo viviente, en virtud de la fuerza representativa inserta en ella desde su creación, y concorde con todas las demás.

3) Dios. Descartes, dispuesto a poner en duda todas las cosas y a construir su filosofía sólo sobre evidencias, parte del yo como principio de todo el filosofar; no es su propósito primario abordar el tema de Dios; frente a la teología, participa de la posición general del final de la Escolástica, según la cual es una disciplina práctica, dependiente de la revelación y que, por tanto, excede de las posibilidades naturales del hombre.

Descartes renuncia desde el comienzo a la investigación de Dios; pero apenas iniciada su filosofía, apenas hallada una primera verdad –yo existo– y un criterio de certeza –son verdaderas las ideasevidentes–, se encuentra en la situación de no poder seguir adelante. Si un genio maligno me engañara cuando con más evidencia veo algo, dice Descartes, no podría fiarme de mis ideas claras y distintas; sólo sería siempre válida la evidencia del cogito, porque si me engañan, soy; respecto a las demás verdades, sólo puedo estar seguro de ellas si Dios existe, si hay un ente infinitamente bueno y poderoso que garantice la imposibilidad de que mi evidencia se vea engañada por un poder maligno. La verdad de mi existencia propia es conocida de un modo inmediato, inmanente y, por esto es estrictamente indubitable; pero para conocer las demás cosas tengo que salir de mí, tengo que trascenderme, y sólo Dios puede restablecer entre las cosas extensas y yo el puente ontológico. Por esto, Descartes tiene que demostrar la existencia de Dios, res infinita, creadora de la res extensa y la res cogitans, fundamento común del ser del yo y del de las cosas, que convienen en su carácter de ens creatum. Por esto Dios ejerce una acción liberadora sobre el hombre, haciéndolo salir de sí propio para encontrarse con la realidad efectiva de lo que no es él.

Para Descartes, el punto de partida de la prueba de Dios es la realidad del yo, comparada con la idea clara y distinta de la divinidad. Frente a mi finitud e imperfección, encuentro en mí la idea de Dios como un ente infinito y perfecto, que contiene real y actualmente todas las perfecciones que me faltan o que tengo en grado finito. La supresión de los límites propios y la elevación al infinito de cuanto encuentro de real, positivo y bueno en mí, éste es el procedimiento para llegar a Dios.

Malebranche afirma, por su parte, que no cabe comunicación real ninguna entre la mente y los cuerpos, y, por tanto, no es posible el conocimiento directo del mundo. Pero cree que la realidad de Dios se nos da de un modo inmediato, y mediante ella solamente la de las cosas. Malebranche opina que vemos las cosas en Dios, es decir, que la visión de éstas es mediata, y la de Dios es directa.

Spinoza, al hacer perder a la extensión y al pensamiento el carácter sustancial que aún tenían en Descartes, para reducirlos a meros atributos de la sustancia única, tiene que identificar los tres términos naturaleza, sustancia y Dios. Mientras Descartes separa rigurosamente las dos sustancias finitas y establece la realidad trascendente de Dios como fundamento ontológico de ambas, Spinoza las identifica y suprime todas las sustancias. El punto de partida de partida de Spinoza es la sustancia, y de su propia definición se sigue su unicidad y su ulterior coincidencia con la noción de Dios como ens absolute infinitum.

El eje de la metafísica de Leibniz era la noción de sustancia. “Mientras no se distinga de verdad lo que es un ser completo o una sustancia, no habrá nada en lo que poder detenerse”. Ahora bien, como decía Aristóteles, es necesario detenerse, por lo menos en el orden de las razones. Descartes definía la sustancia creada como lo que es concebido por sí y sólo necesita del concurso de Dios para existir. Esto equivalía a decir, por una parte, que la esencia de la sustancia se reduce a un atributo único (extensión o pensamiento), de donde se deduce que no puede haber en ella cambio alguno y, por otra, que no implica relación alguna con las demás sustancias creadas, lo cual convierte en dudosa la existencia misma de un mundo, es decir, de un agregado de sustancias en relación mutua. En realidad, la sustancia es inseparable de los predicados o accidentes de los cuales es sujeto, e inseparable de las demás sustancias. El cartesianismo (que por eso mismo contenía en germen al spinozismo) había liquidado la individualidad de las sustancias, y tanto el alma como el cuerpo habían dejado de ser sustancias para convertirse en modos del pensamiento o de la extensión.

Frente a las verdades de razón, que son reducibles a idénticas y cuyo contrario implica contradicción, las verdades contingentes o verdades de hecho son aquellas cuyo contrario implica contradicción: a la “necesidad metafísica” de las verdades eternas se opone la ausencia de necesidad metafísica. Esa ausencia de necesidad, ¿es la indeterminación completa? De ningún modo, porque eso sería contrario al principio de razón suficiente. Pero ser determinado, ¿no equivale a ser necesario, es decir, a no poder suceder de otra manera? Si fuese así, la contingencia no se diferenciaría de la necesidad. La determinación supone la necesidad, pero no una necesidad metafísica o lógica: hay también una necesidad ex hypothesi, de consecuencia o condicional, según la cual una cosa existe a condición de que otra exista previamente; la necesidad metafísica o lógica de una proposición se desprende inmediata o mediatamente del análisis de sus términos; la necesidad de una proposición de hecho, como “César pasó el Rubicón” se debe a sucesos anteriores, como el deseo de César de asumir el poder, etc.; puesto que esos mismos sucesos anteriores sólo son necesarios en virtud de sus condiciones, y así hasta el infinito, se puede decir que sigue siendo metafísicamente posible que César no haya pasado el Rubicón.

De ahí la definición positiva de verdades de hecho o contingentes: aquéllas cuya razón integral sólo podría ser alcanzada mediante un análisis infinito, imposible para el espíritu humano, mientras que basta una análisis finito para demostrar las verdades de razón.

La noción de sustancia individual se obtiene mediante una aplicación del principio de razón a las proposiciones verdaderas que tienen como sujeto a un individuo. “Es constante que toda predicación verdadera tiene algún fundamento en la naturaleza de las cosas, y cuando una proposición no es idéntica, es decir, cuando el predicado no está expresamente comprendido en el sujeto, es preciso que lo esté virtualmente, y es a eso a lo que los filósofos llaman inesse. También es preciso que el término del sujeto incluya siempre al del predicado, de forma que quien entendiese perfectamente la noción del sujeto consideraría también que el predicado le pertenece. Siendo así, podemos decir que la naturaleza de una sustancia individual o de un ser completo consiste en tener una noción tan desarrollada que sea suficiente para entender y hacer deducir de ella todos los predicados del sujeto al que se atribuye esa noción”. Esa es la aplicación del gran principio: toda proposición verdadera es demostrable a priori.

Es en Dios donde debemos buscar la raíz de las verdades contingentes. De toda verdad, contingente o necesaria, hay una prueba a priori sacada de la noción de los términos; si la verdad es necesaria, esta prueba es accesible al espíritu finito; si es contingente, la prueba no existe sino en Dios. Pero ¿cómo esta prueba, la “visión infalible” total y única que Dios tiene de las cosas no excluye toda contingencia? En la teoría cartesiana, que hace depender de la voluntad divina tanto las verdades eternas o esencias como las existencias, lo real no se distingue de lo posible; todo lo que es, lo es con una necesidad del mismo orden, y Spinoza fue el auténtico continuador de Descartes. El error de Descartes procede únicamente del hecho de que creía que los dos grandes principios, el de identidad y el de razón suficiente, no eran aplicables en teología. Apliquémoslos de hecho y veremos que las verdades necesarias y las contingentes se refieren a atributos distintos de Dios. Por su entendimiento, Dios concibe todo lo que es posible, es decir, lo que no implica contradicción. Por su voluntad, decide crear uno de los mundos posibles que su entendimiento le ofrece. En consecuencia, la visión infalible que tiene de las sustancias reales y sus predicados no podría ser de la misma naturaleza que el conocimiento que tiene de las mismas sustancias como posibles; y su conocimiento de esas sustancias como posibles, es decir, de sus esencias, es distinto del que nosotros tenemos de las verdades de razón. El conocimiento de las sustancias y, por consiguiente, de las verdades contingentes, pertenece efectivamente al entendimiento divino, en tanto que éste se relaciona con la voluntad; el de las sustancias posibles pertenece a una voluntad también posible; el de las sustancias reales, a la misma voluntad en cuanto es efectiva; pero el conocimiento de las verdades de razón pertenece sólo al entendimiento. Así, la visión infalible de Dios procede de que sabe cuáles son las sustancias concebidas por su entendimiento y que ha decidido crear por su voluntad.

La distinción entre lo contingente y lo necesario es, pues, idéntica a la que hay entre lo real y lo posible, entre la existencia y la esencia; y tiene su fuente en la distinción entre dos atributos divinos: el entendimiento, que se refiere a las esencias, y la voluntad, que se refiere a las existencias.

Pero esta visión de las sustancias individuales por Dios sólo es infalible si, en virtud del principio de razón suficiente, su voluntad no es arbitraria, sino determinada, en la elección de las sustancias posibles. La única elección digna del ser perfecto es la del “mejor de los mundos posibles”.

8. El empirismo británico

8.1 Locke

Locke parece simplemente ignorar las cuestiones metafísicas, hasta el punto de ni siquiera critica ésta detenidamente. La metafísica parece ser, ante todo, un discurso que a pesar de estar muy bien articulado con proposiciones, raciocinios y conclusiones indudables no contiene ninguna información sobre las cosas o sustancias. Locke distingue entre dos tipos de proposiciones, unas que contienen informaciones sobre las cosas, haciendo ampliar nuestro conocimiento sobre ellas, y otras que simplemente explicitan aquello que sabíamos respecto a las mismas, porque ya estaba contenido en el propio concepto que teníamos de ellas. Una proposición instructiva sobre las sustancias necesita de la experiencia para que podamos unir o separar las ideas simples que están asociadas o disociadas en el mundo, de modo que siempre comportan algún grado incertidumbre. El otro tipo de proposición se limita a tornar manifiesta la idea ya contenida en un determinado concepto. Para Locke, las proposiciones instructivas no empíricas están confinadas en los dominios de las matemáticas y la moral, mientras que la metafísica no nos instruye sobre cosa alguna, excepto sobre el significado de las palabras. Para Locke las proposiciones triviales, como su nombre ya indica, no pasan de ser una banalidad. La metafísica, en apariencia un discurso profundo, sería, en verdad, algo superficial.

¿Sobre qué cosas versaría la metafísica?, ¿cuáles son los objetos que supuestamente ella nos hace conocer? Después de leer los libros de metafísica, de escolástica e incluso de filosofía natural, dice Locke que continuaríamos sin saber nada sobre Dios, los espíritus y los cuerpos.

¿Qué entiende Locke por verdad metafísica? Una primera definición es la de que «realmente, tanto ideas como palabras puedenser llamadas verdaderas en un sentido metafísico de la palabra verdad; como todas las otras cosas que existen de alguna manera son llamadas verdaderas; esto es, son realmente tal como ellas existen» (Ensayo … II, xxxii, 2). Una segunda definición tiene lugar cuando Locke identifica tipos de verdades como la «verdad metafísicaque no es sino la existencia real de las cosas conforme a las ideas que asociamos a sus nombres» (ibid., IV, v, 11). En otras palabras, la verdad metafísica es la verdad de la cosa, es la existencia real de la propia cosa. Si la verdad metafísica se refiere a la existencia real de alguna cosa, parece que no sólo el ama y Dios, sino también los cuerpos físicos están incluidos. Y la metafísica versará sobre esos tres objetos.

La diferencia fundamental entre Locke y la metafísica tradicional reside en la concepción de lo que es una cosa. Mientras que la metafísica pretende conocer la cosa en su propia naturaleza, expresándola en un discurso verdadero, Locke distingue entre la esencia real y la esencia nominal, esto es, entre aquello mismo que constituye la cosa, haciéndola ser lo que es, y la manera como nosotros la concebimos y la clasificamos en tipos o especies, de modo que el conocimiento de la esencia real estaría completamente vedado para nosotros, ya que tendríamos conocimiento solamente de la esencia nominal. De esta manera, la verdad ordinaria, que es la adecuación del discurso a las cosas, será interpretada de otra manera que la tradicional, ya que no será la adecuación a la cosa en su naturaleza intrínseca, porque ésta nos permanece oculta, sino la adecuación a lo que la experiencia nos ofrece, según nuestro modo de organizarla.

8.2 Berkeley

En la filosofía de Berkeley hay una evolución en la manera de entender la metafísica. De una concepción inicial marcada sobre todo por la crítica de las ideas abstractas como los supuestos objetos metafísicos, se llega a la conclusión de que sus objetos son inmateriales e incorpóreos: de la denuncia de un discurso metafísico carente de significado, se pasa a una rigurosa definición de un campo que la metafísica puede explorar y exhibir sus frutos, indicándonos los primeros principios y la verdadera causa de todas las cosas; y la oposición al sentido común se transforma en una acomodación entre las ciencias. Sin perder jamás el tono crítico en relación con la metafísica tradicional, vemos surgir de forma paulatina una concepción positiva y bien definida de la metafísica.

En sus comienzos, a pesar de toda su virulencia contra la metafísica, Berkeley pretende sobre todo cambiar su dirección o hacer solamente una corrección de rumbo, más que criticarla. La intención de denunciarla como una ilusión, como un pretendido conocimiento de lo que no podemos conocer es secundaria en relación con la intención de llevarla a sus verdaderos objetos, que no son ni las ideas abstractas, ni las cosas materiales, sino las mentes y las ideas en las mentes.

La intención de Berkeley es diametralmente opuesta a la de Locke. Mientras la intención de Locke había sido trazar los límites de nuestro conocimiento, mostrando sus imperfecciones y revelando nuestra ignorancia, Berkeley defiende la tesis de que nuestro conocimiento es perfecto, si hacemos un uso correcto de nuestras facultades. Berkeley aparece, así, mucho más próximo a Descartes y a Malebranche que a Locke, el cual más bien se aproximaría a Hume. La teoría de las ideas abstractas, que encuentra en Locke a su gran defensor, es el principal obstáculo en el camino del conocimiento. Denunciar las ideas abstractas como la gran ilusión metafísica permite que se reconstruya la metafísica sobre principios sólidos y verdaderos. Éste es uno de los aspectos empiristas de la filosofía de Berkeley y aquel que más le opone a la metafísica tradicional, por eliminar de ésta su objeto privilegiado. Si la metafísica pretende conocer objetos separados de la materia, entonces la crítica de las ideas abstractas alcanzará el corazón mismo de la metafísica, al negar la existencia de aquello mismo que ella pretende desvelarnos.

Berkeley describe tres tipos de abstracciones. En primer lugar, dice que podemos separar por abstracción las diversas cualidades o modos de una cosa de la propia cosa: por ejemplo, de un objeto extenso, coloreado y que se mueve podríamos formar las ideas abstractas de extensión, color y movimiento. En segundo lugar, de la consideración de que hay algo en común a varias cosas supone que la mente sería capaz de formar una idea sumamente abstracta, la de extensión, que no sería ni redonda, ni cuadrada, ni de ninguna forma particular; o la idea abstracta de color que no sería ni azul, ni roja, ni de cualquier otro color particular. En tercer lugar, nuestra mente sería capaz de formar ideas abstractas de cosas compuestas, en las que se incluyen diversas cualidades, como la idea abstracta de hombre. Sin embargo, Berkeley no concede que la mente sea capaz de abstraer en cualquiera de esos sentidos y que pueda existir una idea abstracta que tenga simultáneamente todas y ninguna cualidad particular. Las ideas abstractas son ficciones y no legítimos objetos de conocimiento.

El metafísico tradicional convierte las ideas de, por ejemplo, tiempo, lugar o movimiento en ideas demasiado abstractas para ser apreciadas por el hombre común, en realidad para cualquier hombre que las examine atentamente. Los términos empleados en la metafísica son ambiguos y oscuros, ya que se supone que están en el lugar de las supuestas ideas abstractas. Una vez que se admite que estos términos no corresponden a nada, su significado es aparente o indefinible, de modo que las disputas en torno a las ideas abstractas son puramente verbales. Berkeley quiere librarse de todas estas controversias verbales que, además de ser inútiles, entorpecen el conocimiento, y volver sus consideraciones hacia las propias ideas, ya que, de esa manera, estima que no podrá equivocarse en sus razonamientos. Si nuestro conocimiento genuino versa, no sobre ideas abstractas (o palabras vacías), sino sobre ideas particulares o sobre espíritus, entonces no será metafísico, si por metafísica entendemos el estudio de los seres abstractos.

En los Diálogos entre Hylas y Filoniús no se trata tanto de denunciar el objeto mismo de la metafísica como un objeto ficticio y, por tanto, negar la metafísica como ciencia, sino de oponer la metafísica al sentido común, prefiriendo éste en detrimento de aquélla. Berkeley entiende que su filosofía es una vuelta al sentido común, después de haber pasado por las reflexiones filosóficas, que, si no son llevadas hasta sus últimas consecuencias, conducen al escepticismo. Contrastando el sentido usual de las palabras y el sentido metafísico que se les atribuye, la metafísica es caracterizada como un discurso ininteligible.

Aunque esta vuelta al sentido común sea una vuelta al punto de partida de la reflexión filosófica, hay algo que se ha ganado al pasar por la filosofía, ya que, si admitimos con el sentido común que lo que percibimos son las propias cosas, tenemos que admitir con los filósofos que esas cosas son ideas en la mente. El sentido común insiste correctamente en que aquello que percibimos es real, que nuestra sensibilidad nos da acceso a la cosa misma, pero, curiosamente, tambiéninfiere la existencia de cosas reales independientes y externas a la mente, dada la pasividad de la mente en las percepciones sensibles; y es un error común al vulgo y a los filósofos recurrir a la materia y no al espíritu en la identificación de la causa de nuestras sensaciones. En otras palabras, podríamos decir que el paso por la filosofía corrigió la metafísica materialista del sentido común, a fin de preservar su epistemología.

Esa corrección de la metafísica del vulgo en beneficio de una filosofía inmaterialista trae consigo una serie de ventajas, ya que se dejan de lado muchas dificultades y muchas cuestiones inútiles son abandonadas. Una metafísica que acepta la existencia de cosas materiales externas a la mente, como la del vulgo y la de los filósofos, se enfrentará con problemas insuperables.

Mientras tanto, en la metafísica, ¿qué dificultades concernientes a las entidades en abstracto, en formas sustanciales, principios jerárquicos, naturalezas plásticas, sustancia y accidente, principio de individuación, posibilidades de que la materia piense, origen de las ideas, la manera como dos sustancias tan ampliamente diferentes como espírituy materia deberían operar mutuamente una sobre otra, qué dificultades, digo, e investigaciones sin fin concernientes a estos y otros puntos semejantes evitamos al suponer solamente espíritus e ideas (Diálogos… III, 258)

En De Motu, Berkeley sostiene que “el método filosófico más sólido parece ser el de abstenernos en la medida de lo posible de nociones abstractas y generales. Una vez que no disponemos de ideas abstractas para conferir significado a los términos metafísicos, es natural que Berkeley también reafirme la crítica de que el lenguaje metafísico no tiene sentido. «En resumen, se supone que aquellos términos “fuerza muerta” y “gravitación” con la ayuda de la abstracción metafísica significan alguna cosa diferente de moviente, movido, movimiento y reposo, pero, en realidad, la supuesta diferencia en el significado no se manifiesta en ninguna diferencia» (De Motu, 11).

En De Motu se trata de demarcar el terreno de la metafísica y distinguirla de las demás ciencias. «Distribuya para cada ciencia su propia provincia; señale sus límites; distinga exactamente los principios y los objetos pertenecientes a cada una. De esta manera será posible tratarlas con mayor claridad y facilidad» (o.c., 72). Los principios metafísicos y las causas eficientes reales no pertenecen a la física, y si son de alguna utilidad para ésta será en el sentido de ayudar a definir sus límites y, de esa manera, remover dificultades y problemas importados. La física se limita a descubrir la serie o sucesión de las cosas sensibles, observando a qué leyes están asociadas, independientemente de su causa real, en tanto que en la filosofía primera o metafísica estamos preocupados con objetos incorpóreos, con las causas, la verdad y la existencia de las cosas.

8.3 Hume

Hume usa la expresión “metafísica” en dos sentidos: según el primero de ellos, la metafísica constituye un pretendido saber que se mezcla con frecuencia con la superstición; en el segundo sentido, metafísica aludiría a los razonamientos profundos. Hume rechaza critica la metafísica en el primer sentido, y la acepta y defiende en el segundo.

La concepción humeana más conocida de la metafísica es lo que aquí hemos denominado el sentido uno: un pretendido saber que se mezcla con frecuencia con la superstición. Lo que Hume piensa de esta concepción de la metafísica se encuentra perfectamente resumido en la conclusión de la Investigación sobre el entendimiento humano:

Si procediéramos a revisar las bibliotecas convencidos de estos principios, ¡qué estragos no haríamos! Si cogemos cualquier volumen de Teología o metafísica escolástica, por ejemplo, preguntemos: ¿Contiene algún razonamiento abstracto sobre la cantidad y el número? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental acerca de cuestiones de hecho o existencia? No. Tírese entonces a las llamas, pues no puede contener más que sofistería e ilusión

Hume confiesa que la objeción más justa y plausible contra una considerable parte de la metafísica es la de que no es propiamente una ciencia. La metafísica se reviste de un carácter ilusorio, cuando intenta penetrar asuntos inaccesibles al entendimiento humano, ir más allá de los fenómenos, descubrir la estructura de la realidad o la naturaleza de las cosas y desvelar relaciones causales reales entre objetos o acontecimientos.

Una vez que las esencias de los cuerpos externos y de la mente nos son totalmente desconocidas, no nos queda otra alternativa que la de partir de la observación y la experiencia en dirección a los principios generales que rigen el comportamiento de las cosas, reduciendo los fenómenos a leyes generales y éstas a otras leyes aun más generales. Al examinar los diversos tópicos filosóficos, Hume descubre que no podemos nunca sobrepasar el dominio de los fenómenos: las ideas tienen origen en las impresiones, por “sustancia” no se entiende sino un agregado de percepciones en la mente, la causalidad se reduce a la conjunción constante y a una transición subjetiva de una impresión o idea de la causa a la idea del efecto (o viceversa), las matemáticas no versan sobre ideas abstractas, no podemos estar seguros de la existencia de los cuerpos externos diferentes de una determinada composición de percepciones y la mente no pasa de ser un “haz o colección de percepciones”. Así, de forma paulatina se va tomando conciencia de nuestro confinamiento en la experiencia y de que todo conocimiento que pretenda trascender este dominio está condenado al fracaso. Al final de este recorrido, Hume reconocerá que su filosofía es escéptica y que la metafísica, que siempre pretendió desvelar la estructura última del universo y la realidad intrínseca de las cosas, no es sino el producto de la inteligencia fantasiosa de los filósofos. El desarrollo progresivo del proyecto empirista humeano acarrea la negación de la metafísica.

Además, la metafísica oculta su ignorancia en un lenguaje oscuro y complicado, aparentando un saber que, de hecho, no posee. «Aquí está, por tanto, una proposición que parece no solamente, en sí misma, simple e inteligible, sino que si se hiciese de ella un uso adecuado podría volver toda disputa igualmente inteligible y expulsar toda aquella jerga que desde hace mucho se apoderó de los razonamientos metafísicos y arrojó la desgracia sobre ellos […]. Cuando nutrimos, por tanto, alguna sospecha de que un término filosófico se emplea sin ningún significado o idea (como sucede demasiado a menudo), tenemos sólo que investigar: ¿”de qué impresión se ha derivado esa supuesta idea?”. Y si fuese imposible apuntar ninguna, eso servirá para confirmar nuestra sospecha. Si no podemos sobrepasar el dominio de los fenómenos y concebir nada más allá de las percepciones o combinaciones de percepciones y si una palabra sólo adquiere sentido porque corresponde a una idea o impresión original, entonces el discurso filosófico, en la medida en que pretenda hablar de cosas específicamente diferentes de las percepciones, carecerá de significado, ya que no le corresponde nada concebible.

Sin embargo, Hume emplea también metafísica en un segundo sentido, no tan peyorativo, cuando afirma que hay “un rechazo absoluto de todos los razonamientos profundos o de todo lo que es comúnmente llamado metafísica”. Se entiende aquí por razonamiento metafísico cualquier especie de razonamiento que es de alguna manera abstruso y exige alguna atención para ser comprendido. Ya que «todas las personas de pensamiento superficialson aptas para condenar incluso a aquellas de pensamiento sólido, como pensadores abstrusosy metafísicos y cultos», Hume entiende que es preciso revalorizar la metafísica y “considerar lo que puede ser razonablemente invocado en su favor”. Según Hume, «la mayor parte de la humanidad puede ser dividida en dos clases: la de los pensadores superficiales, que se quedan más acá de la verdad; y la de los pensadores abstrusos, que van más allá de la misma. La última clase es mucho más rara y, puedo añadir, con mucho la más útil y valiosa». Un metafísico propone dificultades, ofrece pistas, da sugerencias y, en el peor de los casos, por lo menos dice algo nuevo y diferente, que no se oye en cualquier bar.

Aún más, los razonamientos abstrusos y profundos son indispensables para combatir la metafísica que, al ir más allá de los fenómenos y confundiéndose con la superstición, no pasa de ser una ilusión: «Debemos cultivar la verdadera metafísica con algún cuidado para destruir la falsa y adulterada […]. El razonamiento justo y exacto es el único remedio universal y adecuado para todas las personas y disposiciones; y es el único capaz de subvertir aquella filosofía abstrusa, aquella jerga metafísica que, al estar mezclada con la superstición popular, se vuelve de cierta manera impenetrable para pensadores descuidados y le da un aire de ciencia y de sabiduría». Al contrario que Berkeley, que pretende hacernos volver al sentido común, Hume defiende la reflexión metafísica, que nos saca fuera del “camino común”.

9. Kant

Parece que es al progreso científico al que hay que atribuir la crisis de la metafísica en la Edad Moderna. El hombre entrevé por primera vez la posibilidad, no ya teórica, sino real y concreta, de un conocimiento científico exacto de las cosas. Un conocimiento que no se queda en teorías abstractas, sino que se atiene siempre al control de la verificación de las experiencias, un conocimiento efectivo que se traduce en un dominio de los fenómenos del mundo. Un ideal así siempre había existido, pero los intentos de realización habían tropezado con la falta de elementos adecuados. Es la revolución de los métodos experimentales la que en los albores de la Edad Moderna hace real y concreta la posibilidad y la dilatación sin límites de un conocimiento verdaderamente científico.

Este hecho pone inmediatamente en contingencia la confianza que el hombre tenía en la metafísica. No teniendo el hombre una posibilidad concreta de conocimiento científico real y siempre dilatable, la sed de saber que el hombre tiene le volvía una y otra vez a las construcciones metafísicas. A partir de la Edad Moderna, se agudizará siempre más una duda fenomenista y empirista, diametralmente opuesta a la metafísica. ¿Podemos conocer algo que no sea de un modo o de otro verificable en la experiencia? ¿Podemos conocer otra cosa que el aparecer de la realidad para nosotros? Es la tradición filosófica inglesa la que agudizó más al extremo la posición empirista y la consiguiente repulsa de la metafísica. En su línea de desarrollo, Hume es el autor que queda para la historia como el representante extremo de la crisis.

Esta crisis moderna se llega a polarizar en torno a la figura de Kant. Se plantea si la metafísica es posible como ciencia; de qué se ocupa. Este autor tomó en serio los embates de Hume cara a la pretensión de alcanzar un saber racional y completo de la realidad, pero a la vez tomó en serio el problema de la posibilidad de la metafísica. En particular se interesó Kant por cómo es posible fundamentar la metafísica de un modo definitivo, a fin de que deje de ser lo que ha sido hasta ahora. La metafísica ha sido hasta ahora una ciencia racional, especulativa, completamente aislada, basada únicamente en los conceptos y no, como la matemática, en la aplicación de los conceptos a la intuición. No puede continuarse por el mismo camino que hasta ahora y seguir dando rienda suelta a las especulaciones sin fundamento. Por otro lado no es posible simplemente adherirse al escepticismo: es necesario fundamentar la metafísica para que llegue a convertirse en ciencia y a este efecto hay que proceder a una crítica de las limitaciones de la razón. La metafísica, en definitiva, debe someterse al tribunal de la razón a la cual nada escapa ni debe escapar. Kant niega pues la metafísica, pero con el fin de fundarla.

La situación nos resulta más comprensible si tenemos presente que la metafísica es una expresión que va a cambiar de significado desde Aristóteles. Aunque Aristóteles no haya empleado jamás aquel vocablo, sin embargo, parte de sus discípulos inmediatos quisieron designar con la partícula “meta” aquellos caracteres que abarcan la totalidad de las cosas, sensibles o no, a saber, aquel carácter por el que todas las cosas convienen en ser. Este carácter trasciende a todas las diferencias de las cosas en su diversidad: por tanto, “meta” significa “trans” y la metafísica era un conocimiento de los trans-físico en el sentido que se acaba de apuntar. Tanto el racionalismo como el empirismo coinciden en dar otro sentido al “meta”. Para el racionalismo, la metafísica es un saber por puros conceptos, independientemente de la experiencia. Y apoyados en puros conceptos, llegamos a entender por puras evidencias racionales lo que son el mundo, el alma y dios. Como nada de esto se halla ni material ni formalmente contenido en la experiencia, resulta que el “meta” de la metafísica ya no significa un “trans” sino un “supra”, lo que está por encima y allende de toda experiencia. La metafísica versa así sobre lo “suprasensible”. Lo suprasensible es conocido demostrativamente por pura razón. Ahora bien, el empirismo tiene la misma idea de la metafísica: es el saber de lo suprasensible. Pero de todo ello, no sólo no tenemos experiencia, sino ni tan siquiera demostración evidente. No quedan sino las creencias básicas. Lo suprasensible es cosa de sentimientos.

Se comprende que ante esta situación nos diga Kant que la metafísica no ha entrado aún por el camino seguro de la ciencia. La metafísica se había convertido en una especulación que ha quedado completamente aislada de toda ciencia de los objetos tales como se presentan en la experiencia. Sin embargo, nos dice, “mientras haya hombres en el mundo habrá metafísica” por que la metafísica es una disposición fundamental de la naturaleza humana. A pesar de haber despertado de su sueño dogmático, un empirismo a ultranza viene a caer en el escepticismo y Kant no puede lanzar por la borda la verdad; la ciencia esta ahí como testimonio inconcuso de conocimientos verdaderos. Todo conocimiento comienza por la experiencia, pero esto no significa que todo él se derive de la experiencia.

El propósito de Kant va a consistir entonces en avanzar hacia una metafísica que no abandone sin más los resultados de la crítica empirista y dar, por otro, satisfacción a aquella disposición fundamental: una nueva idea de metafísica apoyada en un principio de carácter nuevo.

Con la filosofía moderna comienza la “segunda navegación filosófica” en la que el centro de la filosofía pasa del ente al hombre. El “cogito, ergo sum” cartesiano centra definitivamente el pensamiento moderno en torno al sujeto. En Descartes es el sujeto individual el que constituye el universo de los demás objetos. Para Kant, el sujeto será sujeto trascendental o conjunto de estructuras a priori que hacen posible el conocimiento del objeto, no es el objeto el que determina el conocimiento, sino el conocimiento el que determina el objeto.

La filosofía clásica parte del hecho de que hay pensamientos y estos son pensamientos del ser. Se mueve en el plano ontológico pues busca las condiciones de posibilidad e inteligibilidad de la realidad: la realidad es inteligible. La metafísica será la encargada de buscar los elementos últimos de la realidad.

Esta pretensión de la metafísica lleva consigo la trascendencia ya que, en sí misma, la realidad no es inteligible; por eso, aboga por una esencia necesaria que será condición de posibilidad de todo cuanto existe.

La filosofía moderna parte de la autoconciencia y fundamenta en ella los caracteres de incondicionalidad que había puesto en Dios. La tesis central de esta filosofía es antropológica; en ella la inmanencia viene a sustituir la trascendencia.

La inmanencia viene caracterizada por:

  • El cogito se convierte en fundamento: el yo pienso pasa a ser el fundamento de nuestro conocimiento; lo que hace posible que exista un mundo para mí es la unidad de la autoconciencia.
  • La realidad se reduce a la objetividad. Si el fundamento es el sujeto pensante y autoconsciente, la realidad existe en tanto que es dada como objeto a un sujeto. Habrá objeto cuando hay un sujeto que lo aprehende.
  • En esta distinción sujeto-objeto se introduce Dios, que da al sujeto la seguridad de su finitud.

El sujeto, a la hora de conocer, ha de volverse hacia la realidad e imponerle una serie de leyes al objeto. Lo que recibimos de fuera es posible gracias a unas estructuras a priori del sujeto que hacen posible el conocimiento del objeto.

Conocer es, pues, una actividad que conforma el objeto al sujeto; “la razón sólo reconoce lo que ella misma produce según su bosquejo”. En la construcción del objeto intervienen tres facultades: sensibilidad, entendimiento y razón. La sensibilidad recibe las impresiones de los sentidos y proyecta ante ellas lo a priori del espacio y el tiempo. Así se construye el fenómeno. El entendimiento recibe los fenómenos de la sensibilidad y los clasifica bajo una categoría. Así se pasa del fenómeno al objeto. La razón recibe los objetos del entendimiento y los relaciona con el mundo (experiencia externa), el yo (experiencia interna) y Dios (toda experiencia).

El pensamiento moderno nace del nominalismo, que funda nuestro conocimiento en dos elementos: elemento formal, basado en la identidad o no contradicción, y un elemento material, que es el dato concreto de la intuición. La abstracción será sustituida por la intuición que dará lugar al racionalismo, si a la intuición sensible se le añade otra espiritual; y al empirismo si sólo admite la intuición sensible. Kant intentó unir ambos pensamientos haciendo colaborar al entendimiento y a la sensibilidad en el conocimiento.

La actitud de Kant ante la metafísica proviene de la oposición entre racionalismo y empirismo: un racionalismo dogmático y un empirismo escéptico. Respecto a la metafísica quiere investigar la razón entendida como la facultad de conocer. Para remediar la precaria situación actual de la metafísica “hay que llevar a la razón a juicio, un juicio singular en el que el juez y el acusado coinciden”. Este “examen” de la razón permitirá conocer el por qué del fracaso histórico de la metafísica y saber si es posible conocer la ciencia.

El origen de este fracaso está en el método empleado. Hay que aplicar el método a priori por el buen resultado que ha dado en las demás ciencias. Tal método consiste en esbozar una hipótesis y luego comprobarla: hay que conocer de la naturaleza lo que en ella ha puesto la razón, “sólo conocemos a priori de las cosas lo que nosotros mismos ponemos en ellas”. Hasta ahora se ha supuesto que el conocimiento se rige por objetos, por lo cual, no se ha podido conocer nada a priori. “Intentemos, pues, por una vez, si no adelantaremos más en las tareas de la metafísica suponiendo que los objetos deben conformarse a nuestro conocimiento, cosa que concuerda ya mejor con la deseada posibilidad de un conocimiento a priori de dichos objetos, un conocimiento que pretende establecer algo sobre estos antes de que nos sean dados”.

Desde Aristóteles, el conocimiento humano se ha expresado en el juicio, y por ello es por lo que la posibilidad de un conocimiento a priori conlleva la explicación de los juicios a priori.

La física y la matemática se basan en conocimientos a priori y por eso son válidas como ciencia. Ha de ser a priori todo juicio que sea universal y necesario. La experiencia, sin embargo, no puede ofrecer nunca universalidad y necesidad, sino que enseña que algo es de tal modo, pero no que pueda ser de otra manera. Por tanto, la universalidad y la necesidad están unidas al conocimiento a priori. Tales juicios universales, que a la vez son necesarios son independientes de la experiencia y, por ello, se les llama conocimientos a priori. Por el contrario, los tomados de la experiencia son conocimientos a posteriori o empíricos.

Sin embargo, todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia, pero no todo conocimiento procede de la experiencia. El conocimiento a priori es aquel que no lo derivamos directamente de la experiencia, sino de una regla universal que sí es extraída de la experiencia. Así pues, conocimiento a priori es aquel “que es absolutamente independiente de toda experiencia” y tendremos un conocimiento a priori puro cuando a él no se ha añadido nada empírico. Tenemos así dos sentidos del término a priori; un sentido relativo en cuanto es un conocimiento no derivado de la experiencia, pero sí de una regla universal y necesaria fundamentada en la experiencia, y un sentido absoluto, en el cual conocimiento a priori es aquel que nada tiene que ver con la experiencia y, por ello, surge del espíritu. Tal conocimiento es puro puesto que no está relacionado con la experiencia.

Un conocimiento puro a priori es un conocimiento válido en sí mismo y además universal, es decir, no tiene asiento en la experiencia, pues ésta, como mucho, sólo puede dar universalidad comparativa; es decir, basada en la regularidad con que ocurren los fenómenos.

Kant analiza la razón para poner al descubierto su estructura a priori. La revolución copernicana, que Kant propugna, ha llevado al conocimiento trascendental y a priori, donde lo trascendental coincide con lo a priori del sujeto cognoscente. Trascendental es aquel conocimiento que se ocupa de nuestro modo de conocer apriorísticamente los objetos. Lo trascendental son las condiciones a prioridel sujeto que hacen posible el conocimiento del objeto, es la estructura a priori de la facultad de conocer mediante la cual conocemos los objetos. La filosofía trascendental es, pues, una filosofía de nuestro modo a priori de conocer: “llamo trascendental todo conocimiento que se ocupa, no tanto de los objetos, cuanto de nuestro modo de conocerlos, en cuanto que tal modo ha de ser posible a priori”.

La esfera de lo trascendental posibilita un saber a priori, universal y necesario sobre todos los objetos de la experiencia. Por tanto, el método trascendental es un análisis crítico-deductivo por el cual se llega a las condiciones de posibilidad del conocimiento. Tales condiciones puras serán las condiciones a priori del conocimiento: intuiciones de la sensibilidad y conceptos del entendimiento.

Después de la revolución copernicana y del método trascendental, Kant llega a la conclusión de que el saber metafísico tendrá como objeto los conceptos a priori de objetos en general, los cuales se referirán a la realidad empírica, pero no serán extraídos de ella: será la experiencia, en último término la que valide o invalide los resultados o afirmaciones. Kant entiende por “en general” una esfera de universalidad en la que deben coincidir las características de un objeto en el ámbito de la experiencia, pues éstas, al ser sus particulares, deben estar sometidas a aquellas.

La metafísica tradicional se ocupaba de las ideas de yo o inmortalidad, de mundo o libertad y de Dios. Sin embargo, tal metafísica no atendió a lo que pertenece a la esfera del pensamiento y lo que pertenece a la esfera de la realidad empírica, creyó que lo más importante era progresar en el saber sin tener en cuenta la experiencia. Ello fue debido, entre otras cosas, a que la matemática operaba en el campo de lo a priori, pues los objetos empíricos tratados aquí se sometían a este campo apriorístico. Sin embargo, la metafísica no puede obrar así ya que el conocimiento a priori en este campo, debe estar sometido a la esfera de lo empírico. El sistema metafísico se ha alejado tanto de la experiencia que no la tiene en cuenta, y, además, ha elaborado una serie de ficciones que hacen progresar el conocimiento metafísico.

Sin embargo, la única forma de progresar en el conocimiento, es ateniéndose a los datos de la experiencia. Por esto, la razón ha de dedicarse al análisis de nuestros conocimientos empíricos, para diferenciar los elementos que pertenecen al espíritu de los que pertenecen a la experiencia. En este análisis se revelarán las condiciones necesarias de todo conocimiento:

La razón… comienza con principios cuyo uso es inevitable en el curso de la experiencia… Con tales principios la razón se eleva cada vez más… llegando a condiciones progresivamente más remotas. Pero, advirtiendo que de esta forma su tarea ha de quedar inacabada, ya que las cuestiones nunca se agotan, se ve obligada a recurrir a principios que sobrepasan todo posible uso empírico… Es así como incurre en oscuridades y contradicciones… Los principios que utiliza no reconocer contrastación empírica alguna por sobrepasar los límites de toda experiencia. El campo de batalla de estas inacabables disputas se llama metafísica(B XVI)

Así pues, la metafísica ha de cambiar su método de actuación y adoptar el de la matemática, como ya se ha dicho.

Hasta ahora, la metafísica ha sido una ciencia comparable con la matemática. Pero para seguir siéndolo, es necesario cambiar de método. Tal exigencia viene dada por dos razones: en primer lugar la ciencia progresa, mientras que la metafísica sigue tratando aún problemas planteados por Platón y Aristóteles; en segundo lugar, los científicos suelen estar de acuerdo en sus teorías, mientras que en la metafísica reina el más completo desacuerdo. Urge así plantearse si la metafísica es posible como ciencia, ver si puede utilizar el mismo método de las ciencias; es decir, ha de ser posible llegar mediante la razón a una certeza sobre el conocimiento o desconocimiento de los objetos. La razón, al ser la facultad que aporta los principios a priori del conocimiento, ha de verse si puede ser utilizada en determinadas materias o si necesita de ciertos límites en su uso. Para ver si en el conocimiento trascendental es posible la razón someterá a análisis sus propios fundamentos y procedimientos .

10. La crítica a la metafísica en el positivismo del siglo XIX

Para Comete, la metafísica es un estado mental intermedio que surge del estado mental teológico y que precede al estado positivo. Emana de la necesidad de evitar el caos mental que resulta cuando se le da rienda libre a la imaginación para que explique la naturaleza. En el estado metafísico, el investigador busca obtener una imagen más consistente de la realidad y adopta supuestos que clasifican los hechos bajo conceptos abstractos o primeros principios libres de capricho personal, como las causas, la materia, la mente, la cosa-en-sí, etc. Como método de investigación, se asemeja a la ciencia porque trata de descubrir verdades y sistematizar coherentemente el conocimiento. Falla porque, al optar por conceptos que no se pueden verificar en la experiencia, no le es posible librarse totalmente de la imaginación, de atenerse a los hechos y de eliminar lo ajeno a la experiencia. Además, en lugar de estimular el estudio de los hechos, distrae la mente con argumentos inútiles. Vestigio de un período histórico pasado, sus conceptos tendrán el mismo fin que los mitos de Apolo o Minerva.

Según Spencer, el conocimiento surge de la experiencia. Esta última es fenoménica y accesible a la observación. Fuera de nuestro control o deseos, responde a algo terco, intransigente, que sentimos como externo y que llamamos la realidad. Dividimos la experiencia en dos categorías epistemológicas: lo cognoscible y lo incognoscible. Dentro de la primera cae lo conocido y lo que se puede conocer –la experiencia misma–. De ella brota y a ella está limitado el conocimiento: se observan los fenómenos, se descubren sus relaciones, se conectan con inducciones que al repetirse y acumularse en la memoria resultan en el saber que llamamos sentido común y que nos permite sobrevivir. El razonamiento –otra habilidad adquirida por el organismo para sobrevivir– consiste en conectar conceptos derivados de la experiencia por medio de procedimientos aprendidos y aprobados por la experiencia misma.

La segunda categoría es lo incognoscible, lo que no se puede concebir o experimentar. En ella cae lo que está detrás de la experiencia, los objetos tradicionales de la metafísica y la religión: la realidad, la naturaleza absoluta de las cosas, el origen del universo, Dios, la consciencia, el tiempo y el espacio, la materia y el movimiento, etc. Según Spencer, el razonamiento, por trabajar sólo con conceptos empíricos, no puede formular ninguna concepción de estos absolutos. Al afirmar proposiciones sobre los incognoscibles, el razonamiento crea contradicciones, antinomias o suposiciones inauditas e inconcebibles. Por lo tanto, la metafísica no es posible, es pura palabrería porque se engendra de la aplicación errónea a lo incognoscible de los procedimientos racionales usados para comprender lo cognoscible.

11. El positivismo lógico

El empirismo lógico entiende por metafísica un saber sustantivo más allá de la experiencia. Así, Carnap dice:

Llamaré metafísica a todos aquellos enunciados que pretenden describir conocimientos acerca de algo que se encuentra sobre o más allá de toda experiencia, por ejemplo, acerca de la verdadera esencia de las cosas, acerca de las cosas en sí mismas, del Absoluto y cosas parecidas

Esta concepción de la metafísica contrasta con una apuesta fuerte por el empirismo: no hay más conocimiento objetivo que el que puede adquirirse, o al menos confirmarse, a través de experiencias sensoriales.

Pero también implica una concepción de la metafísica basada en el modelo de las ciencias naturales: la metafísica es una presunta “física” de lo no sensible. Para el positivismo lógico, la metafísica sería una presunta ciencia de noúmenos y de totalidades inaccesibles a la experiencia. Y en este cajón se encuentran también las grandes alternativas epistemológicas (realismo e idealismo, por ejemplo) que Carnap prefiere caracterizar como metafísicas. Ontología y epistemología constituyen los dos grandes grupos de proposiciones metafísicas.

El positivismo lógico intenta demostrar que el discurso metafísico (ontológico o epistemológico) carece de sentido. Pero su novedad radica en que basa esa imposibilidad en la falta de significado del pretendido discurso metafísico. En palabras de Ayer:

La originalidad de los positivistas lógicos radica en que hacen depender la imposibilidad de la metafísica no en la naturaleza de lo que se puede conocer, sino en la naturaleza de lo que se puede decir

La cuestión se centra, pues, en los límites del discurso, pero a diferencia del problema de los límites del conocimiento que permiten hablar de la finitud del conocimiento humano sobre el trasfondo de un conocimiento no condicionado, el problema de los límites del discurso no apunta a ningún discurso incondicionado, sin límites, pues tal discurso es impensable. La distinción kantiana entre “pensar” y “conocer” se trueca aquí entre el discurso con sentido y el lenguaje (que no discurso) sin sentido.

El problema de la metafísica para el positivismo lógico es el problema del discurso con sentido. Pero por sentido los empiristas lógicos entienden exclusivamente sentido enunciativo; otros sentidos (emotivo, estético, etc.) son posibles, pero carecen de valor cognitivo y no pueden en consecuencia justificar ningún discurso que tenga propósitos epistemológicos. Ello implica que la metafísica puede ser cualquier cosa (mal arte, mala música, buena o mala poesía) excepto un ámbito de conocimiento.

11.1 Los dos mundos epistemológicos

Hay dos tipos irreductibles de enunciados: los que versan sobre la estructura formal del lenguaje y los que versan sobre los hechos. Los primeros son los enunciados de la lógica; los segundos, los de las ciencias empíricas. La verdad de los enunciados de la lógica no depende de ningún hecho: estos enunciados, si son verdaderos, lo son en virtud de su forma lógica y reciben el nombre de tautologías.

Es evidente desde esta concepción que la metafísica no puede consistir en tautologías, ya que en éstas su verdad se “muestra” en su propia estructura formal y no en su contenido epistémico, el cual resulta tan irrelevante que se prescinde de él. Las tautologías, que son verdades analíticas, lo son sea cual fuere su interpretación. La función epistemológica de las verdades analíticas es doble: por un lado, mostrar la naturaleza de la lógica formal misma y, por otro, proponer la reducción de la matemática a lógica desvelando, en consecuencia, que las proposiciones matemáticas son analíticas.

Este mundo epistemológico es un mundo de verdades precisas dentro de ciertos “límites internos de los formalismos”, que da cuenta de las estructuras formales lógicas y matemáticas, de los razonamientos concretos, de las argumentaciones y demostraciones matemáticas, etc. Su función epistemológica suprema consiste en establecer los límites del pensamiento. No es posible violar el mundo de las verdades analíticas, ya que eso supondría ir más allá de la lógica y

No podemos pensar nada ilógico, porque de lo contrario tendríamos que pensar ilógicamente (Wittgenstein, Tractatus, 3.03)

El mundo lógico es un mundo universal, válido por su propia estructura y ni Dios, según las tradicionales doctrinas intelectualistas, podría vulnerar lo lógico.

El otro mundo epistemológico, el de los enunciados que versan sobre los hechos, es el mundo genuinamente cognitivo, el que pretende aumentar nuestro conocimiento sobre la realidad, sea cual sea el sentido que le demos a este término. En este sentido la metafísica es concebida por el empirismo lógico como un presunto saber sobre realidades y en consecuencia bien puede decirse que operan con un concepto pre-kantiano de metafísica, aunque incluyan explícitamente en el mismo saco junto con la metafísica prekantiana a Schelling, Hegel, Bergson…

La metafísica, para los empiristas lógicos, pretende ser un saber de hechos y, por tanto, una ciencia, pero de hechos que por su naturaleza están más allá del ámbito de la experiencia. El problema central de los enunciados que pretenden informar sobre hechos o realidades consiste en establecer un criterio de demarcación entre aquellos enunciados que tengan significado y los que no lo tengan. Dirimida esta cuestión, quedará delimitado qué conjunto de enunciados pueden constituir saberes y a fortioriqué enunciados carecen de contenido cognitivo.

11.2 El criterio de significado

Cuando se trata de enunciados que versan sobre hechos, el carácter significativo, y por ende cognitivo, de estos enunciados depende de que se disponga de un procedimiento para decidir acerca de su verdad o falsedad. En principio, se parte de la teoría clásica de la verdad (teoría de la correspondencia), que sostiene que la verdad o falsedad de un enunciado depende de su correspondencia o no con el hecho que dicho enunciado afirme.

En el empirismo lógico el núcleo significativo es el enunciado. El problema del significado se plantea cuando hay un juicio, cuando se afirma o se niega la vinculación entre un predicado y uno o varios sujetos. Este cambio Quine lo atribuye a Frege al considerar el enunciado como un nombre y, por ende, como una unidad significativa.

El problema de la unidad básica de significado es relevante por dos razones: en primer lugar, porque adoptar como unidad el enunciado permite introducir como técnica de análisis la lógica construida por Frege y Russell-Whitehead, en la cual el tratamiento lógico comienza en la proposición atómica, que es la mínima unidad sintáctica significativa.

La segunda razón hace referencia a las limitaciones que este punto de partida ha supuesto para los empiristas lógicos: aislar semánticamente los enunciados, es decir, considerarlos como unidades autónomas de significación, ha constituido una fuente de problemas insolubles en la búsqueda de una fundamentación del criterio de demarcación entre enunciados significativos y no significativos. Son los problemas derivados de un empirismo radical y pueden resumirse en esta cuestión: ¿puede un enunciado someterse aisladamente al veredicto de la experiencia?

Las unidades primitivas o indivisibles son las proposiciones elementales. Éstas son las mínimas unidades significativas con la mínima estructura sintáctica a partir de las cuales pueden generarse proposiciones más complejas mediante las reglas sintácticas de construcción. «En primer lugar, dice Carnap, debe fijarse la sintaxis de la palabra, es decir, la manera como se presenta en la forma proposicional más simple en la que puede aparecer; llamaremos a esta forma proposicional su proposición elemental». El problema más importante que este método plantea es que no se pueden detectar con ningún lenguaje (excepto, por convención, en los lenguajes lógicos) enunciados mínimos de este tipo. Simple y llanamente, no hay en lenguajes naturales ni en lenguajes científicos proposiciones elementales.

Desde esta perspectiva el llamado “criterio empirista del significado” establece que las proposiciones, excluidas las analíticas, son significativas, si es posible, al menos en principio, determinar empíricamente su valor de verdad: son significativas, pues, las proposiciones que o bien sean analíticas o bien tengan un contenido empírico de tal naturaleza que la experiencia pueda verificarlas o falsarlas en su caso.

Es evidente que las proposiciones metafísicas no son analíticas, ya que tienen pretensiones “extensivas” del conocimiento y no meramente “explicativas”. Según la concepción de Carnap, la metafísica pretende enunciar conocimientos más allá de toda experiencia. La conclusión es obvia: las proposiciones metafísicas carecen de sentido, ya que no hay procedimiento empírico posible para determinar su valor de verdad.

El lenguaje metafísico carece de sentido y, en consecuencia, no puede haber un discurso metafísico.

11.3 La filosofía como análisis sintáctico

Si los únicos enunciados con sentido son los que constituyen la lógica y la matemática por un lado, y las ciencias empíricas por otro, ¿se infiere de aquí no sólo que no hay lugar para la metafísica sino tampoco para la filosofía, sea ésta lo que sea, en el campo del saber?

El positivismo lógico asumió dos tesis del Tractatus: que la filosofía no es un cuerpo de conocimiento, sino una actividad, y que la tarea de la filosofía consiste en esclarecer proposiciones (las proposiciones de la ciencia) mediante su análisis lógico-sintáctico. Ambas tesis fueron interpretadas por el Círculo de Viena en un sentido antimetafísico que no puede ser atribuido a Wittgenstein. La noción de filosofía como actividad en el Tractatus no se limita a negar que la filosofía sea una ciencia natural, sino que especifica que se trata de una actividad de desvelar y delimitar lo pensable de lo impensable, significar lo indecible en tanto que representa lo decible, distinguir lo mostrable de lo decible. Para los empiristas lógicos, la actividad filosófica quedaba, en cambio, reducida al análisis lógico de las proposiciones científicas para hacer patente su estructura formal.

La tónica normal de los neopositivistas fue entender la actividad filosófica como análisis sintáctico y ésta fue la “actividad” filosófica a la que se dedicó Carnap. La actividad sintáctica, tal y como la entendía Carnap, tiene dos objetivos: por un lado, esclarecer las proposiciones científicas y contribuir con ello a desvelar la estructura formal de las teorías científicas. Y, por otro lado, el análisis sintáctico tiene también un objetivo terapéutico: desvelar el sin sentido de los enunciados (pseudo-enunciados sería el nombre correcto) metafísicos pretendiendo aplicar el dictum wittgensteiniano «la mayor parte de los interrogantes y proposiciones de los filósofos estriban en nuestra falta de comprensión de nuestra lógica lingüística» (Tractatus, 4.003)

Carnap tomó como modelo de discurso metafísico carente de sentido un texto de ¿Qué es metafísica? de Heidegger. Del mencionado texto pueden destacarse construcciones lingüísticas del tipo siguiente:

¿Existe la nada sólo porque existe el No, es decir, la Negación? ¿O sucede a la inversa? ¿Existe la Negación y el No sólo porque existe la Nada? […] ¿Cuál es la situación en torno a la Nada? […] La Nada misma nadea.

Para analizar estas construcción lingüísticas Carnap propone tres categorías lingüísticas: I) proposiciones del lenguaje ordinario plenas de sentido; II) construcciones carentes de sentido a partir de las proposiciones con sentido, y III) lenguaje lógicamente correcto. Así puede decirse con sentido: “¿Qué hay fuera? –Fuera hay lluvia” (I), de ahí surge una construcción gramaticalmente incorrecta: “¿Qué hay fuera? –Hay la Nada” (II), cuya formulación lógicamente correcta sería: “No hay algo que esté fuera (¬$x Fx)” (III). Aquí una expresión de (II) como “la nada nadea” no tiene traducción posible en (III), ya que no hay construcción lógica posible que pueda representar su estructura. Este procedimiento analítico le permitió a Carnap distinguir entre oraciones de objeto, oraciones de pseudo-objeto (modo material de hablar) y oraciones sintácticas (modo formal de hablar), una distinción que le permite precisar las condiciones del lenguaje significativo. Las oraciones de objeto constituyen el modo empírico de discurso que es esencialmente el discurso de las ciencias que versan sobre hechos (excluidas por tanto las ciencias formales); este modo de discurso no plantea problemas de fundamentación epistemológica, ya que respeta el criterio empirista del significado. Las oraciones sintácticas (modo formal de hablar) son aquellas que desvelan la estructura sintáctica del discurso, serían las anteriores del tipo (III) y son las que componen lo que podemos llamar con sentido filosofía.

Las oraciones relevantes para dilucidar el problema de la metafísica son las oraciones de pseudo-objeto, las que constituyen el modo material de hablar, es decir, aquellas oraciones que pretenden hablar de realidades tomando los predicados no como categorías sintácticas sino como categorías ontológicas. Éstas son las oraciones de las que se nutre la metafísica y que carecen de sentido, ya que ni son empíricas ni son sintácticas. No hay, pues, más que dar formas lingüísticas con sentido: las oraciones de objeto auténtico que se formulan con sujetos que se refieren a entidades del mundo físico y con predicados que expresan propiedades observables o, si no son directamente observables, definibles en términos de predicados observables, y el modo formal de hablar formado por enunciados sobre categorías sintácticas.

Como advierte Schlick, la metafísica se hunde no porque la realización de sus tareas sea una empresa superior a la razón humana, sino porque no hay tales tareas. Es en este sentido en el que la crítica del neopositivismo es más radical: la declaración de sin sentido no obedece a un intento de trascender límites sino a la anulación de la tarea misma.

Sin embargo, la actitud de los neopositivistas no fue tan radicalmente antimetafísica como pudiera parecer sugerir todo lo dicho anteriormente; fue una actitud ambigua, al menos en algunos casos. Como muestra de ello sirve la metáfora de la nave de Neurath:

No hay forma de tomar oraciones protocolares concluyentemente establecidas como punto de partida de las ciencias. No hay una tabula rasa. Somos como navegantes que tienen que transformar su nave en pleno mar, sin jamás poder desmantelarla en un dique de carena y reconstruirla con los mejores materiales. Sólo los elementos metafísicos pueden eliminarse sin dejar huella. De un modo u otro siempre quedan “conglomerados lingüísticos” imprecisos como componentes de la nave. Si bien podemos disminuir la imprecisión en un sitio, ésta puede surgir acrecentada en otro (Neurat, O, “Proposiciones protocolares”, en Ayer, A.J. (ed.), El positivismo lógico)

La idea expuesta por Neurath de que la nave (nuestro conocimiento de la realidad como un todo, y nosotros que viajamos en ella) no puede repararse en dique seco, atenta contra el principio de verificación, base de todo el ataque neopositivista a la metafísica, que vincula el significado de las proposiciones a las experiencias que las verifican. Las proposiciones forman un todo y se han de recomponer entre sí sin que algunos elementos privilegiados (los “mejores materiales” de la metáfora) puedan sustentarla. Desde esta perspectiva “hace aguas” la tajante distinción entre enunciados verificables y enunciados sin sentido, puesto que no hay unos enunciados privilegiados que fundamenten la verificación: ciencia y metafísica (o filosofía) no pueden separarse tan tajantemente en dos mundos opuestos como pretendían los empiristas lógicos.

En el texto citado se dice que los elementos metafísicos pueden eliminarse sin dejar huella, pero ahora el problema radica en que si ninguna proposición goza del privilegio del noli me tangere no hay criterio absoluto para distinguir entre proposiciones científicas y proposiciones metafísicas (o filosóficas). Así, aun afirmando la inutilidad de los elementos metafísicos, tiene que reconocer que la “imprecisión” como componente de la nave es inevitable. Y ¿en qué consiste esta imprecisión? Ni más ni menos en que el significado de los enunciados no está determinado, y esa indeterminación lleva pareja la imposibilidad de establecer una frontera entre el mundo del conocimiento objetivo y el fantasmagórico mundo del presunto conocimiento metafísico.

12. El concepto de metafísica en la filosofía analítica

Lo más característico del enfoque de la filosofía analítica ante la metafísica es lo que se ha llamado el giro lingüístico. La metafísica es entendida desde diferentes coordenadas que la metafísica clásica. El nuevo análisis de la metafísica no es un análisis del ente en cuanto ente sino del ser en cuanto significado. Este giro lingüístico tiene el aspecto de ser una reedición del giro copernicano de Kant, para quien antes de estudiar los seres en su naturaleza –el ser en cuanto ser– habría que empezar estudiando los límites de nuestro entendimiento, a saber, cuáles son las condiciones de posibilidad de nuestro conocimiento, retrotrayendo así el problema del ser al problema del conocimiento del ser, esto es, el ser en cuanto conocido. La novedad del giro lingüístico estriba en retrotraerse más allá todavía del giro copernicano, preguntándose por las condiciones de posibilidad del significado. Hay, pues, una radicalización del giro kantiano por cuanto el estudio del ser en su naturaleza viene dado por los límites de nuestro conocimiento –giro kantiano– que, a su vez viene dado por los límites del significado –giro lingüístico–. Se podría, por tanto, caracterizar el movimiento analítico como una radicalización en la filosofía trascendental. Se pasa de las condiciones de posibilidad del conocimiento del objeto a las condiciones de posibilidad del sentido.

12.1 Broad

Para Broad la filosofía no tiene un objeto unitario, sino dos, con métodos muy distintos y que producen diferentes grados de certeza. Esta disparidad de sujetos y métodos da lugar a dos tipos de filosofía: la filosofía crítica y la filosofía especulativa, que afectan intrínsecamente a la metafísica.

La filosofía crítica surge como una necesidad de cubrir el vacío dejado por las ciencias empíricas en el uso de los conceptos comunes al conocimiento humano, pues mientras las ciencias experimentales usan conceptos como relación, cualidad, sustancia, etc., ninguna de ellas los tratan como sus específicos objetos. De esta suerte, la filosofía crítica es la ciencia que tiene a su cargo como tarea fundamental el análisis de esos conceptos comunes a todas las ciencias. El objeto de esta filosofía son pura y simplemente los conceptos fundamentales usados y no tematizados por las ciencias experimentales. Entre estos conceptos están los de sustancia, cualidad y relación, pero también los de materia, apariencia sensible, sensación, percepción, etc.

La parte fundamental de la filosofía crítica es la lógica, que no es entendida como un instrumento para el buen razonamiento, sino más bien como una filosofía primera, ya que sirve de fundamento de todo nuestro conocimiento científico y cotidiano. En este sentido, la lógica, como parte fundamental de la filosofía crítica, parece hacer las funciones de una metafísica. Más específicamente, la lógica que considera Broad trata de las formas proposicionales, los modos más formales de pensar un objeto o lo que otros filósofos han llamado ontología formal, como la ciencia que analiza las formas lógicas de unificar nuestra experiencia o de referirnos a ella. La lógica analiza las diferentes formas proposicionales (a priori, empírica, etc.) y sus elementos (el concepto). Puesto que todo nuestro conocimiento –científico y cotidiano– está mediado por formas proposicionales, la lógica se convertirá en una suerte de metafísica o filosofía primera próxima a lo que Kant describe en su Crítica de la razón pura.

La filosofía crítica tiene dos tareas: 1) el análisis de los conceptos fundamentales y 2) el análisis de las proposiciones fundamentales que las ciencias experimentales toman como puntos de partida, pero sin que sean tratados por éstas. Esta segunda tarea supone la primera.

Broad distingue diferentes tipos de proposiciones: a priori, empíricas y postulados. Las proposiciones a priori –o principios– se caracterizan por ser necesarias, y esta necesidad nuestro conocimiento la reconoce mediante una mera reflexión sobre los contenidos de la proposición. Las proposiciones empíricas se caracterizan por ser contingentes, e implican una afirmación sobre un particular existente con el que la mente tiene o ha tenido algún tipo de experiencia. Debido a su origen empírico, las proposiciones empíricas sólo alcanzan una certeza derivada de la inducción; por ello, en todos los casos las proposiciones empíricas son sólo probables. En cuanto a los postulados, reúnen las siguientes características: a) no son a priori porque ni son evidentes por sí mismos, ni tampoco permiten deducir directamente proposiciones evidentes por sí mismas; b) no son empíricos, pues esto implicaría que fueran inductivos –y toda inducción supone una cierta estructura de la naturaleza que Broad llama “uniformidad de la naturaleza”, que es a su vez otro postulado del que no cabe justificación empírica so pena de circularidad– ; c) todo postulado por su propia naturaleza es irrefutable, y d) todo postulado se admite en la práctica como si fuera necesario, mientras que una proposición empírica es siempre intrínsecamente contingente y probable.

Un postulado no debe confundirse con una proposición a priori o principio, ya que éste es evidente por sí mismo, mientras que el postulado es sólo admitido en la práctica. A pesar de esta diferencia, los postulados y los principios son muy semejantes. Los postulados se admiten en la práctica como hipotéticamente necesarios a falta de una autoevidencia reconocida, esto es, los consideramos necesarios por el solo propósito de unificar nuestra experiencia.

Lo que antes de Kant hacia el papel de metafísica (especialmente la aristotélica) es lo que Broad llama filosofía especulativa. La filosofía crítica es el prolegómeno para la filosofía especulativa. El objeto de la filosofía crítica es la naturaleza de la realidad en su totalidad y no en cada una de sus partes. Ahora bien, la filosofía especulativa no estudia la naturaleza de la realidad en sí misma sino en relación con la experiencia humana. La filosofía crítica tiene como objeto la naturaleza de la realidad bajo el punto de vista de la experiencia cognoscitiva del hombre, esto es, «considerar todos los aspectos de la experiencia humana, reflexionar sobre ellos e intentar pensar una visión de la realidad como un todo que haga justicia a todos los aspectos de la experiencia humana». De esta suerte, la filosofía especulativa tiene una extensión similar –aunque de diferente tono– a la metafísica de Aristóteles, que trata en toda su extensión el ser en cuanto ser, si bien Broad considera esta extensión como esencialmente ligada a la experiencia humana, mientras que en Aristóteles esta experiencia está en un segundo plano.

En comparación con la filosofía crítica, la filosofía especulativa no goza de una verdad final, sino de una verdad meramente aproximada, y ello por dos razones: a) porque los conceptos humanos son inadecuados para describir la realidad misma en toda su riqueza, b) porque no tenemos acceso a la realidad como un todo. No obstante, este aspecto negativo, la filosofía especulativa tiene otro positivo, el de darnos una visión sinóptica de la realidad.

Tradicionalmente la filosofía especulativa ha tenido dos orientaciones radicales: el idealismo y el realismo. Según Broad, el gran mérito del idealismo se encuentra en áreas como la sociología, la ética, la estética y el fenómeno religioso. Por el contrario, el mérito del realismo se cifra en una más precisa explicación del mundo físico y nuestra percepción de él. No obstante, la filosofía especulativa no puede reducirse únicamente al idealismo ni al realismo, sino a una combinación de ambos. En otras palabras, la filosofía especulativa debe intentar reconciliar la fuerza impregnante del idealismo con la imagen científica del realismo.

Para Broad la filosofía crítica hace el papel de una ontología formal, cuyo objeto son puros conceptos y proposiciones que regulan nuestro conocimiento de la realidad (objeto de la filosofía especulativa), esto es, la filosofía crítica es una filosofía primera, una metafísica como ciencia frente a la filosofía especulativa, que sería una metafísica sin un sólido soporte científico. En este sentido, la metafísica como ciencia no se ocupa de las cosas mismas sino de nuestros conceptos sobre ellas. El horizonte de la realidad, que era el objetivo primario de la metafísica aristotélica, queda ahora relegado a un fondo inalcanzable (filosofía especulativa), para retrotraerse en la inmanencia de la crítica. Si el papel de la metafísica como filosofía crítica es el de una ciencia del análisis de conceptos, el de la filosofía especulativa –una metafísica no científica– es únicamente ofrecer una visión sinóptica del mundo.

12.2 Metafísica como ciencia histórica de las presuposiciones absolutas: Collingwood

El rechazo de la metafísica como la ciencia del ser en cuanto ser se hace explícito en R. C. Collingwood, pues el ser puro no es objeto de ciencia, y éste fue uno de los peores errores que la historia de la metafísica cometió. Collingwood, sin embargo, admite con Aristóteles que la metafísica es una ciencia, en el sentido clásico de ciencia, a saber, un cuerpo sistemático y ordenado acerca de una determinada materia, pero está en radical desacuerdo con él en que el objeto de la metafísica es el ente quaente, y propone una modificación de la definición de metafísica en los siguientes términos: metafísica es la ciencia que trata de las presuposiciones que subyacen en las ciencias. Esta definición de metafísica incluye dos aspectos, el deciencia y el de presuposición.

El concepto de cienciaes el de un sistema ordenado de proposiciones y presuposiciones. Ciencia sólo es posible del universal. Hay tantos tipos de ciencias como tipos de universales y los grados de universalidad corresponden con la jerarquía de las ciencias. Ahora bien, ¿qué tipo de universalidad correspondería al concepto de ser puro? Según Collingwood, el concepto de ser puro implica máxima universalidad y mínimo contenido (o, también, máxima extensión y mínima intensión); de esta suerte, una supuesta ciencia del ser puro tendría un objeto completamente privado de características, esto es, un objeto absolutamente vacío de contenido. El universal-especie tiene a individuos como sus inferiores, el universal-género tiene a especies como informes y por encima de todos los géneros, el concepto de ser como lo máximamente universal, pero también como absolutamente vacío, puesto que tiene que incluir todo sin diferencias. En este sentido, el universal del ser puro representa el caso límite de un proceso abstractivo, esto es, es el caso límite de un proceso de ir separando las diferencias hasta alcanzar lo más genérico.Pero «una ciencia no investiga lo que está separado sino lo que es dejado» tras la separación o abstracción. De aquí, Collingwood concluye que no hay ciencia estricta del ser puro, puesto que en este concepto no hay nada que se haya dejado a estudiar después de un proceso de abstraer todo.

Lo absolutamente vacío del ser puro es equivalente a la nada, nada y ser puro son una y la misma cosa: nada es lo que queda cuando se ha abstraído todo, lo que es equivalente a decir: ser puro es lo que queda cuando se ha abstraído todo. Esta afirmación es la ocasión propicia para que Collingwood refuerce la idea de que una ciencia cuyo objeto es el ser puro no es siquiera una ciencia, puesto que esa ciencia tendría como objeto la nada, de la que nada se puede decir. En conclusión, no hay ciencia posible, rigurosamente hablando, del ser puro o ser en cuanto ser.

El segundo concepto que aparece en la definición de metafísica antes dada es el de presuposición. Metafísica es la ciencia que trae a la luz y analiza las últimas presuposiciones que están implícitas en nuestro conocimiento ordinario y científico. La tarea de la metafísica es hacer explícitas esas presuposiciones que se nos dan como implícitas y llevar a cabo su análisis.

Collingwood distingue dos tipos de presuposiciones: relativas y absolutas. Una presuposición es relativa cuando es posible su verificación; es absoluta cuando no es posible su verificación.

Las proposiciones absolutas no son proposición veritativas; una proposición absoluta no es, estrictamente hablando, una proposición, porque las proposiciones como tales implican una lógica bivalente de verdadero y falso, mientras que las presuposiciones absolutas no son ni verdaderas ni falsas. No hay un procedimiento empírico ni a priori para establecer su verdad, o mejor, simplemente, las proposiciones absolutas están más allá de la verdad y falsedad y, por consiguiente, su eficacia en el pensamiento científico goza de lo que podríamos llamar inmunidad veritativa: «la eficacia lógica de una presuposición absoluta es independiente de su verdad», ella depende de su ser supuesto.

La labor analítica de la metafísica no es denunciar presuposiciones absolutas como infundadas, ni siquiera sustituirlas por otras, sino simple y llanamente hacerla explícitas en el discurso de la ciencia y del conocimiento ordinario: “el análisis que detecta las presuposiciones absolutas lo llamo análisis metafísico”. Y en la medida en que la metafísica es analítica es a la vez ciencia, pues lo característico de la ciencia es su método analítico. Lo que diferencia la metafísica del resto de las ciencias no es su método sino su objeto: “la metafísica es la ciencia de las presuposiciones absolutas”. Collingwood concibe la metafísica como una ciencia de ultimidades, mientras que el resto de las ciencias se ocuparían de proximidades sin tocar los últimos fundamentos.

Las presuposiciones, al depender del marco de una cultura, varían con el decurso de la historia y la cultura, lo que sugiere que el análisis metafísico es también un análisis histórico.

La metafísica es una ciencia histórica, porque “las verdaderas proposiciones metafísicas son verdaderas proposiciones históricas”. Collingwood propone entender toda presuposición absoluta con la siguiente fórmula que llama “rúbrica metafísica”: «en tal fase del pensamiento científico se presuponía absolutamente que…»

El error de Aristóteles, piensa Collingwood, fue creer que la ciencia del ser puro es lo mismo que la ciencia de las presuposiciones absolutas, sin percatarse de que la metafísica trata únicamente una cierta clase de hechos históricos llamados presuposiciones absolutas. La metafísica es un tipo de estudio histórico, porque todos sus problemas son problemas históricos, de aquí que su método tenga que ser también el de las ciencias históricas: la recogida de datos (históricos) y su análisis. Los hechos históricos que constituyen la materia de la metafísica no suelen ser simples sino un complejo de hechos llamados “constelación”. Y una constelación, por muy compleja que se presente, es en realidad un solo hecho, ya que las diferentes presuposiciones que entran en su composición funcionan como un todo unitario en nuestros sistema de pensamiento. Esta constelación de presuposiciones implica que cada una de sus presuposiciones es “consuponible” con el resto, esto es, lógicamente posible que quien supone una de ellas suponga el resto.

En conclusión, el objeto de la metafísica conlleva dos importantes características: su radical historicidad y su independencia de la verdad. No hay verdad sino presuposición en un contexto histórico, y no hay problemas centrales sino la parcialidad de un problema en una fase histórica que se resuelve en la siguiente. Desde el punto de vista histórico, una presuposición absoluta se la ha de entender en el contexto histórico de las precedentes y subsiguientes presuposiciones, de igual manera que una fase de la historia nace en la precedente y se resuelve en la siguiente. De aquí que el análisis metafísico se confine a evaluar la naturaleza histórica de as presuposiciones absolutas de las civilizaciones como concepciones definidas históricamente y no como verdades eternas.

12.3 El relativismo ontológico de Quine

Su doctrina metafísica se articula en dos postulados: la transformación de las estructuras sujeto-predicado en descripciones russellianas y el convencionalismo ontológico. La estrategia seguida por Quine es, primero, neutralizar la carga ontológica de las proposiciones mediante su reducción a descripciones, en donde el carácter referencial del sujeto queda limitado a una variable ligada: ser es ser el valor de una variable.

12.3.1 Sobre lo que hay

El problema ontológico es esencialmente acerca de lo que hay. Y lo que hay, según Quine, se identifica simplemente con existencia. Quine utiliza la palabra “hay” y “existencia” de una forma unívoca: existencia se aplica tanto a clases como a objetos físicos, de la misma forma, sin que parezcan preocuparle ciertas diferencias semánticas entre la vaguedad existencial del término “haber” y el sentido existencial fuerte del término “existencia”.

La discusión de Quine en torno a la paradoja platónica de que “el no ser es” en algún sentido se desprende de la cuestión ¿qué eseso que es no ser? Esta paradoja se extiende a todo objeto llamado ficticio, como Pegaso. Pegase debe existir de alguna forma, de lo contrario no tendría sentido decir que no existe. Pero para poder afirmarlo Pegaso tiene que seruna idea en nuestra mente, esto es, Pegaso es una entidad. Si se admite que todo objeto ficticio es una entidad que existe de alguna forma en nuestra mente, llegaríamos a algo que causa horror a una mente civilizada, a saber, la sobrepoblación innecesaria de objetos. Pero lo que horroriza más a una mente civilizada es el caso de objetos imposibles. Si los objetos ficticios existen de alguna forma, entonces objetos imposibles tales como círculos cuadrados tienen que existir de alguna manera para poder decir de ellos que no pueden existir de ninguna manera, lo que implica una violación del principio de contradicción. Esta interna contradicción sugiere que no es aconsejable aceptar la existencia de objetos ficticios.

Quine utiliza las herramientas que Russell ofreció en la teoría de las descripciones definidas, para deshacerse de esos objetos indeseables. Esta teoría sugiere un método por el que podemos usar nombres sustantivos sin suponer la existencia de las entidades que nombran. Este método supone que todo nombre sustantivo puede transformarse en una descripción y, mediante un análisis de la descripción, parafrasearla en el contexto de una variable simbólica incompleta. Por ejemplo, el nombre sustantivo Pegaso puede transformarse en la descripción “el caballo alado que fue capturado por Belerofonte”, que se la puede analizar en partes como “algo es caballo y es alado, y capturado por Belerofonte, y no hay otra cosa que sea caballo y alado. Este análisis arroja el resultado de que no es necesaria la referencia del nombre sustantivo “Pegaso”, pues “la carga de una referencia objetiva que se había puesto en la frase descriptiva es ahora sustituida por las palabras del tipo que los lógicos llaman variables ligadas, variables de cuantificación, esto es, palabras como “algo”, “nada”, “todo”. No hay entidades tras los nombres sino variables ligadas, lo que implica que no hay un problema ontológico con los llamados objetos ficticios, ya que no hay tal referencia. La referencia objetiva es sustituida por una variable.

Cuando un lenguaje o teoría es regimentado en la notación simbólica del cálculo de predicados, las variables ligadas cumplen la función de esos pronombres. Por ejemplo, “los cuervos son negros” se transforma en “Algo es cuervo y negro” que en notación simbólica se expresa así: ($x) (x es cuervo ®x es negro). Aquí la referencia ha sido sustituida por el valor de la variable ligada x. De esta forma, la ontología que se acepta es lo que se acepta como valor de una variable ligada, cuya correspondencia en el lenguaje natural sería la siguiente: lo que uno acepta como ontología es lo que uno acepta como referencia de un pronombre.

Quine cree detectar el error común sobre la existencia de objetos ficticios. Quienes admiten estos objetos para dar significado a palabras como “Pegaso”, “círculo cuadrado”, etc., confunden el significado con la referencia de una palabra. De esta forma, por ejemplo, se dice erróneamente que Pegaso debe existir para que la palabra “Pegaso” tenga significado. Por el contrario, Quine sostiene, siguiendo a Frege, que la palabra Pegaso tiene significado pero no referencia, no refiere a nada.

La posición de Quine frente a los universales y las propiedades se asemeja a la de los objetos ficticios: no hay ninguna entidad que sea la referencia de nombres de propiedades o universales. Por ejemplo, “rojo” es una palabra que no goza de referente. Los nombres de propiedades y universales tienen significado pero no referencia, esto es, no hay una entidad abstracta tras estas palabras.

12.3.2 El compromiso ontológico

Es de la incumbencia del filósofo decidir si hay o no objetos físicos, matemáticos, etc. Pero si se admite que hay objetos físicos, es asunto de la ciencia natural descubrir si hay, por ejemplo, marsupiales o no. Y si se admite que hay objetos matemáticos, es tarea de la ciencia matemática indicar si hay números pares e impares, etc. Cuando las diversas teorías científicas se integran entre sí, pueden surgir una o varias explicaciones del mundo, cada una de las cuales con una teoría óntica presupuesta. No tiene sentido investigar qué teoría óntica es la verdadera, sino sólo admitirla por convención.

La necesidad de una ontología por convención viene sugerida por el escepticismo del sentir general de que no hay manera científica de sentar una disputa ontológica, que los metafísicos han dilapidado sus energías en disputas interminables sobre problemas irresolubles científicamente. Quine propone un diferente acercamiento a las cuestiones metafísicas: en vez de buscar la verdad y falsedad científica de una teoría óntica, intentemos el método inverso de determinar el contenido ontológico presupuesto en una teoría científica. De esta suerte, una teoría ontológica puede tener una solución respetada y la aceptación del mundo científico, o, lo que es lo mismo, los problemas ontológicos cobran interés desde la perspectiva de las ciencias. Tenemos así que la metafísica (ontología aquí) es una disciplina derivada por convención científica.

El método analítico para aceptar una teoría ontológica consiste en recurrir al análisis russelliano de las descripciones definidas. La sustitución del referente por una descripción permite afirmar a Quine que

Cuando decimos que hay número primos mayores que un millón nos comprometemos con una ontología que contiene números […]. En cambio, no nos atamos a una ontología que contenga a Pegaso […] cuando decimos que Pegaso no es […]. No debemos seguir trabajando bajo la ilusión de que la significatividad de un enunciado que contiene un término singular presupone una entidad nombrada por el término en cuestión. Un término singular no necesita nombrar para ser significativo (“Acerca de lo que hay”, en Desde un punto de vista lógico, p. 34)

Solamente cuando a la fórmula simbólica que expresa la descripción se le añade el valor de verdad o falsedad nos comprometemos a un determinado contenido ontológico de la proposición. Esto quiere decir que cuando aceptamos una teoría de cualquier disciplina, nos comprometemos al mismo tiempo con la existencia de ciertas entidades. Y cuando esa teoría es traducida a un lenguaje simbólico cuyos únicos elementos son cuantificación, predicación y valor de verdad, hacemos manifiesto nuestro compromiso ontológico.

Para Quine, el único modo de quedar comprometido en teorías ontológicas es “por el uso de variables ligadas”. Así, por ejemplo, cuando se afirma que hay algo (variable ligada) que casas rojas y puestas de sol tienen en común, se quiere decir que una entidad es pura y simplemente su ser reconocida como el valor de una variable.

Las variables de cuantificación –”alguno”, “ninguno”, “todo”– recorren nuestra ontología entera, cualquiera que ésta sea; y se nos hará convictos de una determinada suposición ontológica si y sólo si el supuesto aducido tiene que encontrarse entre las entidades que constituyen el campo de nuestras variables para que una de nuestras afirmaciones resulte verdadera (ibid., p. 39

Una teoría científica se compromete con la existencia de determinadas entidades cuando las variables ligadas de esa teoría tienen que referirse a esas entidades para que las afirmaciones de esa teoría sean verdaderas.

Quine cree que la aceptación por su parte de una ontología es semejante a la aceptación de una teoría científica: se acepta la teoría con el sistema conceptual más simple. Por tanto, aplicando la navaja de Ockham, no se ve la necesidad de aceptar una ontología de universales, propiedades y objetos ficticios para dar una explicación razonable del mundo. En otras palabras, aplicando el principio de máxima simplicidad, no necesitamos una ontología de entidades ideales para dar una explicación científica del mundo.

12.3.3 Relatividad ontológica

Según Quine, es siempre posible encontrar varias teorías en mutuo conflicto con respecto al mismo conjunto de datos, ya que los datos no pueden determinar cuál de esas teorías en conflicto es la correcta. De aquí, concluye Quine, la referencia es de suyo inescrutable. Dado que cuestiones en torno a la referencia coimplican cuestiones en torno a la ontología, la inescrutabilidad de la referencia tendrá serias implicaciones en la ontología. La principal es lo que Quine llama “relatividad ontológica”. Esto quiere decir: 1) lo que hay es relativo a lo que una teoría reconocida se compromete a que haya, que es el “compromiso ontológico”; 2) la especificación del universo de una teoría tiene sentido únicamente en relación aotra teoría que hace de fondo o marco de referencia.

Lo que Quine llama el principio de relatividad dice que la referencia ontológica de nuestro lenguaje no tiene sentido por sí misma sino en relación a un sistema de coordenadas o marco de referencia. De esta suerte, una teoría científica se compromete a un universo de entidades que son el valor de sus variables ligadas. Pero “no tiene sentido decir lo que son las entidades de una teoría más allá de decir cómo interpretar o reinterpretar esa teoría en otra”. Sólo dentro de una teoría que funciona como fondo o marco de referencia se puede mostrar cómo otras teorías subordinadas, cuyo mundo es una porción del mundo de referencia, pueden reinterpretarse en otra teoría subordinada cuyo mundo es más amplio. Las teorías subordinadas y sus ontologías correspondientes tienen sentido únicamente en relación a la teoría que hace de marco de referencia junto con su ontología, que tendrá que ser primitiva, última e inescrutable. Toda ontología convenida de acuerdo con una teoría es, en último término, relativa a otra teoría de fondo.

Puesto que toda ontología es relativa a una teoría (y a un lenguaje), y lo que determina nuestro compromiso con una ontología es relativo a lo que se considera la mejor teoría, entonces no hay una teoría que sea definitivamente verdadera y, por consiguiente, no hay posibilidad de afirmar lo que hay de un modo absoluto. Nuestros compromisos ontológicos son esencialmente relativos y lo que se dice que existe es esencialmente indeterminado.

12.4 Metafísica como ciencia de los particulares: Strawson

Según Strawson, el objeto principal de la metafísica es la categoría de particular o individuo, y otro objeto considerado en conexión con la metafísica tiene sentido si está en conexión con el objeto básico.

El objetivo principal de la filosofía analítica es el análisis conceptual. Este análisis se realiza principalmente mediante un análisis del uso de las palabras en un lenguaje. Este análisis debe llegar a una explicación sistemática de la estructura conceptual que la práctica cotidiana utiliza de un modo tácito e inconsciente. El análisis conceptual trata de hacer sabido lo consabido de un sistema conceptual por el que nos dirigimos al mundo. El sistema conceptual, que parece común a todo nuestro conocimiento, consta de los conceptos generales de explicación, demostración, prueba, conclusión, causa, suceso, hecho, propiedad, hipótesis, evidencia, teoría, etc., que son comunes en la vida ordinaria y científica. Todos estos conceptos forman un sistema pre-teórico, del que no conocemos los principios que lo rigen, y que el análisis conceptual debe hacer patente. Strawson cree que es sólo tarea del filósofo descubrir esos conceptos fundamentales comunes a todas las ciencias y a la vida diaria: «un matemático puede descubrir y probar nuevas verdades matemáticas sin poder decir cuáles son las características distintivas de la verdad matemática o de la prueba matemática». El análisis conceptual hace explícita la estructura conceptual pre-teórica del conocimiento humano.

Esta estructura conceptual tiene tres funciones: lógica, epistemológica y ontológica. La función lógica es in nuce una función judicial. Strawson cree que el uso fundamental de los conceptos se da en el juicio, que es la operación consciente por la que se afirma que algo es el caso. Puesto que pensar es esencialmente juzgar, el concepto tiene sentido sólo dentro de un juicio, esto es, dentro de una proposición, o mejor, los conceptos son juicios posibles. La función epistemológica trata de responder a la cuestión de cómo se llega desde el concepto a la formación de juicios sobre la realidad. La respuesta sigue al dictumkantiano: «los conceptos de lo real no pueden significar nada para el sujeto excepto en el caso de que se relacionen, directa o indirectamente, con experiencias posibles de lo real». Y si ahora consideramos la dualidad entre sujeto que juzga y la realidad objetiva sobre lo que se juzga, la función ontológica del sistema conceptual estriba en ser medio para el conocimiento de la realidad objetiva.

La función de la filosofía analítica es conecta la función lógica con las otras dos, a saber, la epistemológica y la ontológica. Para este propósito, Strawson establece con Kant la forma fundamental del juicio afirmativo: el poder de subsunción del concepto, por el que un caso particular queda bajo un concepto general. Esto nos permite acceder en la experiencia a diferentes casos particulares, distinguirlos y, a la vez, reconocerlos como semejantes por ser todos ellos casos aptos para la aplicación del mismo concepto. Y algo es un caso particular si queda individuado en nuestra experiencia mediante el espacio y el tiempo. De esta suerte, todos los particulares deberán ser casos espacio-temporales. De aquí esta conclusión de relevancia metafísica: los objetos espacio-temporales, los particulares o individuos, son los objetos fundamentales de referencia en la predicación. «En nuestros juicios básicos acerca de la realidad objetiva, parece que los individuos espacio-temporales serán de hecho los objetos de referencia o, como diría Quine, los elementos sobre los que se extienden nuestras variables de cuantificación». De aquí que creer en la existencia de un objeto sea sólo creer en lo que podemos tratar como objeto de referencia manteniendo el compromiso ontológico al mínimo.

Strawson distingue dos tareas de la metafísica: descriptiva y revisionista. La metafísica descriptiva se ocupa de una descripción de la estructura de nuestro pensamiento acerca del mundo. Por el contrario, la metafísica revisionista tiene la tarea de depurar y mejorar esa descripción de la estructura del pensamiento.

La metafísica descriptiva mantiene estrechas relaciones con el análisis conceptual al compartir los mismos objetivos, si bien el método y la generalidad son algo diferentes. El análisis conceptual se cierne más en la analítica del uso de las palabras, método que limita su campo de aplicación. Por el contrario, la metafísica descriptiva sobrepasa esta limitación llegando a lo que ha sido en historia del pensamiento humano un instrumento de cambio conceptual, un medio receptivo de las nuevas direcciones del pensamiento.

Aunque resulta improbable incrementar el número de verdades descubiertas por la metafísica descriptiva, sí cabe al menos redescubrirlas y repensarlas desde nuevos puntos de vista. Los contenidos perennes de la metafísica pueden ser los mismos, pero la forma de afrontarlos a buen seguro será distinta, pues “ningún filósofo comprende a sus antecesores hasta que ha repensado sus pensamientos en sus propios términos contemporáneos”.

La idea esencial de proyecto metafísico de Strawson es desarrollar una metafísica descriptiva, cuyo primordial y fundamental objeto es el análisis de los particulares, que se extienden a las categorías de cuerpos materiales y personas, que son los temas esenciales de la metafísica.

El primer objeto esencial de la metafísica son los objetos materiales, que son los particulares básicos desde el punto de vista de la identificación material, ya que esta identificación requiere un sistema unificado de entidades espacio-temporales que perduran y son públicamente observables. Los objetos materiales son básicos por dos razones: 1) la identificación de estos particulares es independiente de la identificación de particulares pertenecientes a otra categoría, y 2) los particulares de otras categorías no pueden ser identificados sin referencia a los objetos materiales.

El segundo objeto esencial de la metafísica son las personas. Persona, en sentido metafísico, es un concepto primitivo, anterior a los de mente y cuerpo. El concepto de mente es derivativo del de persona y no viceversa, y los estados de conciencia –como las propiedades físicas– son predicados no del cuerpo ni de la mente sino de una y la misma cosa, la persona. El carácter originario del concepto de persona explica por qué los estados mentales y las propiedades corporales se atribuyen a la misma unidad absoluta.

12.5 Dummett: el acceso a la metafísica desde la teoría del significado

Para Dummett, la tarea de la filosofía sigue siendo todavía mentalista, en cierto sentido, por cuanto se ocupa de alcanzar una claridad conceptual por la cual se piensa el mundo con el fin de llegar a una comprensión del modo como representamos ese mundo en el pensamiento. El punto de partida de la filosofía es el análisis lógico de la estructura fundamental del pensamiento, donde por análisis lógico debe entenderse, en este caso, el llevado a cabo por la lógica matemática. El modo de acceso a la estructura lógica del pensamiento es el análisis del lenguaje.

La metafísica tiene que habérselas con el concepto de objetividad y realidad, que surgen directamente de una filosofía del pensamiento. Específicamente, el principal objetivo de la metafísica se ciñe a cuestiones en torno a realismo e idealismo, que cubren todas las áreas de las ciencias. Dummett llega a la conclusión de que “ninguna de las observaciones de los objetos o procesos físicos ordinarios nos dirá si existen independientemente de nuestras observaciones”. De aquí surge la propuesta de Dummett acerca de lo que es el realismo: el realismo no es objeto de descubrimiento sino que es una doctrina respecto del estado de ciertas proposiciones. Esto es, el realismo no versa acerca de objetos sino de proposiciones.

Si el realismo es una cuestión de proposiciones, entonces es obvio que un análisis de la estructura lógica del pensamiento debe arrojar mejor luz acerca de lo que significa el realismo que el estudio directo de lo real. Según Dummett, una característica común en las teorías realistas es la insistencia en la ley del tercero excluido o principio de bivalencia, a saber, que toda proposición es o bien verdadera o bien falsa: para toda proposición A, la proposición “A o no A” es lógicamente verdadera. Esto se debe a que, para un realista, una proposición acerca de la realidad física es verdadera no porque se tenga una observación de la realidad física sino porque hay una realidad que existe independientemente de nuestra observación. De aquí un importante problema para el realismo: si se mantiene el principio de bivalencia, habrá proposiciones de nuestro lenguaje que serán verdaderas incluso si no somos capaces de saber que son verdaderas.

Ahora bien, casi todas las variables de antirrealismo dan lugar al rechazo de la bivalencia. Por ejemplo, una concepción anti-realista del pasado no supone que toda proposición de pasado sea o bien verdadera o bien falsa, ya que pueden faltar datos de observación para su verdad o falsedad. De igual manera, un fenomenalista no puede suponer que toda proposición acerca del mundo físico sea o bien verdadera o bien falsa, ya que puede que falten los datos observacionales que lo deciden. De aquí una doble conclusión: 1) el rechazo del realismo conlleva, de alguna forma, el rechazo de la lógica clásica, y 2) una teoría metafísica tiene estrechas consecuencias para la lógica. Desde esta perspectiva, el proyecto lógico-positivista, que consideraba la metafísica como irrelevante, resultaba esconder una vergonzante y críptica metafísica con profundas consecuencias en lógica, por cuanto el fenomenismo era la doctrina apoyada por el positivismo lógico. Esto es, el rechazo de la metafísica implica la presuposición implícita de una metafísica, que tiene efectos prácticos, incluso en un terreno considerado alejado de la metafísica como es la lógica.

Si los problemas metafísicos son inevitables y están implícitos en todas las áreas de nuestro pensamiento, ¿cuál es el método para aclararlos? Dummett propone analizar el significadode las proposiciones que se usan en la discusión metafísica. el significado viene dado exclusivamente por el modo de usar esas proposiciones. Saber lo que una proposición significa no es lo mismo que saber representar o interpretar ese significado correctamente; o mejor, sabemos lo suficiente de un significado para usarlo en el lenguaje, pero no lo sabemos completamente. En definitiva, para resolver un problema metafísico se ha de aclarar primero el significado de las proposiciones que se usan.

Lo que Dummett llama aclaración del significado se identifica con una descripción del funcionamiento del lenguaje, que constituye la teoría fundamental del significado, que nos proporcionará felizmente los medios para resolver discusiones metafísicas acerca del realismo e idealismo sin –en principio– estar involucrado en teorías metafísicas, esto es, la teoría del significado se presenta como un método sin presuposiciones metafísicas.

Esta teoría del significado funciona del siguiente modo: las leyes lógicas, que gobiernan una parte del lenguaje, dependen del significado de las proposiciones de esa parte del lenguaje. De aquí que esas leyes pueden ser determinadas desde un modelo correcto del significado de esas proposiciones. Esto es, la teoría del significado determinará cuál es la lógica correcta. Pero debido a la íntima conexión entre lógica y metafísica, la teoría del significado resolverá las disputas metafísicas entre realismo y anti-realismo, o, más específicamente, la teoría del significado decidirá si las proposiciones de la ciencia implican una teoría de la verdad y una lógica que supone el principio de bivalencia, o si esas proposiciones, para que sean verdaderas, requieren una realidad independiente de su conocimiento.

Toda disputa metafísica se deberá resolver dentro de la lógica o, más específicamente, la analítica del pensamiento o teoría del significado. De aquí que Dummett proponga trasladar todos los problemas metafísicos a una teoría del significado.

La base lógica para la investigación de las disputas metafísicas […] debe permitir todas las posibilidades. No se debe suponer la validez de ningún sistema lógico sino describir cómo surge la elección de diferentes lógicas en el nivel de la teoría del significado, y cómo depende de la elección de una u otra forma general de la teoría del significado (The Logical Basis of Metaphysics, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1991, p. 18)

Por eso, «todos los temas metafísicos se tornan cuestiones sobre la teoría del significado correcto en nuestra lengua». Los problemas metafísicos se resuelven no en el nivel de lo real, sino en el nivel del lenguaje, en su funcionamiento, en su descripción.

13. La crítica de la metafísica en Heidegger

Heidegger comienza recogiendo la crítica nietzscheana a la metafísica occidental. También para él “toda metafísica es en última instancia, platonismo” si bien su crítica se va a centrar, sobre todo, en un triple aspecto. Por un lado, la metafísica instituye una determinada concepción del ser, por otro, una cierta comprensión de la naturaleza del hombre y, finalmente, una cierta formulación acerca del problema tradicional de la verdad. En torno a este triple eje ejerce Heidegger su crítica.

La metafísica tradicional ha comenzado por el olvido del ser (Sinsvergersenheit). Esto significa que ha privilegiado desde sus comienzos al ente concreto en detrimento del acto no óntico, no substancial que hace aparecer al ente y simultáneamente se retrae no apareciendo él mismo. Este acto es el ser y de ahí el olvido denunciado por Heidegger. Además, la metafísica no sólo ha olvidado el ser, sino que además ha concebido al ente en términos de presencia firme y constante (Anwesenheit), en términos de par-ousia, con lo cual además ha privilegiado de paso un éxtasis temporal concreto, a saber: el presente, como temporalidad propia del modo de pensar metafísico. En consonancia con esto la metafísica concibe al hombre como apertura ex -statica a la verdad del ser (es decir, no como un ente entre los entes, sino como sede privilegiada (lichtung) en virtud de cuya percepción el ser halla acogida y patencia), sino como un ente en el sentido más “cósico” y reificado del término. Para ello la metafísica se vale de la fórmula “animal rationale”, definición por género y diferencia específica que convierte al hombre en un ser susceptible de ser descrito y agotado por el aparato categorial tradicionalmente aplicado a los entes naturales. Lo característico del fenómeno humano no es, según su ex -istencia (es decir, un acto de apertura perceptiva ligado a la prodigalidad del ser) sino el ser un ente, una cosa situada en el mismo rango ontológico en el Universo de los entes. Ser “racional” viene aquí a equivaler a ser “en el ágora” o “tres pies de alto”. Finalmente, la metafísica instituye una concepción de la verdad (es decir, de la relación entre el mundo y su percepción por parte de un sujeto cognoscente) acorde con las caracterizaciones que acabamos de ver acerca del ser y el hombre. Soslayando la teoría de la verdad como alhqeia: (esto es, como desvelamiento en el cual los entes se muestran, aparecen ante una instancia percipiente que no es un sujeto substancial sino una aprehensión, una percepción que toma a su cargo tal desvelamiento como verdadero o falso) la metafísica instituye una idea de la verdad en términos de “adaequatio intellectus et rei”, con lo cual, la esencia de la alhqeiase pierde y la verdad es concebida en términos de relación entre “proposiciones” que enuncian estados de cosas pretendidamente objetivos y objetos-términos de objetualidad cósica, carentes de misterio, de retracción o mostración. La alhqeia: sería, de este modo, una condición previa de posibilidad del enunciado correcto. Este aspecto es sistemáticamente soslayado por la metafísica occidental.

14. Algunas propuestas contemporáneas

14.1 Emmanuele Severino

Esencia del nihilismo formula Severino su demoledora crítica al espíritu y la esencia de la metafísica occidental. Su tesis central afirma que la metafísica históricamente acontecida es en su raíz deudora del nihilismo ontológico. “Nihilismo”, significa, en contexto severiniano, fe en el devenir, es decir, aceptación de la tesis según la cual el devenir es real y, por tanto, las cosas, los entes salen de la nada y retornan a ella. Ahora bien, esta fe en el devenir tiene un supuesto inconsciente: un ente que sale de la nada o se torna a la nada, es en sí mismo, aún mientras es, también nada. Aquí surge el contrasentido y el escándalo de la metafísica occidental, en afirmar que algo que es ( in positivo) es a la vez nada (lo negativo por excelencia), es decir, es y no es a la vez, con lo cual, en última instancia no es. Lo supremamente escandaloso de la metafísica occidental reside pues, en pensar el ente como devenir (y no ya como en Heidegger el ser como ente). Consiste en concebir una no-nada (es decir, un ente) como nada. He ahí donde radica el nihilismo. Toda la metafísica occidental se ha guiado en virtud de tal fe y, con ella, la técnica contemporánea. Ambas instancias, pues, ejemplifican a la perfección la dominación del nihilismo en el seno de la cultura occidental y esto ha sido posibilitado por la metafísica, puesto que además, el hecho de pensar que los entes devienen, esto es, nacen y mueren, otorga carta blanca a la dominación técnica de la naturaleza, dominación que resultaría de todo punto imposible en el contexto de una entidad eterna e inmutable de todo ente, esencia de la tesis defendida por Severino y que éste opone a la barbarie nihilista propia de la metafísica occidental.

14.2 Levinas

Levinas se mueve en un horizonte fundamentalmente ligado a la tradición humanista dialógica vinculada al judaísmo y en fuerte oposición a la ontología heideggeriana. Para Levinas la metafísica occidental ejemplificaría en la noción aristotélica de “proth jilosojia” privilegia el Universo del ser, es decir, de lo inhumano, lo neutro, lo carente de cualidad y relación sobre la relación entre los entes concretos, particularmente sobre la relación entre los rostros humanos, portadores de la responsabilidad ética hacia el otro, hacia el prójimo. La ontología de Heidegger se mostraría paradigmática a la ética de responsabilidad hacia el otro. “La ética” dice Levinas “y no la ontología o metafísica, es la genuina filosofía primera”.

El acto de privilegiar lo neutro es identificado por Levinas con el materialismo. “El último Heidegger” caería así en este “materialismo vergonzoso”, escribe Levinas en “Totalidad e infinito”.

14.3 La «tesis» de la ontología hermenéutica

La llamada ontología hermenéutica -singularmente en su visión postmoderna (Vattimo sobre todo)- lleva a cabo una destrucción absoluta de la metafísica tradicional. Para ella el ser no es ya lo fijo, el ser estable e inmutable teorizado por la metafísica desde Parménides, sino que es pensado en términos de devenir, de radical finitud, de ineludible temporalidad, es decir, es pensado como acontecer, como historia. Historia que viene dada por la multiplicidad de interpretaciones (inagotable multiplicidad) a las cuales el ser da lugar en su condición de instancia histórica y mutable, radicalmente finita. A la sustitución del ser fijo y eterno propio de la metafísica tradicional por esta nueva concepción “débil” del ser la llama Vattimo “ontología del declinar”, o “de la proveniencia”. En el contexto de un mundo donde ya no se otorga credibilidad alguna a la distinción entre ser y apariencia, la ontología del declinar permite moverse en el cambiante y vital juego inagotable de la multiplicidad aparente, donde los “objetos” (las apariencias) han perdido ya toda substancialidad y fijeza que la metafísica tradicional les había conferido. Con ello ya no es posible hablar de estados de cosas existentes de modo efectivo (todo se reduce al libre y cambiante calidoscopio de la interpretación) y así se evita caer en la metafísica caracterizada ahora como pensamiento violento, esto es, que impone evidencias, instancias últimas ante las que es necesario guardar silencio. Nada de esto sucede en el Universo de la interpretación.

14.4 Derrida y el final de la metafísica

Derrida asume el problema de la superación de la metafísica como una cuestión filosófico-artístico-política, como el problema de una política y de un arte (de una praxis) de la filosofía. Sin embargo, su punto de referencia no es Marx, sino Heidegger, y esto significa que la radicalidad auténtica para él no consiste en la praxis revolucionaria (esto significaría volver a caer en esa metafísica cuyo destino ha sido alcanzado, entre otros, por el propio Marx con la idea de la realización de la filosofía en la praxis) ni en la concepción de un cambio de hecho posible, ya sea en el sentido de poder ser decidido ya sea en el sentido de poder efectuarse.

La metafísica se ha terminado, la filosofía que sobre ésta se modelaba se ha acabado, pero no es posible enunciar este fin porque enunciándolo se desmiente: para enunciarlo es necesario utilizar el lenguaje de la metafísica y hacer una filosofía. Por tanto, no existe superación, no existe otro, sino una despedida infinita, un “largo adiós”.

Las dos tesis característicamente “propositivas” de Derrida son la noción de différancey la noción de écriture. La différance es sustancialmente lo que Gadamer llama Zeitenabstand (la diferencia temporal que nos separa de las obras del pasado y que debemos respetar y recordar en el trabajo hermenúetico), pero desprovista de los caracteres “humanistas”. Según Derrida, la différancese distingue de la simple diferencia (différence) porque incluyela temporalidad, se trata de una diferencia espacio-temporal, es el diferir, remitir, encontrarse antes-después que encontramos en el tiempo, y a la vez el separarse, diversificarse, desconectarse que se produce en el espacio.

Derrida realiza una inversión del nexo causal entre pensamiento y lenguaje, y entre lenguaje hablado (la voz, la pone) y lenguaje escrito (grammé). Según Derrida, no existe un pensamiento “preverbal”, una experiencia anterior al lenguaje, pero para Derrida no existe tampoco un lenguaje preescritural, una voz que anticipa y funda la escritura.

El engaño fundamental del pensamiento que Nietzsche denominaba moral-metafísico consiste en haber relegado la escritura a signo infiel o residuo de la voz, del discurso hablado. Sin embargo, según Derrida, en la escritura se encuentra la experiencia del ser-lenguaje que la ontología heideggeriana buscaba: se encuentra, sobre todo, la desposesión del sujeto ya que la escritura traiciona y supera el querer decir del propio autor y dispone del mismo a su placer, la escritura expone el pensamiento no sólo a la transmisión histórica sino al hurto. Además, la escritura es rastro, es decir, indicación presente (visible, empíricamente detectable) que documenta una ausencia (la ausencia de la “cosa”), de la misma manera en la cual la huella documenta el paso de algo que, a todos los “efectos”, no está (de este modo la escritura testimonia la différance).

Por último, la escritura se identifica con una modalidad no “presencial”, pero sí “diferencial” del ser, ya que posee del ser la ubicuidad y la originariedad. Si nosotros buscamos el sentido auténtico de un texto encontramos otros textos, en una cadena de referencias, hasta llegar a la escritura originaria, que probablemente podemos denominar “naturaleza”, pero que sólo en cuanto texto de Dios ha podido fundar la cadena de las referencias y de los textos. A partir de estas ideas se presenta la fórmula típica de la deconstrucción derridiana.

¿Cómo se ejercita la despedida de la (o la continuación de la) metafísica? ¿Qué estamos haciendo al dar por acabada la metafísica? Teniendo en cuenta que la deconstrucción es el ejercicio propio de la filosofía contemporánea, ¿cómo se realiza ésta?

Para Derrida no existe superación. Para Derrida no existe nada más que hacer que repetirla metafísica mostrando su final. Se trata de un recorrer de nuevo de tipo destructivo. Nos queda, por tanto, la “deconstrucción” de la metafísica, no sólo la interpretación de los textos que constituyen nuestra historia, sino una interpretación deconstruyente, con tendencia a hacer emerger la íntima tendencia hacia la paradoja.

La deconstrucción es el procedimiento según el cual a partir de fragmentos de texto, palabras, frases 8que constituyen igualmente indicios o “espías” textuales) se deducen ciertas contraposiciones, contradicciones y dualidades, y, por tanto, se procede a mostrar el tipo de dialéctica aporética a las cuales estas dualidades dan lugar, mostrando el remitirse recíproco de las determinaciones y la imposibilidad de concretar la una y la otra en una determinación.

La estrategia de la deconstrucción atraviesa fases distintas: principalmente se trata de individualizar la “pareja conceptual” que da lugar a la aporía y, por tanto, se trata de “deconstruirla” en sentido propio, es decir, mostrar que existe siempre el privilegio histórico de uno de los dos opuestos. «En una oposición filosófica clásica no nos encontramos nunca con la coexistencia pacífica de un vis-a-vis, sino con una jerarquía violenta». Se trata, por tanto, de “invertir la jerarquía”. De esta manera, según Derrida, emerge un nuevo “concepto”, “concepto de lo que ya no se deja comprender, aunque sí se dejaba comprender en el régimen anterior”.

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