Tema 18. Los distintos planteamientos en torno al concepto de sustancia. Valoración crítica del principio de causalidad

Tema 18. Los distintos planteamientos en torno al concepto de sustancia. Valoración crítica del principio de causalidad

La raíz etimológica del concepto de “substancia” arranca del término griego “ousia”, vertido con posterioridad por los autores latinos mediante la expresión “sub-stantia” (sub-stare). Mientras que esta última acepción muestra una palmaria referencia a la idea de una instancia subyacente (es decir, colocada bajo otra u otras), el significado originario del término ousia en el contexto del lenguaje común en Grecia presenta una dificultad esencial plasmada en la referencia -(por una parte)- a los términos que constituyen tradicionalmente el acervo filosófico del término (“entidad”, “naturaleza”, “esencia”, etc.) y -(por otra parte)- al significado que la expresión ousía desempeñaba en el marco de su uso cotidiano, a saber: “hacienda”, “bienes”, “fortuna”, e incluso “dote”. Ambos significados confluyen cuando se considera que el referente común denotado por ellos parece en términos de estabilidad, fijeza, firmeza, consistencia y atributos afines. De este modo, la noción intuitiva derivada del concepto de substancia en tato que “fortuna” o “hacienda”, casa a la perfección con las connotaciones relativas a la estabilidad y la firmeza denotadas por el uso habitual del término ousia en contexto estrictamente filosófico, puesto que ambas significaciones muestran común alusión al Universo connotativo propio de la seguridad, la ausencia de variación, la estabilidad.

Al concepto de substancia -concebido en términos “estructurales”, esto es, como instancia fundamental y fundante de lo real en su totalidad- se le adscribe o acompaña(akoluqei, dice Aristóteles) de modo necesario el concepto añadido de “accidente”. En efecto, desde una perspectiva netamente substancialista (como la aristotélica, sobre todo), ambas nociones se presentan como nociones necesariamente dialécticas. El término ousía incluye en su definición el mostrarse en primer lugar y ante todo en términos de fundamento-soporte con respecto a otro tipo de géneros de realidad caracterizados en términos de dependencia o indigencia en relación con aquella. Así pues, una de las notas distintivas de toda substancia apunta a su capacidad como soporte de realidades no-substanciales, accidentes, y por su parte, la esencia del término “accidens” (“lo que cae”, “lo que sobreviene a”) establece de inmediato una ligazón con un tipo de realidad no mutable, no cambiante y sobre la cual el acto de “acaecer sobre” puede, en buen término, ser llevado efectivamente a cabo. Por tanto, “substancia” alude principalmente (en su acepción de “esencia”) a aquello en virtud de lo cual un ente se halla constituido y es capaz, en última instancia de mantenerse y ser aquello que es. Es por ello que Aristóteles, cuando teoriza acerca del cambio substancial designa a éste a menudo, mediante el término alloiwsis, es decir, “pasar a ser otra cosa” (es lo que ocurre cuando se produce el proceso digestivo en virtud de la asimilación, etc.).

Asimismo, la noción filosófica de substancia incluye tradicionalmente una directa referencia al término correlativo de “identidad”. En efecto, a toda realidad presentada en términos de unicidad e inmutabilidad le pertenece correlativa y esencialmente el “predicado” de identidad, el predicado “mismidad”, puesto que es presupuesto que aquella realidad a la cual se le confieren las facultades de fundamentación en sentido estricto debe, de modo previo, ejemplificar ella misma de modo eminente el predicado fundamendante por excelencia, es decir, la substancia idéntica, la inmutabilidad, en suma.

Otro de los nombres (o atributos) privilegiados a la hora de referirse a la substancia es el derivado de la construcción etimológica griega correspondiente a “substancia” se trata del término “sujeto” (upo-keimenon). “Sujeto” se aplicó principalmente y de modo preeminente al tipo de realidad que los más tempranos pensadores griegos tematizaron en términos de ousia. En este concepto upokeimenon y ule (materia) se muestran como nociones correlativas y aún como términos sinónimos. La noción intuitiva subyacente a esta construcción se muestra como aquella que identifica la substancialidad con la capacidad de sujeción. “Sujeto” sería de modo eminente aquello que (precisamente) sujeta, y ello no sólo en el sentido que aparezca como instancia de sujeción con respecto a los accidentes mutables, sino -en último término- en el sentido más amplio de oficiar como garante último de la sujeción (es decir, estabilidad y consistencia) de todo lo existente concebido en términos de totalidad. Incluso cuando (en el umbral del pensamiento moderno) el significado y la localización propios del término “sujeto” viren y pasen a identificarse con la subjetividad humana en el marco de una filosofía idealista (problemática o dogmática, según los casos) los atributos y predicados asociados a la noción teorética de “sujeto” restarán invariados.

2. Concepción aristotélica de la substancia

El interés por la noción de substancia en el pensamiento griego se explica en buena parte por el tipo de cuestiones que se plantearon desde los presocráticos – especialmente la cuestión acerca de qué> constituye “verdaderamente” la realidad, o el mundo -. La concepción fundamentalmente “substancialista” de la realidad entre los filósofos griegos se debe a la forma de pensar – el pensar estático – de los griegos, a diferencia de, y en contraposición con, la forma de pensar – el pensar dinámico – de los hebreos. Los griegos, así como los pueblos indoeuropeos en general, tienden a concebir el “ser”, o la “realidad”, como “presencia”, en tanto que los hebreos, y acaso todos los pueblos semíticos, tienden a concebirlo como un “devenir real”. Concebir el “ser” como “presencia” equivale a concebirlo como “substancia”.

Aristóteles se acerca al ser desde cuatro puntos de vista, las cuatro causas o principios. Por principio entiende en general lo mismo que entenderá Sto. Tomás, «aquello de lo que algo procede de algún modo». En los principios se nos muestran los fundamentos y las causas a través de las cuales el ser entra en juego, su devenir, sus múltiples formas, todo el proceso mundano; por ello el ser tiene su explicación y su sentido. Son estos principios o causas la substancia y la forma, la materia, la causa y principio del movimiento, y el fin(Met>. A, 3).

Si se quiere dar una explicación del ser como tal, se presenta inmediatamente el concepto de ousía>, que quiere decir justamente ser, ente. Aristóteles repara ante todo en que este concepto no es un concepto único. «El ser se dice de muchas maneras» (Met. G, 2; 1003 a 33). Ser tiene Sócrates en su individualidad; ser tiene también el hombre como tal en su esencia general; ser tiene una determinada propiedad que siempre se encuentra como accidente en una substancia; ser llamamos a lo real y también decimos ser a lo posible; ¿Qué es en todo esto el ser en su propio y primerísimo sentido?. Aristóteles hecha mano del concepto de sano para ejemplarizarlo. Llamamos sano, dice él, a un estado del cuerpo; pero también decimos sano al color del rostro, que sólo es un signo de la salud; y también denominamos sana una medicina que restablece la salud perdida, o un manjar que la conserva. En todas estas denominaciones el concepto sano no lo usamos en un sentido perfectamente igual (unívoco), pero tampoco designa cosas totalmente distintas con la misma palabra (equívoco), sino que lo tomamos en un sentidoanálogo>. Pero allí, sin embargo, un sentido originario y propio al que todos los otros menos propios se refieren, y que es el que entendemos cuando pensamos la salud del cuerpo. Pues tal ocurre con el concepto de ser. Se predica en efecto de un modo análogo de los diferentes seres. El ser que decimos de Dios, del mundo, del espíritu, del cuerpo, de la substancia, del accidente, ni tiene con la misma palabra un sentido totalmente igual, ni tampoco subentendemos con idéntica palabra un sentido enteramente diverso, sino que lo entendemos de un modo análogo. Esta predicación, que está entre la univocidad (sinonimia en Aristóteles) y equivocidad (homonimia), no la designa, con todo, como analogía, sino como denominación con respecto a algo o de algo, lo que podría llamarse «plurisignificación relativa».

Hay pues, en Aristóteles, una analogía del ser, puesto que hay una significación primaria del ser, a la que son referidas todas las demás significaciones. Este sentido originario del ser corresponde a la substancia primera, es decir, al ser real, concreto, individual, independiente. El ser, en su sentido primitivo, está, pues, en Sócrates y no en el hombre en cuanto tal; tampoco se da en una determinada propiedad que conviene a Sócrates, sino en una substancia que lleva en sí, como soporte, las propiedades y accidentes.

¿Qué es, por tanto, la substancia primera?. «Substancia, en su sentido propio, primario y principal, es aquello que ni se predica de un sujeto ni está en un sujeto; por ejemplo este hombre, este caballo» (Cat. 5; 2a 11; cf. Met. D 8; 1017b 10-25, Z, 2; 1028b 33-29a 2. H, 1; 1042a 24-32). La substancia primera es, pues, el último sujeto de predicación y el fundamento del ser de los accidentes>. La substancia es algo más que una forma del pensamiento. En la experiencia, podemos distinguir dos clases de ser: el ser que sólo puede existir si se apoya sobre otro, como algo que le «afecta» o le «adviene» a este último, y es el «accidente»; y el ser en que no se da el caso anterior, que posee una cierta subsistencia propia, y por ello es el propio y esencial ser, y es la substancia. Si los accidentes se encuentran en la substancia, ésta será lo permanente frente a lo mudable, y lo sustentante frente a lo sustentado, y lo inteligible frente a lo apariencial.

Pero con esto no tenemos aún nada que nos explique el origen y fundamento de este existir independiente. Lo que lleva a Aristóteles a distinguir entre substancia y accidente es la consideración de la forma> de existir del mismo ser. Para él es plenamente evidente que si nuestro lenguaje y nuestro pensamiento nos llevan a admitir un substrato, están en ello en consonancia con el ser y con la estructura del ser. Espíritu y ser se corresponden. Si afirmamos ciertos acaeceres y eventos de un sujeto, es porque realmente se dan, están> en él. El alcance y significado ontológico de estos accidentes es en cada caso distinto. Lo esencial es que los accidentes implican una relación íntima con la esencia de la substancia. Por ello expresan más o menos directamente esta esencia. Son procesos reales íntima y ontológicamente vinculados a la substancia, en la que inhieren porque se verifican en ella, y ella con su esencia es la que determina lo que ha de acaecerle a sí misma.

Pero Aristóteles no se queda en la substancia primera. Es ésta, para él, esencia, y lo permanente y fundamento de un complejo de apariencias y manifestaciones cambiantes. Pero avanza un paso más y se pregunta qué es aquello que hace que la substancia primera sea lo que es. Es decir, viene como a suponer una esencia de la esencia. Sócrates es, en cuanto substancia, el núcleo central de todos los fenómenos a él vinculados. Pero, ¿qué es propiamente esta misma substancia Sócrates?. La respuesta es: Sócrates es hombre. De forma que viene ahora a entenderse lo que es. Sócrates desde lo general, desde la esencia. Este universal específico constituye su ser esencial. Es la substancia segunda. Y Aristóteles asegura que esta substancia segunda es en cuanto a la naturaleza algo anterior y más conocido. Así, el universal se declara más importante que el singular, pues éste ha de ser entendido a través de aquel.

La sustancia es considerada por Aristóteles como el principio y la causa; en consecuencia, como lo que explica y justifica el ser de cada cosa. La sustancia es la causa primera del ser propio de cada realidad determinada. Es lo que hace de un compuesto algo que no se resuelve en la suma de sus elementos componentes. Cualquier realidad posee una naturaleza que no resulta de la suma de sus elementos componentes y es distinta de cada uno y de todos estos elementos. Tal naturaleza es la sustancia de aquella realidad: el principio constitutivo de su ser. La sustancia es siempre principio, nunca elemento componente. Sólo ella, por tanto, permite contestar a la pregunta respecto al por qué de una cosa.

La expresión que emplea Aristóteles para definir la sustancia es: lo que el ser era. En esta fórmula, la repetición del verbo ser expresa que la sustancia es el principio constitutivo del ser como tal; y el imperfecto (era) indica la persistencia y la estabilidad del ser, su necesidad. La sustancia es el ser del ser: el principio por el cual el ser es necesariamente tal. Pero en tanto que ser del ser, la sustancia posee una doble función, a la cual corresponde una doble consideración de la misma: es, por una parte, el ser en que se determina y limita la necesidad del ser, por otra, el ser que es necesidad determinante y limitadora. La sustancia es, por un lado, la esencia del ser, por otro, el ser de la esencia. Como esencia del ser, la sustancia es el serdeterminado, la naturaleza propia del ser necesario: el hombre como “animal bípedo”. Como el ser de la esencia, la sustancia es el ser determinante, el ser necesario de la realidad existente: el animal bípedo como este hombre individual. Los dos significados pueden comprenderse bajo la expresión esencia necesaria, la cual da, lo más exactamente posible, el sentido de la fórmula aristotélica.

La esencia necesaria no es la simple esencia de la cosa. La esencia necesaria es aquella que constituye el ser propio de una realidad cualquiera, aquel ser por el cual la realidad es necesariamente tal. La sustancia es, por tanto, no la esencia, sino la esencia necesaria, no el ser genéricamente tomado, sino el ser auténtico: es la esencia del ser y el ser de la esencia.

La validez que el ser posee no proviene de un principio extrínseco, del bien, de la perfección o del orden, sino de su principio intrínseco, de la sustancia. No está el ser en el valor, sino el valor en el ser. Todo lo que es, en cuanto es, realiza el valor primordial y único, el ser en cuanto tal. La sustancia, como ser del ser, confiere a las más insignificantes y pobres manifestaciones del ser una validez necesaria, una absoluta normatividad. Efectivamente, no es privilegio de las realidades más elevadas, sino que se encuentra tanto en la base como en la cima de la jerarquía de los seres y representa el verdadero valor metafísico.

Cuando Aristóteles dice que la sustancia es expresada por la definición y que sólo de la sustancia hay verdadera definición, entiende la sustancia como esencia del ser, como lo que la razón puede entender y demostrar del ser. Cuando declara que la esencia se identifica con la realidad determinada y que, por ejemplo, la belleza no existe más que en lo que es bello, entiende la sustancia como ser de la esencia, como principio que confiere a la naturaleza propia de una cosa su existencia necesaria. Como esencia del ser, la sustancia es la forma de las cosas compuestas, y da unidad a los elementos que componen el todo y al todo una naturaleza propia, distinta de la de los elementos componentes. La forma de las cosas materiales, que Aristóteles llamaespecie, es, por tanto, su sustancia. Como ser de la esencia, la sustancia es el sustrato: aquello de lo que cualquier otra cosa se predica, pero que no puede ser predicado de ninguna. Y como sustrato, es materia, esto es, realidad privada de cualquier determinación y que posee esta determinación sólo en potencia. Como esencia del ser, la sustancia es el concepto, del cual no existe generación o corrupción. Como ser de la esencia, la sustancia es el compuesto, la unión del concepto (o forma) con la materia, la cosa existente; y en tal sentido la sustancia nace y perece.

Como esencia del ser, la sustancia es el principio de inteligibilidad del ser mismo. Constituye el elemento estable y necesario, sobre el cual se funda la ciencia.

3. La substancia en Sto. Tomas

Sto. Tomás recoge en lo esencial el concepto aristotélico de sustancia. Sustancia es, en un sentido general, el sustrato, el fundamento y el soporte. Entiende sustancia a partir de sub-stare. Se encuentra también una significación no filosófica de sustancia: sustancia como posesión, o también como prima inchoatio iniuscuisque. En su acepción filosófica, sustancia significa, por una parte, ousía, es decir, quidditas rei oessentia; por otra parte, el sujeto o supuesto. Sustancia se utiliza, pues, en el sentido de suppositum, y se elabora ulteriormente la doctrina de la ousía aristotélica. El momento de subsistencia de la sustancialidad queda más precisamente caracterizado por la “perseuidad”, que a su vez se distingue de la “asediad” divina. Por ello afirma Sto. Tomás que por sustancia debe entenderse la essentia cui competit per se esse, entendiendo que el “esse” no es la “essentia misma”. Sustancia “prima” es el ente individual realmente existente; sustancia “segunda” es la categoría en sentido lógico o como expresión de lo general en el ente. Los caracteres de la sustancia son, entre otros: res cui convenit esse non in subiecto; res habens quidditatem cui acquiritur esse vel debetur ut non in alio. Las divisiones más importantes de la sustancia son: “primera” y “segunda”, “particular” o “singular” y “universal”, “completa” o “incompleta” (el alma humana es sustancia “incompleta”), “compositiva” (de materia y de forma) y “simple”, “coiuncta” y “separata”, “corporal” y “espiritual”.

Los entes individuales están metafísicamente compuestos, según Aristóteles, de materia y forma como potencia y acto. Tomás de Aquino añade como elementos constitutivos la “essentia” y el “esse”, que están en relación mutua como acto y potencia (el “esse” es el principio actualizador). Todo cuanto subsiste “in genere substantiae” consta de “essentia” y “esse”; pero no necesariamente de materia y forma. Los ángeles son “sustancias separadas” (espíritus puros) y no están determinados por la composición de materia y forma.

Sto. Tomás especifica la distinción entre subsistencia y sustancia al exponer la doctrina trinitaria. La sustancia, en cuanto existe en sí misma y no en otro, es denominada subsistencia. Este significado es claramente distinguido del significado de sustancia en cuanto “essentia” o”natura”. La subsistentia es entendida como laÛBÏFJ”F4H griega, en un sentido concreto, como res subsistens). La subsistencia es aquello que hace persona a una naturaleza humana.

Al aplicar a Dios el término sustancia, el Aquinate destaca expresamente que Dios no existe en género de sustancia, y habla de la essentia divina como “sustancia supersubstantialis”. También se pone de manifiesto la reelaboración de la doctrina aristotélica sobre la sustancialidad al considerar al ser sustancial finito como intrínsecamente dependiente del ser puro divino.

4. La concepción racionalista de la sustancia

La filosofía racionalista puede interpretarse como un intento de poner en claro tres cuestiones: el problema del método, el de la sustancia y el de Dios. Aquí nos ocuparemos sólo del segundo problema.

Aplicar la duda hiperbólica con método y usando la regla de la claridad y distinción, ha conducido a Descartes a la intuición de tres ideas: Dios, el alma, la extensión. De la idea de Dios ha obtenido su existencia. La existencia de Dios garantiza que el alma y el mundo existen. Lo que ha obtenido Descartes es que la realidad puede ser escindida en tres ámbitos: divino, humano, corporal. Estos tres ámbitos son distintos y podrá adquirirse un conocimiento cierto de las realidades que subtienden. Esas tres realidades deben ser caracterizadas con algún término, señalar cuáles son sus notas esenciales y cuáles aquellas que se les pueden atribuir de una u otra manera. Y, en este punto, Descartes observa que se le ha colado, de rondón, la nota ontológica de sustancia.

Sustancia es «aquello que existe de tal modo que no necesita de ninguna otra cosa para existir» (Principios, 1ª parte, 51). En rigor esta definición obliga a que sólo exista una sustancia: Dios. Pero, por analogía, cabe decirlo de lo creado, de aquello que, para existir, no necesita de ora cosa creada. De esta forma, sustancia se convierte en el sujeto inmediato de cualquier posible atributo, y toda sustancia se caracterizará por un atributo que la defina y que se encuentre implícito en todo lo que de ella se diga.

Atributo es aquello por lo cual una sustancia se distingue de otras y es pensada en sí misma, y atributos esenciales son aquellos que constituyen su naturaleza y esencia, de la cual dependen los demás atributos. Los esenciales son inmutables e inseparables de las sustancias de las que son atributos. Únicamente pueden distinguirse entre sí con distinción de razón.

Junto a los atributos esenciales existen modificaciones de los mismos y que, al afectarlos, afectan también a la sustancia. Son los modos. Estos son accidentales, mudables …

Por el método se han obtenido tres sustancias, tantas cuantas ideas claras y distintas puede concebir la mente:

· Sustancia en sentido estricto: Dios. Atributo esencial: perfección. Y dirá Descartes: Bajo el nombre de Dios entiendo una sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente.

· Una sustancia creada, que piensa, pero que no es independiente, ni perfecta, ni infinita: el alma.

· Una sustancia creada, que no piensa ni es independiente, ni perfecta, ni infinita: la extensión.

Dios es res cogitans infinita. En él coinciden entendimiento y voluntad por lo que no hay distinción entre el conocimiento y la libre decisión de lo que es. Lo que decide, lo es absolutamente. La voluntad de Dios es necesidad, porque así lo ha querido. Y ha querido crear el alma y el mundo.

Las dos realidades creadas, extensión y alma, son res extensa y res cogitans. De ellas pueden predicarse muchas modalidades. El alma presenta como modos reales del pensamiento, el entendimiento, la memoria, imaginación, sentidos, voluntad … La extensión sólo tiene dos modos reales: la figura y el movimiento.

Spinoza parte de la filosofía de Descartes, pero luego la hace avanzar en un sentido que la contradice. La dimensión más profunda del cartesianismo; de este modo llegará a la identificación de la naturaleza con la sustancia, a la unidad de ésta y, por tanto, a la identidad del mundo con Dios.

La teoría de las mónadas de Leibniz es el paso de la noción de sustancia comoÛB@6,Æ:,<@< o sustrato a la de @×FÆ” o haber. En lugar de fundar, como Descartes o Spinoza, el carácter sustancial en la independencia, Leibniz lo hace consistir en la actividad que emerge del propio fondo de la cosa. La mónada encierra en sí misma toda su realidad, es fuente de sus propias transformaciones y actividades, tiene un repertorio de posibilidades que en ella misma se actualizan, y por eso es sustancia; la independencia es sólo una consecuencia de esta suficiencia positiva de la mónada. La sustancia leibniziana no necesita de ninguna otra criatura por tener en sí misma el principio interno de toda su realidad, que le es conferida de una vez para siempre en el acto de su creación.

¿Cómo se comunican las sustancias entre sí? Descartes recurre a Dios, que por ser creador de las dos sustancias finitas, establece entre ellas un vínculo ontológico, el de constituir ambas un solo ens creatum; éste es el sentido metafísica del argumento del genio maligno, que obliga a demostrar la existencia de Dios para asegurarse de su “veracidad”, es decir, para que garantice la correspondencia de las sustancias y, por tanto, la verdad de las ideas claras y distintas.

Malebranche afirma el ocasionalismo, la intervención constante de Dios para hacer coincidir mis ideas con los movimientos de la sustancia extensa. “Con ocasión” de cada alteración en una de las res, Dios produce otra correspondiente en la segunda: así queda excluida toda comunicación real de las sustancias, y Malebranche llega a su teoría de la visión en Dios, según la cual vemos en él, en las mismas ideas divinas, todas las cosas.

Spinoza suprime toda pluralidad de las sustancias, con lo cual la presunta comunicación queda reducida a un mero paralelismo. La sustancia es única, la extensión y el pensamiento son sólo atributos de la sustancia, las cosas individuales, simples modos de ella, modificaciones que la afectan según un atributo determinado.

Leibniz apela a su teoría de la armonía preestablecida, según la cual Dios ha creado las sustancias de tal suerte que sus desarrollos sean armónicos y todo acontezca como si hubiera una comunicación real entre ellas. Cada mónada, por tanto, permanece en sí misma, pero su ser consiste en reflejar el universo entero, como un espejo viviente, en virtud de la fuerza representativa inserta en ella desde su creación, y concorde con todas las demás.

5. Critica empirista a la idea de substancia

5.1 Locke

Para Locke la substancia es una de las ideas complejas, junto a las ideas complejas de modos (simples y compuestos) y de relaciones. Aquí aparece el problema de la substancia tratado gnoseológicamente; en efecto, Locke aspira a mostrar como se origina la idea compleja de substancia individual. Hay que distinguir entre tal idea compleja y lo que puede llamarse “la idea general de substancia”. Esta última no es una idea obtenida mediante combinación o “complicación” de ideas simples, sino que es una especie de presuposición: se presupone la idea general de substancia simplemente porque resulta difícil, si no imposible, concebir que haya fenómenos existentes, por decirlo así, “en el aire”, sin “residir” en una substancia. Ello no quiere decir que Locke afirme la existencia de substancias desde el punto de vista “metafísico”. Desde este punto de vista, la opinión de Locke es negativa. En todo caso, no sabemos qué es ese “substrato” que llamamos “substancia”. «Si alguien se pone a examinarse a sí mismo con respecto a su noción de una substancia pura en general, hallará que no tiene otra idea de ella excepto únicamente una suposición de no sabe qué soporte de esas cualidades capaces de producir ideas simples en nosotros, cualidades que son comúnmente llamadas accidentes» (Ensayo sobre el entendimiento humano, II, xxiii, 2). Pero aunque no sabemos qué es ese “no sabemos qué”, de algún modo partimos de él y desembocamos en las ideas de “clases particulares de substancias” recogiendo las combinaciones de “ideas simples que se nos manifiestas en la experiencia. La idea de substancia pura en general es oscura; la de substancia individual es más clara, pero sólo cuando tenemos en cuenta no la pura idea misma, sino los modos de comportamiento de las “substancias”.

Si alguien quiere examinar la noción específica de sustancia pura en general, no se encontrará más que con la idea de un supuesto sustentáculo de aquellas cualidades capaces de producir en nosotros ideas simples; tales cualidades se suelen llamar accidentes. Si se pregunta a alguien cuál es el sujeto en el que se apoyan el color o el peso, sólo podría contestarse que se trata de las partes sólidas extensas; y si preguntamos dónde se apoyan dicha solidez y dicha extensión, no se estaría en una posición más halagüeña que la del indio […], que afirmaba que el mundo estaba sostenido por un gran elefante; al preguntársele sobre qué se apoyaba el elefante, contestó que sobre una gran tortuga; pero cuando se le preguntó que era lo que sostenía a una tortuga que tenía una espalda tan ancha, respondió: algo que no sé qué es. Así, en este caso -como en todos los demás en que empleamos palabras si poseer ideas claras y distintas- hablamos como niños; éstos, cuando se les pregunta qué es una cosa y no lo saben, con facilidad dan una respuesta satisfactoria, diciendo que es algo. En realidad, esto no es otra cosa que decir -cuando lo dice un niño o un adulto- que no saben de qué se trata: la cosa que pretenden conocer y de la cual pretenden hablar es tal que no poseen de ella una idea clara, de manera que se hallan en una perfecta ignorancia y en la oscuridad al respecto. Por lo tanto, la idea a la que damos el nombre general de sustancia, no es más que el sustentáculo supuesto pero desconocido de aquellas cualidades cuya existencia descubrimos y que no podemos imaginar como subsistente sine re substante, sin algo que las sostenga; por lo tanto, a dicho apoyo lo llamamos substantia; lo cual, según el auténtico valor de la palabra, en inglés corriente se dice estar debajo o sostener (Ensayo…, II, xxiii, 2)

Locke no niega la existencia de sustancias, sino que se limita a negar que de ellas nosotros tengamos ideas claras y distintas. Un conocimiento preciso de tales sustancias es algo que excede de la comprensión de un intelecto finito.

5.2 Berkeley

Berkeley elimina la distinción lockeana entre cualidades primarias y secundarias. Al eliminar tal distinción, también desaparece la idea de sustancia material. ¿Qué significa que la materia sostenga a sus accidentes?

Es evidente que la palabra “sostener” no puede utilizarse aquí en su sentido acostumbrado o literal, como cuando decimos que las columnas sostienen un edificio. ¿En qué sentido hay que entenderla? Por lo que a mí respecta, no logro hallar un significado que se le pueda aplicar […] [pues] si examinamos lo que los filósofos más escrupulosos declaran entender por “sustancia material”, nos encontraremos con que reconocen que no pueden vincular con esos sonidos ningún significado que no sea la idea de ser en general, junto con la noción afín según la cual éste sostiene los accidentes […] [Sin embargo], la idea general de ser me parece la más abstracta e incomprensible de todas; y en cuanto a que sostenga los accidentes, esto -como acabamos de observar- no puede entenderse en el sentido que se suele atribuir a estas palabras: hay que entenderlo en algún otro sentido, pero ellos no especifican cuál. De modo que si examino las partes o ramas que constituyen el significado de las palabras “sustancia material”, me convenzo de que no existe ningún significado claro que esté ligado con ellas […] [Además] ¿por qué hemos de continuar preocupándonos de discutir este substratum o sustentáculo material de la forma y del movimiento, etc.? ¿Acaso no implica que la forma y el movimiento poseen una existencia fuera de la mente? ¿Y no es tal cosa una contradicción inmediata, del todo inconcebible?

Pero, aún más, aunque existieran tales sustancias, ¿cómo podríamos llegar a conocerlas? Tendríamos que conocerlas por medio de los sentidos, o por medio de la razón. No obstante, «en cuanto a nuestros sentidos, por medio de ellos sólo conocemos nuestras sensaciones, o ideas, o cosas percibidas inmediatamente por un sentido, como prefiráis llamarlas. Los sentidos no nos informan acerca de la existencia de cosas fuera de la mente, no percibidas, semejantes a las que son percibidas. Esto lo reconocen hasta los materialistas». Por lo tanto, si se quiere admitir un conocimiento de las cosas externas, sólo se puede atribuir a la razón, que inferiría la existencia de aquéllas a partir de lo que los sentidos perciben de manera inmediata. Sin embargo, no hay ninguna necesidad de que recibamos nuestras sensaciones desde cuerpos externos a la mente, pues «sería posible que recibiésemos todas las ideas que ahora poseemos, aunque no existiesen cuerpos externos que se asemejasen a ellas; por tanto, la hipótesis de los cuerpos externos no es necesaria para producir nuestras ideas.

5.3 Hume

Nuestra mente no posee impresión alguna de la idea de sustancia, por eso la sustancia no será una idea, sino una palabra sin sentido alguno. La existencia de la sustancia se apoya sobre la base del principio de causalidad: las ideas de cualidades sensibles no pueden existir solas y, por ello, necesitan a la sustancia como soporte. Pero al no ser conocido por nosotros el principio de causalidad, tampoco conoceremos la sustancia.

La fe en la existencia de la idea de sustancia viene dada por el hecho de que cada grupo de percepciones que se presentan constantemente juntas en la experiencia es una serie de grupos que se presentan intermitentemente. Se llega a creer que se trata de un mismo grupo que se presenta intermitentemente y que continúa existiendo en los intervalos no presentes a la experiencia. Este grupo unificado es la sustancia, una colección de cualidades particulares, un haz o colección de diferentes percepciones, las cuales se suceden unas a otras con una rapidez inconcebible y están en perpetuo flujo y movimiento.

La mente ve que las cualidades de un objeto son distinguibles, separables y diferentes entre sí, por ello, y para conservar las cosas en una unidad, se

obliga a la imaginación a fingir un algo desconocido o sustancia y materia original como principio de unión o cohesión entre estas cualidades, dando así la posibilidad de dominar al objeto compuesto como una sola cosa (ibid., p. 79)

A pesar de que podemos distinguir, por una parte, la identidad de un objeto, y, por otra, objetos distintos que existen y están relacionados, la actividad de la imaginación es semejante en ambos casos por lo que generalmente confundimos ambas situaciones: confundimos “objetos relacionados sucesivamente” con “objetos idénticos”. La semejanza vuelve a ser la causa de tal error. Sabemos que determinados objetos son diferentes y, sin embargo, los tomamos por uno sólo e idéntico, fingimos un principio que conexiona entre sí los objetos y evita su interrupción con lo que llegamos a la noción de un alma, de un yo, de una sustancia.

No tenemos idea de sustancia, pero si la consideramos como algo que existe por sí mismo, toda percepción es una sustancia.

Para Hume, no existen las percepciones en general, sólo percepciones particulares. Por eso, cuando Descartes dice pienso, está utilizando mal este término. No se debe decir cogito, ergo sum, sino que cuando pienso, sólo existo pensando una cosa determinada: cada vez que conozco, conozco una impresión, pero no conozco como pensamiento principal. En mi introspección no me conozco como “sujeto que piensa”, sino como “sujeto que piensa algo determinado”. Mientras que para Descartes el pensamiento en general es lo esencial a la mente, para Hume este pensamiento es ininteligible.

La idea del yo también es producida por la tendencia a creer que los grupos similares de percepciones mentales que se presentan intermitentemente son una identidad personal que existe por ella misma. Fingimos un principio que impida la discontinuidad.

Para suprimir la discontinuidad fingimos la existencia continua de las percepciones de nuestros sentidos y llamamos a la noción de alma, yo o sustancia para enmascarar la variación (Tratado de la naturaleza humana, I, IV, 6)

La ficción está en afirmar un principio real desconocido que sirva de soporte al pensamiento que mantiene la identidad de la discontinuidad. Los actos del pensamiento son distintos pero hay una identidad de proceso. Por eso, las diversas percepciones no tienen conexión real entre ellas ni están unidas por un lazo real, que sea algo óntico distinto de ellas. No hay más lazo que un feeling, un sentirlas unidas. Sólo sentimos una conexión del pensamiento al pasar de un objeto a otro

El pensamiento sólo descubre la identidad personal cuando, al reflexionar sobre la serie de reflexiones pasadas que componen una mente, las ideas de esas percepciones son sentidas como mutuamente conectadas y pasando naturalmente de unas a otras (op. cit., apéndice)

Para explicar la conciencia de la identidad Hume recurre a la memoria, gracias a ella reconocemos la conexión entre las distintas impresiones que se suceden.

No tenemos impresión del yo, pues ninguna es permanente, sino que unas se suceden a otras ininterrumpidamente. El yo personal es

aquello a que se supone que nuestras impresiones e ideas tienen referencia. Si hay alguna impresión que origine la idea del yo, esa impresión debería seguir siendo invariante, idéntica durante toda nuestra vida, pues se supone que el yo existe de este modo. Pero no existe ninguna impresión que sea constante e invariable (op. cit., I, IV, 6)

Los objetos variables y discontinuos son una sucesión de partes conectadas porsemejanza, contigüidad o causalidad, pero en ningún caso es una identidad. La identidad es una cualidad que nosotros damos a los objetos debido a la unión de sus ideas en la imaginación cuando reflexionamos sobre ellas. La identidad está al margen de la percepción, hay que buscarla en el feeling.

Todas las cuestiones referentes a la identidad personal no pueden ser resueltas y deben considerar más como dificultades gramaticales que como filosóficas (vemos como Hume se acerca al neopositivismo). Todas las disputas en torno a la identidad de los objetos son verbales excepto cuando la relación de las partes da lugar a una ficción de unión. Todo lo que no sea admitir la identidad como ficción es mero verbalismo. La imaginación sigue siendo el último tribunal de apelación cuyas sentencias no son racionales, pero sí son suficientes y “razonables”

6. La substancia en Kant

Para Kant, la sustancia es una “categoría”, es decir, una “forma a priori del entendimiento”. Su esquema imaginativo es la perduración de lo real en el tiempo. La sustancia, en cuanto referida a la intuición del tiempo, significa al permanente en el cambio de las determinaciones concretas. La sustancia es lo permanente en el cambio, lo duradero de todas las mutaciones. La sustancialidad es vista en relación con la perduración. Ahora bien, el cambio y la mutación afecta sólo a los accidentes y no a la sustancia. Desde esta perspectiva, Kant considera la sustancia como una especie de “materia”, si bien una materia fenoménica. Las determinaciones de la sustancia se refieren sólo al mundo fenoménico, pues la cosa en sí o noúmeno es incognoscible. La categoría de sustancia no es aplicable al “yo empírico”. El “alma” no es sustancia pues “en aquello que denominamos alma todo está en constante fluir y no hay nada permanente”. El alma, ser inteligente, simple e independiente, es sólo un principio regulativo de unidad en orden a la sistematización de los fenómenos anímicos. Kant estudia este problema al analizar las “antinomias de la razón pura”.

Una antinomia es una contradicción existente entre dos proposiciones que, a pesar de aparentar una corrección lógica, son en verdad falaces al ser radicalmente contradictorias. Y “contradictorio” no es lo mismo que “contrario”. Así, el color blanco es, en el lenguaje común, contrario del negro; pero una contradicción no significa que algo es y que no es afirmados simultáneamente; por ello contraviene el llamado “principio de contradicción” o “de no contradicción”. Las antinomias siempre se presentan contrapuestas una a otra, y se presentar por pares de proposiciones, y, por ello, dos afirmaciones son antinómicas si sostiene una exactamente lo contrario de la otra y en el mismo sentido, por lo que la antinomia suele ser sinónimo de paradoja. Una antinomia es aparente si la contradicción entre las proposiciones no es tal en realidad, sino sólo en nuestra intelección de ellas; y esreal si la contradicción existe de forma expresa. En la Crítica de la razón pura Kant establece cuatro antinomias:

  1. La infinitud y la finitud espacio-temporal del universo
  2. La simplicidad y la no simplicidad de la sustancia
  3. La existencia y la no existencia de la libertad y de la necesidad en el hombre
  4. la existencia y la no existencia de Dios como ser absoluto y creador del universo.

También existe una antinomia de la razón práctica, al negar que la felicidad y la virtud coincidan; la felicidad no nos hace virtuosos, ni ser virtuosos nos hace felices. La moralidad debe moverse por la idea del deber, aunque independientemente de que ello nos depare o no felicidad. La antinomia del gusto estético consiste en que el gusto no se puede fundamentar sobre conceptos objetivos, pues sobre los gustos no se discute, pues cada cual tiene los suyos; pero por el contrario, sobre el gusto es necesario discutir, pues de lo contrario no podrán los hombres ponerse de acuerdo sobre nada en este asunto.

7. El idealismo alemán

Para Fichte las cosas sustanciales son sólo un complejo de propiedades. Originariamente hay “sólo una única sustancia, el yo; en esta sustancia están incluidos todos los accidentes y todas las realidades posibles”. La totalidad de las relaciones entre el yo y el no-yo constituyen al yo en su plenitud real. El yo es la sustancia, y los miembros de esta relación son los accidentes. “No debe pensarse en un sustrato duradero o en un soporte de los accidentes. Todo accidente es siempre portador de sí mismo y del accidente contrapuesto, sin que para ello necesite un sustrato especial”. Fichte defendió su concepción de la sustancia como algo sensiblemente intuible y necesariamente referido al espacio y al tiempo. La aplicación del concepto de sustancia a Dios es, por tanto, una contradicción.

Schelling consideraba, en su Filosofía de la naturaleza, la sustancia como el Absoluto, uno e infinito. Todo ente natural “por su ser y por su realidad existe en la sustancia infinita como en su centro y posee este centro en sí mismo”. De aquí surge “la gran concatenación y la eterna afinidad y armonía interna de las cosas”. La sustancia es una, indivisa e indivisible; es la esencia de cada cosa en cuanto ésta tiene realidad. En su último periodo filosófico, Schelling considera la sustancia como lo uno “sobrerreal”, existente sobre y antes del ser, y cuyas determinaciones -el ser posible y el ser real- no niegan su identidad en una única “sustancialidad”. Dios no es el ser, sino el “Señor del ser”.

En Hegel, su caracterización acerca de la idea de substancia cristaliza en el apotegma siguiente: “la substancia es sujeto”. Con ello se pretendería aparentemente secundar y reevocar la antigua teoría premoderna (aristotélica) de la substancia concebida en términos de “hypokeimenon” a la que se aludía al hablar de la ousiaaristotélica (substancia como soporte-sujeción de accidentes), sin embargo, no hay tal. Cuando Hegel habla de substancia está pensando en primer término en la concepción spinozista de la substancia, es decir, en la substancia única y totalizadora que abarca y agota toda la realidad y que en Spinoza es designada con el apelativo Deus (“Deus sive natura”). Ahora bien, desde la perspectiva idealista de Hegel la substancia no es sino un “——— mortuum” una objetividad fría, desprovista de vida, de referencia a lo otro, de alteridad, de espíritu en suma. A tal totalidad substancial le falta el proceso mediante el cual surge la conciencia, el pensamiento, la vida, en suma, y cuyo culmen lo constituye la autoconciencia plena (la Selbstsbewusstsein). La substancia spinozista es pero no sabe que es, es pero no es verdadera, le falta el principio de negatividad y el trabajo procesual que conduce a la autoconciencia, al saber de sí. Al final de este proceso es cuando la substancia se torna simultáneamente sujeto, es decir, cuando se funden la concepción aristotélica y la concepción moderna del concepto substancial, donde se efectúa la unión de lo “en sí” y lo “para sí” en el “en sí- y para sí” del idealismo absoluto.

8. La filosofía actual

En el contexto de la filosofía actual se tiende a aceptar la crítica de Nietzsche y a señalar que tanto la noción de substancia como la de causa son principios construidos de forma interesada por la metafísica occidental con el fin de oficiar como instancias vertebradoras del mundo (o incluso configuradoras de éste). Substancia -en tanto que principio garante de la permanencia- y causa -como relación entre diferentes substancias (en el sentido que fuere)- aparecería a esta luz como instancias constructoras del mito de la objetividad y substancialidad que ha acompañado a la metafísica occidental desde sus orígenes. En este sentido podría decirse que la historia de la metafísica occidental es la crónica de las diferentes formas en que el intelecto de occidente ha construido nociones substanciales diversas con el fin de suministrar un fundamento indubitable, una significación, una normatividad en sentido fuerte… etc., que demuestren su eficiencia vital a la hora de conjurar los casos, la indefinición y la vacuidad asubstancial originarias. El prestigio que tales nociones (substancia y causa) han recibido en el transcurso de la historia de la ontología se interpretaría desde esta perspectiva en el sentido de que tales nociones han demostrado sobradamente (y de forma diacrónica y epocal) su capacidad para actuar en términos de ficciones útiles, cuya eficacia en el momento de garantizar seguridad y firmeza sobre la perpetua amenaza del caos y lo indeterminado ha sido sobradamente constatada.

La postura de la filosofía postmoderna y de la ontología hermenéutica de la actualidad se adscribiría a la línea desfundamentadora y ficcionalista abierta por Nietzsche. Para ellos, tras el derrumbe la ficción metafísica de la instancia última “fuerte”, fundamentalmente e indubitable, es decir, tras el hundimiento de la concepción del ser en términos de “presencia constante, asistencia, perentoriedad”, etc., (eco de la crítica heideggeriana a la ontología tradicional) solamente cabe ya hablar en términos “difusos” frente a los términos “intensos” tradicionales de la metafísica substancialista, y esto en todos los órdenes. El naufragio de la idea tradicional de substancia arrastra consigo no solamente a la tradición metafísica en ontología, sino también la normatividad (ética, política, jurídica) a ella asociada y que tradicionalmente encontraba en ella un fundamento justificatorio, la objetividad del juicio estético y con ella la facultad para deslindar la obra del arte del mero artefacto, etc. En suma, la substancialidad tradicional es sustituida por una concepción débil del ser (esto es lo que significa “pensamiento débil”), es decir, una concepción sujeta al indefinido y caleidoscópico juego de la interpretación y la tradición con su referencia a la temporalidad y la caducidad como punta de lanza dirigida al corazón mismo, al nervio medular que vertebraba y constituía el tronco tradicional de la metafísica occidental.

9. El concepto de causalidad

En un sentido tradicional se ha caracterizado a la ciencia diciendo que es búsqueda de causas. Aristóteles dice en la Física(149b 19): “el objeto de nuestra búsqueda es el conocimiento, y el hombre no cree saber una cosa hasta que ha entendido su ‘porqué'”. Russell, por el contrario, afirma (“Sobre la noción de causa”, enMisticismo, lógica y otros ensayos, Buenos Aires, Paidós, 1951, pp. 178-9): “la razón por la que la física ha dejado de buscar las causas es que en realidad no existen. La Ley de causalidad como mucho de lo que se da por bueno entre los filósofos, es una reliquia de una época pasada que sobrevive, como la monarquía, porque se supone erróneamente que no hace ningún daño”. De estas dos citas parece deducirse que la causalidad es un concepto útil para ser usado en la vida cotidiana, pero que se vuelve peligroso cuando es aplicado a la ciencia.

Pero, ¿qué es la causalidad? ¿En qué nos basamos para hacer la anterior afirmación?. Los distintos conceptos de causalidad pueden ser agrupados de la forma siguiente:

a) Asociación invariante de una cosa con otra. Una relación causal es una relación expresable con un enunciado legaliforme que afirma que se cumple una determinada asociación invariante de una cosa con otra; y se toma como cierta la ley cuando la asociación que establece se cumple sin excepción en todos los casos de facto.

La causalidad queda suficientemente clara si es predecible un número de casos grande o indefinidamente amplio, y todos ellos presuntamente actuales o actualizables. No puede afirmarse la causalidad en casos únicos, ni puede establecerse que haya causalidad en casos posibles pero contrafácticos. La causalidad es legalidad, y la legalidad puede definirse como cuestión de predecibilidad.

La tarea de la ciencia, según este enfoque, es someter a leyes lo que en el pasado haya sido impredecible, haciéndolo así predecible. El desarrollo de la ciencia es el aumento del campo de lo predecible, o sea, de lo que ha sido puesto bajo leyes

b) El fundamento causal: condición necesaria, condición suficiente y condición necesaria y suficiente. La causa es la fuente, fundamento o condición que da lugar a alguna consecuencia. Así, podemos hablar de “condiciones suficientes” cuando los antecedentes están presentes sólo cuando los consecuentes lo están; de “condición necesaria” cuando los consecuentes están presentes sólo cuando también lo están los antecedentes; y de “condiciones necesarias y suficientes” cuando los antecedentes y los consecuentes nunca están presentes el uno sin el otro.

Según la condición necesaria, para que se dé el consecuente, es necesario que esté previamente dado el antecedente; según la condición suficiente, basta con que se dé el antecedente para que se dé el consecuente; mientras que lo que se nos dice en la condición necesaria y suficiente es que tanto el antecedente como el consecuente son lógicamente intercambiables, es decir, que para fines causales son equivalentes.

Según esta concepción de la causalidad, dadas las leyes del sistema, los valores de las variables del estado en cualquier instante t determinan unívocamente los valores de las variables en cualquier otro instante t’. Así pues, nada llega a existir que no esté ya “contenido” en la descripción de estado del sistema en cualquier instante de acuerdo con las leyes de tal sistema. Toda ley física es un enunciado universal que proporciona la regla que genera los valores de las variables de estado para cualquier valor del tiempo. Este sistema es estrictamente determinístico e incluye la afirmación ontológica de que nada puede crearse de la nada. La formulación más famosa de una concepción de este tipo se debe a Laplace el cual, en su Introducción a la teoría analítica de las probabilidades dice:

Imaginemos una inteligencia que conociese en un momento dado todas las fuerzas que actúan en la naturaleza y la posición de todas las cosas de que consiste el mundo; supongamos, además, que esta inteligencia fuera capaz de someter todos estos datos al análisis matemático. Entonces se produciría un resultado que incluiría en una sola y misma fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del universo y de los átomos más pequeños. Para esta inteligencia nada sería incierto: el pasado y el futuro estarían presentes ante sus ojos (Pierre Simon, marqués de La Place:Introduction à la théorie analytique des probabilités, Oeuvres Completes, París, 1886, parágrafo VI)

Es decir, todo supuesto suceso único está incluido en una clase de sucesos legales determinados por el estado total del sistema, y no es aislable, lo cual equivale a suponer que no existen el azar ni los sucesos espontáneos de la naturaleza.

c) La vinculación causal contingente y necesaria. Una relación causal es contingente cuando puede haber sido distinta de como es, mientras que es necesaria cuando no puede ser de otra forma que como es.

Según este determinismo, si las circunstancias antecedentes son de cierto tipo, las consecuentes las seguirán de una forma determinística; dadas ciertas condiciones, algo se sigue inevitablemente. El aserto más débil al respecto es que si los antecedentes ocurren de hecho, lo que de hecho sucede después está determinado por ellos; el más fuerte es el aserto contrafáctico, según el cual, aunque de hecho las circunstancias antecedentes nunca ocurran, o no hayan ocurrido, si ocurrieran, sucederían las consecuencias.

Todo suceso particular está ya estrictamente determinado, de forma que la cadena de determinaciones causales es tal que la confluencia de estos sucesos está también estrictamente determinada. Toda causalidad es una vinculación necesaria, y no hay accidente.

10. Diferentes concepciones de la causalidad

10.1 El principio de causalidad en Aristóteles

El principio de causalidad es un axioma fundamental de la filosofía aristotélica. Aristóteles formula este principio diciendo que “todo lo que se mueve, necesariamente se mueve por otro”. La prueba que de ello da va dirigida contra la doctrina platónica del automovimiento y concluye que aun en el supuesto automovimiento se da un motor y un movido, de modo que aún vale el principio básico de que todo lo que es movido es movido por otro.

En otra formulación del principio de causalidad dice que “el ente en acto es siempre anterior al ente en potencia”. Según esta formulación, lo actual es anterior al concepto. Sólo se puede pensar en un posible presuponiendo lo real y actual. Es también anterior en cuanto al tiempo; porque aunque ciertamente lo real viene de un posible, ello es sólo mediante la causalidad de un ser ya real y actualmente existente. Lo actual es antes que lo posible en cuanto a la esencia porque si bien en cuanto al origen y realización temporal algo actual puede ser posterior, es con todo anterior en cuanto al eidos y a la ousía; la forma tiene que darse ya antes. Todo devenir tiende hacia un fin en cuanto se orienta hacia una forma; pero este fin no es otra cosa que la realidad del acto, y la realidad del acto no es más que la actuación activa, por lo que la realidad actuante también se denomina entelequia, es decir, “lo que ha alcanzado su fin”. El ver actual no es en gracia de la potencia de ver, sino al revés, la potencia de ver existe para la visión actual. La realidad actual es, pues, antes que la potencia.

Aristóteles divide las causas en cuatro: causa material, causa formal, causa eficiente y causa final, “pero estas tres últimas se fundes en una única muchas veces” (Física 198a 24), con lo cual, se puede decir que las causas se reducen, en realidad, a dos: causa material y causa formal en donde la causa material es aquello que da materia a la cosa y la causa formal es aquello que la dota de forma, (la causa eficiente sería lo que hace ser a la cosa y la causa final aquello hacia donde tiende).

10.2 La causalidad en Sto. Tomas

En sentido amplio, entiende santo Tomás por causalidad lo mismo que Aristóteles, los cuatro principios de materia, forma, principio de movimiento y fin. En sentido estricto es para él causa sólo el principio del movimiento. Lo denomina por ello causa eficiente.

Para santo Tomás la causa es cosa manifiesta. La formulación del principio de causalidad es, o la platónica tomada del Timeo(28 a), “todo lo que se hace de nuevo tiene necesariamente que proceder de una causa, porque sin ella no hay devenir”, o la aristotélica, “todo lo que está en movimiento es movido por otro”, o el axioma, también aristotélico, “el acto es anterior a la potencia”.

A la esencia de la causalidad pertenece, según santo Tomás, el impulso mecánico. Para la introducción de un movimiento corporal es por tanto necesario el contacto

Dentro de las causas eficientes, santo Tomás distingue diversas clases. Hay por ejemplo causa per se y causa per accidens. Lo característico en la primera es que el fin es pretendido directamente, que el efecto presenta una cierta semejanza con la causa y que la causa se desenvuelve en un orden fijo de dirección hacia su efecto. En la causa per accidens no se dan estas tres características o momentos. Otra distinción importante se da entre causa primera y causa segunda. La primera causa es Dios; de Él depende toda otra causalidad en el sentido de que es Él quien presta a las cosas todas su ser y su actividad. Nada actúa sino en virtud de la primera causa.

En el opúsculo sobre los principios de la naturaleza dice santo Tomás: “El fin es la causa de la causalidad, porque es el que hace que un agente pueda obrar. Él hace que la materia sea materia y que la forma sea forma, pues la materia recibe la forma sólo como su fin, y la forma perfecciona la materia también sólo por amor a un fin. Por ello se dice el fin causa de las causas, porque es la causa de la causalidad en todas las causas”, eficiente, formal y final. “Si se quita esta causa primera de todas, todas las demás causas quedan también quitadas”(Summa theologica, 1,II, 1, 2). Es decir, todo se mueve en orden a un fin, la teleología es esencial a la naturaleza y si no hubiera teleología, no habría naturaleza. Por tanto, la causa primera y principal es Dios y, en segundo lugar, el fin perseguido por Dios: la causa final.

10.3 El ocasionalismo de Malebranche

A comienzos de la Edad Moderna surge la necesidad de explicar la naturaleza de las relaciones de causa y efecto de manera tal que incluya en una sola teoría tanto la relación causal entre un Dios trascendente y el mundo en el acto de creación, la transmisión de movimiento entre los cuerpos de la naturaleza, y las relaciones entre el cuerpo y el alma. Si Dios es omnipotente, ¿cómo podríamos concebir que los seres finitos tuvieran una eficacia causal real, sin restarle omnipotencia a Dios? Pero si le negamos eficacia causal al mundo físico, ¿cómo explicamos los fenómenos de la naturaleza? Si Dios sostiene el mundo en la existencia, ¿qué sentido tiene afirmar que, independientemente de Dios y de su poder de acción, hay iniciativas causales que provienen de los cuerpos o almas que pueblan el mundo?, ¿habría entonces dos órdenes causales independientes: el de Dios y el de los cuerpos naturales?

A estas diferentes clases de relaciones causales cabe agregar otra distinción. La geometría, que es el modelo de conocimiento, supone principios evidentes y conexiones lógicamente necesarias entre premisas y conclusiones. La nueva ciencia pretende estudiar los fenómenos naturales con rigor matemático y busca en la relación de causa y efecto la misma necesidad lógica que se encuentra en geometría. El otro modelo de relación causal es el que cualquier hombre verifica en sí mismo; por ejemplo, el acto libre de mi voluntad por el cual deseo levantar un brazo y lo levanto. Las relaciones causales no sólo se comprenderán como conexiones necesarias sino que también se imaginarán como si fueran acciones de una voluntad, e incluso la noción de fuerza mantendrá connotaciones psíquicas. Sin embargo, si somos fieles a la distinción cartesiana no podemos concebir que la extensión geométrica entre en contacto con el pensamiento, por lo que resulta imposible explicar la relación mente-cuerpo. Tampoco parece concebible que un cuerpo, que no es más que una porción del espacio inerte y pasivo, tenga una fuerza motriz propia, pueda moverse, cambiar de lugar, chocar con otro cuerpo y transmitirle movimiento. La distinción entre pensamiento y extensión ponía término a un modelo de explicaciones que resultaba inadecuado para la nueva ciencia pero abría nuevos y profundos interrogantes.

El ocasionalismo es una de las respuestas que algunos filósofos postcartesianos dieron al problema de la causalidad. Malebranche hereda del racionalismo cartesiano el proyecto de búsqueda de conexiones necesarias entre una causa y un efecto. Advierte que no podemos sino pensar que lo contrario de un hecho siempre es posible y que carecemos de una intuición que corresponda al influjo causal propiamente dicho. Cuando examinamos la relación entre dos eventos cualesquiera de la naturaleza no logramos descubrir una conexión necesaria. Sin embargo, es en la relación entre Dios y el mundo, entre lo infinito y lo finito, donde Malebranche encuentra aquel requisito de necesidad lógica que inútilmente buscó en las relaciones causales naturales. Si Dios es infinito y omnipotente, necesariamente se sigue que puede producir cualquier efecto. Nada existiría ni nada ocurriría en la naturaleza si Dios no lo hubiera así dispuesto. El único agente causal propiamente dicho es, por lo tanto, Dios. Ningún ser creado y finito posee, propiamente hablando, un poder causal ni puede, por esa razón, producir cambios en otros seres. Dios dispuso la creación de manera tal que, cuando una bola en movimiento choca con otra, la colisión de las dos bolas no sea la causa del movimiento de la segunda sino la ocasión que dios dispuso para mover la segunda bola. Si aceptamos que Dios es creador y todopoderoso, no podemos concluir sino que es la única causa verdadera de todo lo que ocurre; y si aceptamos esta conclusión, se sigue que las relaciones de causa y efecto que creemos percibir no son más que ocasiones en las que actúa la verdadera causa, i. e., Dios.

10.4 Leibniz

Leibniz hereda y critica tanto a Descartes como a los ocasionalistas. Señala que un examen atento de la naturaleza misma nos muestra que Descartes estaba equivocado con respecto a las leyes del movimiento y que los cuerpos no pueden ser mera extensión. Debe encontrarse en ellos alguna fuerza o principio vital que permita explicar por qué se comportan tal como lo hacen. El alma humana y su espontaneidad es el modelo de sustancia del que parte Leibniz. La sustancia genera sus propia modificaciones y todos los estados en que se encuentra se siguen de los estados anteriores y se comprenden como explicitaciones de su propia naturaleza o esencia. Leibniz coincide con los ocasionalistas al afirmar que no puede haber interacción causal propiamente dicha entre sustancias. Pero a diferencia de ellos considera que lo que define a una sustancia es la producción de sus propias modificaciones o actividad real. Los estados sucesivos de una sustancia se generan a partir de lo que Leibniz llama “fuerza” y considera como un principio interno que guarda alguna semejanza con las antiguas formas sustanciales y que es distinta de la extensión o materia del cuerpo. En Leibniz observamos dos modelos de causalidad. Por un lado, la causalidad entendida como actividad espontánea, tal como cada uno de nosotros es consciente de la libertad de su propio obrar y tal como suponemos que es la actividad creadora de Dios. Por otro lado, los estados sucesivos de una sustancia individual se siguen unos a otros como si se tratase de la explicitación de los predicados incluidos en el sujeto de una proposición analítica. Lejos de ser inerte, la sustancia leibniziana es tan completamente activa que no podemos concebirla manteniendo interacciones con otras sustancias, pues si todos sus estados se siguen de su propia naturaleza -y en esto consiste la actividad-, ninguno de sus estados puede explicarse como efecto causado por otra sustancia. Sin embargo, nuestro sentido común nos muestra continuamente ejemplos de relaciones causales entre cuerpos, o entre cuerpo y alma. ¿Cómo explicar esto? Leibniz supone que Dios armonizó las sustancias al crearlas de manera tal que los estados de cada una de ellas se correspondieran con los estados de todas las otras. Esta concomitancia produce el mismo efecto que si se comunicaran unas con otras.

Dios crea, conserva, y concurre a las acciones de cada sustancia creada. Cada estado de una mónada creada es una consecuencia causal de su estado anterior, excepto en su estado inicial de creación y en cualesquiera otros estados que sean resultado de una milagrosa interacción divina. Mientras que Leibniz mantenía que la causalidad instrasustancial es la regla entre las sustancias creadas, negaba en cambio la posibilidad de relaciones causales intersustanciales entre dichas sustancias creadas.

10.5 Hume: critica de la noción de causalidad

Hume divide los objetos del conocimiento en dos tipos: por un lado están lasrelaciones de ideas a las que pertenece toda afirmación que es intuitiva o demostrativamente cierta; estas proposiciones son cognoscibles por un mero ejercicio del pensamiento, independientemente de la experiencia, aquí se encuentran las proposiciones de la aritmética y la geometría; en segundo lugar se encuentra lo que Hume denomina cuestiones de hecho, con respecto a ellas no podemos estar seguros de su verdad, como ocurre con las relaciones de ideas, ello es así porque no son analíticas, sino sintéticas y, por tanto, su contrario es “en cualquier caso, posible, porque jamás puede implicar una contradicción, y es concebida por la mente con la misma facilidad y distinción que si fuera totalmente ajustado a la realidad” (Hume, D.: Investigación sobre el entendimiento humano, Alianza, Madrid, 1986, p. 48)

Si el conocimiento de las cuestiones de hecho no es un conocimiento necesario, ¿cómo las conocemos entonces?. Según Hume “todos nuestros razonamientos acerca de cuestiones de hecho parecen fundarse en la relación de causa y efecto. Tan sólo por medio de esta relación podemos ir más allá de la evidencia de nuestra memoria y sentidos”(Hume, op. cit., p. 49).

Hume define una relación causal como aquella en que se afirma un determinado hecho empírico dotado de suficientes garantías, basándose en una generalización a partir de la experiencia; de hecho, las tres formulaciones que da de la causalidad son:

1) “un objeto seguido de otro, cuando todos los objetos similares al primero son seguidos por objetos similares al segundo”(Hume, op. cit., p. 101)
2) “el segundo objeto nunca ha existido sin que el primer objeto se hubiera dado”(Hume, op. cit., p. 101)
3) “un objeto seguido por otro y cuya aparición siempre conduce a la mente a aquel otro”(Hume, op. cit., p. 101)

De estas definiciones se sigue que el conocimiento de una relación causal nunca es un conocimiento a priori, “sino que surge enteramente de la experiencia, cuando encontramos que objetos particulares cualesquiera están constantemente unidos entre sí”(op. cit., p. 50). Es decir, las causas y los efectos no pueden descubrirse por la razón, sino por la experiencia ya que, ningún objeto revela por las cualidades que aparecen a los sentidos, ni las causas que lo produjeron ni los efectos que surgen de él. Ello es así porque el efecto, para Hume, es totalmente distinto de la causa, de donde se sigue que, sin experiencia, no puede deducirse el efecto a partir de la causa, ni la causa a partir del efecto.

Pero, ¿por qué es esto así?. Porque, en primer lugar, de una causa pueden seguirse muchos efectos distintos; cual de ellos se produce de hecho es lo que nos muestra la experiencia.

Por otro lado, un mismo efecto puede tener varias causas, y sólo mediante la experiencia puedo saber cual es la causa que ha dado lugar a un determinado efecto.

A priori, por tanto, nosotros somos ignorantes de los principios naturales que rigen lo que denominamos leyes de causalidad. Pero, a pesar de esta ignorancia “siempre suponemos, cuando vemos cualidades sensibles iguales, que tienen los mismo poderes ocultos, y esperamos que efectos semejantes a los que hemos experimentado se siguieran de ellos”(op. cit., p. 56) y ello a pesar de que aceptamos que no existe una conexión necesaria entre las cualidades sensibles y sus causas “ocultas”. ¿Por qué?

Cuando decimos que “de una determinada causa se sigue un determinado efecto” (premisa), y nosotros deducimos que “de la misma causa siempre ha de seguirse el mismo efecto” (conclusión), no estamos efectuando una conclusión necesaria, ni siquiera intuitiva, ya que es necesario un término medio (como un silogismo) que permita pasar de la premisa a la conclusión. Pero este término medio, según Hume, no existe, por tanto, esta inferencia de una ley causal no es válida.

Recurriendo a la anterior división entre relaciones de ideas y cuestiones de hecho, hemos de decir que en la anterior deducción la conexión entre la premisa y la conclusión es una cuestión de hecho, y no una relación de ideas y, por tanto, es algo contingente y no necesario, no demostrativo.

Pero, preguntamos una vez más, ¿cómo surge la idea de causalidad?. “Sólo después de una larga cadena de experiencias uniformes de un tipo, alcanzamos seguridad y confianza firme con respecto a un acontecimiento particular” (op. cit., p. 59); no, por tanto, mediante el razonamiento; o mejor dicho, no sólo con el razonamiento, sino con el razonamiento ayudado de la experiencia.

De hecho, cuando se nos presenta un objeto o suceso cualquiera, nos es imposible descubrir sin la ayuda de la experiencia el suceso que puede resultar de él, “o llevar nuestra previsión más allá del objeto que está inmediatamente presente a nuestra memoria y sentidos” (op. cit., p. 100). Incluso, tampoco después de un experimento, “pero cuando determinada clase de acontecimientos ha estado siempre, en todos los casos, unida a otra, no tenemos ya escrúpulos en predecir el uno con la aparición del otro y en utilizar el único razonamiento que puede darnos seguridad sobre una cuestión de hecho o existencia” (op. cit., p. 100). Es, entonces, cuando suponemos que hay una conexión real entre la causa y el efecto.

Esta relación entre la causa y el efecto no podría ser establecida si en la naturaleza no existieran uniformidades que pudieran observarse. Son, por tanto, estas uniformidades, unidas a nuestra experiencia de ellas, las responsables de nuestra idea de causalidad.

Una vez que hemos fijado que el origen de nuestra idea de causalidad se haya en la experiencia, hay que decir que esta no es nunca algo acabado, sino que es algo que se está haciendo constantemente, y como es algo que se está haciendo, no podemos estar seguros de que en el futuro no cambiarán los hechos que nos han conducido a establecer una determinada relación causal. La relación causal es una relación fáctica y, por tanto, contingente, no necesaria. Las leyes causales sólo son expresión de hábitos y, por tanto, no hay razones distintas de las psicológicas para afirmar que la causalidad existe en la naturaleza. La causalidad sólo es la vinculación que lo mental impone entre las cosas cuya conjunción se ha experimentado repetidamente; es, por tanto, algo que va más allá de la experiencia; es por ello que Hume no dice que estemos equivocados al creer que existen relaciones causales, sino que lo que dice es que nos equivocamos al considerarlas algo más que creencias; es decir, niega todo estado ontológico de la causalidad que exceda la mera creencia, empíricamente justificada.

10.6 Kant

La crítica de Hume va dirigida contra el racionalismo clásico, que considera a la causalidad como una necesidad de la razón y, por ende, también una necesidad del ser. En el enfoque racionalista el mundo natural era una construcción matemáticamente perfecta; se consideraba que el mundo era la creación de un Dios geómetra en el que las relaciones existentes eran las que serían visibles en una reconstrucción matemática perfecta. Las matemáticas, en consecuencia, eran algo necesario. Para el empírico Hume, esta tesis era demasiado a priori: estaba perfectamente dispuesto a conceder que lo mental o entendimiento pueda tener unas inclinaciones tales que tienda a pensar de este modo; pero habría que explicarlo encontrando algún origen psicológico de esta inclinación a creer.

Kant, profundamente trastornado por la crítica de Hume, se afilió a la defensa de la ciencia newtoniana, pero teniendo en consideración la crítica de Hume: es cierto, admitía, que toda creencia es, de hecho, contingente, por lo cual creer en la necesidad es una creencia contingente, en el sentido de que las fuentes empíricas de toda creencia no nos permiten que pretendamos nada más para ella; pero los hábitos naturales del entendimiento revelan, por el propio hecho de ser hábitos naturales, una estructura conceptual innata; y las formas bajo las cuales el entendimiento podría llegar a conocer las cosas son también, por ser resultado de una disposición natural, una disposición necesaria; es decir, teniendo entendimientos como los que tenemos, no hay otra forma posible de concebir las cosas. Hay, pues, una necesidad formal de creer como de hecho lo hacemos, porque estas formas de creencia posibles son universales en los hombres en cuanto seres racionales; es inconcebible que ningún ser racional, sea el que sea, conciba las cosas de otra forma.

Para Kant, existen formas a priori, bajo las cuales llegamos a tener conocimiento de lo que conozcamos empíricamente: con respecto a nuestra percepción sensorial, estas formas son las formas a priori de espacio y tiempo, que son a priori en el sentido de que las presupone la propia posibilidad de la experiencia perceptiva; y en cuanto al entendimiento, nuestra mente requiere un acto de síntesis: entender es reunir cosas agrupándolas en cierta unidad. Esta síntesis o unificación consiste en concebir los elementos dispares de la experiencia perceptiva en forma de relación captable por el entendimiento; y la condición necesaria para la mera posibilidad de entender es que se proponga esta relación sintetizadora.

Se puede tener la experiencia sólo con la condición de que esté ordenada bajo las formas del espacio y en el tiempo; y sólo puede llegar a ser conocida o entendidabajo la forma de causalidad, siendo ésta la síntesis o unificación de una multiplicidad bajo la identidad de un acto de consciencia; la causalidad es el supuesto previo que subyace a la propia posibilidad de nuestro conocimiento científico del mundo empírico. Sólo en estas condiciones es posible el conocimiento.

No nos será posible llegar a saber nunca cómo son las cosas independientemente de las condiciones bajo las cuales podemos llegar a conocerlas; así, nos es imposible conocer una causalidad real o última que rigiese las relaciones entre las cosas en sí mismas: sólo las cosas como son para nosotros constituyen el dominio de nuestro conocimiento empírico o fenoménico; pero en este caso la causalidad es la condición para que lleguemos a entenderlas. Empíricamente lo que se nos da es una multiplicidad, una colección desordenada de apariencias espacio-temporales, a partir de las cuales solamente nunca podríamos llegar a una ley, porque toda ley afirma que hay relaciones invariantes entre algunos de estos fenómenos. El fundamento de nuestros asertos acerca de relaciones legales lo constituye la condición a priori del entendimiento, la unificación de una multiplicidad bajo un sólo concepto. Y el concepto con el cual la mente ordena esa multiplicidad, tomándola como un caso de asociación necesaria, es la causalidad; pues este concepto no se deduce de la experiencia, es a priori. Puede decirse que descubrimos leyes, pero sólo con el supuesto previo de la legalidad, sin el cual nos quedaríamos solamente con una multiplicidad de apariencias sin ninguna vinculación necesaria.

Kant, partiendo lo mismo que Hume, de una crítica de las condiciones epistemológicas de nuestro conocimiento de causas, convierte las “disposiciones naturales de la mente” de Hume en una “precondición necesaria del conocimiento”.

10.7 Schopenhauer

Schopenhauer reduce las doce categorías kantianas a una sola: la causalidad.

Únicamente cuando el intelecto entra en actividad y aplica su única y exclusiva forma, la ley de causalidad, tiene lugar una transformación importante y la sensación subjetiva se convierte en intuición objetiva. En efecto, en virtud de la forma que le es propia, y por lo tanto a priori […] toma la sensación orgánica dada como un efecto […] que debe necesariamente, en cuanto tal, poseer una causa.

Mediante la categoría de la causalidad los objetos determinados espacial y temporalmente son puestos uno de ellos como determinante (o causa9 y el otro, como determinado (o efecto), de manera que «la completa existencia de todos los objetos, en cuanto objetos, representaciones y nada más, en todo y para todo hace referencia a aquella relación necesaria e intercambiable.». La acción causal del objeto sobre estos objetos constituye toda la realidad del objeto. Por consiguiente, la realidad de la materia se agota en su causalidad.

Lo que determina el principio de causalidad no es una mera sucesión en el tiempo, sino una sucesión en el tiempo con respecto a un espacio determinado; no es la presencia en un “lugar puro”, sino la presencia en un lugar con respecto a un tiempo determinado. En resumen, «el cambio que sobreviene de acuerdo con la ley causal se refiere […] en cada caso a una parte determinada del espacio y a una parte determinada del tiempo, y a la vez y en conjunto; por eso, la causalidad vincula el espacio con el tiempo».

El mundo es una representación mía, y la acción causal del objeto sobre los demás objetos constituye toda la realidad del objeto.

10.8 Mill

En Mill, el problema de la causalidad está estrechamente ligado al problema de la inducción. En el Sistema de lógica su interés principal es encontrar modos de incrementar la fiabilidad del razonamiento inductivo:

Si la inducción por simple enumeración fuera un proceso inválido, ningún procedimiento fundado en ella sería válido; al igual que no podría ponerse ninguna confianza en el telescopio si no nos fiáramos de nuestros ojos. Pero, aun siendo un procedimiento válido, es falible; y falible en muy diferentes grados: si podemos sustituir, por tanto, las formas más falibles del procedimiento por una operación basada en el mismo proceso pero con una forma menos falible, habremos conseguido una mejora muy sustancial. Y esto es lo que la inducción científica hace.

El problema de Mill es: ¿cuál es la razón de que algunas inducciones sean más fiables que otras? Su respuesta se apoya en la historia natural de la inducción, que registra el hecho de que la inducción enumerativa es internamente vindicada en el establecimiento de regularidades, y porque da eventualmente lugar a métodos de investigación de mayor poder inquisitivo.

Originariamente se van fraguando inducciones “espontáneas” y “acientíficas” acerca de fenómenos particulares e inconexos. Estas inducciones son acumuladas, interconectas y no desconfirmadas por la ulterior experiencia. A medida que se acumulan y se interconectan, van justificando la conclusión inductiva de segundo orden de que todos los fenómenos están sujetos a una uniformidad, y, más específicamente, que todos ellos tienen suficientes condiciones susceptibles de ser descubiertas. En esta forma menos vaga, el principio de uniformidad se torna en la ley de la causalidad universal. Esta conclusión, según Mill, nos proporciona un nuevo sistema de razonamiento: la inducción eliminativa.

Aquí la suposición de que un tipo de fenómeno tiene causas uniformes, a la que se añade una suposición (revisable) sobre cuáles son sus causas posibles, inicia una indagación comparativa en la que la causa real es identificada por eliminación.

11. Leyes causales

La utilidad práctica de la ciencia depende de su capacidad para predecir el futuro. El poder de la ciencia se debe a su descubrimiento de “leyes causales”.

Una “ley causal” puede definirse como un principio general en virtud del cual, con suficientes datos acerca de ciertas regiones del espacio-tiempo, es posible inferir algo sobre ciertas otras regiones del espacio-tiempo. La inferencia puede ser sólo probable, pero la probabilidad debe ser convenientemente mayor que la mitad para que el principio involucrado sea considerado digno de recibir el nombre de “ley causal”.

Aquí hay que tener en cuenta que la región a que llega nuestra inferencia no necesita ser posterior a aquella a partir de la cual efectuamos la inferencia. Las leyes causales permiten hacer inferencia tanto hacia adelante como hacia atrás. Por otro lado, no se pueden establecer reglas concernientes a la cantidad de datos que puedan hallarse involucrados en la formulación de una ley. Las leyes causales surgen de las regularidades que suponemos en nuestra vida cotidiana.

Las leyes causales son de dos tipos: las atinentes a la persistencia y las atinentes al cambio. Todo lo que creemos conocer del mundo físico depende enteramente del supuesto de que hay leyes causales. La justificación o no de nuestra creencia en tales leyes ya ha sido tratada al hablar de Hume y Kant.

El método científico consiste en inventar hipótesis que satisfagan los datos, que sean tan sencillas como pueda ser compatible con este requisito y que permitan extraer inferencias posteriormente confirmadas por la observación. La teoría de la probabilidad muestra que la validez de este proceso depende de un supuesto que puede ser enunciado aproximadamente como el postulado de que hay leyes generales de ciertos tipos. Este postulado, en una forma adecuada, puede hacer probables las leyes científicas, pero sin él ni siquiera adquieren probabilidad.

Es habitual hablar de la inducción como lo que se necesita para hacer probable la verdad de las leyes científicas; pero la inducción, pura y simple, no es fundamental ya que todo conjunto finito de observaciones es compatible con una cantidad de leyes mutuamente incompatibles, todas las cuales tienen exactamente las mismas pruebas inductivas a su favor. Luego, la inducción pura no es válida, y no es, además, lo que realmente creemos. Además, la inducción no convalida muchas de las inferencias en las que la ciencia tiene más confianza.

En el establecimiento de leyes científicas la experiencia desempeña un doble papel. Está la confirmación o la refutación obvias de una hipótesis observando si tienen lugar sus consecuencias calculadas, y está la experiencia previa que determina qué hipótesis juzgaremos como probables previamente. Pero detrás de estas influencias de la experiencia hay ciertas expectaciones generales vagas, y a menos que éstas confieran una probabilidad a priori finita a ciertos tipos de hipótesis, las inferencias científicas no son válidas.

Lo que podría llamarse la “fe” de la ciencia es más o menos de la siguiente especie: hay fórmulas (leyes causales) que vinculan sucesos, percibidos y no percibidos; estas fórmulas ponen de manifiesto una continuidad espacio-temporal, es decir, no suponen ninguna relación inmediata y directa entre sucesos a una distancia finita uno de otro; una fórmula sugerida que tenga las características anteriores se hace altamente probable si, además de adecuarse a todas las observaciones pasadas, nos permite predecir otras que se confirman posteriormente y que serían muy improbables si la fórmula fuera falsa.

El principio de causalidad aparece en las obras de casi todos los filósofos en una forma elemental que nunca adopta en ninguna ciencia avanzada. Según creen, la ciencia supone que, dada cualquier clase adecuada de sucesos A, hay siempre alguna otra clase de sucesos B tales que cada A es “causado” por un B; además, todo suceso pertenece a alguna de tales clases.

La mayoría de los filósofos han sostenido que “causa” significa algo diferente de “antecedente invariable”. Por el contrario, los empiristas han sostenido que “causa” significa “antecedente invariable”. La dificultad de esta concepción, y de toda afirmación de que las leyes científicas son de la forma “A causa B”, es que tales secuencias raramente son invariables, y aunque sean invariables de hecho, es fácil imaginar circunstancias que les impedirían serlo.

Sin embargo, hay razones para admitir leyes de la forma “A causa B”, siempre que lo hagamos con adecuados resguardos y limitaciones. El concepto de objetos físicos más o menos permanentes, en la forma que le asigna el sentido común, supone el de “sustancia”, y cuando se admite la “sustancia” debemos hallar algún otro modo de definir la identidad de un objeto físico en diferentes tiempos. Creo que esto debe hacerse mediante el concepto de “línea causal”, entendiendo por “línea causal” una serie de sucesos tales que, dados algunos de ellos, podemos inferir algo sobre los otros sin tener que saber nada acerca del entorno. Cuando dos sucesos pertenecen a una misma línea causal, puede decirse que el anterior “causa” al posterior. De este modo, las leyes de la forma “A causa B” pueden conservar cierta validez.

De todo lo dicho, podemos concluir definiendo una ley causal como toda ley que, si es verdadera, permite, dado cierto número de sucesos, inferir algo acerca de otro u otros sucesos.

12. Supuestos de la causalidad

Si partimos de la última definición que se ha dado de ley causal; es decir, si definimos la ley causal como aquella ley que, si es verdadera, permite, dado cierto número de sucesos, inferir algo acerca de otro u otros sucesos, observaremos que los presupuestos que hay bajo toda concepción de la causalidad son los siguientes:

1. La naturaleza es algo continuo, de forma que podemos pasar de una serie de sucesos a otra serie de sucesos mediante una serie de pasos “discretos” que nos vienen definidos por las leyes causales.

2. La ley de causalidad implica que todo ha de tener una causa; es decir, nada ocurre sin algo que lo haya hecho advenir a la existencia, lo cual implica que todo lo que acontece ha de estar basado en un acontecimiento con una existencia anterior: es decir, no se puede pasar del ser al no ser y, por tanto, es imposible la creación ex nihilo.

3. La ley de causalidad implica un determinismo

4. Si la ley de causalidad es aplicable en el método científico, ello quiere decir que nosotros podemos conocer las causas de las cosas.

5. Del hecho de que nosotros podamos conocer las causas se sigue que el número de causas de cada cosa que acontece no puede ser infinito; aunque si es concebible que un determinado suceso tenga más de una causa

6. Del hecho de que se pueda concebir que un suceso pueda tener más de una causa no se sigue que en cada instante determinado un suceso tenga más de una causa. Un suceso puede tener múltiples causas, pero en un instante determinado sólo tiene una causa.

7. Del hecho de que la causalidad rija la naturaleza se sigue que la naturaleza tiene un orden que es cognoscible por el intelecto humano. El conocimiento de la naturaleza consiste en el conocimiento de las causas.

8. El fin último de la ciencia radica en el conocimiento de las causas cuando de lo que se trata es de saber porqué la estructura del mundo es como es; y de predecir los efectos que se seguirán de unas determinadas causas cuando de lo que se trata es de conocer el futuro.

9. Toda causa tiene uno o más efectos, y todo efecto lo es de una o más causas, aunque no simultáneamente.

10. Si una causa puede tener varios efectos distintos, estos habrán de tener, de todas formas, algún tipo de parecido.

13. Bibliografía

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