Tema 20. El debate histórico en torno a la relación ente la fe y la razón.

Tema 20. El debate histórico en torno a la relación ente la fe y la razón.

¿Es posible una “filosofía cristiana”?, ¿no es contradictorio pretender reunir conceptualmente religión y filosofía? Esta pregunta ha sido el núcleo de una famosa controversia entre dos historiadores contemporáneos del pensamiento medieval: Émile Bréhier y Étienne Gilson. El primero excluía la posibilidad de una filosofía cristiana, mientras que el segundo, católico, afirmaba su legitimidad y su especificidad. El pensamiento religioso se remite a textos fundadores (los Evangelios, la Biblia), a los que tiene por sagrados debido a su origen sobrehumano. La base de la religión aparecía así en las antípodas de la fuente de la filosofía, que es una actividad y un producto exclusivo de la razón humana. La exégesis (interpretación, hermenéutica) de textos sagrados no es asimilable a la discusión crítica de los escritos filosóficos: el espíritu es completamente diferente en uno y otro caso, aun cuando a menudo sean comparables las técnicas.

El mensaje cristiano propiamente dicho no es intelectual: es un mensaje de amor –de amor al prójimo–, una invitación a resolver el “problema” (el sufrimiento, la desazón) de la condición humana, apelando a los recursos emocionales y afectivos del ser humano y no de manera prioritaria a su razón. La integración de esta dimensión en la filosofía –que se da por “amor”, pero por amor al saber– es difícil, cuando no imposible. La filosofía, en tanto actividad intelectual, tiene tendencia a diferir la respuesta afectiva (a la que se considera irracional), antes que a estimularla.

1. La razón

De entre los múltiples sentidos del término razón, dos merecen mención especial: 1) razón como facultad del pensamiento discursivo y del juicio, y 2) razón como fundamento real e inteligible de las cosas.

El vocablo latino ratio significaba “cálculo” y “proporción”, y fue tomado por Cicerón para traducir el término griego logos. De este modo, primariamente predominó la idea de que la razón es una facultad o una capacidad de conocer la realidad no ya sensitiva o imaginativamente, sino de modo discursivo, es decir, hablando, discurriendo. Se entendió, además, que esa peculiar capacidad de comprender lo real discurriendo es lo propio y específico del hombre. De ahí la definición de hombre como “viviente dotado de razón”. Según esto, los hombres poseeríamos una peculiaridad, que nos distingue de los animales, pues por ella somos capaces de comprender y juzgar cómo son las cosas.

Es frecuente tomar el término razón en dos sentidos:

  1. En sentido general, es racional todo conocimiento distinto del sensitivo, y así se considera que toda operación del intelecto, discursiva o no, es racional. Por ejemplo, Kant explica: “Por razón entiendo aquí toda la facultad cognoscitiva superior”.
  2. En sentido restringido, razón se opone a entendimiento, es decir, a los actos cognitivos superiores no discursivos. Según esto, Kant sostiene que “todo nuestro conocimiento comienza por los sentidos, pasa de éstos al entendimiento y termina en la razón”.

Considerando que la razón es lo específico del hombre, tenemos que todo lo humano, en cualquiera de sus dimensiones, está impregnado de racionalidad. De este modo, se puede distinguir tantos tipos de razón como facetas de lo humano, y tantos como conexiones de ésta con la realidad podamos establecer. Según esto, a lo largo de la historia de la filosofía se ha distinguido entre razón especulativa y razón práctica, razón discursiva y razón intuitiva, ratio superior y ratio inferior, razón analítica y razón sintética, razón abstracta y razón concreta; y también se ha hablado de razón crítica, dialéctica, histórica, vital, ilustrada, instrumental, técnica, etc.

Lo específico de la razón, frente a las sensaciones y otras formas de conocimiento, es que ella es capaz de hacerse argo de qué son realmente las cosas, es decir, de su realidad en sí, de sus fundamentos. Dar razón de algo es conocer sus principios y causas reales, de ahí que el fundamento de las cosas se llame también razón. No todo discurso humano puede llamarse racional, sino sólo el que se presenta con pretensión de universalidad, de objetividad, de ser una comprensión adecuada de qué, cómo y por qué son las cosas. De ahí que incluso haya un significado de razón –razón como concepto o definición– en el que se funden ambos significados: razón es nuestro concepto de un objeto y, al mismo tiempo, es esa misma idea o concepto puesto en la realidad.

1.1 Evolución del concepto de razón

En la Filosofía Medieval el concepto de razón se compara, contrasta u opone al concepto de creencia o de fe.. Por ello en la filosofía medieval el problema de la razón es en gran medida en problema de la filosofía en tanto que posibilidad de comprensión del contenido de la fe –o, como se dice a veces, en tanto que prolegómeno de la fe–. Puesto que tal fe se da a través de la revelación, la cual es conservada en un depósito de tradiciones, es frecuente que al examen de las relaciones entre razón y fe su yuxtaponga el de las relaciones entre la razón y la revelación, así como entre la razón y la autoridad.

Cuando la fe o la autoridad aparecen como «naturalmente» ligadas a la razón, no se plantean graves cuestiones acerca de su relación mutua. Pero cuando por algún motivo la separación se acentúa, los intentos de explicación de su relación mutua y en particular de su mutua integración proliferan. Primado de la fe sobre la razón, primado de la razón sobre la fe, equilibrio entre ambas, separación de ambas son algunas de las soluciones propuestas.

Durante la época «clásica» medieval la separación entre fe y razón (aun con vistas a su acuerdo ulterior) no se manifiesta ni siquiera cuando los textos parecen tenerla en cuenta. Sin embargo, la abundancia de intentos de harmonización entre ambos elementos prueba que ha habido una cierta «ruptura», la cual llegó a la culminación cuando se propuso la llamada «doctrina de la doble verdad». Para combatirla se hacen entonces necesarias una serie de doctrinas, desde la que proclama la subordinación completa de la razón a la fe y a la autoridad hasta la que da un cierto predominio a la razón en tanto que afirma que nada de lo que ésta descubre puede ser falso, pasando por las tesis sobre la necesaria armonía entre razón y fe, armonía que no necesita situar a ambas en un mismo plano, pues puede reconocerse, por ejemplo, que la razón es lo primero en el orden del conocimiento sin ser lo primero en el orden de la realidad.

Cuando se puso de manifiesto en algunos autores una ruptura bastante completa entre la fe y la razón, en virtud de considerarse que la primera no debía ser «contaminada» por el elemento racional ocurrió que la razón terminó por cobrar una completa autonomía. De aquí ha partido en gran parte la idea de razón en el pensamiento moderno, llegando a experimentar un proceso de «desteologización» casi completa, de modo que ya no ha sido comparada, contrastada u opuesta a la fe, a la autoridad, sino a otros elementos, el principal de los cuales ha sido, en el transcurso de la historia moderna, la experiencia. Lo que importa en ésta es, por un lado, el sentido gnoseológico (las posibilidades o las dificultades de la razón para aprehender lo que es verdaderamente real) y, por el otro, el sentido metafísico (la posibilidad o imposibilidad de decir que la realidad es en último término de carácter racional). Lo que se ha llamado “el primado de la razón” en la época moderna es, en rigor, el primado del examen y discusión de tales problemas.

Desde el punto de vista gnoseológico, la razón ha sido contrastada con la experiencia, pero esta experiencia no designa en la mayor parte de las ocasiones un mero y simple contacto afectivo con lo exterior, sino otro modo de utilizar la razón. Según esto, es cierto que la razón ha sido uno de los grandes ejes en torno a los cuales ha girado la filosofía moderna. Ello no significa, no obstante, que toda la filosofía moderna haya estado dominada por las exigencias del pensamiento racional; si bien es cierto que algunos de los grandes filósofos del siglo XVII ensayaron una racionalización completa de lo real y que varias de las escuelas del siglo XVIII intentaron reducir las estructuras de la realidad a las de la idealidad, hay que tener en cuenta que esta racionalización no fue completa y que se dieron muy diversos significados del concepto de razón. Entre estos significados destacan los siguientes: la razón como intuición de ciertos elementos últimos supuestamente constitutivos de lo real; la razón como análisis, y la razón como síntesis especulativa.

2. Fe y creencia

2.1 Fe

En el mundo clásico antiguo, la fe se consideró como un valor de primera importancia para la vida. La confianza en la palabra del otro, expresada por el término griego BÆFJ4H y por el latino fides, se personificó y fue una divinidad tanto en Atenas como en Roma, con sendos templos y culto propio. Además, se consideraba la fe como el fundamento de las relaciones comerciales, sociales y políticas. Los romanos se sentían orgullosos de la fides populi romani y no concebían el Estado sin la misma. La fe, como confianza en los otros y capacidad para merecerla de ellos, se tenía como condición fundamental para una vida verdaderamente humana. Es reveladora la observación que al respecto hace Jenofonte sobre la miseria del tirano: «El hombre, que no goza de fe, ¿cómo no será un pobre en el más valioso de los bienes? ¿Qué relación agradable puede existir sin la confianza mutua? ¿Y qué trato regocijante puede haber entre hombre y mujer sin la fe?». La descripción del tirano, que traza Platón en el libro IX de la República, como la de un esclavo presa del miedo, porque no puede fiarse de nadie, coincide con lo dicho por Jenofonte. Interesa en este texto la contraposición entre fe y miseria, entendiendo que la mayor miseria es la privación del mayor bien, que es la fe. Por eso para Gorgias «una vida privada de la fe no es verdadera vida». Esquilo nos pone en la pista dela estructura del acto de fe cuando escribe: «No son los juramentos los que garantizan su propia fe, sino los hombres los garantes de los juramentos».

Además de esta fe en el sentido clásico, tenemos la fe bíblica. La fe bíblica es ante todo confianza, seguridad fundada en la fidelidad del que me habla. Implica la interpretación mediante la palabra y enlaza con la concepción hebrea de verdad. Verdad (‘emet, ‘âman, ‘emûnâh) es la cualidad de lo que es seguro, de aquello en lo que podemos apoyarnos. Hay que entender esto en el contexto de la palabra y de la alianza. La fe es la respuesta a esta palabra y la aceptación de la alianza. La fe bíblica es prioritariamente fe religiosa, teologal. Pero en la Biblia también se exige la fe entre los hombres. Así, por ejemplo, “hacer la bondad y la verdad” (Gen. 47,29; Jos. 2,11) es tanto como obrar con lealtad y fidelidad para con los otros. Hay en la Biblia alianzas entre los hombres, que exigen fe mutua.

El término BÆFJ4H poco a poco fue experimentando un desplazamiento semántico de lo fiducial a lo cognoscitivo. Este desplazamiento se hace exclusivo en algunos pensadores importantes de la filosofía moderna y contemporánea. Kant estima que el edificio de la ética queda como algo incompleto sin la afirmación de la libertad, de la vida eterna y de la existencia de Dios. Hay que apelar a estas tres verdades, porque sin ellas no completamos el orden práctico de la moral. Se trata de verdades no conocidas directamente, pero que hay que postular, para explicarnos lo que experimentamos. Por lo mismo, estos postulados faltos de razón objetiva reposan en la convicción del sujeto y a esta convicción Kant la llama fe: «Tuve que desplazar la razón, para dejar lugar a la fe». Para Jacobi la realidad es directamente cognoscible, sin que medie la construcción del sujeto kantiano. A este conocimiento directo, primordial, Jacobi lo llama fe. Schleiermacher concibe la fe como “un general sentimiento de dependencia” respecto del gran misterio, que funda nuestra vida. Kierkegaard vuelve a la fe bíblica, interpretada en un sentido existencialista y antihumanista, muy en consonancia con la teología luterana. Para Unamuno, el deseo de eternizarse es el núcleo de la pretensión humana, y Dios el garante de esta pretensión. Pero el hombre no existe a la escucha de Dios, sino que lo crea con su propio deseo. La conclusión es triste: »Trágico hado sin duda, el de tener que cimentar en la movediza y deleznable piedra del deseo de inmortalidad la afirmación de ésta».

En muchos textos filosóficos los términos ‘creencia’ y ‘fe’ son usados aproximadamente con el mismo significado. Así, la expresión ‘Creo para comprender’ puede traducirse por ‘Tengo fe para comprender’. Ahora bien, el vocablo ‘fe’ se usa a veces con preferencia a ‘creencia’, como por ejemplo en la expresión ‘Filosofía de la fe’ por medio de la cual se designa el pensamiento de todos aquellos autores que consideran la fe como una fuente de conocimiento suprasensible o como una aprehensión directa de lo real en cuanto tal. En el mismo sentido se usa en la expresión kantiana ‘tuvo que desplazar a la razón para dejar lugar a la fe’.

Otras veces, fe se usa para designar algo distinto de ‘creencia’. Así, por ejemplo, cuando se atribuye a ‘creencia’ un significado más amplio que a ‘fe’. En tal caso la creencia es tomada como una aserción de carácter muy general, dentro de la cual la fe es considerada como una variante religiosa. Otro es el que intenta distinguir formalmente entre creencia y fe indicando que son dos tipos irreductibles del creer. Otro caso es la definición de ‘fe’ como el contenido de la creencia. Otro, finalmente, es aquel en que la fe es definida como una virtud teologal. Esta última significación es la más propia de la teología.

La base para la última concepción de la fe es el famoso pasaje de San Pablo (Hebreos, 11.1) donde la fe es definida como la sustancia de las cosas que se esperan y que nos convence de las que no podemos ver. Al comentar este pasaje Santo Tomás sostiene que la fe es un hábito de la mente por medio del cual la vida eterna comienza en nosotros en tanto que hace posible que el intelecto de su asentimiento a cosas que no aparecen. La fe es por ello una evidencia, distinta de toda opinión o sospecha, en las cuales falta la adhesión firme del entendimiento. La voluntad es movida al asentimiento por el acto del entendimiento engendrado por la fe. Con lo cual la fe, aunque imposible sin la firme adhesión y asentimiento del entendimiento, no es algo meramente «subjetivo». Sobre esta idea de la fe se han basado las distinciones teológicas. Entre las más importantes figuran las dos siguientes. Una es la distinción entre fe implícita y fe explícita. Otra es la distinción entre fe confusa y fe distinta. La fe implícita es la fe en una verdad que está contenida en otra verdad objeto de fe explícita, de tal suerte que la creencia explícita en la segunda verdad implica la creencia implícita en la primera. La fe confusa es la fe del «simple creyente», el cual vive en una «comunidad de fe», sin que parezca necesario pasar del vivir la fe al conocimiento de ella. La fe distinta es la del «docto», el cual aspira a un conocimiento que, sin separarse de la fe, contribuya a su precisión en la medida de lo posible. Como puede advertirse, no es legítimo equiparar la fe implícita con la confusa y la fe explícita con la distinta. Los que han sostenido la mencionada equiparación han definido ‘implícito’ en el sentido de ‘lo que no está todavía aclarado’ y ‘explícito’ en el sentido de ‘lo ya aclarado’, olvidando, por consiguiente, que la relación entre fe implícita y fe explícita no es una relación de menor a mayor claridad, sino una relación de implicación.

2.2 Creencia

Durante la Edad Media, cuando por ‘creer’ se entendía «tener fe» se debatió a menudo el problema de la relación entre creencia y ciencia, creencia y saber, creencia y razón. Puede hablarse asimismo, y se hace con gran frecuencia, de «fe y razón».

Algunos estimaron que la razón es una preparación para la creencia (o la fe). Esto equivale a suponer que no hay conflicto entre ambas. Otros estimaron que solamente si se cree se puede comprender, esto es, comprender las llamadas «verdades de fe». La creencia, además, requiere la comprensión, como se indica en la frase de San Anselmo “Creo para comprender”. Ciertos autores juzgaron que puede haber conflictos entre creencia y razón, pero que estos conflictos pueden solucionarse si se usa la razón rectamente – lo cual equivale casi siempre a suponer que hay que partir de la creencia, como fundamento desde el cual se consigue la racionalidad (de lo creído) –. Otros autores mantuvieron que hay conflicto entre creencia y razón, pero que entonces hay que abandonar ésta para entregarse a aquélla. Testimonio extremo de esta actitud es el Credo quia absurdum. También hubo autores para quienes el llamado «conflicto entre la creencia (o fe) y la razón» es manifestación del hecho de que hay dos tipos de «verdades»: las de creencia y las racionales. Es la posición de la llamada «verdad doble».

En virtud del frecuente uso distinto de ‘creencia’ y ‘fe’, se han aplicado a ‘creencia’ las distinciones que corresponden a ‘fe’. Así, por ejemplo, se ha hablado de creencia natural y creencia sobrenatural, correspondiendo respectivamente a la fe natural, fides naturalis, y a la fe sobrenatural, fides supernaturalis.

El sentido más «subjetivo» de ‘creencia’ ha sido muy común en la época moderna, especialmente en la medida en que se ha supuesto que la creencia es una manifestación de la voluntad, esto es, un asentimiento dado por la voluntad. Es probable que haya antecedentes de esta concepción en el escotismo en cuanto se subraya el «voluntarismo» de Duns Escoto. Tal concepción se manifiesta igualmente en el racionalismo y en el empirismo modernos. Así, para el racionalismo la creencia es la evidencia de principios innatos. Para el empirismo, la creencia es la «adhesión» a la vivacidad de las impresiones sensibles.

A fines del XVIII y comienzos del XIX se discutió a menudo el problema de la naturaleza y formas de la creencia (o de la «fe»). A menos de admitir el «escepticismo» de Hume, hay que suponer que todos los fenómenos naturales están encadenados causalmente. Si así ocurre, es difícil admitir que haya libertad, esto es, que la voluntad (humana) sea libre. La única manera de admitir que hay libertad parece ser creer, o tener fe, en ella. Se cita a menudo una frase del “Prólogo” a la segunda edición de la Crítica de la Razón Pura, de Kant: “he tenido que apartar el saber para hacer lugar a la fe”. Con esta frase Kant parece dar a entender que la creencia es completamente independiente del saber, o que hay inclusive un “primado” de la creencia respecto al saber. Sin embargo, hay que tener en cuenta varios puntos. El primero es que el saber de que habla Kant en esta frase no es el verdadero conocimiento o la ciencia, sino el pretendido saber propugnado por los racionalistas, que procede por principios alegados supremos sin previo examen y crítica de los límites de la facultad cognoscitiva. El segundo es que la creencia de que Kant habla no es la “fe”, sino la razón práctica. El tercero es que, después de todo, no hay dos especies distintas de razón, que sean además mutuamente incompatibles, sino una sola especie de razón. Por consiguiente, es erróneo suponer que aquí Kant hace manifestación del escepticismo antirracionalista o de “fideísmo”.

3. Las diferentes concepciones en torno al debate «fe-razón» en la Edad Media

La religión cristiana se fundaba, desde su comienzos, sobre la enseñanza de los Evangelios, es decir, sobre la fe en la persona y en la doctrina de Cristo. El Cristianismo se dirige al hombre para aliviarle de su miseria, mostrándole cuál es la causa de ésta y ofreciéndole el remedio. Es una doctrina de salvación, y por ello precisamente es una religión. Dentro de esta religión todo quedará subordinado a la figura de Dios, quedando en segundo plano la filosofía, el uso de la razón.

En este sentido, partiendo de la persona completa de Jesús, objeto de la fe cristiana, Juan se vuelve hacia los filósofos para decirles que lo que ellos llamaban Logos era Él; que el Logos se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros, de tal modo que –escándalo intolerable para espíritus en busca de una explicación puramente especulativa del mundo– nosotros lo hemos visto (Juan, I, 14).

En el mismo sentido, S. Pablo escribe:

Los judíos exigen milagros y los griegos buscan la sabiduría; nosotros, en cambio, predicamos un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles, pero para aquellos que han sido llamados, sean judíos o griegos, poder de Dios y Sabiduría de Dios. Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza de los hombres (I Cor., I, 22-25).

Este alegato contra la sabiduría griega no era, sin embargo, una condenación de la razón. Subordinado a la fe, el conocimiento natural no queda excluido. Así, San Pablo afirma que los hombres tienen de Dios un conocimiento natural suficiente para justificar la severidad eterna para con ellos y, desde este punto de vista, la razón puede, mediante la inteligencia y partiendo del espectáculo de las obras divinas, conocer la existencia de Dios, su eterno poder, y otros atributos más. El deber de todo filósofo cristiano es admitir que es posible para la razón humana adquirir un cierto conocimiento de Dios, a partir del mundo exterior.

Mientras perduró la ausencia de un poder religioso que combinara el celo por la verdad con el poder político, los filósofos apenas entraron en conflicto con doctrina religiosa alguna. Sin embargo, con la aparición del cristianismo la situación va a cambiar radicalmente. Mientras el cristianismo se extendía por las capas bajas de la población carentes de una sólida formación intelectual, los filósofos “paganos” pudieron ignorarlo como una más de las extrañas doctrinas mítico religiosas orientales que no había que tomar en serio. Pero a medida que el cristianismo se iba extendiendo cuantitativa y cualitativamente, y a medida que sus doctrinas iban siendo elaboradas con más sutileza en términos filosóficos y categorías que procedían de la tradición griega, los filósofos no cristianos se vieron abocados a un enfrentamiento con tales doctrinas. Quienes no eran convencidos por la apologética cristiana solían ver el cristianismo como algo absurdo, y esgrimían argumentos lógicos contra ideas tales como que Dios sea una y tres personas simultáneamente, que Cristo fuera a la vez Dios y hombre, que Dios haya creado ex nihilo, o que los cuerpos corruptos puedan un día resucitar.

La reacción de los filósofos cristianos ante la acusación de irracionalidad fue bipolar. Por un dado, están quienes, reconociendo una incompatibilidad entre la razón y la fe, entre la filosofía y el cristianismo, optan abiertamente por la fe. Así, Tertuliano escribe:

¿Qué tiene en verdad que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué concordia puede haber entre la Academia y la Iglesia … fuera todo intento de producir un cristianismo abigarrado de compuestos estoicos, platónicos y dialécticos”. Y, en otro lugar, “El Hijo de Dios fue crucificado, no me avergüenzo de ello, porque es vergonzoso; ha muerto el Hijo de Dios, completamente creíble, ya que es absurdo; fue sepultado y resucitó; cierto, porque es imposible

Sin embargo, casi todos los filósofos cristianos van a afirmar que la fe y la razón son, no solamente compatibles, sino complementarias. De hecho, la división en dos bandos se dará en lo tocante a la valoración de la razón filosófica sola propia de los griegos, esto es, de una razón dejada de la mano de Dios. Por un lado, los filósofos cristianos y los Padres de la Iglesia de tradición latina mayoritariamente tendrán una actitud despectiva hacia la tradición filosófica griega: si hay algo de verdad en ella es porque los griegos han plagiado el Antiguo Testamento, o porque los ángeles prevaricadores o el mismo demonio les revelaron algunas verdades para confundirlos mejor. De este modo, andar rebuscando migajas desperdigadas de la verdad por entre los filósofos, cuando poseemos la verdad plena revelada en la Biblia es, cuando menos, una pérdida de tiempo.

Por otro lado, están quienes piensan que el logos divino no es exclusivo de los cristianos, sino que puede haber iluminado también a un Heráclito, a un Sócrates o a un Platón. Así, S. Justino escribe:

Cuanto han dicho los filósofos y los poetas acerca de la inmortalidad del alma y de la contemplación de las cosas celestes, lo han tomado de los profetas. De ahí que parezca que hay en todos ellos unas semillas de verdad, que no fueron bien comprendidas, porque se contradicen unos a otros … Nosotros, en cambio, hemos recibido la enseñanza de Cristo, que es el Logos de quien participa todo el género humano. Así, quienes vivieron en conformidad con el Logos, son cristianos, aún cuando fueran tenidos por ateos, como sucedió entre los griegos con Sócrates y Heráclito … Y del Logos que habló por los profetas tomó Platón cuanto dijo acerca de que Dios creó el mundo transformando una materia informe

3.1 La escuela de Alejandría: Clemente y Orígenes

Los partidarios de la gnosis herética enseñaban la imposibilidad de una reconciliación entre la ciencia y la fe, ya que constituían dos elementos contradictorios. En cambio, Clemente se propone demostrar la armonía entre ambas. El acuerdo entre la fe y el conocimiento es lo caracteriza al cristiano perfecto y al verdadero gnóstico. La fe es el principio y el fundamento de la filosofía. Ésta, por otra parte, resulta de la máxima importancia para el cristiano deseoso de profundizar en el contenido de la propia fe por medio de la razón. La filosofía aliada con la fe no concede más fuerza a la verdad en sí misma, pero anula los ataques de los enemigos de la verdad, y constituye así un valioso baluarte defensivo. Para Clemente la fe es el criterio de la ciencia. Y la ciencia es un auxilio de carácter casi instrumental para la fe.

El eje de las reflexiones de Clemente es la noción de Logos, entendida en un triple sentido: a) principio creador del mundo; b) principio de cualquier forma de sabiduría, que ha inspirado a los profetas y a los filósofos; c) principio de salvación (Logos encarnado). El Logos es el principio y el fin, el alfa y la omega, aquello de lo cual proviene todo y hacia el cual todo se encamina; el Logos es maestro y salvador. En el Logosla justa medida se integra en las enseñanzas de Cristo.

Por su parte, el pensamiento de Orígenes es el primer intento de síntesis entre filosofía y fe cristiana, en el que las doctrinas de los griegos fueron utilizadas como instrumentos conceptuales para expresar e interpretar racionalmente las verdades reveladas de la Escritura. En el prólogo a su obra De principiis, él mismo señala la finalidad que se ha impuesto:

Los Apóstoles nos han transmitido con la mayor claridad todo lo que han juzgado necesario a todos los fieles, aun a los más lentos en cultivar la ciencia divina. Pero han dejado a los dotados de dones superiores del espíritu y especialmente de la palabra, de la prudencia y de la ciencia, el cuidad de buscar las razones de sus afirmaciones. Sobre otros muchos puntos, se limitaron a la afirmación y no han dado ninguna explicación, para que aquellos sucesores suyos que tengan pasión por la sabiduría puedan ejercitar su ingenio

Orígenes distingue aquí las doctrinas esenciales y las doctrinas accesorias del cristianismo. El cristiano que ha recibido la gracia de la palabra y de la sabiduría tiene la obligación de interpretar las primeras y explicar las segundas. La primera función es indispensable para todos; la segunda es una investigación supletoria, inspirada por un particular amor a la sabiduría, y consiste en el simple ejercicio de la razón. Su trabajo exegético de los textos bíblicos tiende a poner en claro el significado oculto y, por consiguiente, la justificación profunda de las verdades reveladas. Distingue un triple significado de la Escritura: el somático, el psíquico y el espiritual, que se relacionan así como las tres partes del alma: el cuerpo, el alma y el espíritu. En la práctica, no obstante, contrapone al significado corpóreo o literal, el significado espiritual o alegórico y sacrifica el primero al segundo cada vez que lo considera necesario.

El paso del significado literal al significado alegórico de las Sagradas Escrituras es el paso de la fe al conocimiento. Orígenes acentúa la diferencia entre la una y el otro y afirma la superioridad del conocimiento, que compendia en sí a la fe. Profundizando en sí misma, la fe se convierte en conocimiento: este proceso se verifica en los mismos apóstoles, que primeramente han alcanzado por la fe los elementos del conocimiento, y después han progresado en el conocimiento y llegado a ser capaces de conocer al Padre. La fe misma, pues, por una exigencia intrínseca, busca sus razones y se convierte en conocimiento. La redención del hombre, su retorno gradual a la vida espiritual, de que gozaba en el mundo inteligible en el acto de la creación, es entendido por Orígenes como educación para el conocimiento. Ahora bien, respecto al grado más alto del conocimiento, la enseñanza de las Escrituras es insuficiente. Las Escrituras son tan sólo elementos mínimos del conocimiento completo y constituyen la introducción al mismo. Por encima del Evangelio histórico y como complemento de las verdades reveladas en él, hay un evangelio eterno que vale en todas las épocas del mundo y solamente a pocos les es dado conocer.

3.2 San Agustín

San Agustín se propondrá – en contra de las promesas de los maniqueos, que le habían prometido conducirlo a la fe en las Escrituras por el conocimiento racional – alcanzar, por la fe en las Escrituras, la inteligencia de lo que éstas enseñan. Cierto que el asentimiento a las verdades de fe debe ir precedido por algún trabajo de la razón; aunque aquéllas no sean demostrables, se puede demostrar que es legítimo creerlas, y es la razón la encargada de ello. Hay, pues, una intervención de la razón que precede a la fe, pero hay una segunda intervención que la sigue. Para San Agustín, hay que aceptar por la fe las verdades que Dios revela si se quiere adquirir luego alguna inteligencia de ellas; ésa será la inteligencia que, del contenido de la fe, puede alcanzar el hombre aquí abajo. La tesis en la que se inspira San Agustín dice así: «Comprende para creer, cree para comprender».

La fe no sustituye a la inteligencia y tampoco la elimina; al contrario, la fe estimula y promueve la inteligencia. La fe es un cogitare cum assesione, un modo de pensar asintiendo; por esto, si no hubiese pensamiento, no existiría la fe. Y de manera análoga, por su parte la inteligencia no elimina la fe, sino que la refuerza y, en cierto modo, la aclara. En definitiva: fe y razón son complementarias.

Toda la filosofía de la obra de San Agustín expresa el esfuerzo de una fe cristiana que intenta llevar lo más lejos posible la inteligencia de su propio contenido, con ayuda de una técnica filosófica cuyos elementos principales están tomados del neoplatonismo. Así, cuando habla como simple cristiano, Agustín tiene buen cuidado de recordar que el hombre es la unidad de alma y cuerpo; cuando filosofa, vuelve a caer en la definición de Platón. Es más, retiene esta definición con las consecuencias lógicas que lleva consigo, la principal de las cuales es la trascendencia jerárquica del alma sobre el cuerpo. Presente toda entera al cuerpo todo entero, el alma, sin embargo, sólo le está unida por la acción que sobre él ejerce continuamente para vivificarlo. Atenta a cuenta en él acontece, nada le pasa por alto. Si algún objeto exterior hiere nuestros sentidos, nuestros órganos sensoriales sufren su acción; pero como el alma es superior al cuerpo, y puesto que lo inferior no puede obrar sobre lo superior, ella misma no sufre acción alguna.

Conocer es aprehender por el pensamiento un objeto que no cambia y cuya misma estabilidad permite retenerlo bajo la mirada del espíritu. Una verdad es algo completamente distinto de la constatación empírica de un hecho; es el descubrimiento de una regla por el pensamiento, que se somete a ella. En cierto sentido, todos los conocimientos derivan de nuestras sensaciones. Únicamente podemos concebir los objetos que hemos visto o los que podemos imaginar a base de aquellos que hemos visto. Ahora bien, ninguno de los objetos sensibles es necesario, inmutable o eterno; por el contrario, todos son contingentes, mudables, pasajeros. Nunca, a partir de un conjunto de experiencias, se podrá concluir en una regla necesaria. No son, pues, los objetos sensibles los que me enseñan las mismas verdades que les conciernen, y mucho menos las otras. Entonces, ¿seré yo mismo la fuente de mis conocimientos verdaderos? Mas yo también soy contingente y mudable. La necesidad con que se impone la verdad a la razón no es otra cosa que el signo de su trascendencia respecto de ella. La verdad está, en la razón, por encima de la razón.

Por tanto, en el hombre hay algo que lo trasciende. Puesto que ello es la verdad, ese algo es una realidad puramente inteligible, necesaria, inmutable, eterna, Dios. El Dios de San Agustín se ofrece como una realidad a la vez íntima al pensamiento y trascendente al pensamiento. Su presencia es atestiguada por cada juicio verdadero, ya sea científico, estético o moral; pero su naturaleza se nos escapa. Entre todos los nombres que se le pueden dar, hay uno que le conviene más que los demás: Es el ser mismo, la realidad plena y total.

3.3 Juan Escoto Erígena

El sentido de la doctrina de Erígena deriva de su concepción de las relaciones entre fe y razón. Para comprenderlo es esencial distinguir los sucesivos estados del hombre con respecto a la Verdad. No hay una única respuesta al problema del conocimiento, sino una serie de respuestas, cada una de las cuales vale para uno de esos estados, y sólo para él. Considerada en sí misma, la naturaleza humana siente un deseo innato de conocer la verdad. Entre el pecado original y la venida de Cristo, la razón quedó oscurecida por las consecuencias de su falta y, no estando aún aclarada por la revelación completa, que será el Evangelio, no puede sino construir laboriosamente una física, a fin de comprender por lo menos la Naturaleza y establecer la existencia del Creador, que es su causa. Desde esa época, sin embargo, la revelación judía comienza su obra, y alcanza su plenitud en Cristo. A partir de este momento, la razón entra en su segundo estadio. Ya no está sola y, puesto que la verdad revelada le viene de una fuente absolutamente cierta, su sabiduría consistirá en aceptar aquella verdad tal como Dios se la revela. Así, pues, la fe ha de preceder al ejercicio de la razón, pero esto no quiere decir que la razón deba desaparecer; antes al contrario, Dios quiere que la fe engendre en nosotros un doble esfuerzo: el de hacerla realidad en nuestros actos por la vida activa y el de explorarla racionalmente por la vía contemplativa. Nuestra razón es una razón enseñada por una revelación.

Puesto que Dios ha hablado, es imposible para la razón de un cristiano no tenerlo en cuenta. La fe es para él, en adelante, condición de la inteligencia. La fe alcanza el objeto de la inteligencia antes que la inteligencia misma, y puesto que la revelación divina se expresa en la Escritura, hagamos que el esfuerzo de nuestra razón vaya precedido por un acto en virtud del cual aceptemos como verdadero lo que la Escritura enseña. Para comprender la verdad es necesario creerla antes.

Si la fe es verdaderamente un punto de partida, lo es porque se parte de ella, pero también porque partimos verdaderamente de ella. Dios no ha dado la fe al hombre para que se detenga en ella; muy al contrario, «no es otra cosa que una especie de principio a partir del cual comienza a desarrollarse, en una criatura racional, el conocimiento de su Creador». Es, pues, Dios mismo quien manda ir más lejos. Dios nos pide primero la fe, después una vida conforme a esta fe, y finalmente una inteligencia racional y una ciencia que la complete.

Ninguna autoridad te ha de apartar de las cosas que enseña la recta razón. En efecto, la verdadera autoridad no se opone a la recta razón, ni ésta se opone a la verdadera autoridad, porque ambas proceden de una fuente única, es decir, de la sabiduría divina.

La fe es un principio que tiende a desenvolverse en conocimiento más perfecto, no puede alcanzar el fin hacia el que nos encamina sino conduciéndose por las sendas de la especulación filosófica. Es propio de su naturaleza el suscitar, en los espíritus dispuestos a esta clase de especulaciones, una investigación racional de tipo distinto. En ellos, la fe provoca espontáneamente el nacimiento de una filosofía, que ella alimenta y por la cual es iluminada. Por ello, Escoto Erígena viene a considerar filosofía y religión como términos equivalentes. La verdadera filosofía prolonga el esfuerzo de la fe para alcanzar su objeto. Aunque es un conocimiento distinto de la fe, tiene el mismo contenido y por eso, en cierta manera, se confunden.

Una luz ilumina al alma cristiana: la de la fe. No es aún plena luz, ya que ésta sólo se logrará en la visión beatífica, pero entre las dos se sitúa, cada vez más viva, la luz de la especulación filosófica, que nos lleva desde la fe hasta la visión beatífica, y que va aclarando progresivamente la oscuridad de la fe.

Ante la autoridad de la Escritura la razón no puede hacer otra cosa que inclinarse; Dios habla; aceptamos por la fe lo que dice y su palabra es indiscutible. La autoridad contra la que Erígena se alza no es la de Dios, sino la de los hombres, es decir, la interpretación de la palabra de Dios, que es infalible, por razones humanas, que no lo son. La fuente de esta autoridad es, en último término, la razón, y por eso es completamente discutible. Lo que Dios dice es cierto, compréndalo o no la razón; lo que un hombre dice no lo es si la razón no lo aprueba. La autoridad de los pensadores antiguos reside únicamente en la racionalidad de han dicho

3.4 Anselmo de Cantorbery

Los hombres disponen de dos fuentes de conocimiento: la fe y la razón. Contra los dialécticos afirma San Anselmo que es necesario, ante todo, afianzarse con seguridad en la fe. La fe es, para el hombre, el dato del que debe partir. El hecho que debe comprender y la realidad que su razón puede interpretar le son suministrados por la revelación; no se comprende para creer, sino que, por el contrario, se cree para entender. La inteligencia presupone la fe. Pero, inversamente, San Anselmo se enfrenta contra los adversarios irreductibles de la dialéctica. Para aquel que primeramente se ha instalado con firmeza en la fe, no hay inconveniente alguno en esforzarse por comprender racionalmente lo que cree. Oponer, contra este uso legítimo de la razón, el argumento de que los Apóstoles y los Santos Padres han dicho ya todo lo necesario, es olvidar que la verdad es demasiado vasta y profunda para que los mortales puedan alguna vez abarcarla; que los días del hombre son contados, que los Santos Padres no han podido decir todo lo que hubieran dicho de haber vivido más tiempo, y que Dios no ha cesado ni cesará jamás de iluminar a su Iglesia; es olvidar que entre la fe y la visión beatífica a la que aspiramos todos, hay aquí abajo una etapa intermedia, que es la inteligencia de la fe. Comprender su fe es aproximarse a la visión misma de Dios. El orden a observar en la búsqueda de la verdad es, pues, esforzarse por comprender lo que se cree.

Anselmo tuvo una confianza ilimitada en el poder interpretativo de la razón. No confunde fe y razón, puesto que el ejercicio de la razón presupone la fe; pero todo sucede como si siempre se pudiese llegar a comprender, si no lo que se cree, al menos la necesidad de creerlo.

Ahora bien, junto con el sentimiento vivísimo del poder explicativo de la razón, San Anselmo conserva el sentimiento de que ésta jamás llegará a comprender el misterio. Demostrar por razones lógicamente necesarias que Dios existe, que es un solo dios en tres personas y que el Verbo debía encarnarse para salvar a los hombres, no es penetrar con el pensamiento los secretos de la naturaleza divina ni el misterio de un Dios hecho hombre para salvarnos.

En el prólogo al Proslogion escribe: «Señor, no trato de profundizar en tus msterios porque mi inteligencia no es la adecuada para ello, pero deseo comprender un poco de tu verdad, que mi corazón ya cree y ama. No busco comprenderte para creer, sino que creo para poderte comprender». El programa de Anselmo es aclarar mediante la razón humana lo que ya se posee a través de la fe. Anselmo posee una gran confianza en la razón humana, que está capacitada en su opinión para arrojar luz sobre los misterios de la fe cristiana, demostrando su coherencia, su conveniencia y su necesidad. Se trata, pues, de una fe que busca la inteligencia, de una continuada y compleja meditación racional acerca de las razones de la fe.

Las verdades de fe se hallan previamente supuestas en sus contenidos, que no son el fruto de una indagación racional, sino que la fe misma los ofrece a dicha indagación. La fe continúa siendo el punto de partida, una especie de pilar de toda la construcción racional. La razón sirve para desentrañar las verdades de fe o para iluminarlas mediante una argumentación dialéctica. De todo este conjunto surge un perfecto acuerdo entre razón y fe, a condición de que la razón sea utilizada mediante reglas precisas o supuestos indubitables. El supuesto fundamental de todo esto es la unidad y la perfecta correspondencia entre lógica y mundo, entre res y voces. La realidad se corresponde con los conceptos, y la vinculación entre éstos y aquélla es consecuencia de un movimiento objetivo.

3.5 Pedro Abelardo

Intenta mostrar el acuerdo sustancial entre la doctrina cristiana y la filosofía pagana. El tratamiento racional del dogma trinitario es conducido por Abelardo demostrando el acuerdo sustancial de los filósofos, y en particular de Platón y de los neoplatónicos, con la revelación cristiana. Aun los filósofos paganos han conocido la Trinidad, según Abelardo. Ellos admitieron que la Inteligencia divina o Nous ha nacido de Dios y es coeterna con Él; y han considerado, además, el alma del mundo como la tercera persona, que procede de Dios y es la vida y la salvación del mundo.

Platón reconoció explícitamente al Espíritu Santo como el alma del mundo y como la vida de todo. Ya que en la bondad divina todo de alguna manera vive; y toda cosa está viva y ninguna está muerta en Dios. Lo cual quiere decir que nada es inútil, ni siquiera los males, que son dispuestos de la mejor manera para bien del conjunto (Theol. I, 27, c. 1013)

Si Platón dice que el alma del mundo es en parte indivisible e inmutable, en parte divisible y mudable, en cuanto se multiplica y divide en los diversos cuerpos, esto se entiende en el sentido de que el Espíritu Santo permanece indivisible en sí mismo; pero, en cuanto multiplica sus dones, aparece de alguna manera dividido en su acción vivificadora. Cuando Platón dice que el alma ha sido situada por dios en medio del mundo y que desde allí se extiende igualmente por todo el globo del orbe, quiere indicar de bella manera que la gracia de Dios se ofrece igualmente a todos y que en esta casa o templo suyo, que es el mundo, ella dispone todas las cosas de modo saludable y justo.

Abelardo se proponía convertir el misterio cristiano en algo más comprensible y no pretendía profanarlo ni degradarlo. «No pretendemos enseñar la verdad que, como es sabido, ni nosotros ni ningún moral podemos alcanzar, sino que queremos proponer algo verosímil, accesible a la razón humana y no contrario a la sagrada escritura». En consecuencia, el perfeccionamiento de la ratio finaliza en lo verosímil del razonamiento de divinis, pretendiendo llegara un conocimiento aproximativo-analógico, sin aspirar para nada a agotar su contenido. Sin embargo, a pesar de ser consciente de las limitaciones de la razón, Abelardo considera necesaria la indagación crítico-racional, para hacer que los enunciados cristianos se vuelvan accesibles de algún modo a la inteligencia humana y para que en ningún caso sean considerados como absurdos. Se trata de un compromiso programático en el que no es la razón la que absorbe la fe, sino al contrario la fe es la que absorbe en sí la razón, dado que el razonamiento filosófico no sustituye al teológico, sino que lo facilita y lo transforma en accesible.

Abelardo distingue el intelligere del comprehendere, y afirma que la ratio resulta indispensable para la inteligibilidad, pero no para la comprensión de las verdades cristianas. El intelligere es una acción conjunta de la ratio y de la fides, mientras que el comprehenderees exclusivamente un don de Dios, que concede a los hombres dóciles a su gracia el entrar en el núcleo de sus misterios. La razón es necesaria para que la fe no se reduzca a una vacía y mecánica prolatio verborum o a la aceptación acrítica y pasiva de un corpus de fórmulas sacralizadas; la gradia o donumDei es necesaria para dejarse penetrar y revestir por dichas verdades.

Por tanto, la ratio lleva a cabo una necesaria función de mediación con respecto al mundo de la fe. Dicha función la coloca como enlace entre el pensamiento humano y el lógos revelado.

3.6 Hugo de San Victor

La posición de Hugo frente a la ciencia se resume en la siguiente sentencia: «Apréndelo todo, verás después que nada es superfluo» (Didasc., VI, 3). La misma ciencia profana es útil a la ciencia sagrada, a la cual está subordinada: «Todas las artes naturales sirven a la ciencia divina, y la sabiduría inferior, rectamente ordenada, conduce a la superior» (De sacram., I, pról., 5, 6). En vez de contraponer entre sí la ciencia profana y la ciencia sagrada, la fe mística y la investigación racional, Hugo procura establecer entre ellas un equilibrio armónico y coordinarlas en un sistema único.

Hay dos modos y dos vías a través de los cuales Dios, que permanece primeramente escondido al corazón del hombre, puede ser conocido y juzgado: la razón humana y la revelación divina. La razón humana emprende de dos maneras la investigación de Dios: en sí y en las cosas que están fuera de sí. De modo semejante la revelación de Dios obra de dos maneras para disipar la ignorancia o la duda del hombre: con la iluminación interior y la doctrina transmitida exteriormente y confirmada con milagros (Ibid., I, 3, 3).

Los caminos de la razón son dados por la naturaleza; los caminos de la revelación, por la gracia. Una y otra se sirven del interior y del exterior del hombre para conducirle a Dios. Y así como se coordinan entre sí, respecto al único fin del conocimiento de Dios, la investigación racional y la revelación, así se coordinan también entre sí todos los objetos posibles en cuatro categorías, determinadas por su relación con la razón humana:

Algunas cosas se derivan de la razón, otras están conformes con la razón, otras están por encima de la razón, otras finalmente contra la razón. Las cosas que proceden de la razón son necesarias, las conformes a la razón son probables, las que están por encima de ella, admirables, las contrarias, imposibles. Las primeras y las últimas excluyen la fe; las primeras, al derivarse de la razón, son absolutamente conocidas y no pueden ser creídas porque se conocen; las otras no pueden ser creídas porque la razón no puede descansar en ellas. Pueden, por lo tanto, ser objeto de fe las cosas que están conformes con la razón y las que están por encima de la razón. En las primeras la fe está sostenida por la razón y la razón perfeccionada por la fe: si la razón no comprende su verdad, con todos, tampoco obstaculiza a la fe en ellas. En las cosas que están por encima de la razón, la fe no puede ser ayudada por la razón, que no comprende lo que la fe cree; sin embargo, hay en ellas alguna cosa que avisa a la razón para que venere la fe, aun cuando no la comprenda (Ibid., I, 3, 30)

El dominio de la investigación racional se distingue aquí rigurosamente del de la fe, como el dominio de la necesidad lógica absoluta: la fe no tiene lugar en lo que por ser absolutamente demostrable es absolutamente evidente. Pero la fe no se opone a la razón, porque su objeto no es lo increíble, sino lo probable y lo admirable, lo que se aproxima a la razón o la trasciende, pero no la niega.

3.7 Ricardo de San Victor

En el prólogo de su De Trinitate al comentar el versículo de Isaias (VII, ): “Si no creéis, no comprenderéis”, lo interpreta como un estímulo para buscar, con la ayuda de la revelación divina, una mayor inteligibilidad de aquello que se está obligado a creer; y si esto falta, lo que creemos parece irracional:

Esta autoridad no nos niega la inteligencia d eestas cosas en general, sino condicionalmente, cuando se nos dice: Si no creéis, no comprenderéis. Por tanto, aquellos cuyos sentidos (espirituales) estén ejercitados no deben desesperar de comprender tales objetos, con tal que se sientan firmes en la fe.

Y un poco más adelante:

En este conocimiento hay que entrar mediante la fe y no detenerse en seguida en la entrada; por el contrario, a continuación hay que avanzar, mediante la inteligencia, más hacia el centro, más hacia el fondo, hay que aplicarse con todo celo y toda atención a progresar todos los días en la inteligencia de aquello que se nos enseña mediante la fe

3.8 Averroes

Pese a haber sido acusado de herejía, Averroes no puede concebir que la investigación filosófica sea opuesta a la tradición religiosa. En primer lugar, conoce el valor absoluto de esta investigación. En realidad, sostiene Averroes, la verdadera religión de los filósofos consiste en profundizar en el estudio de todo lo que existe; el mejor culto que puede darse a Dios es conocer sus obras, y llegar a conocerle a Él en toda su realidad. A los ojos de Dios, ésta es la acción más noble, mientras la más baja es acusar de vana presunción y error al que se consagra a dicho culto, el más noble de todos, al que adora a Dios con esta religión, que es la mejor de otras. Pero, por otra parte, no todos pueden llegar a la investigación filosófica; la religión del filósofo no puede ser la religión del vulgo. Al igual que determinados alimentos son buenos para ciertos animales y venenosos para otros, los procedimientos que tan útiles son para las investigaciones de los filósofos, serían funestos para los no filósofos. Si los filósofos explicaran sus dudas y demostraciones al pueblo, darían ocasión a los incompetentes para plantear dudas y sofismas y para caer en el error. Por ello la religión, hecha para la mayoría, sigue y debe seguir distinto camino, un camino sencillo y narrativoque ilumine y dirija la acción. Éste es el verdadero dominio de la religión. A la filosofía corresponde el mundo de la especulación; a la religión el mundo de la acción. Quien niega o solamente duda de los principios enunciados por la tradición religiosa, hace imposible la actuación del hombre, al igual que haría imposible el quehacer científico quien negara o dudara de los primeros principios de que parte.

Por consiguiente, no se le puede atribuir la teoría de la doble verdad que los escolásticos latinos consideraron la piedra angular de su sistema. No hay en él una verdad religiosa junto a una verdad filosófica. Sólo hay una verdad: el filósofo la busca mediante la demostración necesaria. El creyente la recibe de la tradición religiosa (la ley del Corán) en forma sencilla y narrativa, adaptada a la naturaleza de la mayor parte de los hombres. Pero no hay oposición entre las dos vías, ni hay dualismo en la verdad. Quienes no puedan especular han de contentarse con la forma que la verdad ha recibido por obra de la tradición religiosa, para poder ser iluminados y guiados en su actuación. En cambio, para los filósofos la verdad adquiere el severo aspecto de la demostración necesaria y se convierte en fin de una investigación que es la mejor y más elevada acción humana.

3.9 Maimónides

En la Guía de perplejos Maimónides tiende hacia una interpretación racionalizadora y alegórica de la Ley. Esta armonización entre fe y razón la efectuó a partir de una reinterpretación del aristotelismo. Afirmaba que fe y razón no se oponen sino que, bien al contrario, convergen. Pero para que esto sea manifiesto, y para eliminar las indecisiones de los perplejos, que son aquellos a los que la lectura de los textos filosóficos les hace poner en duda la fe, considera que es preciso hacer una exégesis de los textos de las Escrituras de forma alegórica, de manera que entonces, según él, desaparecen las aparentes contradicciones entre la racionalidad y la creencia. A pesar de que dicha harmonización entre filosofía y religión se apoyaba en el aristotelismo, Maimónides no dudó en oponerse a Aristóteles en aquellas cuestiones en las que “el filósofo” contradecía abiertamente los textos sagrados y no era posible, ni aún a través de interpretaciones alegóricas, armonizar éstos con el pensamiento racional.

3.10 San Buenaventura

Es imprudente no ser más que filósofo. Por la experiencia se puede ver que los filósofos se han equivocado; sin embargo, algunos se han equivocado menos que otros. Con respecto a Platón y Aristóteles, tenemos que el primero se interesa más por el más allá y que el segundo no se ocupa más que de cosas naturales, y por eso ignoró o negó verdades tan esenciales como la existencia de ideas ejemplares, la providencia de Dios, o los fines del mundo, ignorancia o negación de la que resultan, a su vez, los tres grandes errores: mundo eterno, unidad del intelecto agente, ausencia de recompensas o castigos después de la muerte. Platón y sus discípulos estaban en mejor camino, pero se detuvieron; al no estar iluminados por la fe, no dijeron nada suficiente sobre la auténtica beatitud y sobre los medios para llegar a ella. Ni unos ni otros pueden enseñarnos nada verdadero sobre Dios y sobre su hijo, el cual es a la vez ratio essendi y ratio cognoscendi de todas las cosas. Creer que se puede conocer al Creador a la luz de la filosofía es cosa de tontos: es como pretender “ver el sol con candelas”. El conocimiento filosófico no da todo lo que puede dar si no está precedido y sostenido por la fe: se transita por él cuando se pasa de la fe a la contemplación o a la teología, pero no hay que atenerse a él como a algo consistente y seguro por sí mismo. La caída original alejó al hombre de lo divino y lo hizo interesarse sobre todo por las cosas sensibles. La razón, abandonada a sí misma, falla, a pesar de sus esfuerzos; sin embargo, tiene un papel que desempeñar si se la integra en una especulación cuya fuente está en otro sitio.

No es que el hombre no pueda conocer naturalmente la existencia de Dios; ese conocimiento está inserto naturalmente en cada mortal. Nuestro deseo de sabiduría, de dicha, de paz, testifica que hay en nosotros algún conocimiento innato de Dios, el cual es en grado sumo sabiduría, dicha y paz: el alma, inteligible, imagen de un Dios también él inteligible por sí, es capaz de captarlo por asimilación, aunque no pueda comprenderlo, porque es infinito. Además, la contemplación de las criaturas permite remontarse hasta la existencia de Dios, que es su causa: de este modo pasaremos del por-otro al por-sí, de lo compuesto a lo simple, de lo móvil a lo estable, de lo relativo a lo absoluto. Estas son experiencias que nos colocan en presencia de ese Dios cuya idea está ya presente en nosotros.

Si la filosofía de Aristóteles nos aleja de lo divino, si la de Platón es impotente para llevarnos a ello. Sin duda no es por la filosofía por la que volvemos a hallar y explicitamos este conocimiento de la existencia de Dios, por muy natural que sea: hay que admitir indudablemente que la fe es la que nos ha hecho sensible a él.

Esto ocurre todavía mucho más cuando se trata de la doctrina de las Ideas, donde los filósofos han naufragado: Aristóteles al negarlas, y Platón al ignorar lo que, en cambio, San Agustín supo: la generación del Verbo divino:

El acceso a estas cosas es conocer el Verbo encarnado, raíz de la inteligencia de todas las cosas; quien no posee este acceso, no puede entrar. Los filósofos consideran imposible lo que es supremamente verdadero, porque el acceso permanece cerrado para ellos.

Siempre aparece el mismo fracaso de la filosofía, abandonada a sí misma, para hacer inteligible el fondo y el origen de las cosas.

3.11 El debate del siglo XIII

A finales del siglo XII y comienzos del XIII se inicia la introducción de la obra de Averroes en el Occidente Cristiano. Con respecto al tema que nos ocupa, la obra de Averroes distingue entre:

  • La religión era el nivel inferior de conocimiento, accesible al vulgo anclado en la sensibilidad y por eso usaba de un lenguaje mítico y poético para expresar la divinidad, el mundo y las obligaciones humanas para con Dios, en una perspectiva político-pedagógica.
  • La teología constituía el nivel intermedio, propio de aquellos hombres cuya inteligencia superior al vulgo no alcanzaba, sin embargo, el nivel de la filosofía, y se servía del razonamiento probable (dialéctico), concediendo una estructura argumentativa (pero no científica) al mito religioso.
  • Finalmente, la filosofía era el nivel supremo en el que la minoría de inteligencias capaces alcanzaba el conocimiento científico de la divinidad y su relación con el mundo y con el hombre, formulándolo en la forma del silogismo demostrativo científico.

En el ejercicio de la filosofía alcanzaba la perfección y realización plena la razón humana, esto es, la facultad que define al sujeto humano y por la cual el hombre es propiamente hombre. Se seguía de aquí que sólo el filósofo es propiamente hombre y que la mayoría de la humanidad de factovivía en un nivel infrahumano, animal; al mismo tiempo, el filósofo, por la fuerza natural de la razón y del intelecto, conocía y se unía a las Inteligencias separadas e incluso a la causa primera, obteniendo así la felicidad suprema accesible al hombre mediante el ejercicio de la contemplación.

En su recepción latina, Averroes experimentó dos fases, completamente distintas, en relación con el problema de la unicidad del intelecto humano. Para Avicena había un único intelecto agente o en acto para la especie con pluralidad individual del intelecto posible (la capacidad de recibir las formas universales abstractas).

  • Hasta 1250-1260 se verá en Averroes la autoridad con la que combatir ese impío error de Avicena, gracias a la concepción del intelecto posible y agente como potencia y capacidad del alma individual.
  • A partir de 1260, se extenderá como la genuina lectura de Averroes la doctrina, más radical que la de Avicena, de la unicidad del intelecto posible y agente (“el intelecto material [posible] es numéricamente uno en todos los individuos de la especie humana; no es ni generable ni corruptible”). Ésta será la doctrina que concentrará los ataques de los teólogos, convirtiéndose en la quintaesencia del “averroísmo”, desde S. Buenaventura hasta Sto. Tomás.

El aristotelismo llegado del Islam, vía Averroes y Avicena, suscitó resistencias por parte de la autoridad eclesiástica y de aquellos sectores identificados con un programa filosófico de tipo agustiniano. Ya en 1210, en el sínodo de Sens, se prohibe la lectura de «los libros naturales de Aristóteles, así como la de sus comentarios, tanto en público como en privado, bajo pensa de excomunión». La prohibición afectada a la Físicay Metafísica de Aristóteles, a los libros en que se exponía la concepción de la naturaleza, incluida la humana (De anima) como una estructura de esencias eternas sometidas a una legalidad necesaria e inmutable, ajena a las Escrituras y al mensaje cristiano. Cuando en 1215 el legado papal Roberto de Courçon promulga los Estatutos de la Universidad de París, la facultad de Teología impone a la de Artes esa prohibición (reduciéndola al campo de la enseñanza, no de la mera lectura), de la que se excluyen explícitamente las obras lógicas, usadas ya por los teólogos desde el siglo precedente en la construcción de su disciplina.

Esta primera derrota del aristotelismo se transforma en victoria en 1255, cuando los Estatutos de la facultad de Artes de París establecen la obligación para el estudiante de leer todo “Aristóteles” y sus comentadores (Averroes, Avicena).

Sin embargo, en 1270, el obispo de París Etienne Tempier condena estas trece proposiciones:

  1. No hay más que un único intelecto, numéricamente idéntico, para todos los hombres.
  2. La proposición “el hombre piensa” es falsa o impropia.
  3. La voluntad humana quiere y escoge por necesidad.
  4. Todo lo que acontece aquí abajo está sometido a la necesidad de los cuerpos celestes.
  5. El mundo es eterno.
  6. No ha habido nunca un primer hombre.
  7. El alma, que es la forma del hombre en tanto que hombre, perece al mismo tiempo que su cuerpo.
  8. Tras la muerte, el alma separada del cuerpo no puede arden con un fuego corporal.
  9. El libre albedrío es una potencia pasiva, no activa, movida por la necesidad del deseo.
  10. Dios no conoce los individuos singulares.
  11. Dios no conoce más que a sí mismo.
  12. Las acciones humanas no están gobernadas por la Providencia divina.
  13. Dios no puede conferir la inmortalidad o la incorruptibilidad a una realidad mortal o corpórea.

En 1272 los teólogos imponen a la facultad de Artes un nuevo estatuto que prohibe a los filósofos disputar cuestiones teológicas. Era un intento de confinar la filosofía en su papel subordinado de sierva de la teología, que habrían rebasado excediéndose de sus límites al tratar de problemas teológicos con razones exclusivamente naturales (aristotélicas) y con independencia de la enseñanza cristiana. El nuevo estatuto obligaba, además, al filósofo, en caso de que una quaestio filosófica trascendiera al territorio de la teología, a determinarla en favor de la fe, aun en el caso de que hubiera desacuerdo con la razón, o bien a callarse.

A pesar de todo, el sector de filósofos identificados con una investigación filosófica independiente de la fe y teología persistió en su actitud, transgrediendo el nuevo estatuto. Ello justificó la ulterior intervención censora y precipitó la condena de 1277.

El 7 de marzo de 1277 Etienne Tempier condenada como contrarias a las Escrituras y a la religión cristiana 219 proposiciones, excomulgando a quienes las sostuvieran. Tempier imputaba dichas proposiciones a los artistas parisinos (filósofos), en cuya facultad circulaban abiertamente; les acusaba, además, de sostener la tesis de “la doble verdad”:

Dicen, en efecto, que esas proposiciones son verdaderas según la filosofía, pero no según la fe católica, como si hubiera dos verdades contrarias y como si contra la verdad de la Sagrada Escritura hubiera verdad en los dichos de los paganos condenados, de quienes está dicho: «Perderé la sabiduría de los sabios» (1 Corintios 1, 19), puesto que la verdadera sabiduría anula la falsa sabiduría

La condena pretendía, en primer lugar, reducir o devolver la facultad de Artes (la filosofía) y sus maestros a su función propia y a sus límites, los cuales habían rebasado ilegítimamente al pretender una autonomía teórica y al invadir de hecho el territorio de la teología determinando filosóficamente (desde la razón natural, desde Aristóteles) cuestiones teológicas en contra de la enseñanza de la fe. Tempier pretendía reducir la filosofía a su papel propedéutico, ancilar o servil con respecto a la teología y restaurar la hegemonía de ésta (y de la autoridad eclesiástica) sobre el conjunto del pensamiento, esto es, pretendía legitimar la teología para establecer la verdad también en el campo de la filosofía. Así, por ejemplo, se condenaba la proposición según la cual «la resurrección futura no debe ser admitida por el filósofo, ya que es imposible investigarla por medio de la razón» (n.º 216), con la siguiente razón: «Es un error, puesto que también el filósofo debe doblegar su entendimiento en obediencia a Cristo (2 Corintios 10, 5)». No había un territorio propio de la filosofía en disonancia o independencia de la fe; la filosofía debía confirmar y someterse a la enseñanza de la fe.

La condena perseguía, en segundo lugar, acabar con aquella orientación o formulación del aristotelismo que resultaba inconciliable con el dogma cristiano: el “aristotelismo” que establecía la necesidad de la creación divina, la necesidad del orden natural, el determinismo físico y el gobierno completo del mundo sublunar por el mundo celeste, la creación mediaday el desconocimiento de los individuos por Dios. Este aristotelismo necesitarista cuestionaba y ponía en entredicho la libertad de Dios, la contingencia de la creación, la omnipotencia divina, la providencia de Dios y la libertad humana

17: «Lo que es absolutamente imposible no puede ser hecho por Dios, ni por ningún otro agente. – Falso, si se entiende de lo que es imposible según naturaleza».

20: «Dios hace necesariamente lo que hace de modo inmediato. – Falso, ya se entienda como necesidad de coacción (porque elimina la libertad divina), ya se entienda como necesidad de inmutabilidad divina, porque afirma la incapacidad de actuar de otra manera».

22: «Dios no puede ser causa de un hecho nuevo, ni puede producir algo nuevo».

23: «Dios no puede mover algo irregularmente, es decir, de un modo distinto a como lo mueve, ya que su voluntad no cambia».

24: «Dios es tan eterno actuando y moviendo como siendo; de otro modo sería determinado por otro, el cual sería anterior a él».

33: «El efecto inmediato de la causa primera debe ser tan sólo único y semejantísimo a ella».

34: «Dios es causa necesaria de la inteligencia primera; puesta ella, se sigue el efecto y ambas tienen idéntica duración».

La condena de Tempier no cuestionaba en ningún momento la validez de la física y cosmología aristotélicas. Aceptaba que el mundo era en realidad como lo describía Aristóteles; negaba que el mundo fuera así necesariamente, por necesidad absoluta, de suerte que no pudiera ser de otro modo.

Así, cuando se condena la proposición 27 («Dios no podría hacer una pluralidad de mundos»), no se niega la tesis aristotélica de que el mundo es único y no se afirma que haya, efectivamente, una pluralidad de mundos; se niega la necesidad (en el aristotelismo) de que el mundo sea único, en virtud de la esencia misma de las cosas y se afirma que Dios habría podido actuar de modo diferente a como ha decidido hacerlo y crear una pluralidad de mudos en lugar del único mundo que ha creado efectivamente, el cual es necesario no por necesidad natural, sino por la libre voluntad de Dios.

Del mismo modo, cuando se condena la proposición 66 («Dios no puede mover el cielo con movimiento, porque entonces dejaría un vacío»), se hace porque concede valor de necesidad absoluta (la imposibilidad del vacío) a lo que tiene una necesidad secundaria, fruto del libre decreto divino; Dios puede absolutamente producir el vacío y mover el cielo con movimiento rectilíneo. No se rectifica, pues, la física de Aristóteles, sino la modalidad ontológica de necesidad absoluta que se atribuye y que es, desde el punto de vista teológico, una aberración.

Tempier condenaba también una serie de proposiciones que expresaban la excelencia de la filosofía y formulaban el ideal de la vida filosófica como forma de vida superior en la que se actualizan las facultades humanas superiores (razón, intelecto).

1: «No hay condición de vida más excelente que la vida filosófica».

2: «Los filósofos son los únicos sabios del mundo».

8: «Nuestro intelecto puede, por sus fuerzas naturales, alcanzar el conocimiento de la Causa Primera».

9: «Podemos alcanzar a Dios en su esencia en esta vida mortal».

De ello se seguía no sólo que el filósofo es el homo perfectus, la perfección del hombre o el hombre en sentido propio. Comportaba, además, que al elevarse por vía natural hasta el conocimiento de las inteligencias separadas y de Dios mismo, el filósofo alcanzaba el bien supremo, la máxima felicidad (mental) accesible en la Tierra, por medio de la razón natural.

Lo peligroso de esta representación residía en su aristocratismo elitista, conflictivo en diversos puntos con la moral evangélica de la humildad, y sobre todo en que parecía admitir la posibilidad de una unión o copulatio con dios por medios exclusivamente humanos, en la que la trascendencia absoluta de Dios quedaba cuestionada igual que el papel de la gracia, de la fe y del sacrificio redentor de Cristo.

166: «Si la razón es recta, la voluntad es también recta. – Falso, porque según esto, para la rectitud de la voluntad no sería necesaria la gracia, sino únicamente la ciencia, lo cual es el error de Pelagio».

La condena hecha por Tempier, sin embargo, no prohibió la lectura de Aristóteles. Se trató de hacerlo inocuo con respecto al dogma cristiano y de restablecer la finalidad teológica de la cultura y de la filosofía; pero no se cuestionó la posición de dominio que Aristóteles había alcanzado en el campo de la filosofía; con lo que Aristóteles ganó la batalla, y aristotélica fue la filosofía posterior, hasta el fin de la Edad Media e incluso en buena medida hasta el siglo XVII, gracias, sobre todo, a la obra de Sto. Tomás.

3.12 Tomás de Aquino

Una doble condición domina el desarrollo de la filosofía tomista: la distinción entre la razón y la fe, y la necesidad de su concordancia. El ámbito entero de la filosofía proviene exclusivamente de la razón; es decir, que el filósofo no debe admitir nada más que lo que sea accesible a la luz natural y demostrable por sus solos recursos. La teología, por el contrario, se basa en la revelación. Los artículos de la fe son conocimientos de origen sobrenatural, contenidos en fórmulas cuyo sentido no nos es enteramente penetrable, pero que debemos aceptar como tales, aunque no podamos comprenderlos. Así, pues, un filósofo argumenta siempre buscando en la razón los principios de su argumentación; un teólogo argumenta siempre buscando sus principios en la revelación.

Ni la razón – cuando la usamos correctamente – ni la revelación – puesto que tiene su origen en Dios – pueden engañarnos. Ahora bien, la concordancia de la verdad con la verdad es necesaria. Es, por tanto, necesario que la verdad de la filosofía se ajustaría a la verdad de la revelación por una cadena ininterrumpida de lazos de unión verdaderos e inteligibles, si nuestro espíritu pudiese comprender plenamente los datos de la fe. De aquí resulta que, siempre que una conclusión filosófica contradice al dogma, nos hallamos ante un signo cierto de que tal conclusión es falsa. La razón tiene que criticarse en seguida a si misma y encontrar el punto en que se ha producido el error. También se deduce de aquí que la imposibilidad en que nos hallamos de tratar a la filosofía y a la teología con un método único, no nos impide considerarlas como formando idealmente una sola verdad total. Por el contrario, tenemos el deber de llevar lo más lejos posible la interpretación racional de las verdades de la fe, de ascender por la razón hacia la revelación y de volver a descender desde la revelación hacia la razón. Partir del dogma como de un dato, definirlo, desarrollar su contenido, incluso esforzarse en mostrar por dónde puede nuestra razón rastrear el sentido del dogma: tal es el objeto de la ciencia sagrada.

¿Qué ocurre cuando la filosofía contradice a la fe? Puesto que el desacuerdo en cuestión es un indicio de error, y ya que el error no puede encontrarse en la revelación divina, es necesario que se encuentre en la filosofía. Por tanto, o bien demostraremos que la filosofía – en este caso – se equivoca, o mostraremos que ha querido probar en una materia en que la prueba racional es imposible, y donde, por consiguiente, la decisión debe pertenecer a la fe. La revelación, en este caso, no interviene mas que para señalar el error, pero no lo hace en su nombre, sino exclusivamente en el de la razón.

Es preciso partir de las verdades racionales, porque la razón es la que nos sirve de terreno común: «Es necesario recurrir a la razón, a la que todos deben asentir». Sobre esta base es posible obtener los primeros resultados universales, porque son racionales, y edificar sobre ellos un razonamiento posterior que sirva para profundizar desde un punto de vista teológico. Discutiendo con los judíos se puede tomar como supuesto común el Antiguo Testamento; para discutir con los herejes se puede apelar a toda la Biblia. No obstante, ¿qué supuesto sirve para hacer posible la discusión con los paganos o gentiles, si no es aquello que tenemos en común, es decir, la razón?

La razón constituye nuestro rasgo distintivo. No utilizar dicha potencia implicaría el abdicar de una exigencia primordial y natural, aunque sea en nombre de una luz superior. Además existe un corpus filosófico –fruto de ese ejercicio racional– que es la filosofía griega, cuyos resultados han sido estimados y utilizados por toda la tradición cristiana. Finalmente Tomás está convencido de que el hombre y el mundo, a pesar de su radical dependencia de Dios en el ser y en el obrar, disfrutan de una relativa autonomía, sobre la que debe reflexionarse con los instrumentos de la pura razón, poniendo en juego todo el potencial cognoscitivo para responder a la vocación originaria de conocer y dominar el mundo. El saber teológico, pues, no sustituye el saber filosófico, ni la fe sustituye la razón, porque la fuente de la verdad es sólo una.

3.13 Siger de Brabante

Siger enseñaba la doctrina de la doble verdad: según ésta, aunque las proposiciones de razón estén en contradicción con las de la fe, estas últimas siguen siendo aceptables por fe. Siger se presenta como expositor de las opiniones del Filósofo, aunque las opiniones de Aristóteles sean contrarias a la verdad. Por otra parte, «nadie debe tratar de someter a investigación racional aquello que supera la razón; al igual que nadie debe negar la verdad católica, basándose en razones filosóficas». Tomás buscaba conciliar fe y razón; Siger, en cambio, separa los dos ámbitos y no considera vitales las contradicciones que se produzcan entre ellos.

3.14 Duns Escoto

Escoto propone una distinción nítida entre filosofía y teología. La filosofía posee una metodología y un objeto que no son asimilables a la metodología y al objeto de la teología. Las disputas cada vez más numerosas y las condenas que se producían con frecuencia a continuación, en opinión de Escoto poseían un origen común: la no rigurosa delimitación de los ámbitos de investigación. Para Escoto, en consecuencia, es de gran importancia precisar las esferas respectivas y los criterios específicos de la filosofía y de la teología.

La filosofía se ocupa del ente en cuanto ente y de todo lo que pueda reducirse a él o deducirse de él. La teología, en cambio, trata de los articula fidei u objetos de fe. La filosofía sigue un procedimiento demostrativo, mientras que la teología adopta el procedimiento persuasivo; la filosofía se restringe a la lógica de lo natural, mientras que la teología se mueve dentro de la lógica de lo sobrenatural. La filosofía se ocupa de lo general o universal, porque se ve obligada a ajustarse pro statu isto al itinerario cognoscitivo de la abstracción; la teología profundiza y sistematiza todo aquellos que Dios se ha dignado revelarnos acerca de su naturaleza personal y de nuestro destino. La filosofía es esencialmente especulativa, porque se propone conocer por conocer, mientras que la teología es tendencialmente práctica, porque deja de lado ciertas verdades, con objeto de inducirnos a actuar más correctamente.

3.15 Ockham

«Los artículos de fe no son principios de demostración y tampoco conclusiones, y ni siquiera son probables, ya que aparecen como falsos ante todos, o ante la mayoría, o ante los sabios: entendiendo por sabios aquellos que se confían a la razón natural, puesto que sólo se entiende de este modo el sabio en ciencia y en filosofía». Las verdades de fe no son evidentes por sí mismas, como los principios de la demostración; no son demostrables, como las conclusiones de la demostración misma, y no son probables, porque aparecen como falsas a quienes se sirven de la razón natural. El ámbito de las verdades reveladas es radicalmente ajeno al reino del conocimiento racional. La filosofía no es una servidora de la teología y ésta no es una ciencia sino un conjunto de proposiciones que se mantienen unidas gracias a la fuerza cohesiva de la fe, pero sin una coherencia racional.

Con respecto al dogma de la Trinidad escribe: «Que una única esencia simplicísima sea tres personas realmente distintas, es cosa de la que no puede convencerse ninguna razón natural y sólo afirma la fe católica, como algo que supera todo sentido, todo intelecto humano y casi toda razón». Niega la posibilidad de cualquier interpretación racional de esta suprema verdad de la fe cristiana de una manera tan radical que señala la fase final de la escolástica. La razón ya no puede ofrecer ningún apoyo, porque no logra otorgar al dato revelado más transparencia que la que le da la fe. Las verdades de fe son un don gratuito de Dios y deben seguir siéndolo. No es honrado revestir de plausibilidad racional unas verdades que trascienden la esfera humana y que desvelan perspectivas que serían impensables e inalcanzables de otra forma. La razón humana posee un ámbito y una tarea diferentes del ámbito y de la tarea de la fe.

3.16 Los místicos

En un sentido amplio, el adjetivo “místico” denota cualquier experiencia que las personas pueden interpretar como un contacto directo con una realidad espiritual no humana, tanto si se cree que se trata de la presencia de Dios como si no. En un sentido más restringido, una experiencia es mística si la persona objeto de ella siente que está en contacto directo con Dios (independientemente de que Dios sea experimentado clara y vívidamente como una presencia personal o como el indefinible fundamento espiritual de todo ser). Este contacto, normalmente, está impregnado por la más intensa emoción de amor y asociado con un fuerte deseo de lograr una unión perfecta con El o de disolver la propia personalidad en el ilimitado océano de lo Divino o con el sentimiento de que se ha logrado temporalmente esa unión. Sólo en la unión mística, Dios, en lugar de ser concebido solamente en términos especulativos como un fundamento eterno, infinito y viviente del ser, es conocido, o, mejor aún, sentido como tal en un “contacto” directo.

La mayoría de los místicos nunca se ha molestado en formular la cuestión de la Fe y la Razón en categorías que les resultasen familiares a los filósofos. Tienen en común una fuerte convicción negativa de que la razón profana y la lógica “humana” no pueden ser de ninguna ayuda en nada que importe realmente en la vida humana, es decir, la unión con Dios y el Conocimiento de El (si es que para ellos tiene algún sentido esta distinción: normalmente no lo tiene). Algunos místicos se contentan con unas pocas frases desdeñosas sobre la vanidad de la ciencia secular; otros resaltan la implacable hostilidad entre Fe y Razón; otros aún (Eckhart) hablan de una facultad cognoscitiva superior, Razón o Intelecto, que nos permite discernir la infinitud divina y que se guía por principios propios que, bien mirados, resultan ser opuestos, más que complementarios, a las normas de la lógica común, tanto si esta contradicción se anuncia explícitamente como si no.

Los místicos eran conscientes del hecho de que el conocimiento sobre Dios, ya fuera obtenido en la contemplación o por medio de un esfuerzo especulativo, está más allá de la capacidad del lenguaje y parece paradójico. Pseudo-Dionisio, en su tratado sobre los nombres divinos, dice que Dios no tiene nombre y que uno tiene el mismo derecho a aplicarle que a rehusarle cualquier nombre: como nuestro pensamiento es incapaz de captar la unidad divina, ninguna aserción ni ninguna negación puede ser pronunciada, estrictamente hablando, sobre Dios. Por tanto, recomienda que nos abstengamos de decir o de pensar nada de Dios excepto lo que El quiso revelarnos en las Escrituras.

Ideas similares se encuentran en la mayoría de los filósofos neoplatónicos, cristianos o no. La obra de Plotino está llena de prevenciones sobre la miseria incurable y la insuficiencia del lenguaje que está usando. Eckhart no temía reconocer el carácter autocontradictorio del discurso teológico y Cusanus trató de encontrar una nueva lógica de la infinitud en la que el principio de contradicción era sustituido por el principio de la coincidentia oppositorum, la convergencia de cualidades contrarias cuando alcanzan sus valores límite.

La principal fuente de contradicción parece haber sido siempre la misma, y todos los místicos especulativos la identificaron: la Unidad del Ser enfrentada a un mundo creado, consistente en muchos objetos. Nadie que tratase de concebir la cuestión dejaba de sentirse sorprendido por un sentido de imposibilidad lógica: los racionalistas convirtieron esto en un argumento cuasi ontológico a favor de la inexistencia de Dios (no puedo pensar en Dios sin caer en contradicciones; en consecuencia, no puede pensar en Dios sin negar su existencia); para los teólogos místicos y neoplatónicos la misma imposibilidad demostraba que nuestra lógica tenía una validez limitada y que era impotente para tratar de Dios.

Los místicos sabían que estaban desafiando la lógica común. Su afirmación es que han experimentado la identidad de la parte y el Todo; viven en ella, en vez de conocerla tal como se ha codificado en los mitos y tal como se ha explicado laboriosamente en sistemas metafísicos: ni necesitan presentar evidencia de esta experiencia ni les preocupa su incoherencia lógica cuando la expresan verbalmente.

4. Del Renacimiento a Kant

4.1 La reforma protestante como contienda de la fe contra la razón

Lutero asumió con respecto a los filósofos una postura completamente negativa: la desconfianza en las posibilidades de la naturaleza humana de salvarse por sí sola, sin la gracia divina, le condujo a quitar todo valor a una búsqueda racional autónoma, o al intento de afrontar los problemas humanos fundamentales basándose en el lógos, en la mera razón. La filosofía no es mas que un vano sofisma o, aún peor, fruto de aquella soberbia absurda y abominable tan característica del hombre, que quiere basarse en sus solas fuerzas y no sobre lo único que salva: la fe.

Mi consejo sería que los libros de Aristóteles –Physica, Metaphysica, De anima y Ethica– que hasta ahora han sido reputados como los mejores, sean abolidos junto con todos los demás que hablan de cosas naturales, porque en ellos no es posible aprender nada de las cosas naturales, ni de las espirituales. Además, hasta ahora nadie ha logrado comprender su opinión, y a través de un trabajo, un estudio y unos gastos inútiles, muchas generaciones y almas nobles se han visto vanamente oprimidas. Puedo decir con justicia que un alfarero posee más conocimiento de las cosas naturales que el que aparece en libros de esta guisa. Me duele en el corazón que aquel maldito, presuntuoso y astuto idólatra haya extraviado y embaucado con sus falsas palabras a tantos de entre los mejores cristianos; con él, Dios nos ha enviado una plaga como castigo a nuestros pecados. En efecto, este desventurado enseña en su mejor libro, De anima, que el alma muerte junto con el cuerpo, aunque muchos hayan querido salvarlo con inútiles palabras; como si no poseyésemos la Sagrada Escritura, gracias a la cual somos abundantemente instruidos en todas las cosas de las cuales Aristóteles no experimentó jamás ni el más mínimo barrunto.

Lutero separa tajantemente razón y fe, filosofía y teología. Cree que las dos fuentes son radicalmente enemigas. No se trata tanto de que la razón y la fe lleguen a conclusiones contradictorias, sino de que representan modos de vida o actitudes incompatibles:

Así como sucedió con Abraham, la fe vence, mata y sacrifica la razón, que es la más rabiosa y pestilente enemiga de Dios

Una se basa en la autosuficiencia, el orgullo y la soberbia de la razón humana. Otra se abandona ciegamente al Creador, basándose así en la confianza, la humildad y la sumisión. Para Lutero la fe es la lógica de la criatura. Pretender juzgar con nuestra razón los dictados de la revelación divina es convertir al Juez Supremo en acusado. Pero, ¿quién puede pedirle cuentas a Dios? Según Lutero existe un fundamento teológico para la completa minusvaloración de la razón: la caída ha corrompido radicalmente nuestro entendimiento y nuestra voluntad, de forma que somos incapaces de conocer el bien; y seríamos incapaces de hacerlo aún conociéndolo de no ser por la gracia divina.

La opción por la fe frente a la razón en el plano epistemológico tiene así su correlato en el plano ético. Frente a quienes –como los católicos– pretenden la salvación por las obras, Lutero recogerá los textos paulinos que insisten en la justificación (o rehabilitación) ante Dios solamente por la fe: ninguna obra puede bastar por buena que sea para que merezcamos la salvación y la vida eterna. Sólo la fe, que además es un don divino, salva.

4.2 El conflicto entre ciencia y religión

La elaboración teórica que formula Galileo con respecto a la frontera entre proposiciones científicas y proposiciones de fe reclama, por una parte, la autonomía de los conocimientos científicos, que se prueban y se valoran por medio del mecanismo constituido por las reglas del método experimental. Esta autonomía de las ciencias en relación con las Sagradas Escrituras halla su justificación en el principio según el cual «la intención del Espíritu Santo consiste en enseñarnos cómo se va al cielo, y no cómo va el cielo». Galileo afirma que «no sólo los autores de las Letras Sagradas no pretendieron enseñarnos las constituciones y movimientos de los cielos y de las estrellas, y sus figuras, tamaños y distancias, sino que -aunque todas estas cosas fueron conocidísimas para ellos- se abstuvieron de hacerlo de una manera expresa. Dios nos ha dado sentidos, razonamiento e intelecto: es por medio de ellos como podemos llegar a aquellas «conclusiones naturales», obtenibles «a través de las sensatas experiencias o de las demostraciones necesarias». La Escritura no es un tratado de astronomía: hasta el punto de que,

Si los escritores sagrados hubiesen querido enseñarle al pueblo las disposiciones y movimientos de los cuerpos celestes, y que en consecuencia nosotros hubiéramos de recibir tales conocimientos de las Sagradas Escrituras, en mi opinión, no habrían tratado tan poco de estas cuestiones, que es apenas nada en comparación con las infinitas y admirables conclusiones que se contienen y se demuestran en tal ciencia.

No es intención de la Sagrada Escritura «enseñarnos que el cielo se mueve o está quieto, ni si tiene una figura en forma de esfera, de disco, o si se extiende en un plano, ni si la Tierra está contenida en su centro o se encuentra a un lado». Por lo tanto «tampoco tuvo la intención de otorgarnos una certeza con respecto a otras conclusiones del mismo género y vinculadas con las que acabamos de nombrar, que sin determinar aquéllas no se puede afirmar nada de éstas; como son el determinar el movimiento y la quietud de la Tierra y del Sol». Puesto que no es función de la Escritura determinar «las constituciones y movimientos de los cielos y de las estrellas», Galileo llega a afirmar que

me parece que en las disputas acerca de problemas naturales no habría que comenzar por la autoridad de los pasajes de las Escrituras, sino por las experiencias sensatas y las demostraciones necesarias: porque, procediendo igualmente del Verbo divino tanto la Escritura Sagrada como la naturaleza, aquélla como dictado del Espíritu Santo y ésta como fidelísima ejecutora de las órdenes de Dios; y hallándose además que en las Escrituras, para acomodarse el entendimiento del hombre en general, se dicen muchas cosas distintas -en su aspecto y en cuanto al puro significado de las palabras- de lo verdadero absoluto; por el contrario, empero, siendo la naturaleza inexorable e inmutable, y al no traspasar jamás los límites que las leyes le han impuesto, como por ejemplo la ley que en ella se cuida de que sus íntimas razones y modos de operar estén manifiestos o no ante la capacidad de los hombres; parece que aquel efecto natural que la experiencia sensata nos coloque delante, o nos ofrezcan las demostraciones necesarias, no deba en ningún momento verse puesto en duda, y tampoco condenado, mediante pasajes de la Escritura cuyas palabras mostrasen un aspecto distinto, puesto que no todo dicho de la Escritura está ligado a una necesidad tan severa como la de todos los efectos naturales, ni se descubre a Dios de un modo menos excelente en los efectos de la naturaleza que en las sagradas palabras de las Escrituras.

Se reclama, pues, la autonomía de la ciencia: todo aquello de lo que podamos tener noticia a través de «las sensatas experiencias» y las «demostraciones necesarias» queda sustraído a la autoridad de las Escrituras. Ahora bien, si las Escrituras no son un tratado de astronomía, ¿cuál es su finalidad?

Considero […] que la autoridad de las Letras Sagradas tiene como propósito enseñar principalmente a los hombres aquellos artículos y proposiciones que, superando cualquier razonamiento humano, no podían hacérsenos creíbles mediante otra ciencia o por ningún otro medio, que no fuese por boca del Espíritu Santo mismo.

Las proposiciones de fide se refieren a nuestra salvación (“cómo se va al cielo”), y constituyen “decretos de verdad absoluta e inviolable”. La Escritura es un mensaje de salvación que deja intacta la autonomía de la indagación científica.

Galileo efectúa, además, otras importantes consideraciones:

1. Se equivocan quienes pretenden detenerse exclusivamente en el «puro significado de las palabras», ya que, si se hiciese tal cosa, entonces en la Escritura «no sólo aparecerían diversas contradicciones, sino también graves herejías e incluso blasfemias; sería necesario, así, darle a Dios pies, manos y ojos, y asimismo efector corporales y humanos, como la ira, el arrepentimiento, el odio, y a veces hasta el olvido de las cosas pasadas y la ignorancia de las futuras».

2. De esto se sigue que, viéndose obligada la Escritura a «adaptarse a la incapacidad del vulgo», «los sabios expositores indican los verdaderos sentidos, y en ellos señalan las razones particulares por las que han sido proferidos, utilizando determinadas palabras».

3. La Escritura «no sólo da pie a exposiciones distintas al significado aparente de las palabras, sino que las requiere necesariamente». Los escritores sagrados se dirigían «a pueblos rudos e indisciplinados».

4. «Y siendo por lo demás manifiesto que jamás pueden contradecirse dos verdades, el oficio de los sabios expositores consiste en esforzarse para hallar los sentidos verdaderos de los pasajes sagrados, que concuerden con aquellas conclusiones naturales de las que estamos seguros y ciertos con anterioridad, a través de una sensación evidente o de las demostraciones necesarias».

5. De esta manera la ciencia se convierte en uno de los instrumentos que hay que usar para interpretar algunos pasajes de la Escritura. «Cuando nos cercioremos de algunas proposiciones naturales, debemos servirnos de ellas como medios muy apropiados para la verdadera exposición de las Escrituras y para investigar aquellos sentidos que en éstas se contienen necesariamente, como algo muy verdadero y concorde con las verdades demostradas».

6. Es preciso manejar con mucha circunspección «aquellas conclusiones naturales que no son de fe, a las que pueden llegar la experiencia y las demostraciones necesarias». «Sería pernicioso afirmar como doctrina defendida por las Sagradas Escrituras una proposición de la cual en algún momento pudiese obtenerse una demostración en contrario».

7. La Escritura, por lo tanto, no debe verse comprometida por intérpretes falibles y no inspirados, en materias que pueda resolver la razón humana. La ciencia progresa y por ello resulta equivocado tratar de comprometer la Escritura acerca de proposiciones que más adelante puedan verse contradichas.

Además de los artículos referentes a la salvación y al establecimiento de la fe, contra cuya solidez no hay ningún peligro de que jamás pueda surgir una doctrina válida y eficaz, quizá la decisión óptima sería no agregar ningún otro sin necesidad; y si esto es así, ¿no sería acaso un desorden mucho mayor añadirlos por solicitud de personas que, además de ignorar nosotros si hablan inspirados por virtud celestial, vemos con toda claridad que carecen por completo del entendimiento que sería necesario no ya para impugnar, sino para comprender siquiera las demostraciones que emplean las ciencias tan perspicaces en la confirmación de sus conclusiones?.

Por consiguiente: 1) la Escritura es necesaria para la salvación del hombre; 2) los «artículos referentes a la salvación y al establecimiento de la fe» son tan firmes que «no hay ningún peligro de que jamás se pueda alzar ninguna doctrina válida y eficaz» en contra de ellos; 3) la Escritura no posee ninguna autoridad con respecto a todos aquellos conocimientos que pueden ser descubiertos mediante «experiencias sensatas y demostraciones necesarias»; 4) cuando la Escritura habla sobre lo que es necesario para la salvación no puede verse desmentida; 5) sin embargo, dado que los escritores sagrados se dirigían al “vulgo rudo e indisciplinado”, la Escritura necesita ser interpretada en muchos pasajes; 6) la ciencia puede constituir un medio para efectuar interpretaciones correctas; 7) no todos los intérpretes de la Biblia son infalibles; 8) no se puede comprometer la Escritura en aquellas cosas que el hombre puede conocer con su sola razón; 9) la ciencia es autónoma: sus verdades se establecen a través de experiencias sensatas y determinadas demostraciones, pero no basándose en la autoridad de la Escritura; 10) ésta ocupa el último puesto en lo referente a cuestiones naturales.

Por lo tanto, la ciencia y la fe son imposibles de comparar. Sin embargo, son compatibles, a pesar de ser incomparables. El discurso científico es un discurso empíricamente controlable, que nos permite comprender cómo funciona este mundo. El razonamiento religioso es un mensaje de salvación que no se preocupa del “que”, sino del sentido de estas cosas y de nuestra vida; la fe es incompetente con respecto a cuestiones fácticas. Tanto la ciencia como la fe poseen sus propios hechos: por esta razón siempre están de acuerdo. No se contradicen, ni pueden contradecirse, porque no son comparables: la ciencia nos dice “cómo va el cielo”, y la fe, “cómo se va al cielo”.

4.3 Descartes

Para Descartes, la verdad no se encuentra en el juicio, que para él es operación de la voluntad, sino en la intuición de la mente que recibe pasivamente la idea. Por eso, la evidencia no se refiere a las cosas que concibo, sino a mi concepción de las cosas, a la idea de ellas, pues «no conozco las cosas, sino las ideas de las cosas»; como las ideas no reciben su claridad de las cosas, sino de Dios, el conocimiento no viene a ser asimilación del ser ni tampoco producción del ser, sino que es un reflejo pasivo de la realidad.

El pensar queda reducido al acto de conciencia. Para el ejercicio de su conocimiento, la inteligencia se basta a sí misma; ella sola puede darse su objeto propio, sin recurrir a algo extramental o extraconciencial; el sujeto cognoscente no necesita salir de sí. De este modo, la realidad del mundo sensible no se podrá salvar sino con un realismo indirecto (recurriendo a la veracidad de Dios). El entendimiento deja de ser aquella carta en la que nada está escrito, pues nace con las ideas.

La sustancia, descubierta como idea clara en el «Pienso» viene a ser el sujeto pensante, la sustancia pensante no es más que el pensamiento existente y no implica substrato real, sino solamente relación intrínseca por la cual el yo es la evidencia de su propia existencia.

El «Pienso, luego existo» me da la seguridad de que las ideas existen en mi pensamiento como actos del mismo, ya que forman parte de mí, como sujeto pensante, pero no se aseguran que los objetos representados existan en la realidad. Para resolver este problema, Descartes distingue tres clases de ideas: las que han nacido en mí, con mi naturaleza; las que proceden de fuera; y las que nosotros mismos fabricamos. Consideradas desde el punto de vista subjetivo, todas estas ideas son iguales; pero si se las mira en cuanto representan algo, difieren entre sí.

Para probar que estas ideas representan algo real, necesitamos un criterio superior de certeza. Este criterio es la existencia de Dios; así, pues, el primer paso es demostrar la existencia de Dios. Una vez demostrada la existencia de Dios, queda comprobado el criterio de certeza, pues siendo Él suma perfección no puede engañarse ni engañarme; si Dios me dio la facultad de juicio, ella no puede ser tal que me induzca a error cuando la emplee rectamente. Por tanto, la función primera y más fundamental de dios es ser principio y garantía de toda verdad.

Lógicamente, este Dios garantizador de las verdades las debería respetar; de ahí se concluiría que las verdades son independientes de Dios. La doctrina cartesiana, empero, es todo lo contrario: las verdades eternas (enunciados sobre las esencias inmutables) no son independientes de la voluntad de Dios, pues atarían su libertad; Dios las ha creado libremente. Así, Dios no ha querido las leyes del triángulo porque no podían ser de otra manera, sino que, por el contrario, las ha querido libremente, y por esto los triángulos se rigen por esa ley. No se sigue de ahí, añade Descartes, que las esencias sean mudables: deben depender del libre albedrío divino para que Dios sea su garante, pero como la voluntad de Dios es inmutable, la verdad, producto de su arbitrio, queda absolutamente garantizada y no se puede cambiar.

4.4 Spinoza

Las ideas filosóficas de Spinoza no dejaban ningún espacio a la religión, a no ser en un plano muy diferente al de la filosofía, que únicamente se desvela en los grados del segundo y del tercer género de conocimiento (planos de la razón y del intelecto). Por el contrario, la religión permanece en grado del primer género de conocimiento, en el que predomina la imaginación. Los profetas, autores de los textos bíblicos, no destacan por el vigor de su intelecto, sino por la potencia de su fantasía o imaginación; los contenidos de sus escritos no son conceptos racionales, sino imágenes vívidas. La religión, además, se propone obtener una obediencia, mientras que la filosofía –y sólo ella– aspira a la verdad. Tanto es así, que los regímenes tiránicos se valen ampliamente de la religión para conseguir sus objetivos. La religión, tal como es profesada en la mayoría de los casos, está alimentada por el temor y por la superstición, y la mayor parte de los hombres limitan su credo religioso a las prácticas del culto, hasta el punto de que, si se tiene en cuenta la vida que llevan los más de ellos, se hace imposible saber de qué credo religioso son seguidores.

El contenido de la fe se reduce a unas cuantas directrices, que Spinoza agrupa en estos siete criterios:

  1. Dios existe como ente supremo, sumamente justo y misericordioso, modelo de vida auténtica. Quien lo ignora o no cree en su existencia no puede obedecerle, ni reconocerlo como juez.
  2. Dios es único. Nadie puede dudar que la admisión de este dogma sea absolutamente necesaria para los fines de la suprema devoción, admiración y amor a Dios, puesto que la devoción, la admiración y el amor nacen exclusivamente de la excelencia de uno solo sobre todos los demás.
  3. Dios es omnipotente, todo le es concedido. Considerar que las cosas se le oculten, o ignorar que él vea todo, significaría dudar de la equidad de su justicia, según la cual él lo rige todo, o incluso ignorarla.
  4. Dios posee el derecho y el dominio supremos sobre todo, y no hace nada obligado por una ley, sino de acuerdo con su absoluto beneplácito y por efecto de su gracia singular. Todos están obligados a obedecerle en todo a él, y él en cambio a nadie.
  5. El culto a Dios y la obediencia a sus mandatos consiste únicamente en la justicia y en la caridad, es decir en el amor al prójimo.
  6. Todos aquellos que obedecen a Dios siguiendo esta norma de vida se salvan (sólo ellos); todos los demás, que viven a merced de los placeres, se pierden. En ausencia de esta firme convicción no se vería por qué los hombres habrían de preferir obedecer a Dios y no a sus placeres.
  7. Dios perdona los pecados a quien se arrepiente. Todos los hombres caen en el pecado, y si no existiese la certeza del perdón, todos perderían la esperanza de la salvación, y ya no habría motivos para considerar que Dios es misericordioso. En cambio, quien está profundamente convencido de que Dios, en virtud de su misericordia y de su gracia, de acuerdo con las cuales gobierna todo, puede perdonar los pecados de los hombres, y debido a esta fe se enciende cada vez más en amor a Dios, éste conoce de veras a Cristo según el Espíritu, y Cristo está con él.

La fe no requiere “dogmas verdaderos” sino “dogmas píos”, capaces de inducirnos a la obediencia. Lo verdadero y lo falso no pertenecen a la religión, sino a la actividad filosófica.

4.5 Pascal

Como Descartes, Pascal afronta una crítica del conocimiento, pasa sacar una conclusión opuesta al optimismo racionalista. Su tesis es paradójica y gira en torno a dos antinomias: dogmatismo versus escepticismo, corazón versus razón. Los errores de nuestras facultades favorecen el escepticismo y muestran su insuficiencia para solucionar el problema crítico del conocimiento; pero como el hombre no puede persistir en la actitud escéptica, el instinto del corazón, especie de intuición o sentido común para afirmar los principios indemostrables, satisface su ansia de verdad.

Nuestro conocimiento sobre el mundo tiene un doble límite. En primer lugar, la experiencia no sirve para decidir sobre la verdad, no es guía de las explicaciones, sino que es punto de partida para sacar las leyes; la ciencia no es la deducción geométrica de los fenómenos, como creyó Descartes. Por otra parte, los principios, que son el fundamento de las ciencias, están fuera de todo razonamiento; los escépticos no logran refutarlos; la imposibilidad de demostrarlos prueba, no la incertidumbre de los principios, sino la debilidad de la razón. Queda el camino para que el corazón o instinto los justifique, no demostrándolos, sino sintiendo la verdad de esos enunciados.

Para reconocer su no ser, el hombre se ha de comparar con el ser; para reconocer su error, su duda y su miseria, se ha de comparar con la verdad, el bien y la felicidad; así comienza la búsqueda de la fe. La fe impregna todo el hombre, que debe emplearse todo en ella. Esa fe no es evidencia ni posesión segura, pues el hombre excluye estas cosas. El mundo mismo, así como no manifiesta totalmente a Dios, tampoco lo excluye; esto sucede para que el hombre no crea que posee a Dios y se olvide de su miseria; pero si no viere nada de la divinidad, no sabría que lo que ha perdido y aspiraría a reconquistarlo. Tentar a Dios es pretender alcanzarlo sin humildad en la búsqueda; Él se revela a quienes buscan la fe, que no se demuestra. Las pruebas de la existencia de dios valen sólo para quienes tienen fe. Con las demostraciones racionales se llega a un Dios autor de las verdades geométricas, que no es el Dios de los cristianos; nuestros Dios llena el alma y el corazón de quienes Él posee y les hace sentir su miseria y su misericordia infinita.

El hombre debe decidirse en sus relaciones con Dios; no puede aplazar la decisión: o vivir como si Dios existiera o como si Dios no existiera; sustraerse a la elección es elegir la negativa. Si la razón no le puede resolver la cuestión, puede mostrarle que se trata de una apuesta en que se juega la pérdida de todo o la ganancia; ahora bien, quien apuesta sobre la existencia de Dios, si gana, lo gana todo; si pierde, no pierde nada; por lo tanto, ha de apostar. Puesto que se trata del infinito, la conveniencia de la apuesta supera todo. Cuando se titubea no hay que violentar ni aumentar razones, sino acallar las pasiones y valerse de las formas exteriores de la fe para empeñar a todo el hombre.

4.6 Lamennais

En su Ensayo para combatir con más eficacia los excesos de la razón individual, causa del desvío de dios, propone el sistema del sentido común como verdad que los hombres crean invenciblemente. Esta fe no se funda en razones individuales, cuya impotencia para darnos certeza queda testificada por la experiencia y la historia. Tres hechos nos convences: 1) La razón individual no puede llegar, por sus propias fuerzas, más que a un escepticismo; duda de los sentidos, de la razón y hasta de la misma evidencia, que es un estado subjetivo, variable según los individuos; así dudamos hasta de la propia existencia. 2) Todos creemos algunas verdades, como que los cuerpos tienen propiedades nutritivas, porque tenemos que vivir, y dichas verdades son indispensables para la vida física y social, de modo que aceptamos las conclusiones aunque sean muy débiles las razones. 3) Todos nos servimos, para discernir lo verdadero de lo falso, del consentimiento universal, norma natural e infalible, y al que no piensa así se le llama demente.

La autoridad de este sentido común es infalible y es el único medio de escapar del escepticismo, en el cual sería imposible vivir. La primera y principal verdad testificada por el consentimiento universal es la existencia de Dios. Ella explica los tres hechos mencionados, y por eso viene a ser la base de toda la filosofía.

En efecto, no siendo la verdad otra cosa que «la razón de ser de lo que es», el hombre no posee la razón de ser en sí, sino sólo en Dios; por consiguiente, la razón individual no produce sino un movimiento hacia el escepticismo, que es su propia destrucción; ella no puede hallar en el «Pienso» cartesiano la verdad; únicamente la halla en Dios. Sin embargo, la inteligencia no se puede destruir a sí misma, y como su esencia es poseer la verdad, Dios, al crearla, le infundió las verdades primordiales con palabras adecuadas para expresarlas y trasmitirlas. Con esta razón nosotros creemos natural e invenciblemente. Finalmente, como Dios ha creado a todos semejantes entre sí, para hallar ese primordial elemento de verdad hemos de aceptar lo que es común a todos, o sea, en lo que estamos de acuerdo, y rechazar lo que pudo añadir el sentido privado.

Con estas premisas queda demostrada la tesis de que la filosofía debe empezar por un acto de fe en las verdades primitivas, transmitidas, por la tradición, mediante el lenguaje o el consentimiento de todos. Antes de Cristo, todo lo que era común a todos era lo verdadero; después de Cristo, la Iglesia católica se hace garante de esa verdad y la infalibilidad pontificia lo asegura.

Lamennais propone un sistema completo: la existencia del universo es indemostrable y se admite por fe. El universo viene de Dios, no por creación de la nada, sino reproduciendo de manera finita lo infinito, y ambos vienen a ser dos estados diversos de la misma sustancia.

4.7 Locke

Para Locke, es necesario aclarar el problema de la fe y de la razón si queremos ponernos de acuerdo sobre asuntos de religión. Para ello, lo primero que debemos hacer es definir fe y razón.

[…] entiendo por razón, distinguida de la fe, el descubrimiento de la certidumbre o de la probabilidad de las proposiciones o de las verdades que la mente logra alcanzar por medio de la deducción, partiendo de aquellas ideas que adquiere por el uso de sus facultades naturales, a saber: la sensación o la reflexión.

La fe, en cambio, es el asentimiento que otorgamos a cualquier proposición que no esté fundada en deducción racional, sino sobre el crédito del proponente, que viniera de Dios por alguna manera extraordinaria de comunicación. Esta manera de descubrir verdades a los hombres es lo que llamamos la revelación (Ensayo sobre el entendimiento humano, 3, XVIII, ii).

Mediante la revelación no podemos llegar al conocimiento de ideas simples, pues estas dependen completamente de nuestras facultades naturales; pero, aunque pudiésemos, el conocimiento que adquirimos de las ideas simples mediante la revelación jamás será tan seguro como el que adquirimos mediante la percepción del acuerdo o desacuerdo de nuestras ideas. Si Dios nos revelase algo, de lo único que podríamos tener certeza es de que es una revelación divina, pero no podríamos conocer de lo que se trata, pues no sería fruto de nuestra percepción de las ideas.

La fe está subordinada a la razón, porque es un asunto de razón, y no de fe, el creer las cuestiones reveladas por la fe. Es claro que Dios no puede revelar nada que vaya contra nuestro entendimiento, pues eso supondría que Dios destruiría su propia obra. Pero, cuando Dios revela algo que está de acuerdo con nuestro entendimiento, es la razón quien decide que eso es fruto de una revelación y que, por tanto, merece su asentimiento, aunque, como ya se ha dicho, no pueda entenderlo. En definitiva, con respecto a aquellas cosas de que tenemos conciencia clara, es la razón su único juez, y aunque la fe pueda confirmar sus decisiones, no puede invalidar sus decretos.

Esto, sin embargo, no invalida la fe, pues nuestro conocimiento es limitado, y hay cosas que están por encima de nuestra razón. Con respecto a estas, es la fe quien debe predominar sobre la razón, pero siempre teniendo en cuenta que la decisión sobre lo que es y lo que no es una revelación divina es siempre asunto de la razón. En este sentido, es claro que nada que sea incompatible con los dictados de la razón puede ser objeto de fe; tampoco es objeto de fe aquello que podemos conocer mediante nuestra razón, o mediante nuestra razón en unión con nuestras facultades sensibles. Por tanto, el ámbito de la fe queda restringido a aquello que escapa a los límites de nuestra razón.

La diferencia con respecto a la filosofía medieval es clara. Para los filósofos medievales, cuando había conflicto entre la fe y la razón había que desechar el dato racional, pues Dios no nos engañaba; para Locke, por el contrario, cuando hay conflicto entre ambas, hay que desechar el dato de fe, pues, de lo contrario, tendríamos que admitir que Dios destruye su propia obra mediante contradicciones. Además, repito, la decisión de qué es y qué no es un dato revelado (digno de confianza) es una decisión que compete exclusivamente a la razón.

4.8 Hume

Hume es posiblemente el primero que, entendiendo que la razón y la fe (o la filosofía y la religión) tienen una estrecha relación, y que esa relación es muy conflictiva, opta racionalmente contra la religión y, sobre todo, se extiende pormenorizadamente en argumentos.

Hay, efectivamente, un núcleo de intersección entre la razón y la fe, pero las aserciones de la fe son increíbles para la razón dada la evidencia disponible (y muy especialmente la evidencia del mal). Los argumentos de la teología natural son todos falaces. La religión debe ser descartada. La fe no puede sostenerse ante la razón. Frente a la razonabilidad del cristianismo de Locke, Hume muestra que el cristianismo no es nada razonable, y que la razón natural apunta en el mejor de los casos a que

este mundo … sólo fue el primer ensayo tosco de alguna divinidad menor de edad que lo abandonó después, avergonzado de su imperfecta obra; sólo es la obra de alguna divinidad dependiente e inferior, y constituye un objeto de risa para sus superiores; es el producto de la vejez y la chochez de alguna divinidad cargada de años y, desde su muerte, ha corrido a la aventura tras el primer impulso y la fuerza activa que recibió de ella

Hume representa una postura que será común también entre los ilustrados franceses: la Iglesia es una institución “impresentable”, el teísmo es filosóficamente insostenible, a los sumo podemos quedarnos en el deísmo o, si damos un paso más, en el panteísmo o el agnosticismo.

4.9 Kant: la fe racional práctica

Kant pretende separar definitivamente y por completo los ámbitos de la razón y la fe, pero de la razón teórica –esto es, de la ciencia y filosofía especulativa–, porque existe también una razón práctica donde sí va a haber lugar para la fe.

En Crítica de la razón pura Kant establece la imposibilidad de las demostraciones ontológicas, cosmológicas y físico-teológicas de la existencia de Dios. Pero no se trata ya meramente de que la teología natural fracase, sino de que todo conocimiento en esta área es de suyo imposible. Dado que la Crítica ha establecido una división tajante entre el mundo fenoménico y el nouménico, y dado que la conclusión de Kant es que del mundo de los noúmenos –sobre el que versan tanto la metafísica como la teología natural– nosotros los humanos no podemos conocer nada, todas las especulaciones metafísico-teológicas serán una pérdida de tiempo. Es decir, la razón teórica nada puede ayudar a la fe, pero precisamente por ello tampoco criticarla:

los mismos motivos en virtud de los cuales se demuestra la incapacidad de la razón para afirmar la existencia de ese ser [Dios], tienen que ser suficientes para probar lo inadecuado de toda afirmación en sentido contrario (B 669)

Sin embargo, en el prólogo de la misma obra, Kant afirma: “Tuve, pues, que suprimir el saber para dejar sitio a la fe” (B XXX). En otras palabras, aún siendo imposible la teología racional en cuanto teología trascendental (argumentos ontológico y cosmológico), en cuanto teología natural física (argumento teleológico), sí es en cambio posible una teología moral

Esta teología moral tiene la ventaja peculiar, frente a la teología especulativa, de conducirnos inevitablemente al concepto de un ser primario, uno, perfectísimo y racional, un ser al que la teología especulativa no podía remitirnos, ni siquiera partiendo de fundamentos objetivos, no digamos ya convencernos de su existencia (B 842)

Entonces, la razón, en su uso práctico, nos permitirá postular aquellas verdades de la fe sobre las que la razón teórica nos dejaba en completo suspenso: la existencia de Dios como legislador moral supremo, y asimismo la de la libertad humana y la de la inmortalidad del alma.

Kant insiste en que los la “libertad humana” y la “inmortalidad del alma” no son un dogma demostrado, sino supuestos “absolutamente necesarios”:

es ésta una exigencia en sentido absolutamente necesario, y justifica su presuposición, no sólo como hipótesis permitida, sino como postulado en sentido práctico (Crítica de la razón práctica, II, II, VIII)

De ahí que Kant hable de una fe racional pura práctica:

Como el fomento del supremo bien y, por tanto, la presuposición de su posibilidad es necesaria objetivamente (pero solo a consecuencia de la razón práctica), y al mismo tiempo el modo en que nosotros queremos pensarlo como posible, se halla en nuestra elección, decidiéndola, empero, un libre interés de la razón pura práctica, en favor de la aceptación de un creador sabio del mundo, resulta, pues, que el principio que determina nuestro juicio en esto es ciertamente subjetivo, como exigencia, pero también, al mismo tiempo, como medio de fomentar aquello que en el sentido moral, es decir, de una fe racional pura práctica. Esta, pues, no es ordenada, sino originada en la disposición moral de ánimo, como una determinación de nuestro juicio, de admitir aquella existencia y ponerla además a la base del uso de la razón, determinación que es libre, consciente para el propósito moral (mandato), y además concordante con la exigencia teórica de la razón; ella puede, por tanto, tambalearse a menudo, aun en los bien dispuestos moralmente, pero nunca hacerles caer en la falta de fe (ibid.)

La fe que Kant considera racional y razonable es la fe cristiana, pero de una religión depurada de dogmas y mitos. Así, en La religión dentro de los límites de la mera razón, Kant hace una reconstrucción racional de la religión cristiana en la que a veces se perfila un Dios más próximo al del deísmo que al del teísmo, y en la que lo básico de la religión queda reducido a sus componentes morales. Pero la moral es un producto de la razón (práctica), luego también habrá de serlo la religión

4.10 El deísmo

Al siglo XVIII se le ha llamado «siglo de las luces» porque extiende la luz de la razón a todos los campos de la experiencia humana. Surgieron en el siglo XVII y llegaron a su culminación en el XVIII dos graves problemas, uno teórico y el otro práctico, el problema crítico y el problema social moderno. Ambos se originan por un espíritu de rebelión del individuo contra la autoridad. Paso a paso, desde Descartes, el «yo» se fue independizando y constituyéndose el centro de todo, para no obedecer más que a sí mismo, tesis del liberalismo inglés que se especificará en la Ilustración francesa con una independencia de la Iglesia.

Se exaltará la eficacia de la razón y de la ciencia como regla de vida, rasgo racionalista que caracteriza a los «enciclopedistas».

El Deísmo inglés es la primera fase de la Ilustración, doctrina de una religión natural o racional, fundada en la manifestación natural que la divinidad hace de sí misma a la razón humana, no por revelación histórica o sobrenatural.

Las tesis principales del deísmo podrían reducirse a lo siguiente: la religión no puede contener nada de irracional, y, por tanto, la verdad de la religión se revela a la razón misma, resultando superflua la revelación histórica; las creencias de esa religión han de ser pocas y simples (Dios existe, es creador y gobernador del universo, castiga el mal y premia el bien en la vida futura). Los deístas ingleses atribuyen a Dios, no sólo el gobierno del mundo físico, sino también del moral, mientras los franceses, comenzando por Voltaire, niega que Dios se ocupe del hombre y le atribuyen la más radical indiferencia en relación con su destino. Rousseau se acercará más a la teoría inglesa. En todo caso, lo propio del deísmo es la negación de la revelación y la reducción del concepto de dios a las características que la simple razón pueda atribuirle.

5. Relación entre fe y razón en la filosofía contemporánea

5.1 Religión racional contra religión arracional: Hegel vs. Kierkegaard

Para Hegel, religión y filosofía coinciden plenamente en cuanto a su objeto, lo Absoluto. Pero, mientras que la filosofía nos proporciona una representación por conceptos, la religión lo hace mediante imágenes. En este sentido, la filosofía, la razón, representa un conocimiento superior de lo absoluto (el saber absoluto) y por ello la religión es considerada como un conocimiento valioso, pero siempre supeditado. Así, Hegel pensará que la religión está bien para que el pueblo conozca la verdad, pero que los filósofos deben acceder al nivel superior de la filosofía.

En Hegel volvemos a encontrarnos con una comunidad y complementariedad de la fe y la razón que enlaza con la mejor tradición agustiniana. Pero no sólo el cristianismo de Hegel es mucho más heterodoxo, sino que su visión de la religión está sobrecargada de racionalidad. En Hegel tenemos una religión al servicio de la razón. La religión ha quedado superada –absorbida, englobada, cancelada– en el momento supremo del desarrollo de lo absoluto hacia su autoconocimiento: la filosofía.

En Kierkegaard volvemos a asistir a un divorcio entre fe y razón. La razón es la imposición de lo universal. Frente a ello Kierkegaard reclama la existencia individual. La moral es el terreno de la universalidad. Pera el hombre representa sólo un estadio, el intermedio, entre el previo estado estético y el superior estado religioso. La afirmación del principio religioso se opone así a la del principio moral; no hay posibilidad de conciliación entre ambos. Pero entonces, la elección entre los dos principios no puede obtenerse a partir de consideraciones generales. Hay que optar: o la obediencia a Dios, o la obediencia a la conciencia moral general de la humanidad. Pero la fe no es un principio universal: es una relación privada entre el hombre y Dios, es el dominio de la soledad. De ahí procede el carácter incierto y arriesgado de la vida religiosa, ¿cómo puede el hombre estar seguro de ser una excepción justificada?, ¿cómo puede saber que él es el elegido, aquel al que Dios ha confiado una tarea excepcional que exige y justifica la suspensión de la ética? La fuerza angustiosa con que se le presenta al hombre este interrogante es la única señal indirecta de su elección. La fe es propiamente la certeza angustiosa, la angustia que tiene la certeza de sí misma y de una oculta relación con Dios. El hombre puede pedir la fe a Dios, pero, ¿no es la misma posibilidad de orar un don divino? Por eso existe en la fe una contradicción que no se puede erradicar. La fe es paradoja y escándalo. Cristo es el signo de esta paradoja: es el que sufre y muere como hombre mientras habla y procede como Dios. El hombre queda ante un dilema: creer o no creer. La existencia humana implica esta angustia entre ambas posibilidades. En la medida, pues, en que la opción por la fe es un salto a ciegas, volvemos a encontrarnos con una oposición entre fe y razón. Si el cristianismo es contradicción y paradoja, y a la par ésas son las características de la existencia humana, entonces nos acercamos nuevamente al “creo porque es absurdo”.

5.2 Freud: la religión como ilusión

Para Freud, aunque el hombre es un ser principalmente instintivo, la satisfacción indiscriminada de estos instintos –el estado de naturaleza– va en contra de la supervivencia de la propia especie. En consecuencia, y para evitar este peligro, surge la cultura, cuya principal función es defendernos contra la naturaleza. La cultura nos defiende contra la naturaleza reprimiendo la satisfacción de nuestros instintos, así como imponiéndonos ciertas obligaciones. Sin embargo, esta represión y esta imposición, al ser antinaturales, provocan en nosotros sufrimientos e insatisfacciones. ¿Cómo conseguir que los hombres obedezcan fielmente estas represiones y estas imposiciones? Atribuyéndoles un origen divino, «situándolos por encima de la sociedad humana y extendiéndolos al suceder natural y universal».

Según Freud, las representaciones religiosas surgen por dos motivos: 1) «para defenderse contra la abrumadora prepotencia de la Naturaleza»; y 2) por «el impulso a corregir las penosas imperfecciones de la civilización».

Las representaciones religiosas son principios y afirmaciones sobre hechos y relaciones de la realidad exterior (o interior) en los que se sostiene algo que no hemos hallado por nosotros mismos y que aspiran a ser aceptados como ciertos.

Los defensores de estos principios religiosos aducen –según Freud–, a favor de su verdad, tres razones: 1) debemos aceptarlos porque ya nuestros antepasados los creyeron ciertos; 2) se aduce la existencia de pruebas que nos han sido transmitidas por las generaciones anteriores; 3) se nos hace saber que está prohibido plantear interrogación alguna sobre la credulidad de tales principios. Ninguna de estas tres razones parece convincente a Freud. Comenzando por la tercera; ¿no será, nos dice Freud, que si está prohibido interrogarnos sobre tales principios es, sencillamente, porque tales principios no tienen ningún fundamento? Es más, si tales principios tuviesen algún fundamento, ¿no nos sería mostrado éste inmediatamente? Como no ocurre así, hemos de concluir que ese fundamento, efectivamente, no existe.

Tampoco 1) demuestra nada, pues nuestros antepasados eran mucho más ignorantes que nosotros, y creyeron cosas que hoy nos es imposible aceptar; por ejemplo, los antiguos –algunos antiguos– creyeron que el mundo reposaba sobre la espalda de una tortuga, que a su vez reposaba sobre la espalda de un elefante, que a su vez…; ahora bien, esta creencia nos parece hoy absurda; ¿por qué considerar absurda a esta creencia, y no considerar absurda a la creencia religiosa?

Con respecto a 3), las pruebas que los antiguos nos han transmitido aparecen incluidas en escritos faltos de toda garantía, contradictorios y falseados. Es más, estas pruebas son circulares, porque se pretende aducir como prueba que tales escritos son parte de la revelación divina; ahora bien, esta misma prueba es parte de la doctrina; de donde se sigue que ya estamos dando por supuesto lo que queremos demostrar.

Llegamos así al resultado singular de que precisamente aquellas tesis de nuestro patrimonio cultural que mayor importancia podían entrañar para nosotros, y a las que corresponde la labor de aclararnos los enigmas del mundo y reconciliarnos con el dolor de la vida, son las que menos garantías nos ofrecen. Si un hecho tan indiferente para nosotros como el de que las ballenas sean animales vivíparos, y no ovíparos, fuera igualmente difícil de demostrar, no nos decidiríamos nunca a creerlo (Freud, S., “El porvenir de una ilusión”, p. 2975)

Otros dos argumentos a favor de las ideas religiosas son el credo quia absurdum y lo que Freud denomina filosofía del “como si”. Según la doctrina del credo quia adsurdum, las creencias religiosas están sustraídas a las exigencias de la razón, hallándose por encima de ella; no necesitamos comprenderlas, basta con que sintamos interiormente su verdad. Ahora bien, aduce Freud, ¿habremos de obligarnos acaso a creer cualquier absurdo? Y si no, ¿por qué precisamente este? No hay, según Freud, instancia alguna superior a la razón. Si la verdad de las doctrinas religiosas depende de un suceso interior que testimonia de ella, ¿qué haremos con los hombres en cuya vida interna no surge jamás tal suceso nada frecuente? Aunque podemos exigir a todos los hombres que hagan uso de su razón, no podemos instituir una obligación para todos sobre una base que en muy pocos existe.

Según lo que Freud denomina filosofía del “como sí”, las creencias religiosas son ficciones, pero ficciones útiles, hay radical su verdad; debemos creer en ellas porque –desde un punto de vista práctico– es mejor creer en ellas que no creer. Según Freud, esta doctrina es equivalente al credo quia absurdum pero con el agravante de que sólo podría ser aceptada por un filósofo, nunca por una persona normal, pues ¿cómo un hombre normal podría conceder valor a cosas declaradas de antemano absurdas y contrarias a la razón?, ¿cómo una persona tal podría ser movido a renunciar, precisamente en cuanto a uno de sus intereses más importantes, a aquellas garantías que acostumbra a exigir en el resto de sus actividades?

Las ideas religiosas, para Freud, son ilusiones, realizaciones de los deseos más antiguos, intensos y apremiantes de la Humanidad; el secreto de su fuerza radica en la fuerza de estos deseos; el gobierno bondadoso de la divina Providencia mitiga el miedo a los peligros de la vida; y la institución de un orden moral universal asegura la victoria de la Justicia, tan vulnerada dentro de la civilización humana, y la prolongación de la existencia terrenal por una vida futura amplía infinitamente los límites temporales y espaciales en los que han de cumplirse estos deseos.

El que las ideas religiosas sean ilusiones, no significa que sean falsas, pues puede haber ilusiones, deseos, que luego se hacen realidad; lo que esto significa, para Freud, es que las ideas religiosas no tienen un origen racional, sino emotivo. La idea de “Dios” proviene de una insinceridad, insinceridad consistente en dar el nombre de “Dios” a una vaga abstracción creada por el hombre y presentarse ante el mundo como deísta, jactándose de haber descubierto un concepto mucho más elevado y puro de Dios, aunque en realidad este Dios no es más que una sombre inexistente.

5.3 Wittgenstein: religión sin teología

En el Tractatus, Wittgenstein rechaza como carentes de sentido todas las proposiciones que no versen sobre cuestiones de hecho o sobre lógica y matemáticas. Pero, para Wittgenstein, si bien la teología es imposible como disciplina, la religión es algo defendible y valioso, algo por lo que cualquiera puede dignamente optar. Una religión que se reduce a una suerte de sentimiento místico hacia el hecho de que el mundo sea, y que conlleva ciertas actitudes, pero no creencias. La religión es sobre todo expresiva; dará salida a emociones últimas sobre el sentido último mediante símbolos.

En las Investigaciones filosóficas Wittgenstein habla de “creencias religiosas”. “Creencia” aquí no significa contenido proposicional, sino la apertura de otra manera de ver el mundo. Manera que no se basa en el razonamiento, sino en la regulación propia de una forma de vida. De este modo, el creyente no lo es por inducción o razonamiento. Así, al participar de la forma de vida de una religión concreta los creyentes dan nuevos significados a los términos, válidos para ellos. Han dado un sentido nuevo y positivo a sus vidas que, aunque podamos no compartir, merecen nuestro respeto. De este modo la fe, para Wittgenstein, sería algo ajeno pero respetable. Comprensible y aceptable sólo desde dentro, para quienes participen de esa forma de vida, de ese juego de lenguaje. Y, desde luego, algo que no tiene que ver con argumentos, sino con la propia experiencia, con los sentimientos, con la autobiografía. Quien quiera reclutarnos para su fe no deberá exponernos argumentos, sino tratar de que recreemos vivencias parecidas a las suyas. En suma, la fe no es asunto de la razón y, precisamente por ello, es injusto (e ilógico) tildarla de irracional.

En Conferencias y conversaciones sobre estética, psicología y la creencia religiosa Wittgenstein defiende que el hombre religioso y el acteo hablan entre sí sin comunicarse; no es que el creyente haga una afirmación y el ateo sostenga la negación de ésta, sino que el discurso religioso es de alguna manera inconmensurable. ¿Cómo niega Wittgenstein la ocnmensurabilidad entre el discurso religioso y el no religioso? Wittgenstein distingue las creencias religiosas por lo que él denomina su inquebrantabilidad. Cuando considera la inquebrantabilidad de una creencia religiosa como una de sus características, no quiere decir con ello que una creencia religiosa verdadera esté siempre y en todo momento fuera de duda., sino que la creencia religiosa “regula” toda la vida del creyente, aun cuando pueda alternarse con la duda. En este aspecto, es distinta de una creencia empírica. La religión tiene más que ver con el tipo de concepción conforme al que la persona organiza su vida que con las expresiones de creencia.

Para Wittgenstein el discurso religioso puede ser entendido sólo si se entiende la forma de vida a que pertenece. Lo que caracteriza a esta forma de vida no son las expresiones de creencia que la acompañan, sino una manera (en la que están incluidas las palabras y las imágenes, pero que dista mucho de consistir sólo en palabras e imágenes) de amar la propia vida, de regular todas las decisiones que se toman.

5.4 La situación actual: la epistemología reformada

Una de las tesis principales de la epistemología reformada es que creer en Dios puede ser racional aunque ningún argumento teísta lo pruebe.

En la parte destructiva de su teoría, la epistemología es presentada por Plantinga como una crítica a los conceptos de “racionalidad” y “justificación” que aparecen como base de muchos argumentos ateológicos. En su parte constructiva esta epistemología sostiene que la creencia en Dios es adecuada o propiamente básica.

La propuesta epistemológica de Plantinga parte de la crítica al evidencialismo, es decir, la posición que sostiene que nuestras creencias son racionales sólo si se apoyan en alguna evidencia. Tal requerimiento de evidencia como sostén de nuestras creencias se suele presentar como un deber. Se supone que las personas tenemos que cumplir ciertos deberes respecto de nuestras creencias y, en concreto, que debemos creer sólo lo que es racional. Plantinga está de acuerdo en principio con esta concepción deontológica de las creencias, pero no aceptará el criterio de que sólo es racional lo que sea evidente.

Desde el evidencialismo se puede criticar la creencia en la existencia de Dios de acuerdo al siguiente argumento: la estructura noética (es decir, el conjunto de proposiciones que alguien cree y las relaciones que existen entre ellas) de la persona que cree en Dios padece alguna deficiencia. Quien acepta una proposición –como la proposición “Dios existe”– sin la suficiente evidencia –no hay evidencia de que Dios exista– padece alguna deficiencia cognitiva. El creyente sería una especie de tullido intelectual pues padece la grave enfermedad de formar creencias sin tener evidencias.

La forma más extendida de presentar el evidencialismo es apoyándose en una visión fundacionalista del conocimiento; por tanto, deberemos primero criticar al fundacionalismo. El fundacionalismo es la teoría epistemológica que sostiene que en la base de la estructura cognoscitiva de la persona existen unas creencias que no son aceptadas sobre la base de otras creencias; se trata de “creencias básicas”. Para el fundacionalismo la estructura noética de una persona está constituida por unas creencias que, en último término, deben apoyarse en aquellas creencias que sean adecuada o propiamente básicas, las cuales constituyen el fundamento de esa estructura noética.

Plantinga no acepta la versión fundacionalista clásica (o “fundacionalismo en sentido fuerte”) según la cual la evidencia es el único criterio de basicalidad de las creencias. Plantinga distingue dos versiones principales del fundacionalismo clásico, la antiguo-medieval –cuyo paradigma sería Sto. Tomás de Aquino– y la moderna –cuyos paradigmas serían Locke y Descartes–. Para la versión fundacionalista medieval las creencias adecuadamente básicas deben ser autoevidentes o evidentes a los sentidos. Por su parte, el fundacionalismo moderno considera que son creencias básicas las autoevidentes o las que son incorregibles (aquellas en las que no puedo equivocarme; es decir, las que pasan el test de la duda cartesiana). La autoevidencia es entendida bien como un conocimiento inmediato (Tomás de Aquino), bien como una propiedad de las proposiciones, su claridad o luminosidad (Locke, Descartes).

Este criterio de evidencia le parece, en principio, aceptable a Plantinga. Podemos sostener que aquellas proposiciones que sean autoevidentes o incorregibles son adecuadamente básicas. Lo que no se puede sostener es que sólo esas proposiciones lo sean, pues: 1) creemos muchas proposiciones que no comprobamos ni podríamos hacerlo. Si sólo lo evidente fuera racionalmente aceptable, la mayor parte de nuestras creencias serían irracionales. Existen creencias que son básicas para un individuo y que no son evidentes. 2) No hay ninguna evidencia que apoye el criterio de que sólo es adecuadamente básico aquello que es evidente. Este mismo principio no es aceptado en base a la evidencia sino por cualquier otra razón, lo que genera una inconsistencia autorreferencia. Es más, desde las propias premisas fundacionalistas no se debería aceptar sin que fuera evidente la proposición de que sólo es básico lo que es autoevidente. Quizás fuera posible que el principio evidencialista se apoyara en otras premisas, las cuales fueran evidentes, pero de hecho ningún evidencialista ha mostrado tales premisas ni Plantinga piensa que sea probable que lo haga.

La conclusión de Plantinga es que

El fundacionalismo está en bancarrota y en tanto en cuanto la objeción evidencialista se apoye en el fundacionalismo clásico está muy pobremente apoyada (“Reason and Belief in God”, en a. Plantinga-N. Wolterstoff (eds.), Faith and Rationality, Reason and Belief in God, University of Notre Dame Press, Notre Dame, 1983, p. 62)

Ahora bien, también puede defenderse el evidencialismo desde un punto de vista coherentista; por tanto, para que la crítica al evidencialismo sea completa, también hemos de criticar el coherentismo. En principio, una teoría coherentista no acepta que existan creencias básicas; para esta epistemología una creencia es racional si es coherente con el resto de las creencias que yo tengo. Lo que el ateólogo que sostuviera esta perspectiva aduciría es que la creencia en Dios no está en coherencia con el resto de la estructura noética del teísta. La creencia en Dios será inconsistente con otras creencias como pro ejemplo la creencia en que no existen seres personales sin cuerpo.

A esta teoría Plantinga presenta dos objeciones: 1) aun admitiendo el coherentismo, de la constatación de que la creencia en Dios no es coherente con otras creencias no se sigue que se deba abandonar tal creencia. Sin duda, el teísta debería corregir la incoherencia, pero dejar de creer en Dios no es la única forma de hacerlo; podría esforzarse en enmendar sus otras creencias de tal manera que la creencia en Dios no dejara de estar en coherencia con el resto de su estructura noética. 2) Plantinga no admite el coherentismo como teoría general del conocimiento. Considera que es muy difícil establecer lo que significa “coherencia” y que, en cualquier caso, la exigencia de coherencia no sería una condición necesaria ni suficiente para que hubiera conocimiento. En conclusión, según Plantinga, el coherentismo no ayuda nada ni conforta a quien presenta la objeción evidencialista a la creencia teísta.

Parece, por tanto, que podemos prescindir del criterio evidencialista como medida de la racionalidad de las creencias y, por tanto, se desvanece el argumento evidencialista de que la proposición “Dios existe” no es una proposición evidente.

En cualquier caso, Plantinga no se conforma con rechazar la crítica evidencialista a la creencia en Dios. Según la epistemología reformada, la creencia en Dios es una creencia adecuadamente básica, lo que significa, en principio, que creer en Dios está justificado aunque no podamos aportar pruebas a favor de su existencia. Esto lleva a Plantinga a un rechazo de la teología natural, es decir, de cualquier intento de demostrar la existencia en Dios.

Plantinga interpreta el pensamiento reformado –procedente de Calvino– como un rechazo implícito del fundacionalismo clásico y su exigencia evidencialista. No se niegan todo los principios del fundacionalismo: se admite que hay unas creencias básicas y que las no básicas se fundamentan en las básicas. Lo que no se admite es que el principio evidencialista sea el único criterio para establecer lo que es básico. Desde la perspectiva reformada se podría considerar que la creencia en Dios forma parte de los fundamentos de una estructura noética perfectamente racional. O, con otras palabras, se sostiene que la creencia en Dios es una creencia adecuadamente básica.

El pensamiento reformado –en la interpretación de Plantinga– no niega que pueda haber argumentos a favor de la existencia de Dios; lo que sostiene es que la creencia en Dios no depende del éxito que tengan tales argumentos ni es más racional por el hecho de contar con pruebas.

Al rechazar la teología natural, estos reformadores quieren subrayar ante todo que la propiedad o rectitud de la creencia en Dios no depende de ninguna forma del éxito o eficacia del tipo de argumentos teístas que forman parte del inventario profesional del teólogo natural (o. c., p. 72)

Junto a esto Plantinga presenta una “objeción moral” a la teología natural. El núcleo de esta objeción es que argumentar a favor de la existencia de Dios a partir de la teología natural sería un insulto a Dios pues indicaría una desconfianza en Él.

Creer en la existencia de Dios en base a un argumento racional es como creer en la existencia de tu esposa en base al argumento analógico de que hay otras mentes; sería sumamente extraño y probablemente no agradaría a la persona a la que se refiere (o. c., p. 68)

Por tanto, hasta ahora tenemos, por un lado, que no hay una crítica válida a la creencia en la existencia de Dios y, por otro, que no es necesario aducir pruebas para fundamentar esta creencia. Y con ello llegamos a la tesis principal de la epistemología reformada: la evidencia no es el único criterio para establecer qué creencias son básicas. Existen creencias que son adecuadamente básicas sin ser evidentes. Así sucede con nuestras creencias acerca de la percepción o sobre los sentimientos o pensamientos de otra persona. Del mismo modo que tenemos una tendencia natural a formar creencias sobre la percepción, en determinadas circunstancias también tenemos una tendencia natural a formar creencias como “Dios me habla” o “Dios ha creado todo” o “Dios no aprueba lo que he hecho”. Plantinga defiende así una “paridad” epistemológica entre las creencias sobre la percepción o la memoria y la creencia en Dios, que sería adecuadamente básica.

Ahora bien, podríamos preguntar, ¿cuál es el criterio para establecer qué es básico? Según Plantinga, aunque no se pudiera establecer con claridad tal criterio, se podría sostener que ciertas proposiciones en determinadas circunstancias son básicas. En general, el modo de establecer el criterio no es reductivo sino inductivo: debemos ir coleccionando ejemplos y estableciendo hipótesis. Los criterios han de ser “argumentados y comprobados por un conjunto relevante de ejemplos”. Es claro que quizás no todos estén de acuerdo con los ejemplos. De hecho, con mucha probabilidad teísta y no teísta presentarán ejemplos distintos. Ahora bien, el teísta tiene derecho a usar sus propios ejemplos. Esto no es entendido, sin embargo, como una invitación al subjetivismo. Seguramente uno de los dos estará equivocado; pero mientras que no se pueda establecer quien lo está, se tiene derecho a partir de las propias creencias.

El que algunas creencias sean básicas no supone que carezcan de cualquier fundamento. Si yo tengo la creencia de que veo un árbol, puedo sostener en principio que hay un árbol, a no ser que con esta creencia viole algún deber epistémico o que mi estructura noética resulte defectuosa por aceptarlo. En cada caso hay circunstancias que sirven de fundamento o justificación.

Lo mismo sucede con la creencia en Dios, que tiene su fundamento en la disposición a creer en dios en determinadas circunstancias. La fuente de creencia teísta es esa tendencia que Dios ha implantado en nosotros y que nos hace formar creencias acerca de la relación de Dios con el mundo, creencias que implican la creencia de que Dios existe. Así, al leer la Biblia puedo formar creencias como: 1) Dios me habla, 2) Dios ha creado todo esto, etc. De tales creencias se deriva la creencia en Dios. Por ello, estrictamente hablando, estas serían las creencias básicas aunque de modo genérico se puede decir que creer en Dios es adecuadamente básico.

¿Qué ocurre entonces con la teología natural? La afirmación de que la creencia en Dios es adecuadamente básica no implica la negación de toda teología natural. Lo que se rechaza es que ella sea la base sobre la que se afirma que Dios existe. La teología natural es válida, pues la justificación que se alcanza al considerar la creencia en Dios como básica es sólo una justificación prima facie. La teología natural puede ayudara una ulterior justificación de esta creencia y puede servir al cristiano para confirmar la existencia de Dios.

La teología natural tiene dos partes. La primera es negativa: se trata de hacer frente a la aserción de que el teísmo es irracional o incoherente. Decir que en principio la creencia en Dios es básica no significa que esta creencia sea inmune a toda crítica. Si se mostrara a partir de las premisas que yo acepto que es falsa, no tendría justificación para sostenerla. Pues bien, de hecho existen “derrotadores” de la creencia en Dios. Piénsese en el problema del mal o en la interpretación de Feuerbach de la creencia en Dios. El valor de la teología natural sería entonces apologético: ayudar al creyente a que derrote a los derrotadores. No se trata de fundamentar en evidencias la creencia en Dios, la cual sigue siendo básica, sino de hacer frente a los argumentos racionales en contra de ella. Por su parte, la apologética positiva tiene como objeto ofrecer pruebas o argumentos de la existencia de Dios. Plantinga lamenta a este propósito tres confusiones que suelen ser comunes. La primera es que se suele exigir que un buen argumento sea estrictamente demostrativo, cuando la verdad es que casi ningún buen argumento filosófico se ajusta a estos criterios de racionalidad. La segunda exigencia es que las premisas sean aceptadas por todos pero esto es pedir demasiado. Si alguien no acepta las premisas, no será un buen argumento para esa persona, pero puede ser bueno para quien las acepte. Finalmente, Plantinga lamenta que la discusión sobre las pruebas de la existencia de Dios se haya limitado a los tres argumentos expuestos por Kant (ontológico, cosmológico, teleológico), cuando existen otros buenos argumentos.

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