Tema 37. Bases antropológicas de la conducta moral.

Tema 37. Bases antropológicas de la conducta moral.

1. Introducción

Los miembros de toda sociedad poseen normas morales de un tipo u otro, al igual que en toda sociedad la gente se casa y participa en los juegos. Con todo, afirmar que las normas éticas son universales puede ser tan desorientador como afirmar que la religión es universal, ya que muy bien pudiera ser que la estructura presente en todas las sociedades sea muy simple. ¿En qué sentido podemos afirmar que las normas éticas son universales?.

Los antropólogos nos indican que en todas partes existe algún tipo de distinción entre el impulso momentáneo o el deseo personal, y lo que es bueno, deseable, correcto o justificable en un sentido u otro. Según Raymond Firth es esencial a las normas éticas el que sean consideradas como “externas, no personales en su origen” e “investidas de una autoridad especial” que “exige que sean obedecidas” (Elements of Social Organization, London, Watts and Co., 1952, pp. 186 y 197).

¿Podemos también afirmar que los diversos conceptos éticos -los de deseable, de deber, y obligación moral, de lo reprensible y lo moralmente admirable- están presentes en todas las sociedades?. En primer lugar, el recuerdo de las consecuencias desagradables debe hacer que los seres humanos se vean forzados en todas partes a percibir las diferencias entre lo que se desea y lo que es preferible. En segundo lugar, en vista de las inevitables colisiones de intereses propios de la coexistencia social, y en vista de la necesidad de predecir el comportamiento en empresas que requieren la cooperación de varias personas, es evidente la gran utilidad de reglas que regulen lo que ha de hacerse en una serie de situaciones habituales. La importancia de tales reglas para la vida social nos hará esperar que las sociedades que sobrevivan cuenten con algún tipo de reglas revestidas de autoridad de este tipo y, por tanto, con algún concepto tal como “es legalmente obligatorio que” o, con relación a reglas más informales, “es moralmente obligatorio que”, o ambas cosas.

En tercer lugar, si existen reglas, y conceptos de conducta preferible en una sociedad, es difícil que falte una clasificación de personas y conductas que se conformen o dejen de conformarse con estas reglas y normas. La gente será juzgada con relación a su respeto o no a estas reglas, siendo clasificado su modo de ser favorable o desfavorablemente. De ser así, todas las sociedades deben desarrollar ideas que se aproximen a los conceptos de reprensible y moralmente admirable.

La afirmación de que en todas las sociedades se desarrollan conceptos éticos, no quiere decir que estos conceptos sean paralelos de unas lenguas a otras. Lo más que puede afirmar es que, en contextos particulares, todas las lenguas contienen expresiones que pueden reflejar la misma idea, producir un efecto muy semejante, dados los supuestos y actitudes de los participantes en el discurso ético.

2. La razón de las normas éticas

Cuando afirmamos que un grupo posee normas éticas, al menos parte de lo que significamos es que el promedio de sus miembros poseen creencias acerca de lo que se elige o prefiere justificadamente, consideran algunas reglas de conducta como revestidas de autoridad y justificadas, algunas veces critican a las personas y sus conductas por incumplimiento de reglas morales y se sienten motivadas, hasta cierta medida, a elegir lo preferible y a conformarse con las reglas morales, ya por ellas mismas o a causa del interés en la aprobación de los demás.

¿Cuál es la razón de las normas éticas y por qué son universales? ¿Cuál es la explicación de que existan normas éticas en absoluto, o de su afianzamiento? Es razonable presuponer que el desarrollo de los sistemas éticos implicó procesos causales del tipo que según podemos observar hace que los sistemas éticos se sigan manteniendo hoy día. Por otro lado, la utilidad de los sistemas éticos debe haber desempeñado alguna función.

Muchas, o la mayoría, de las reglas morales no habrían tenido lugar en absoluto si nuestro mundo hubiera sido semejante al paraíso, ya que en este mundo no habría sido necesario realizar actos considerados como inmorales (como robo, asesinato,…). Muchas reglas morales prohiben la realización de algo que alguien muy bien pudiera sentirse tentado a hacer y que sería injurioso para otra persona, pero en un paraíso nunca se darían estas condiciones y, en consecuencia, no existirían reglas morales. En otras palabras, un prerrequisito para la aparición de algunas reglas morales es la existencia de condiciones tales que las haga útiles; aunque también es posible que algunas reglas morales se desarrollen sin ninguna función.

La explicación de la universalidad de las reglas éticas podría realizarse mediante una argumentación del tipo “supervivencia del más apto”. En efecto, en las épocas primitivas la supervivencia, incluso de las sociedades, era algo precario; para que una sociedad, o tribu, pudiera sobrevivir era necesario que en ella existiera cierta estabilidad; la función de las normas morales es la de proporcionar esta estabilidad. Esto no nos explica, sin embargo, la aparición de las normas éticas.

Esta argumentación puede, sin embargo, ser completada acudiendo a la psicología. Según la psicología los individuos tienden a abandonar las pautas de comportamiento que son penalizadas y mantienen las pautas de conducta que son gratificantes. De este modo, la posesión de normas éticas como una pauta de conducta, se sigue de la utilidad de poseer normas éticas que tenderán a desarrollarse al menos en muchos grupos sociales.

¿Cuales son los beneficios o utilidad que sirven para justificar la posesión de normas éticas? En primer lugar, poseer creencias éticas es poseer un sistema de consignas para la acción, para analizar acciones alternativas en términos de aspectos favorables o desfavorables. Si no contásemos con creencias tales como “el conocimiento es bueno”, o “se debe decir la verdad excepto…”, como guías, ya bien actuaríamos a ciegas o, de lo contrario, tendríamos que dedicar mucho tiempo a la reflexión en cada caso particular. No poseer creencias éticas de ningún tipo o no contar con tendencia a ser guiados por tales creencias, sería igual que no contar con creencias generales en absoluto, o no poseer ningún hábito. El poseer algunas normas es, por tanto, una medida de economía esencial para el individuo.

Además, si la vida ha de hacerse tolerable debe proporcionar algunas medidas de seguridad, protección con relación a la violencia personal y otros ataques a las condiciones fundamentales de la existencia individual. Debe existir paz y orden dentro de un grupo social. Para proporcionar seguridad deben existir reglas revestidas de autoridad, estas reglas son tanto más eficaces cuanto más informal es el mecanismo de coacción; las normas morales proporcionan este tipo de mecanismos.

Las normas éticas son útiles no sólo como medio eficaz para procurar seguridad, sino también como un sistema eficiente de guías para la vida cooperativa. Las normas éticas prescriben, en muchos contextos, el papel que determinados individuos han de desempeñar en el comportamiento institucionalizado.

3. Moral y antropología

Sólo el hombre es capaz de acción moral; no hablamos de conducta moral aplicándolo a los animales; la razón de ello -bien conocida de todos- es que el hombre es un ser libre y, en consecuencia, responsable de sus actos, mientras que no ocurre lo mismo con los animales; además, sólo el hombre es capaz de realizar valoraciones morales, sólo de las acciones humanas decimos que son morales, inmorales o amorales. En consecuencia, si queremos arrojar luz sobre la conducta del hombre, habremos de estudiar qué sea el hombre, y la ciencia que estudia el hombre es la antropología; queda, en consecuencia, demostrada la pertinencia del estudio antropológico en relación con la moral.

Pero, ¿cuál es la importancia de la antropología en relación con la moralidad? El ser del hombre determina su obrar; el ordo essendi es lo decisivo y lo normativo del ordo agendi. Por eso, toda norma moral o toda costumbre que se proponga al hombre, para ser obligatoria hay que probarla con la piedra de toque del ser del hombre, y mostrar su consonancia con él. La aportación que la antropología puede aportar al estudio de la moralidad es triple:

1. La antropología aporta una contribución ineludible para lograr una adecuada definición del ser humano, que es el presupuesto necesario para comprender correctamente su orden moral. Los resultados de la antropología muestran que la libertad humana no sólo es limitada en virtud de su finitud o carácter contingente, sino también que es “mente coroporeizada” o ser psico-somático.

2. La antropología puede indicar al hombre cómo cumplir los requerimientos de su ser moral, cómo debe el hombre realizarse moralmente. Por ejemplo, para hablar de la libertad moral del hombre, antes, como condición previa, debemos tener presente la esencia de la libertad como atributo del ser humano.

3. Las ciencias antropológicas, aplicadas a diversos aspectos humanos, han planteado problemas morales que antes no se conocía.

Hay, además, otro aspecto que pone en relación moral y antropología; es el siguiente: la moral filosófica (la ética) estudia el obrar del hombre, la acción específicamente humana y libre; desde esta perspectiva, la ética debe situarse como un momento o aspecto de la antropología. La única base en la que se puede sólidamente fundar y posteriormente edificar una ética racional es partiendo de un adecuado concepto de naturaleza humana.

3.1 La moral como algo constitutivamente humano

Según Xavier Zubiri la realidad moral es constitutivamente humana; no se trata de un “ideal”, sino de una necesidad, de una forzosidad, exigida por la propia naturaleza, por las propias estructuras psicobiológicas. Ver surgir la moral desde éstas equivaldrá a ver surgir el hombre desde el animal.

En el animal, la situación estimulante de un lado y sus propias capacidades biológicas del otro, determinan unívocamente una respuesta o una serie de respuestas que establecen y restablecen un equilibrio dinámico. Los estímulos suscitan respuestas en principio perfectamente adecuadas siempre a aquellos. Hay así un “ajustamiento” perfecto, una determinación ad unum entre el animal y su medio al que Zubiri llama “justeza”.

El hombre comparte parcialmente esta condición. Pero el organismo humano, a fuerza de complicación y formalización, no puede ya dar, en todos los casos, por sí mismo, respuesta adecuada o ajustada, y queda así en suspenso ante los estímulos, “libre-de” ellos. Las estructuras somáticas exigen la aparición de la inteligencia. El animal define de antemano, en virtud de sus estructuras, el umbral y el dintel de sus estímulos. En el hombre también ocurre esto hasta cierto punto. Pero tanto aquello a que debe responder -la realidad- como aquello con que debe responder -la inteligencia- son inespecíficos. El hombre tiene que considerar la realidad antes de ejecutar un acto; pero esto significa moverse en la “irrealidad”. En el animal el ajustamiento se produce de realidad a realidad -de estímulo a respuesta-; en el hombre, indirectamente, a través de la posibilidad y de la libertad; esta libertad es tanto libertad-de cómo libertad-para; libertadde tener que responder unívocamente, y libertad para pre-ferir en vista de algo, convirtiendo así los estímulos en instancias y recursos, es decir, en “posibilidades”. Es decir, al animal le está dado el ajustamiento, mientras que el hombre tiene que hacerlo, el hombre tiene que justificar sus actos; la justificación es, por tanto, la estructura interna del acto humano.

Pero, ¿en qué consiste esta justificación? La realidad no es, dentro de cada situación, mas que una. Por el contrario, las posibilidades, como “irreales” que son, son muchas, y entre ellas hay que pre-ferir. Por tanto, también entre las mismas posibilidades hay, a su vez, un ajustamiento propio, una pre-ferencia. Consiguientemente, el problema de la justificación no consiste únicamente en dar cuenta de la posibilidad que ha entrado en juego, sino también de la pre-ferencia.

Zubiri distingue entre moral como estructura y moral como contenido. La moral como estructura alude a aquellos aspectos fisiológicos del ser humano que hacen que este sea un animal moral, mientras que la moral como contenido hace referencia al ajustamiento de los actos humanos no a la realidad, sino a una norma ética.

4. El hombre y la moral

El comportamiento moral sólo lo es del hombre, en cuanto que sobre su propia naturaleza crea una “segunda naturaleza” de la que forma parte su actividad moral. El hombre no puede desarrollar su vida de modo espontáneo a través de los cauces instintivos establecidos de antemano por la especie. ¿Por qué el hombre ha de crearse, mediante actos y hábitos, una segunda naturaleza, la naturaleza moral? Porque la actividad moral le viene exigida al hombre por su misma estructura bio-psicológica.

En los animales se da siempre un ajustamiento perfecto al medio ambiente, pues su respuesta a la situación estimulante es unívoca y en principio perfectamente ajustada, dado que se limita a repetir una forma de comportamiento que se le transmitió por herencia de la especie. En consecuencia, el animal carece de libertad, de iniciativa y de historia. El animal realiza su vida en ajuste a los dictados de la especie, sin posibilidad de equivocarse, sin el dramatismo de la inseguridad de no acertar en la elección tomada, porque, sencillamente, no puede elegir. Por tanto, el animal es a-moral, no es capaz de una vida ética.

El hombre, en cambio, está caracterizado por la menesterosidad y el desvalimiento, pues no posee instintos seguros; se encuentra arrojado o instalado en un entorno que él mismo ha de transformar y adaptar a sus necesidades y deseos; pero esta adaptación del entorno se realiza a través de una red de vínculos e interacciones.

El hombre se encuentra necesariamente abierto a la realidad del entorno, que se le presenta como mundo o campo de posibilidades; pero el ajustamiento al mismo no le es dado por el simple funcionamiento de su mecanismo instintivo: el propio hombre es quien ha de crear, a lo largo de su vida, los diversos ámbitos de interacción (las respuestas) con la situación que le invita a la actividad creadora.

En definitiva, en el hombre, dada la complicación y formalización de su organismo, el ajustamiento de la respuesta a la situación estimulante no se realiza en todos los casos por sí mismo y, por consiguiente, el organismo humano queda en suspenso y el hombre libre de ellos. Estas estructuras bio-psíquicas exigen la aparición de la inteligencia en el hombre, ya que, para subsistir incluso biológicamente, necesita “hacerse cargo” de la situación, habérselas (de aquí “habitud”) con las cosas y consigo mismo, como “realidad” y no meramente como estímulos.

El hombre es constitutivamente un ser moral. Ese hecho tiene lugar con el momento de la aparición del hombre como ser racional, histórico y social. A partir de su agrupamiento en las colectividades primitivas o pre-históricas, y del nacimiento de su autoconciencia inicial, el hombre comienza a comportarse de acuerdo con las reglas que rigen la colectividad.

No se puede hablar de “hecho moral” mas que cuando el hombre tiene experiencia de su propia capacidad de decidir, de forma autónoma, el significado y la dirección de su irse haciendo a sí mismo moralmente en la vida. De ahí que su autoexperiencia moral se le presente ligada a la libertad personal y el valor moral; no existe libertad sin referencia a los valores; no se puede hablar de valores sin el presupuesto de la libertad.

La vida moral tiene como objetivo la construcción de la persona, su liberación progresiva e indefinida. A través de la vida moral, la persona realiza una serie de rupturas con los condicionamientos y solicitaciones tanto exteriores como interiores (libertad-de) y la autorrealización de sí misma en conformidad con el proyecto de su vocación personal (libertad-para).

La primera salida, la que está al alcance de todos los hombres, es ajustar el comportamiento a las normas o reglas del grupo social a que pertenece, seguir las reglas del juego de ser y conducirse como hombre en sociedad. El refugio en la seguridad de las normas es algo que el hombre hace espontáneamente. Las reglas morales son básicas en el sentido de que están vinculadas con el mantenimiento de la ayuda mutua, la verdad, la justicia en las relaciones humanas, etc. Las reglas morales propias son el patrón con el que evaluamos las reglas de cualquier actividad humana. Las reglas morales son las metarreglas del hombre. De aquí se sigue que:

1. El mundo histórico-cultural y la sociedad nos hacen. Y esto desde una aspecto positivo: nos brindan un gran abanico de posibilidades reales para poder hacer nuestras pre-ferencias, y también un aspecto negativo: nos impiden o cercenan otras posibilidades.

2. 2. Aunque es cierto que todo hombre tiene aptitud y posibilidades para conducir una vida moral, no cabe duda que el contenido real de la autocreación moral de su propia personalidad tiene que construírselo cada hombree a partir de una gran desigualdad de oportunidades.

5. La libertad como presupuesto del obrar moral del hombre

El problema de la libertad se puede plantear de dos formas: como un problema metafísico (contemplar la libertad como algo interior a la persona humana) y como un problema social (acentuar la libertad exterior de la persona). Estas dos formas de plantear el problema de la libertad se corresponden con la distinción hecha por Isaiah Berlin entre la libertad de lo que coacciona, y la libertad para seguir los objetivos que se desean, y esta distinción ha llevado a la famosa distinción entre libertad negativa (libertad de…) y libertad positiva (libertad para…). los partidarios de la libertad negativa la conciben en términos de ausencia de coacción y es libre, en este sentido, quien actúa sin que sea obstaculizada o impedida su actuación por los demás, pero sin que esta noción de libertad imponga una manera concreta de actuar. Los partidarios de la libertad positiva la conciben más bien como una autonomía del individuo, dueño de sí mismo, pero consciente también de los deberes de racionalidad y moralidad que le impone esta autonomía. En todo caso, ambas concepciones se refieren al ámbito de lo político-social, es decir, a la libertad exterior.

Al hablar de la libertad humana podemos distinguir tres tipos básicos de la misma:

1. Libertad sociológica: es el sentido originario de libertad; se refiere, en la antigüedad griega y romana, a que el individuo no se halla en la condición de esclavo, mientras que, en la actualidad, alude a la autonomía deque goza el individuo frente a la sociedad, y se refiere a la libertad política o civil, garantizada por los derechos y libertades que amparan al ciudadano en las sociedades democráticas.

2. Libertad psicológica: es la capacidad que posee el individuo, “dueño de sí mismo”, de no sentirse obligado a actuar a instancias de la motivación más fuerte.

3. Libertad moral: es la capacidad del hombre de decidirse a actuar de acuerdo con la razón sin dejarse dominar por los impulsos y las inclinaciones espontáneas de la sensibilidad.

5.1 Libertad y responsabilidad

Afirmar que el hombre es libre significa en primer lugar que hay en él un principio o capacidad fundamental de tomar en sus manos su propio obrar, de forma que éste pueda llamarse verdaderamente “suyo”, “mío”. Este principio de libertad inherente a todo hombre era lo que los antiguos llamaban “liberum arbitrium“, que significa a libertad de elección. Esta libertad indica que la persona, aunque sigue ligada y sometida al mundo, no está totalmente determinada por las fuerzas deterministas de la naturaleza, ni completamente sometida a la tiranía de un Estado, de la sociedad o de los demás, sino que co-determina esencial y concretamente su propio obrar. Positivamente esta libertad indica la capacidad de obrar sabiendo lo que se hace y por qué se hace. En este sentido la libertad es el estado del hombre que, tanto si obra bien como si obra mal, se decide tras una reflexión, con conocimiento de causa; es el hombre que sabe lo que quiere y por qué lo quiere, y que no obra más que en conformidad con las razones que aprueba.

5.2 Libertad como autoposesión

Se refiere a aquel estado del hombre que en gran medida se ha liberado de las alineaciones y determinismos en su propio obrar, de modo que su obrar puede llamarse verdaderamente libre. Positivamente se considera libre el que se posee a sí mismo y determina por sí las líneas de su propia existencia, bajo el único peso de sus opciones personales y meditadas. Es difícil afirmar que la libertad como autoposesión está alguna vez realizada por completo. El desarrollo de la libertad es discontinuo y nunca es una posesión definitiva y acabada: existe sólo en virtud de una conquista comprometida e incómoda.

5.3 La libertad y las libertades

La libertad debe diferenciarse de las libertades. La idea de libertad remite a un derecho moral, que poseen individualmente todos los individuos, de no ser coaccionados en su acción. Las libertades son los derechos de hacer X o Y o Z, donde X, Y y Z son clases de acciones, no acciones concretas; libertad de expresión, de asociación, de presunción de inocencia, etc. El gran argumento tradicional a favor de la libertad es la existencia de la responsabilidad moral, por la misma razón que “deber” implica “poder” (Kant). Todo el mundo está de acuerdo en que sólo si el hombre es libre es también moralmente responsable de sus actos. A veces se concluye a partir de aquí que, puesto que el hombre no es libre, tampoco es moralmente responsable. Esta es una tesis determinista típica; sin embargo, suponiendo que el determinismo fuese verdadero, parece que poca gente, o nadie, abogaría por una anulación universal de la responsabilidad moral. Esto muestra que responsabilidad moral y libertad pertenecen a distintos órdenes de cosas: la primera es una cuestión moral y apela a las relaciones que rigen entre humanos, y la segunda es una cuestión que la tradición denomina ontológica: si el hombre es o no es libre.

5.4 La raíz de la libertad personal

La libertad se manifiesta y se realiza en el obrar. Y éste se desarrolla a la luz del conocimiento objetivo, que reconoce el sentido y el valor de las cosas. Esto se verifica de manera especial en el nivel de la ratio, es decir, de la inteligencia discursiva que expresa la naturaleza de las cosas. El hombre no puede sustraerse a la aparición de los significados y de los valores éticos; esto es, la persona no puede esquivar la necesidad de obrar humanamente y de realizar una opción entre diversos valores limitados que se asoman a la conciencia objetiva.

Sin embargo, la libertad no puede ser considerada exclusivamente como una propiedad del obrar. Su verdadera raíz radica en la subjetividad del hombre, en el hecho de que la persona existe de un modo distinto de cómo existe cualquier otro ser. El hombre como persona no existe sólo como ratio, sino también como lumen naturale: distancia de las cosas, que permite reconocerlas con objetividad y expresarlas en forma discursiva. Es el propio ser de la persona, no reducible a las cosas materiales, lo que permite decir lo que son las cosas y captar su valor. Tanto en el conocer como en el obrar libre tiene su raíz esta existencia propia de la persona. Y el modo específico de existir se reconoce en su modo propio de obrar. La mera “impresión” de obrar con libertad no es necesariamente criterio de garantía de efectiva libertad. Ésta no es objeto de introspección ni pertenece al orden del sentimiento.

5.5 La dimensión interpersonal de la libertad

La libertad humana concreta no puede concebirse al margen de la relación con las demás personas, pues el modo de ser del hombre en el mundo es intrínsecamente un modo de ser interpersonal. La autonomía de ser y de obrar que está inscrita en la misma esencia del hombre y de la que brota la posibilidad de obrar libremente, no puede realizarse más que en el diálogo con las demás en el mundo; de la misma forma, también los valores tienen un carácter interpersonal.

5.5.1 Ética y libertad

E. Levinas subraya que no hay libertad humana que no sea capacidad de sentir la llamada del otro. No existe una libertad lograda y completa que luego, posterior y secundariamente, se vea también revestida de una dimensión ética. Desde el principio la libertad humana se realiza en el contexto de la llamada que el otro me dirige. El signo y la medida de la libertad en el hombre es la posibilidad y la capacidad de sentir la llamada del otro y de responderle. Por tanto, la dimensión ética es la quintaesencia de la libertad. En su más íntima esencia la libertad está bajo la llamada del otro y es capacidad de responder al otro. Desde el momento en que el otro aparece como otro, nace también la dimensión ética. La ética es, para Levinas, la philosophia prima.

Toda libertad auténtica, en cuanto orientada constitutivamente hacia el reconocimiento del otro en el mundo, se expresará necesariamente en normas éticas. El conflicto puede surgir cuando el reconocimiento del otro llega a identificarse con un código concreto de preceptos y normas, que no son más que la expresión histórica y particular del reconocimiento. Pues bien, la vocación auténtica de la libertad está en reconocer al otro en cualquier cultural y en cualquier nivel de “civilización”, a través de todos los cambios y alteraciones que se realizan. La ley concreta, si no se acomoda oportunamente a las exigencias que van apareciendo, puede ser un impedimento o una traición a la libertad.

5.5.2 Libertad y praxis

Decir que el hombre es libre es decir que en él hay capacidad de tomar en sus manos su propio obrar. Somos nosotros quienes hemos de elegir y decidir nuestro destino, partiendo ya de un bagaje dado y bajo la orientación del conocimiento. El conocimiento nos abre a un amplio campo de posibilidades y objetivos que cada uno de nosotros debe poner en práctica de acuerdo con su modo peculiar de ser y sus circunstancias. En la afirmación y realización de estas posibilidades concretas, que son mis posibilidades o fines, yo realizo mi existencia. Así, la libertad me permite elegir y decidirsobre las posibilidades que se abren a mi existencia y sobre mí mismo, porque cada elección que yo realizo supone un compromiso sobre mí mismo, ya que el yo se pone y se configura en cada una de mis elecciones, acrecentando o limitando mi propia libertad o mis posibilidades. Elegir libremente implica la liberación de todo aquello que esclaviza la libertad; ser libre es ir liberándose poco a poco de aquellas trabas que no me permiten tener un dominio o control sobre mí mismo. Poder determinar mi propia existencia, sin la presión externa o interna, para conseguir ser plenamente yo mismo, bajo la guía de mis opciones personales meditadas. En este sentido, la libertad como poder de dominación sobre el propio obrar es el motor fundamental de la liberación. Pero la libertad no es un fin para sí mismo, sino que tiende a la comunicación con los demás en el mundo. Nuestra libertad, en cuanto orientada constitutivamente hacia el otro y hacia el mundo, se expresa necesariamente en el reconocimiento y promoción del otro. Desde esta perspectiva, se entiende que la verdadera libertad es autodonación amorosa del propio ser. La autodonación voluntaria es el acto más perfecto de libertad, en cuanto que no puede entenderse un amor sin libertad, pero tampoco sería comprensible una libertad sin amor. Un hombre con una vida lograda y plena es aquel que no es prisionero de un mundo cerrado sobre sí mismo, sino el que es capaz de salir fuera de sí mismo para unirse amorosamente a otro.

6. La conducta humana

El hombre es el animal que nace en un estado mayor de fragilidad e indigencia. Física y psicológicamente se encuentra sin defensa frente a los agentes externos, en una actitud de dependencia radical. Carece de una base común que le oriente hacia unas tareas determinadas y lo impulse hacia un modo específico de ser o de comportarse. Su evolución y progreso debe conseguirse a través de un aprendizaje. Por ello, se le ha definido como “el animal que sigue reglas”.

El comportamiento humano, que nos exige actuar de acuerdo con unas costumbres sociales aceptadas por la comunidad, tiene, por tanto, un origen externo. La mera instintividad del niño no es suficiente para regular un comportamiento humano.

Al carecer de instintos seguros, y en virtud de la complejidad de su cerebro, el hombre no está necesariamente abocado a dar una respuesta automática, uniforme y unívoca. Para acertar con la respuesta adecuada, el hombre ha de analizar previamente la realidad, convirtiendo así el haz de estímulos de la situación en “posibilidades”. Como estas posibilidades son varias y el hombre está libre de la necesidad instintiva de dar una respuesta determinada, se sigue que deberá elegir y preferir la posibilidad que ha de entrar en juego en la respuesta ante el estímulo.

La realización, con cada acto, de la posibilidad preferida entre las distintas y múltiples de la situación, a través del ejercicio de la inteligencia y la voluntad, va ajustando la vida del hombre, acotando su entorno y configurando su modo de habérselas con la realidad. Como esto no ocurre una sola vez ni de una vez para siempre, sino que el hombre ha de repetirlo a lo largo de toda su existencia, de su vida, nos encontramos con que el hombre va adquiriendo así una segunda naturaleza.

7. La ética: ¿teoría o práctica?

Según la doctrina más común, la ética no es ni una ciencia especulativa pura, ni una ciencia práctica pura, sino una ciencia “especulativamente práctica”. Práctica porque busca el cognoscere como fundamento del dirigere. Especulativa porque, a diferencia de la dirección espiritual y de la prudencia, no se propone inmediatamente dirigir, sino conocer. Es una ciencia directiva del obrar humano, pero solamente en cuanto a los principios generales. No se propone decir a cada cual lo que ha de hacer u omitir.

Sin embargo, la afirmación de que la ética es especulativamente práctica puede entenderse en otro sentido. La realidad humana es constitutivamente moral, el genus moris comprende lo mismo los comportamientos honestos como los llamados impropiamente “inmorales”. La moral es, pues, una estructura o conjunto de estructuras que pueden y deben ser analizadas de modo puramente teorético. No se trata simplemente de que sea posible una psicología de la moralidad, y ni siquiera una fenomenología de la conciencia moral.

La ética como antropología, como subalternada a la psicología, es puramente teorética, se limita a estudiar las estructuras humanas. Pero la ética no puede ser sólo eso, so pena de quedarse en un mero “formalismo”. La “forma” ética está siempre demandando un “contenido” con el que llenarse, ese contenido procede de la “idea del hombre” vigente en cada época. Esta “idea del hombre” es la materia moral. Ahora bien, esta materia, para ser tomada en consideración por la ciencia ética, ha de ser justificada metafísicamente y ha de esclarecerse con precisión la relación entre moral y religión.

La filosofía, en su vertiente ética, realiza la síntesis de conocimiento y existencia, tiende constitutivamente a la realización. Hasta ahora se ha considerado la preferencia como el acto de preferir que pone en juego el sujeto para ajustar su comportamiento a la situación en que se encuentra. Pero la preferencia puede ser considerada también como realización de una posibilidad. La posibilidad preferida queda, en efecto, realizada, realizada en la realidad exterior a mí, en el mundo. Si mato a un hombre, por ejemplo, el resultado de mi acción es en el mundo, la sustitución de un ser humano por un cadáver. Pero el resultado en mí mismo es que la posibilidad que yo tenía de ser homicida me la he convertido en realidad: desde este momento yo soy homicida. Pero este “ajustamiento” y la consiguiente apropiación no ocurre sólo una vez, sino constantemente a lo largo de la vida; y a este hacer la propia vida a través de cada uno de sus actos y la consiguiente inscripción de ese hacer, por medio de hábitos y carácter, en nuestra naturaleza, es a lo que antes llamábamos moral como estructura.

Si el hombre es constitutivamente moral por cuanto tiene que conducir por sí mismo su vida, la moral, en un sentido primario, consistirá en la manera como la conduzca, en las posibilidades de sí mismo que haya preferido. La moral consiste no sólo en ir haciendo mi vida, sino también en la vida tal como queda hecha: en la incorporación o apropiación de las posibilidades realizadas. La moral resulta ser así algo físicamente real o, en palabras de Aristóteles, una segunda naturaleza.

Ahora bien, esta apropiación real de posibilidades va conformando mi personalidad. Al apropiarme mis posibilidades constituyo con ello mi habitud en orden a mi autodefinición, a la definición de mi personalidad. Sobre mi “realidad por naturaleza” se va montando una “realidad por apropiación”, una “realidad por segunda naturaleza” que la conforma y cualifica según un sentido moral. Mi realidad natural es mi propia realidad, en tanto que recibida; mi realidad moral es mi propia realidad, en tanto que apropiada. Porque al realizar cada uno de mis actos voy realizando en mí mismo miéthos, carácter o personalidad moral.

8. Acto humano, acto moral y actitud

8.1 Acto “del hombre” y acto “humano”

Algunos filósofos escolásticos distinguieron entre los actos “del hombre” y los actos “humanos”. A los primeros corresponden aquellas acciones que el hombre realiza de modo necesario en tanto que persiste como hombre, siendo propios e inherentes a su naturaleza. Mientras que los segundos implican la entrada de la opción moral y de la libertad en el hombre, siendo el “hábito o actitud moral una especie de sobre-naturaleza. Un acto “humano” es el realizado, también atendiendo a la naturaleza racional y moral del hombre, desde su libertad, siendo consciente de la bondad o maldad que hace.

8.2 El acto moral

El acto moral es aquel que es realizado por la persona cuando ésta pone en acción su libertad y su voluntad. Es esencial al acto moral el que sea ejecutado siendo el hombre plenamente consciente de lo que hace, que lo haga con pleno consentimiento, con intención expresa de hacerlo, y con una libertad lo suficientemente libre como para que pudiera no hacerlo si no desea hacerlo. De este modo, es importante percibir la motivación por la que una persona realiza un acto donde pone en juego su libertad y su opción ética.

¿Qué es más importante, lo que hace una persona, o la intención con que lo hace? Si sólo se tiene en cuenta la intención, podríamos caer en el subjetivismo moral, donde una persona podría hacer lo que le viniera en gana, siempre que tenga “buena intención”; si sólo se tiene en cuenta lo que esa persona ha hecho, podríamos pasar por alto que, muchas veces, las personas hacen cosas que no quieren hacer conscientemente. De este modo, en el acto moral hay que tener en cuenta los dos términos: lo subjetivo y lo objetivo, el obrar interior y el obrar exterior, lo que uno quiere hacer y lo que uno hace. De este modo, en la estructura del acto moral es preciso tener en cuenta varias cosas: la motivación por la que lo hace, es decir, aquello que le impulsa a realizarlo; la finalidad, que es el objetivo que se propone; los medios con los que se hace.

8.3 La actitud

Con “actitud” se designa la disposición anímica o la tendencia constante del hombre ante una situación concreta o ante la resolución de un problema. Suele utilizarse como sinónimo de “hábito” o “disposición”, e implica un impulso de la persona a actuar de forma permanente y no ocasional, generalmente ante algo que la persona considera valioso y por la que ésta opta libremente. Debido a su carácter de hábito permanente, la actitud es susceptible de ser percibida como una disposición estable de las acciones personales, aunque también puede hablarse de actitudes “inconscientes”, motivadas por la influencia de la cultura en la que la persona se ha desarrollado, así como por la suma de anteriores opciones, que configuran, acto tras acto, la actitud “normal” o global del hombre en su relación con las cosas o hacia los valores que elige.

Considerar la actitud de una persona nos permite que nos hagamos expectativas sobre cómo se comportará una persona en un determinado momento, a tenor del conocimiento de cómo se comporta ésta generalmente. De esta forma, la actitud se diferencia del acto en que aquella es la manera usual de comportarse una persona, mientras que un acto aislado sólo es signo de una opción puntual, pero que no nos da cumplida cuenta del comportamiento habitual de la persona, de su personalidad. Sin embargo, si un acto, aunque sea aislado y no sea expresión de la actitud normal de la persona, compromete radicalmente su vida, puede cambiar o reconfigurar por completo la actitud general de la misma.

9. Ética y evolución

La ética es un atributo humano universal. Los hombres tienen valores morales, es decir, aceptan normas con arreglo a las cuales pueden decidir si su conducta es buena o mala, recta o no, moral o inmoral. Los sistemas de normas morales varían de un individuo a otro, de una cultura a otra, pero en todas las culturas los hombres adultos forman juicios de valor moral.

El carácter universal de la capacidad ética sugiere que su fundamento está en la naturaleza humana misma y, por ello, que es un producto de la evolución biológica. Sin embargo, su carácter específico, es decir, el que se trate de un atributo exclusivo de la humanidad, sugiere que la capacidad ética ha aparecido muy recientemente en la evolución, posteriormente en cualquier caso a la separación de los linajes evolutivos que llevan, uno al hombre, los otros a los monos antropoides.

¿Hasta qué punto puede decirse que la ética es un atributo natural, determinado por la constitución genética de los seres humanos? Los puntos de vista difieren de unos autores a otros: para unos, los valores éticos son naturales, mientras que, según otros, los valores éticos o están establecidos por la sociedad humana con el fin de facilitar la convivencia social o se derivan de las creencias religiosas. Cuando se plantea la cuestión de si la ética está determinada por la naturaleza biológica humana, la cuestión a discutir puede ser una u otra de las dos siguientes: (1) ¿Está la capacidad ética de los seres humanos determinada por su naturaleza biológica? (2) ¿Están los sistemas o códigos de normas éticas determinados por la naturaleza biológica humana?

La noción de que los hombres son “seres éticos” por naturaleza no es nueva: Aristóteles y otros filósofos de la Grecia o Roma clásica, al igual de Sto. Tomás de Aquino y otros filósofos escolásticos, mantenían que la capacidad ética es natural, está enraizada en la naturaleza humana; el hombre no es sólo homo sapiens, sino también homo moralis. Pero la evolución biológica añade una nueva dimensión al problema, nos provee con una nueva perspectiva desde la cual se puede considerar la cuestión. La evolución biológica es un proceso gradual: ¿cuándo y cómo surge la capacidad ética en la evolución y por qué se da en los seres humanos pero no en otros animales?

T.H. Huxley mantenía que el sentido ético surge en el contexto social por medio de la imitación y del deseo de aprobación y de evitar el ser rechazado por los demás. Tal desarrollo no sólo es independiente de la evolución orgánica, sino que además se opone a tal proceso. Por el contrario, J.S. Huxley niega que se dé tal oposición entre la evolución biológica y el sentido moral, y mantiene que la capacidad ética es el producto de la evolución y, además, contribuye al progreso evolutivo de la humanidad. Waddington ha escrito que “la función de la capacidad ética es precisamente el hacer posible el progreso de la evolución humana, un progreso que en la actualidad ocurre principalmente en la esfera social y psicológica. Dobzhansky arguye que la capacidad ética está basada en la constitución biológica del hombre y es un resultado natural del proceso de la evolución, pero niega que su función sea especialmente el contribuir al progreso evolutivo.

Parece que la cuestión de si la capacidad ética está determinada por la naturaleza biológica, es decir, de si la propia constitución genética de los seres humanos hace necesario que éstos emitan juicios morales, debe resolverse de manera afirmativa. Los hombres poseen capacidad ética como un atributo natural, son seres éticos, porque su naturaleza biológica determina con ellos la presencia de las tres condiciones necesarias y, juntamente, suficientes para que se dé en ellos el comportamiento ético. Tales condiciones son: a) la capacidad de prever las consecuencias de las acciones propias; b) la capacidad de formular juicios de valor, es decir, de evaluar las acciones (o los objetos) como buenos o malos, deseables o indeseables; y c) la capacidad de elegir entre modos alternativos de acción.

9.1 Raíces evolutivas de la capacidad ética

La capacidad de prever las consecuencias de las acciones, es tal vez, la más fundamental de las tres condiciones requeridas para que pueda darse el comportamiento ético. Tal capacidad está estrechamente relacionada con la de establecer la conexión entre el medio y el fin, es decir, de ver al medio precisamente como medio, como algo que sirve a un fin o propósito determinado. La posibilidad de establecer la conexión entre medios y fines requiere la capacidad de imaginar el futuro y de formar imágenes mentales de realidades no presentes en un momento dado o todavía inexistentes.

La posibilidad de establecer la conexión entre medios y fines es, de hecho, la capacidad intelectual fundamental que ha hecho posible el desarrollo de la tecnología y la cultura humanas. Las raíces evolutivas de tal capacidad están en la aparición de la posición bípeda, que transformó a las extremidades anteriores de órganos de locomoción en órganos de manipulación. Las manos pudieron entonces servir para la construcción y uso de objetos utilizables para la caza y otras actividades que aumentaban la probabilidad de supervivencia y reproducción. La selección natural favoreció el aumento de la capacidad intelectual de nuestros antepasados, puesto que ésta hacía posible la construcción de utensilios, que eran adaptativamente ventajosos para sus poseedores. La capacidad de anticipar el futuro, necesaria para la existencia del comportamiento ético, está pues íntimamente asociada con la evolución de la habilidad de construir utensilios, cuyo resultado es la avanzada tecnología de la humanidad moderna, y es responsable del éxito de la humanidad como especie biológica.

La segunda y la tercera de las condiciones necesarias para que se dé el comportamiento ético, es decir, la capacidad de hacer juicios de valor y de elegir entre modos alternativos de acción, están también fundamentadas en la enorme capacidad intelectual de los seres humanos. La facultad de formar juicios de valor depende de la capacidad de abstracción, de ver objetos o acciones determinados como miembros de clases generales, lo cual hace posible la comparación entre objetos y acciones diversos y percibir unos como más deseables que otros. Tal capacidad de abstracción requiere una inteligencia desarrollada, como ocurre en los seres humanos y sólo en ellos.

En cuanto a la capacidad de elegir entre modos alternativos de acción, vemos de nuevo que está basada en una inteligencia avanzada que hace posible la exploración de alternativas dispersas y la elección de unas u otras en función de las consecuencias anticipadas.

En conclusión, la capacidad de comportamiento ético es un atributo de la constitución biológica humana y, por ello, resultante de la evolución, no porque tal capacidad fuera directamente promovida por la selección natural por ser adaptativa en sí misma, sino porque se deriva de una capacidad intelectual avanzada. Es el desarrollo de la capacidad intelectual lo que fue directamente impulsado por la selección natural, puesto que la construcción y el uso de utensilios contribuyen al éxito biológico de la humanidad.

9.2 Aceptación de autoridad

La capacidad de comportamiento ético está reforzada en los hombres por una predisposición para aceptar la autoridad, en primer lugar de los padres, pero también de otros miembros de la sociedad. No cabe duda de que los seres humanos no están invariablemente determinados a aceptar un código moral dado. El mismo desarrollo intelectual que les da el libre albedrío, necesario para que exista comportamiento ético, provee a los hombres con la posibilidad de aceptar unas normas morales y rechazar otras, independientemente de las convicciones de los demás. El trueque de unos valores morales por otros es un hecho observable en nosotros mismos y en los demás.

Las personas aceptan en general los códigos morales predominantes en la sociedad en que viven, y esta predisposición a aceptar las normas morales es, también, el resultado indirecto de una evolución adaptativa. En este caso, el atributo directamente favorecido por la selección natural es la predisposición a aceptar la autoridad. Los seres humanos nacen en condiciones de insuficiencia biológica muchos más acusadas que en otros animales. Los seres humanos nacen en un estado de inmadurez biológica menos avanzado que otros animales, debido en parte al desarrollo extraordinario de su cerebro. El tamaño exagerado de la cabeza hace necesario que el niño nazca cuando la cabeza es todavía relativamente pequeña, pues de otra manera el parto no sólo sería doloroso, como de hecho lo es, sino biológicamente imposible.

La condición de inmadurez biológica al nacer y la incapacidad de autosuficiencia durante varios años, hicieron que la aceptación de autoridad fuera adaptativa a lo largo de la evolución humana. Entre nuestros antepasados, aquellos que estuvieran dispuestos a acatar la autoridad de los padres, familiares y otros miembros del clan, tenían una probabilidad mayor de sobrevivir que quienes no quisieran someterse a ello, puesto que en las condiciones de vida de la humanidad primitiva (y también hoy) un niño que no aceptara la autoridad de sus mayores sucumbiría a los peligros físicos, a los predadores, o simplemente a la falta de alimento y cobijo. De esta manera, variantes genéticas que predisponían a la aceptación de la autoridad fueron favorecidas por la selección natural y llegaron a establecerse gradualmente en las poblaciones humanas. Tal proceso de selección natural ha dado lugar a una predisposición, biológicamente determinada, a aceptar la autoridad de los padres y otros miembros de la sociedad, particularmente hasta la edad de madurez.

10. Grados de similitud de los principios éticos en diferentes sociedades

Los principios éticos que funcionan para individuos y grupos ordinariamente forman sistemas complejos.

¿De que forma pueden diferir los principios éticos de un individuo o grupo de los de otro individuo o grupo? En primer lugar, los principios de A pueden decretar que algunos tipos de acción o estados de hecho son obligatorios o valiosos, cuando los principios de B no los mencionan en absoluto. En segundo lugar, los principios de A pueden obligar a hacer lo que los principios de B permiten o prohíben. En tercer lugar, los principios de A pueden prohibir u obligar a hacer cosas en el mismo sentido que los de B, pero con más intensidad. Finalmente, algún principio de A puede diferir de uno correspondiente de B, en ser un principio ético básico, mientras que el de B no lo es.

11. La teoría científica de las normas éticas de los grupos sociales

Las teorías de las normas éticas de los grupos sociales pueden ser clasificadas apropiadamente en dos tipos: aquellas que pretenden explicar por qué existe un determinado complejo en una o más sociedades, o por qué existe una determinada distribución geográfica de las normas éticas; y luego están aquellas que pretenden explicar los cambios o desarrollos de las normas éticas. Algunas de estas teorías “explican” sólo en el sentido de postular que un determinado tipo de fenómeno ocurre siempre o normalmente.

Según el primer grupo de teorías, el modelo de creencias de una sociedad está en parte explicado por su propia coherencia racional. Según Lecky el modo de vida no sólo tiende a producir gente con determinadas cualidades, sino gente con los correspondientes principios éticos. “La moral de los hombres está más gobernada por sus ocupaciones que por sus opiniones. Un tipo determinado de virtud se forma en primer lugar por las circunstancias, y más tarde los hombres la convierten en el modelo de acuerdo con el cual se construyen las teorías. De este modo, las circunstancias geográficas o de otro tipo que hacen a una nación militar y a otra industrial, producirán en cada una de ellas un tipo de excelencia que se tiene por verdadera, y concepciones correspondientes acerca de la importancia relativa de las distintas virtudes, muy diferente a las que se producen en la otra” (Lecky, W.E.H.: History of European Morals, New York, Appleton and Company, 1987, vol I, p. 150 y ss.)

En cuanto al segundo grupo de teorías, podemos dividirlo en otros dos: la teoría de los cambios que implican contactos interculturales en aspectos relevantes, y la teoría de los procesos dinámicos internos que producen el cambio.

Cuando dos sistemas sociales están en contacto en un sentido u otro un grupo adopta a menudo una norma del otro o, cuando menos, realiza algún cambio en sus normas como consecuencia de tener conocimiento de las normas del otro grupo. La cuestión interesante acerca de la difusión mediante contacto intercultural no es la relativa a si se da, sino cuando se dará, o que leyes regulan su aparición. Sobre esto existen diversas generalizaciones: 1. La difusión tendrá lugar más fácilmente en el caso de normas cuya existencia es fácilmente observable. 2. Si una norma nueva puede ser subsumida en, o de algún modo apoyada por, normas que ya funcionan, su aceptación resulta más fácil. 3. Los factores de prestigio resultan relevantes; así, cuando una sociedad es más influyente que otra, lo más normal es que sus normas morales sean imitadas por la menos influyente. 4. la aceptación de los valores de otro grupo puede acelerarse si algunos individuos del grupo receptor se sienten frustrados y, por consiguiente, motivados para unirse a otro grupo.

Sin embargo, la mayor parte de los cambios de creencias éticas se deben al dinamismo interno y no al contacto con otras culturas. Esto se hace de acuerdo a dos modelos: 1. A veces una situación nueva producirá una fuerte motivación para desviarse de la norma aceptada, con la consecuencia de que la propia norma se modificará para permitir el nuevo comportamiento. 2. El segundo modelo consiste en la modificación de las creencias fácticas acerca de algún modo de comportamiento, cualidad mental, o estado de hechos.

12. El naturalismo contemporáneo y la sociobiología

Se ha criticado al naturalismo clásico la ilegitimidad del paso del ser al deber ser; en este sentido se ha hecho famosa la crítica de Moore a lo que él denominó “falacia naturalista”. Sin embargo, a pesar de la potencia de esta crítica muchos pensadores contemporáneos han intentado establecer un puente entre el “ser” y el “deber ser”, pero en un sentido inverso al criticado por Moore; es decir, en vez de pasar del “ser” al “deber ser”, han defendido que hay un paso, un puente, una conexión, entre el “deber ser” y el “ser”. Estas ideas tuvieron su punto de partida en la teoría de la evolución de Darwin y han dado lugar a lo que, a partir del libro de Wilson titulado Sociobiology, se conoce con el nombre de Sociobiología.

Según los sociobiólogos el puente entre la naturaleza -“ser”, código genético- y todo tipo de fenómeno moral, ya sean juicios éticos, conductas altruistas o, en general, acciones en las que está implicada la moralidad, consiste en considerar a la moralidad como una manifestación, un epifenómeno que expresa una forma determinada de conducta adaptativa. Desde el punto de vista del naturalismo ético hay algo esencialmente idéntico en lanzarse al agua para salvar a un niño que se ahoga, aprobar en el parlamento una ley que regula el aborto, calificar en privado de reprobable la violación y discutir en términos metaéticos sobre todo esto. Se trata, en todos los casos, de mecanismos adaptativos de la especie humana, porque la ética es, ante todo, un medio que nos permite sobrevivir.

La conexión entre el “es” y el “debe” queda así firmemente establecida. El “debe” se convierte en algo capaz de hacer posible, evolutivamente viable, una determinada forma de “es”. Y la falacia lógica denunciada por Moore desaparece a través del argumento que establece la necesidad de entender como éticamente deseable esa conducta capaz de proporcionarle al grupo una vía de adaptación, so pena de que éste desaparezca. Así, Lorenz defiende que los estudiosos de la conducta moral deberían sustituir su interés hacia el imperativo categórico de Kant por un nuevo objetivo: el de entender y explicar el imperativo biológico, el mecanismo capaz de imponer con tanta fuerza la obligación moral.

La escuela del moral sense hizo descansar en el mecanismo de simpatía la fundamentación de la moral en general, gracias al uso de una dicotomía entre motivo/criterio que acabó dando paso a una ética de cariz racional. Ahora bien, esos intentos tropezaron siempre con la dificultad de una insuficiencia teórica considerable en el estudio de los mecanismos vitales del ser humano.

Fue Darwin quien primero proporcionó una elegante vía de unión entre el sustrato psíquico y la normativa moral, entre el mundo del “motivo” y del “criterio”. Su solución consistió en postular una especie de tiranía de la naturaleza humana sobre las convenciones morales.

Darwin desechó cualquier dualismo del tipo razón/naturaleza o mente/cerebro. Describe el pensamiento como «una sensación de imágenes ante nuestros ojos, u oídos…, o del recuerdo de esa sensación», y la razón, en su forma más simple, como «una mera consecuencia de la viveza y multiplicidad de las cosas recordadas y del placer asociado que acompaña a ese recuerdo». La inteligencia humana, aun entendida como la facultad que distingue al hombre del resto de los animales, adquiere también en la obra de Darwin un sentido continuista: no supone otra cosa que una modificación, una transformación de los instintos que compartimos con otras especies. Ese cambio que lleva de los instintos a la inteligencia sigue los pasos habituales de la evolución por selección natural, es decir, va incorporándose gradualmente a la herencia, de tal manera que entre el instinto innato y la inteligencia también innata hay un camino que une, más que separa, los dos diferentes sistemas de respuesta a las exigencias del medio ambiente en los animales y en el hombre.

En su viaje en el Beagle pudo darse cuenta de la gran variedad de costumbres y normas morales que hay en el mundo. Él veía en esta dispersión moral una respuesta de adaptación a las condiciones del medio ambiente, tan variadas en los distintos lugares. Esta respuesta adaptacionista procedía de unas capacidades más profundas, de un sustrato común, único para toda la especie humana, y capaz luego de orientarse en las necesariamente múltiples direcciones. Esauniversalidad no podría ser eterna: estaría sujeta a la evolución por selección natural, y Darwin entendió que las diferentes culturas manifestaban estadios sucesivos de una evolución moral “positiva”. Pero lo importante era la presencia de ese fundamento universal y común, capaz de hacer del ser humano un ente dotado de la capacidad ética.

El ser humano, mediante una naturaleza que incluye el sentido moral, y con la ayuda del mecanismo de simpatía, va construyendo sociedades en las que aparecen conductas éticas y códigos de aprobación de tales conductas. Inicialmente, el grupo que se beneficia de ese conjunto de acciones y códigos es pequeño, pero paulatinamente, mediante el progreso intelectual, material y moral, se va ampliando el radio de acción de la moralidad. El ser primitivo respeta y ayuda a sus parientes más próximos, luego extiende su simpatía a la tribu, más tarde a todo un pueblo. Con el tiempo, concluye Darwin, será la raza humana entera la que formará un cuerpo único de moralidad expresada en un código universal y una simpatía generalizada.

La principal característica de este naturalismo ético de Darwin -y lo mismo para el neodarwinismo- era que convertía a la moral en algo dependiente de la naturaleza humana. Pero sin decir en qué forma. Sabemos que el ser humano dispone de un “sentido moral” que lo convierte en distinto del resto de los animales, y deducimos la gran importancia de ese sentido para la filogénesis de la especie humana. Ahora bien, ¿cómo explicar ese sentido moral? ¿cómo explicar, por ejemplo, la conducta altruista?

La explicación de la conducta altruista será la responsable de que surja, en el último cuarto de siglo, el paradigma sociobiológico.

Una acción altruista no debería existir si nos atenemos al planteamiento clásico de la teoría evolucionista. La selección natural trabaja maximizando la aptitud de los individuos de tal modo que el individuo más apto es finalmente seleccionado. La aptitud se limita a expresar una capacidad de aprovechar las condiciones del medio ambiente en favor de la descendencia: aquellos individuos más capaces son los que obtienen mejores resultados en la tarea de poner en el mundo hijos también capaces y, a la larga, sus características genéticas se extienden por la población. Así que, de acuerdo con el modelo, cabe esperar que encontraremos por doquier individuos que exhiben unas conductas adaptativas, genéticamente heredadas, que son capaces de promover esa aptitud.

Pero el comportamiento altruista parece que se nos escapa del modelo evolutivo. Lejos de aumentar la aptitud individual, hace lo contrario: la disminuye. Un altruista desperdicia los recursos alimentarios que ha obtenido, comparte su territorio y puede incluso llegar a poner en riesgo su vida, avisando al grupo, por ejemplo, de la llegada de un depredador. De esa forma resulta difícil entender cómo es capaz de transmitir sus características a la generación siguiente con las suficientes garantías como para que, con el tiempo, haya altruistas entre la población. Por mucho que en términos globales el grupo se beneficie de la presencia del altruista, eso no explica el éxito adaptativo de éste. La teoría neodarwinista de la evolución por selección natural exige un comportamiento individual capaz de asegurar la transmisión de los caracteres genéticos. De lo contrario, la presencia de un mutante egoísta en medio de un grupo de altruistas conduciría muy rápidamente (en pocas generaciones) a que todo el grupo estuviese compuesto por individuos egoístas, porque éstos gozarían de muy superiores posibilidades para producir descendencia. Y, sin embargo, los altruistas siguen existiendo. E incluso podemos observar que, en algunas sociedades de animales, todos sus miembros son altruistas. ¿Cómo explicar el fenómeno?

Los sociobiólogos proporcionan una solución al enigma altruista modificando el concepto de aptitud y extendiéndolo más allá de la conducta individual. Si lo importante, evolutivamente hablando, no es la supervivencia individual, sino la presencia en el acervo genético de la población (el gene pool) de ciertos genes que controlan la actitud altruista, cualquier conducta que contribuya a la persistencia de esos genes será evolutivamente útil, adaptativa. El sacrificio de una termita soldado, desde el momento en que contribuye a aumentar la posibilidad de existencia en la población de unos genes que comparte con otros individuos de la colonia, es un ejemplo de ese tipo de conducta. La termita en concreto que se sacrifica no produce descendencia, pero los genes que llevan a ese individuo al acto altruista estarán presentes en las siguientes generaciones porque figuran en el código genético de los huevos que producen los individuos fértiles, y que prosperan gracias a la muerte del soldado.

Lo que los sociobiólogos sostienen es que un sacrificio en favor de seres próximos con los que compartimos un número alto de genes será promovido por medio de la selección natural. Si extrapolamos la teoría de la selección de parentesco a la especie humana hemos dado con el puente naturalista entre el “ser” y el “deber ser”. Entre el mundo del ser (la naturaleza hereditaria) y el del deber ser (los códigos morales) existe un lazo adaptativo que predice el establecimiento como normas éticas de aquellas conductas capaces de favorecer ese conjunto de parentesco.

En un importante sentido, la ética como nosotros la comprendemos es una ilusión que nos ha sido inoculada por nuestros genes para inducirnos a cooperar … Además, el camino con el que nuestra biología refuerza sus fines es haciéndonos creer que hay un objetivo de un código más elevado, al cual todos estamos sujetos (Ruse, M., y Wilson, E. O., “the Evolution of Ethics”, New Scientist, XVII (octubre de 1985, pp. 50-52)

13. La etología de Konrad Lorenz y el innatismo del aprendizaje: la etología

La etología estudia el comportamiento de los animales irracionales, y compara dicho comportamiento con el del hombre. Lo moral, aquí, estaría cimentado en lo pre-moral o físico. Para algunos etólogos no habría un salto cualitativo entre el comportamiento humano y el animal. Lorenz sostiene que la conducta animal es innata (instintiva); con respecto al hombre afirma que no es “solamente animal”, ya que muchas de sus cualidades y hazañas le elevan muy por encima de los demás seres vivos; aunque todo el animal está en el hombre, no está el hombre en todo animal.

Inspirándose en Kant afirma que las formas y las categorías mentales (causalidad, sustancialidad, espacio, tiempo, etc.) son una especie de “gafas” que no son otra cosa que funciones de una organización sensorial aparecida al servicio de la supervivencia de la especie.

Según Lorenz, en todo animal (y también en el hombre) existen cuatro grandes instintos: de nutrición, de reproducción, de fuga y de agresión. Cada uno de estos instintos está integrado por una pluralidad de pulsiones instintivas y se relacionan entre sí en la articulación de la conducta. La situación actual es que cada uno de esos instintos se encuentran en las diversas especies animales y en el hombre vienen determinados por la adaptación filogenética. La ciencia del aprendizaje y la conducta no tiene como objeto unas supuestas leyes invariables del medio, sino la masa hereditaria de la especie. El ejercicio de las actividades mentales depende estrechamente del funcionamiento del sistema nervioso central. Y las actividades propiamente conscientes no pueden aparecer en la filogénesis hasta que el desarrollo del sistema nervioso no alcance niveles suficientemente altos de complejidad y organización.

Lorenz sugiere que sólo en la especie humana, y debido a que el hombre no tiene un armamento biológico lo suficientemente fuerte como para destruir a otro hombre, los mecanismos inhibidores de la agresividad no se han desarrollado, de manera que la agresividad humana intraespecífica es más fuerte que en ninguna otra especie animal, y tiene resultados más desastrosos que en cualquiera de ellas.

Lorenz piensa que ignoramos demasiadas cosas sobre el modo en que nuestros comportamientos innatos se hallan codificados en el genoma humano y no tenemos ni la menor idea de cómo modificar el genoma en orden a provocar tendencias innatas más teleonómicas en relación con las actuales condiciones ambientales. Por otro lado, el hombre no sólo dispone de su carga filogenética, sino también posee un “mecanismo noológico” y simbólico, más rápido que el genético, para suscitar, implantar y difundir nuevas pautas de conducta. En una palabra: la educación y el aprendizaje deberían conducir a la especie humana a una profunda revolución en el modo de valorar las cosas y a la difusión de nuevos comportamientos.

14. El desarrollo de los valores éticos en el individuo

Existe diferencia entre los valores de una persona y el que sea verdadero que las cosas o acciones son valiosas, correctas, elogiables y demás; y existe diferencia entre comprender las causas y génesis de los valores individuales y el saber si éstos valores o normas son justificables.

14.1 Observaciones acerca de la génesis de los valores

¿Cómo adquieren los individuos sus normas éticas o su ‘experiencia ética’?. Las personas pueden diferir en sus repuestas éticas a las situaciones, o en su disposición para dar respuestas éticas de un tipo determinado en determinados tipos de situación.

Las influencias familiares. Es evidente que, de un modo u otro, las experiencias del niño en su hogar tienen una estrecha relación tanto con el contenido de sus valores como con la importancia que éstos tienen para él. Los puntos de vista de los distintos hermanos acerca de temas que implican cuestiones éticas se correlacionan de un modo que no es puramente casual, y lo mismo sucede en relación con los puntos de vista de hijos y padres.

El niño acepta inicialmente lo que sus padres le indican sobre lo que es bueno o correcto o justificable. Puesto que el niño desconoce alternativa alguna, tiene buenas razones para considerar a sus padres como una fuente de información fiable, y no tiene motivos para suponer que existan problemas epistemológicos especiales sobre las cuestiones éticas.

¿Cómo introyecta el niño los valores morales de los padres? 1. Los padres no sólo alaban o censuran ciertos tipos de conducta, imponen los modos de conducta preferidos por medio de castigos. 2. Los niños tienen interés en cómo otras personas, incluidos sus padres, los consideran como personas, y les resulta evidente que su propia conducta y los valores que profesan influyen en la formal en que los demás los consideran como personas. 3. Existen nuevos mecanismos -identificación- que hacen que el niño incorpore los valores de sus padres o de las personas que mantienen con él aproximadamente el tipo de relación que tiene con sus padres.

Otras figuras de prestigio. Conforme crece el niño su creencia en la omnisciencia de sus padres tiende a disminuir; de modo que tal vez las opiniones de los científicos, los filósofos y otros tendrán a ser aceptadas como autorizadas. También el interés del niño por el respeto y el afecto se desplaza cada vez más hacia personas ajenas a su familia.

El conocer los juicios de valor de los demás producirá de algún modo una medida de conformidad con las valoraciones medias del grupo. Los valores éticos, pero posiblemente no los individuales fundamentales, se ven influidos, en alguna medida, en la edad adulta por el conocimiento de los valores de otras personas. El grado de dicha influencia parece depender de muchos factores, tales como la propia posición dentro de un grupo, la fuerza de su unión con el grupo o con otros fuera de él, el conocimiento personal de los testimonios relevantes con relación a los valores particulares, la estructura de los valores propios que están ya relativamente a salvo de ser cuestionados y las estructuras de los propios intereses personales.

Información, consistencia y experiencias personales. Las opiniones personales son, en buena medida, un plagio de las de los demás; pero el imitar los valores éticos de los demás no es en modo alguno la respuesta completa a la pregunta por las fuentes de nuestros valores éticos.

Todo el mundo tiene muchas creencias fácticas y muchas convicciones éticas. Estas creencias mantienen relaciones lógicas entre sí. Si una persona observa una incoherencia lógica se da la tendencia a cambiar alguna de sus creencias. A la inversa, la gente se resiste a abandonar una creencia si sus relaciones lógicas son tales que el rechazarla obligará a descartar toda una serie de creencias.

Intereses, necesidades y temperamento personales. Los juicios éticos se ven a menudo muy afectados por los intereses personales, por mucho que la gente intente defender sus juicios apelando a principios.

14.2 Una teoría estímulo-respuesta: Clark Hull

La teoría de Hull consiste en un complicado conjunto de leyes que conectan campos de estímulos, impulsos como hambre o sed o triunfo, respuestas, el éxito de respuestas pasadas al conseguir reducir impulsos, o los estímulos a partir de los impulsos y otros diversos factores, tanto observables como no observables. Estas leyes están configuradas de tal modo que, dadas ciertas informaciones, podemos predecir el comportamiento.

La respuesta de Hull sobre el aprendizaje de tendencias de respuesta es más o menos la siguiente: una respuesta R tenderá a aparecer en conexión con un estímulo e, si y sólo sí una respuesta similar a r ha tenido lugar en una proximidad temporal a un estímulo como e en ocasiones en las que la reducción, o saturación, de un impulso se ha producido en un tiempo cercano.

El aprendizaje tiene lugar cuando se da una reducción del impulso o del estímulo del impulso; esta reducción sirve para reforzar, o marcar, una tendencia a que todas las respuestas realizadas se repitan cuando se da un estímulo semejante. Un estímulo de impulso es la representación en la experiencia de un estado interno de necesidades. Los impulsos son de dos tipos. Unos son necesidades orgánicas (primarias). Otros son aprendidos (secundarios).

¿Cómo se adquieren tales impulsos? Si se ha asociado un estímulo con la evocación y reducción de estímulos de impulsos, su comparecencia tenderá a producir en el futuro los mismos estímulos de impulso por su propia cuenta.

La teoría de Hull concede al elogio, la recompensa, la censura y el castigo parte de la influencia que ya nos sentimos inclinados a otorgarles en base a la información relativa a la influencia familiar en las normas y el comportamiento morales. Esta teoría predice que las experiencias personales pueden proceder a establecer valores éticos, con total independencia de los premios y castigos de los padres u otros seres humanos, ya que la interacción con determinados objetos o situaciones puede ser intrínsecamente gratificante o dolorosa. Esta teoría es consistente con el efecto que causan en los valores éticos personales los intereses personales propios, ya que su frustración será dolorosa y su promoción gratificante.

Un aspecto en el que Hull hizo énfasis ha sido el de la posibilidad de que las palabras puedan, como las sonrisas o las malas caras de nuestros padres, funcionar como refuerzos secundarios respecto a la conducta. “Ciertos signos, tales como el ceño fruncido y otros tipos de movimientos amenazadores, así como ciertas palabras a través de su asociación con los ataques adquieren el poder de evocar reacciones de lucha… De este modo, las palabras adquieren un cierto poder real para castigar, y de este modo disuadir, a los transgresores. Y puesto que el enunciado de que una persona ha cometido una determinada trasgresión va asociado al castigo, y puesto que tal enunciado es un juicio moral, resulta que el pronunciar abiertamente un juicio moral adverso se convierte en un método disuasivo contra las acciones prohibidas. De modo semejante, el pronunciar un juicio moral favorable se convierte en un agente de refuerzo secundario que produce la acción deseable” (Hull, C.L.: “Value, valuation and natural-science methodology”, Philosophy of Science, XI [1944], 125-141).

14.3 La teoría psicoanalítica de Freud

El problema de la histeria puede plantearse así: ¿por qué hay que encubrir ciertos recuerdos? ¿por qué son conflictivos? Y si lo son, por que el sujeto los considera reprobables, ¿de dónde procede la reprobación que hace suya el sujeto en cuestión? ® 3 etapas en la explicación de la génesis de la conciencia moral

14.3.1 Concepción biologista de la conciencia moral

En nuestra mente hay ciertos poderes anímicos en cualidad de resistencias entre los que destacan la vergüenza y el asco. Estos poderes han contribuido a circunscribir la pulsión dentro de las fronteras consideradas normales.

En estos poderes que ponen un dique al desarrollo sexual -asco, vergüenza, moral– es preciso ver también un sedimento histórico de las inhibiciones externas que la pulsión sexual experimentó en la psicogénesis de la humanidad. En el desarrollo del individuo se observa que emergen en su momento, como espontáneamente, a una señal de la educación y de la influencia externa (Tres ensayos sobre teoría sexual, VII, p. 147)

Tales inhibiciones están filogenéticamente condicionadas y sólo se precisa la “señal” o la “influencia” para que se manifiesten.

En el niño civilizado se tiene la impresión de que el establecimiento de esos diques es obra de la educación, y sin duda alguna ella contribuye en mucho. Pero en realidad este desarrollo es de condicionamiento orgánico, fijado hereditariamente, y llegado el caso puede producirse sin ninguna ayuda de la educación (Psicopatología de la vida cotidiana, VI, p. 161)

Lo biológico no es sólo prohibir, limitar, frenar. Es también el qué se prohíbe, qué es lo que se limita o frena. Lo esencial es el carácter biológico, heredable incluso, de la conciencia moral, rudimentaria, pero decisiva; y, sobre ella, emergen luego la vergüenza, el asco, la compasión y las construcciones sociales de la moral y la autoridad. Estas instituciones son las que se han de oponer a la satisfacción de las pulsiones inconscientes, de forma que ellas son las responsables de un cierto grado de infelicidad.

Hay, según Freud, durante esta etapa, dos tipos de prohibiciones:

a. Las restricciones inherentes a la organización religiosa, moral y social en general, perfectamente inteligibles, codificables incluso, y desde luego sistemáticas, a las que se las podrá propugnar su necesariedad en términos universales, y que podrían proporcionar los fundamentos mismos de la abstención que predican.

b. Otras, que en verdad prohíben desde ellas mismas, no insertas en un sistema, carecen de toda fundamentación, son de origen desconocido; incomprensibles para nosotros, parecen cosa natural a todos aquellos que están bajo su imperio. Se trata de las prohibiciones del tabú.

El contenido de la conciencia moral depende de la ambivalencia de sentimientos provenientes de unas relaciones humanas bien definidas a las que se adhiere esa ambivalencia. La ambivalencia está clara desde el momento en que, “tras cada prohibición, por fuerza hay un anhelo”. La organización social, que conlleva necesariamente una restricción de libertad en el orden de la gratificación pulsional, surge tras el intento fallido de logro de la misma. Freud lo explica mediante la siguiente interpretación: frente al padre tiránico, poseedor de la totalidad de las hembras del clan, los hijos deciden su asesinato y devoración. Tras éste, los hijos rivalizan entre sí, ninguno de ellos logra sustituir al padre, aparece, entonces, la conciencia de culpa del hijo varón, de la que deriva la obediencia al mandato del padre, y entre ellos deciden el tipo de transacción que conlleva la limitación ética.

El equivalente individual de esta situación social es el complejo de Edipo. Es a partir de la ambivalencia ante la figura del padre (admiración e incluso amor y hostilidad) como se decide la interiorización de su figura y de sus preceptos y la perpetuación del patrimonio básico de la cultura.

14.3.2 La conciencia moral y el ideal del yo

Las pulsiones libidinales sucumben en parte por la represión, cuando entran en conflicto con las representaciones culturales y éticas del individuo. Tales representaciones no deben ser vistas como si se tuviera un conocimiento meramente intelectual de su existencia, sino que deben suponerse como normativas. Se trata de una sujeción a la norma. Esta represión parte del yo, porque es éste el que reconoce que tales mociones pulsionales entran en conflicto con la realidad externa, social. Pero la represión parte del yo para funcionar de forma que se consiga el respeto del yo por sí mismo. La represión, pues, ha dibujado un “yo ideal”, un ideal por el cual mide su yo actual.

Es esta conciencia moral la que surge en la paranoia, en el delirio de observación, en el que voces de quienes sean le reprochan, le culpan, le insultan, tras conocer sus pensamientos reprobables.

14.3.3 El super-yó y la conciencia moral

El superyó es el ideal del yo. Este ideal surge de la liquidación del complejo de Edipo que Freud describe así: al ser heredero de la figura parental interiorizada, sobre ésta existen dos identificaciones: una, positiva, de mimesis del padre; otra, negativa, de autoprohibición a ser como el padre. De esta manera, toma del padre la fuerza para robustecer el yo, y al mismo tiempo para imponerse, desde dentro de sí mismo, sobre el yo y vivirlo con el carácter compulsivo que se exterioriza como imperativo categórico. Todo este complicado proceso de identificación tiene lugar como necesidad en el niño por dos circunstancias biológicas que adquieren una significación psicológica:

a. por su desvalimiento, que le obliga a aceptar la dependencia del padre

b. el período de latencia en el desarrollo libidinal, tras la situación edípica.

El ideal del yo satisface todas las exigencias que se plantean en la esencia superior del hombre:

a. La añoranza del padre que aparece en todas las religiones.

b. El juicio de la propia insuficiencia en comparación con el ideal que ha de transmutarse en el sentimiento religioso de humillación

c. Las posteriores prohibiciones inherentes a la relación con las instituciones sociales, retomando el lugar del padre, adoptan la forma de conciencia moral (conciencia social).

d. La tensión entre el yo y el ideal del yo es sentida como sentimiento de culpa.

e. Los sentimientos sociales aparecen mediante la identificación sobre fundamento en un mismo ideal del yo.

De esta forma religión, moral y sentir social han sido, en el origen, uno solo. El sentimiento inconsciente de culpa procede de la vinculación, asimismo, con el residuo inconsciente de la situación edípica, con su ambivalencia ante la figura parental. El superyó critica al yo, y el sentimiento de culpa es la percepción que corresponde en el yo a esa crítica.

Freud distingue ya dos tipos de culpa: la inconsciente, residuo del complejo edípico, y la consciente (conciencia moral), sentimiento de culpa normal resultado de la tensión entre el yo y el ideal del yo surgida en el curso histórico de nuestras actuaciones en la realidad.

La moral, en su conjunto, aparece como formación reactiva, e.d., como mecanismo de defensa mediante el cual la prevención de lo que se reprueba puede obtenerse mediante la adopción de una actitud radicalmente opuesta. La moral es la antítesis (inmoralidad) de la pulsión.

14.3.3.1 El superyó y la moral como cultura

Los ideales del yo son compartidos por la mayoría de los miembros que componen una cultura. Y cualquiera sea el contenido del superyó, éste pasa a ser un ingrediente estructural del ser humano y, por su contenido, patrimonio cultural. De aquí que el superyó sea a modo de correa de transmisión de los valores morales de nuestra cultura.

El valor moral, que es un valor cultural, está en oposición al valor que implica la realización del deseo, en última instancia, de la gratificación pulsional. Por eso, “malo no es lo dañino o perjudicial para el yo; al contrario, puede serlo también lo que anhela y le depara contento”, porque de ello puede derivarse la pérdida del amor “que es preciso evitar por la angustia frente a esa pérdida”. De aquí que se permita la verificación de lo malo, que promete cosas agradables, cuando se está seguro que no se será descubierto.

Pero la conducta es distinta cuando la autoridad es interiorizada. En ese momento desaparece la angustia ante la posibilidad de ser descubierto, y lo que es más importante: entre el hacer el mal y quererlo, porque ante el superyó los pensamientos no pueden ocultarse.

El superyó de la cultura ha plasmado sus ideales y plantea sus reclamos. Entre éstos, los que atañen a los vínculos recíprocos entre los seres humanos se resumen bajo el nombre de ética. En todos los seres humanos se atribuye el máximo valor a esta ética, como si se esperara justamente de ella unos logros de particular importancia. Y en efecto, la ética se dirige a aquel punto que fácilmente se reconoce como la herida de toda cultura. La ética ha de concebirse entonces como un ensayo terapéutico, como un empeño de alcanzar por mandamiento del superyó lo que hasta este momento el restante trabajo cultural no había conseguido (El malestar en la cultura, XXI, pp. 138-139)

Una parte de sus preceptos [los de la ética] se justifican con arreglo a la ratio por la necesidad de deslindar los derechos de la comunidad frente a los individuos, los derechos de estos últimos frente a la sociedad, y los de ellos entre sí. Sin embargo, lo que en la ética se nos aparece de grandioso, misterioso, como místicamente evidente, debe tales caracteres a su nexo con la religión, a su origen en la voluntad del padre (Moisés y la religión monoteísta, XXIII, p. 118)

La necesidad de la ética se muestra para Freud tanto más evidente cuanto que el desarrollo cultural no es garante de que, con él, se logre “dominar la perturbación de la convivencia que proviene de la humana pulsión de agresión y de autoaniquilamiento”.

14.4 La génesis del juicio moral según Piaget

Según Piaget, «en el desarrollo intelectual del niño se pueden distinguir dos aspectos. Por un lado, lo que se puede llamar el aspecto psicosocial, es decir, todo lo que el niño recibe del exterior, aprendido por transmisión familiar, escolar, educativa en general; y por otro, el desarrollo que se puede llamar espontáneo, que yo, para abreviar, llamaré psicológico, que es el desarrollo de la inteligencia misma: lo que el niño debe aprender por sí mismo, lo que no se le ha enseñado sino que debe descubrir sólo; y éste es esencialmente el que requiere tiempo».

Según Piaget, en la génesis y desarrollo de los juicios morales existen dos fases claramente definidas, y supone una tercera, más difusa, que sirve de transición entre ambas:

1ª) Fase heterónoma, que se caracteriza por lo que él llama “realismo moral”, esto es, por la influencia o presión que ejercen los adultos sobre el niño. En esta fase, las reglas son coercitivas e inviolables; son respetadas literal y unilateralmente por cuanto el niño aún no se diferencia del mundo social que le rodea, de manera que es una fase “egocéntrica”. Por otra parte, la justicia se identifica con la sanción más severa. Esta fase estaría comprendida entre los cuatro y los ocho años.

2ª) Fase autónoma, en la que las reglas surgen de la cooperación entre iguales, y el respeto y consentimiento mutuos. Las reglas se interiorizan y se generalizan hasta alcanzar la noción de justicia equitativa -no igualitarista- que implica el reparto racional en función de las situaciones. Esta fase abarcaría desde los nueve hasta los doce años.

En la supuesta, más que deducida, fase intermedia, o de transición, se da la interiorización de las normas igual que en la segunda fase, si bien la universalización se hace aún de forma incorrecta y la justicia es más igualitarista (todos iguales, sin distinción) que equitativa.

A la vista de todos estos datos se pueden establecer las siguientes conclusiones:

· Existe un paralelismo -que Piaget nunca llegó a determinar claramente- entre la evolución intelectual y el desarrollo moral del niño.

· La madurez mental y física del niño es tan importante como los procesos sociales e indispensable para su madurez moral.

· Las relaciones basadas en la autoridad únicamente producen heteronomía moral, mientras que las basadas en la cooperación conducen progresivamente a la autonomía.

14.5 Las etapas del desarrollo moral según Köhlberg

Köhlberg, conocedor de los trabajos de Piaget, encontró, por una parte, que era insatisfactoria la división en sólo dos fases (heterónoma y autónoma) del desarrollo del juicio moral, pues una clasificación tan genérica impide un conocimiento preciso de ese desarrollo; y, por otra parte, que era igualmente imprecisa la relación entre la maduración moral, la maduración intelectiva y la influencia del medio. Así, llega a afirmar: «Las dimensiones cognitivas del juicio moral definen el desarrollo evolutivo moral, y que, una vez entendido el desarrollo del juicio moral, aparecen más comprensibles y predecibles el desarrollo de la acción y del afecto morales».

Se trata, pues, de conocer el desarrollo moral “midiendo” el alcance de los juicios morales. Por ejemplo, “ahora, me chivo”, “el que la hace, la paga” o “no es justo lo que me has hecho”, son expresiones que denotan cada una un cierto tipo de juicio moral: “es bueno recurrir a la autoridad”, “es bueno devolver el daño” o “es bueno lo justo”, respectivamente.

Los resultados de las investigaciones de Köhlberg se condensan en las seis etapas del desarrollo del juicio moral, encuadradas dentro de tres órdenes:

Orden A: Orden preconvencional

Etapa primera: la etapa del castigo y la obediencia

a) Lo justo es evitar el quebrantamiento de las normas, obedecer por obedecer y no causar daños materiales a las personas o las cosas.

b) Las razones para hacer lo justo son evitar el castigo y el poder superior de las autoridades

Etapa segunda: la etapa del propósito y el intercambio instrumentales del individuo

a) Lo justo es seguir las normas cuando va en interés inmediato para alguien. Lo justo es actuar en pro de los intereses y necesidades propios y dejar que los demás hagan lo mismo. Lo justo es también lo equitativo, esto es, un intercambio, un trato, un acuerdo entre iguales.

b) La razón para hacer lo justo es satisfacer las necesidades e intereses propios de un mundo en el que hay que reconocer que los demás también tienen sus intereses.

Orden B: Orden convencional

Etapa tercera: la etapa de las expectativas, relaciones y conformidad interpersonales

a) Lo justo es vivir de acuerdo con lo que uno se espera de la gente cercana en general, de las personas como uno mismo, en condición de hijo, hermana, amigos, etc. “Ser bueno” es importante y significa que se tienen motivos buenos y se está preocupado por los demás. También significa mantener las relaciones mutuas, guardar la confianza, la lealtad, el respeto y la gratitud.

b) Las razones para hacer lo justo son que se necesita ser bueno a los ojos propios y a los de los demás, preocuparse por los demás y por el hecho de que, si uno se pone en lugar de otro, uno quisiera también que los demás se portaran bien (regla de oro).

Etapa cuarta: la etapa del sistema social y del mantenimiento de la conciencia

a) Lo justo es cumplir los deberes que uno ha aceptado. Las leyes deben cumplirse excepto en los casos extremos en que colinden con otros deberes y derechos socialmente determinados. Lo justo es también contribuir a la sociedad, al grupo o la institución.

b) Las razones para hacer lo justo son mantener el funcionamiento de las instituciones en su conjunto, el autorrespeto o la conciencia al cumplir las obligaciones que uno mismo ha admitido o las consecuencias: “¿Qué sucedería si todos lo hicieran?”.

Orden C. Orden postconvencional y de principios

Etapa quinta: la etapa de los derechos previos y del contrato social o de utilidad

a) Lo justo es estar consciente del hecho de que la gente sostiene una diversidad de valores y opiniones y que la mayor parte de los valores y normas tiene relación con el grupo de uno mismo. No obstante, se deben respetar estas normas “de relación” en interés de la imparcialidad y por el hecho de que constituyen el pacto social. Sin embargo, algunos valores y derechos que no son de relación, como la vida y la libertad, deben respetarse en cualquier sociedad con independencia de la opinión de la mayoría.

b) Las razones para hacer lo justo, en general, son sentirse obligado a obedecer la ley porque uno ha establecido un pacto social para hacer y cumplir las leyes, por el bien de todos y también para proteger los derechos propios, así como los derechos de los demás. La familia, la amistad, la confianza y las obligaciones laborales son también obligaciones y contratos que se han aceptado libremente y que suponen respeto por los derechos de los demás. Uno está interesado en que las leyes y los deberes se basen en el cálculo racional de la utilidad general: “la máxima felicidad para el mayor número”.

Etapa sexta: la etapa de los principios éticos universales

a) Con respecto a lo que es justo, la etapa 6 se guía por principios éticos universales. Las leyes concretas o los acuerdos sociales son válidos habitualmente porque descansan en tales principios. Cuando las leyes violan tales principios, uno actúa de acuerdo con el principio. Los principios son los principios universales de la justicia: la igualdad de derechos humanos y el respeto por la dignidad de los seres humanos en cuanto individuos. Éstos no son únicamente valores que se reconocen, sino que también son principios que se utilizan para generar decisiones concretas.

b) La razón para hacer lo justo es que, en la condición de persona racional, uno ve la validez de los principios y se compromete con ellos.

Köhlberg describe estos niveles del siguiente modo:

I. Nivel preconvencional. En este nivel el niño es sensible a las reglas culturales y a las calificaciones de bueno y malo, correcto e incorrecto, pero interpreta estas calificaciones en términos, o bien de las consecuencias físicas o hedonísticas de la acción castigo, recompensa, intercambio de favores), o en términos del poder físico de aquellos que establecen esas reglas y calificaciones. Este nivel se divide en las dos etapas siguientes:

Etapa 1: orientación “castigo/obediencia”. Las consecuencias físicas de la acción determinan su bondad o maldad con independencia de la intención humana o del valor de esas consecuencias. La evitación del castigo y la deferencia incondicional hacia el poder son valoradas por sí mismas, y no en términos de respeto a un orden moral subyacente respaldado por el castigo y la autoridad (esto último es lo característico de la etapa 4).

Etapa 2: orientación relativista instrumental. La acción correcta consiste en lo que satisface instrumentalmente las propias necesidades de uno y, ocasionalmente, también las necesidades de los otros. Las relaciones humanas son consideradas en términos análogos a los de un puesto de mercado. Los elementos de juego limpio, reciprocidad, e igual participación, están presentes, pero se interpretan siempre de una forma pragmática y física. La reciprocidad es asunto de “tú me rascas la espalda y yo te rasco a ti”, no de lealtad, de gratitud o de justicia.

II. Nivel convencional. En este nivel el mantenimiento de las expectativas del propio grupo familiar o de la propia nación es percibido como valioso por sí mismo con independencia de las consecuencias inmediatas y obvias. La actitud no es sólo una actitud de conformidad con las expectativas personales y con el orden social, sino de lealtad hacia ellos, de sustentación, apoyo y justificación activa de ese orden, y de identificación con las personas o grupos implicados en él. En este nivel se dan las dos etapas siguientes:

Etapa 3: concordancia interpersonal u orientación “buen chico/chica”. El comportamiento bueno es el que agrada o ayuda a otros, y es aprobado por ellos. Se da una alta dosis de conformidad con las imágenes estereotípicas de lo que es la conducta mayoritaria o “natural”. La conducta es juzgada a menudo por su intención -“lo hace con buena intención” se vuelve importante por primera vez. Uno se gana la aprobación siendo “buen chico”.

Etapa 4: orientación “ley y orden”. Se trata de una orientación hacia la autoridad, las reglas fijas y el mantenimiento del orden social. El comportamiento correcto consiste en el cumplimiento del propio deber, en mostrar respeto hacia la autoridad y en mantener el orden social por mor de ese orden.

III. Nivel postconvencional, autónomo o “principiado”. En este nivel se registra un claro esfuerzo por definir valores y principios morales que tengan validez y aplicación con independencia de la autoridad de los grupos o personas que los sustentan, y con independencia de la propia identificación individual con esos grupos. Este nivel tiene a su vez dos etapas:

Etapa 5: orientación legalista “contrato social”, generalmente con resonancia utilitaristas. La acción correcta tiende a ser definida en términos de derechos individuales de tipo general, y de estándares que han sido examinados críticamente y acordados por el conjunto de la sociedad. Existe una clara conciencia del relativismo de los valores y opiniones personales y un correspondiente énfasis en reglas procedimentales para llegar a un consenso. Aparte de lo que ha sido convenido constitucional y democráticamente, lo correcto es asunto de “valores” personales y de “opinión” personal. El resultado es una acentuación del punto de vista legal, pero subrayándose la posibilidad de cambiar la ley en términos de consideraciones racionales de utilidad social (en lugar de congelarla en términos de la etapa 4 “ley y orden”). Fuera del ámbito legal, el acuerdo libre y el contrato libre constituyen el elemento vinculante de la obligación. Esta es la moralidad “oficial” del gobierno y de la constitución americana.

Etapa 6: orientación principios éticos universales. Lo correcto viene definido por la decisión en conciencia de acuerdo con principios éticos autoelegidos que exigen globalidad, universalidad y consistencia lógica. Estos principios son abstractos y éticos (la regla de oro, el imperativo categórico); no son reglas morales concretas como los Diez Mandamientos. En el fondo se trata de principios universales de justicia, de reciprocidad y de igualdad de los derechos humanos, y de respeto a la dignidad de los seres humanos como personas individuales (Köhlberg, “From Is to Ought”, en T. Mishel, ed., Cognitive Development and Epistemology, New York, 1971, pp. 151-226)

Todas estas etapas están vinculadas a cambios de edad, son universales, irreversibles y constituyen una “secuencia lógica” y “jerárquica”. Sin embargo, aunque se dan en todos los niños y jóvenes, difícilmente se encuentran “tipos puros”, de manera que es más correcto referirse a la “etapa dominante”.

Las conclusiones que Köhlberg deriva de sus trabajos son:

· La maduración moral depende de la interacción del desarrollo lógico y el entorno social.

· Cada etapa muestra un progreso con respecto a la anterior: desde el sometimiento a la autoridad externa de la primera hasta los principios universales de las dos últimas.

· Son los sujetos los que “construyen”, en cada etapa más personal y autónomamente, el alcance de sus juicios morales.

· Si un sujeto madura físicamente sin sobrepasar las dos primeras etapas, permanece en ellas y se configura como un “tipo puro”.

· Los sujetos que alcanzan las tres últimas no se configuran como “tipos puros” hasta alrededor de los veinticinco años.

14.6 Rawls: las etapas del desarrollo moral

Según Rawls, la moralidad se desarrolla en tres etapas, que son: moralidad de la autoridad, moralidad de la asociación y moralidad de los principios.

La moralidad de la autoridad es la moralidad del niño. Según Rawls el sentido de la justicia es adquirido gradualmente por los miembros más jóvenes de la sociedad a medida que se desarrollan.

Es característico de la situación del niño que no esté en condiciones de estimar la validez de los preceptos y mandamientos que le señalan quienes ejercen la autoridad: en este caso sus padres. No sabe ni comprende sobre qué base puede rechazar su dirección. En realidad, el niño carece por completo de justificación. Por tanto, no puede dudar razonablemente de la conveniencia de los mandamientos paternos.

Las acciones de los niños están motivadas, inicialmente, por ciertos instintos y deseos, y sus objetivos están regulados por un propio interés racional. Aunque el niño tiene la capacidad de amar, su amor a los padres es un nuevo deseo que surge de su reconocimiento del evidente amor que ellos le tienen y de los beneficios que para él se siguen de las acciones con que sus padres le expresan su amor. Cuando el amor de los padres al niño es reconocido por él sobre la base de las evidentes intuiciones paternas, el niño adquiere una seguridad en su propio valor como persona. Se hace consciente de que es apreciado, en virtud de sí mismo, por los que para él son las personas imponentes y poderosas de su mundo.

Con el tiempo, el niño llega a confiar en sus padres y a sentirse seguro en su ambiente; y esto le conduce a lanzarse y a poner a prueba sus facultades, que van madurando, aunque apoyado siempre por el afecto y el estímulo de sus padres. Gradualmente, adquiere varias aptitudes, y desarrolla un sentido de competencia que afirma su autoestimación. Es en el curso de todo este proceso cuando se desarrolla el afecto del niño a sus padres. Los relaciona con el éxito y con el goce que ha sentido al afianzar su mundo, y con el sentimiento de su propio valor. Y esto origina su amor por ellos.

El niño no tiene sus propias normas éticas, porque no está en condiciones de rechazar preceptos sobre bases racionales. Si ama y confía en sus padres, tenderá a aceptar sus mandatos. También se esforzará por quererles, admitiendo que son, ciertamente, dignos de estima, y se adherirá a los preceptos que ellos le dictan. Se supone que ellos constituyen ejemplos de conocimientos y poder superiores, y se les considera como prototipos a los que se apela para determinar lo que se debe hacer. El niño, por tanto, acepta el juicio que ellos tienen de él y se sentirá inclinado a juzgarse a sí mismo como ellos le juzguen cuando infringe sus mandamientos. Si quiere a sus padres y confía en ellos, entonces, una vez que ha caído en la tentación, está dispuesto a confesar sus transgresiones y procurará reconciliarse. En estas diversas inclinaciones se manifiestan los sentimientos de culpa. Sin estas inclinaciones y otras afines, los sentimientos de culpa no existirían.

Las condiciones que favorecen el aprendizaje de la moralidad por parte del niño son dos:

1. Los padres deben amar al niño y ser objetos dignos de su admiración. De este modo, despiertan en él un sentimiento de su propio valor y el deseo de convertirse en la misma clase de persona que ellos.

2. Deben enunciar reglas claras e inteligibles (y, naturalmente, justificables), adaptadas al nivel de comprensión del niño. Además, deberán exponer las razones de tales reglas en la medida en que éstas puedan ser comprendidas, y deben cumplir asimismo estos preceptos en cuanto les sean aplicables a ellos también. Los padres deben constituir ejemplos de la moralidad que ellos prescriben, y poner de manifiesto sus principios subyacentes a medida que pasa el tiempo. El niño tendrá una moralidad de la autoridad, cuando esté dispuesto, sin la perspectiva de la recompensa o el castigo, a seguir determinados preceptos que no sólo puede parecerle altamente arbitrarios, sino que en modo alguno se corresponden con inclinaciones originales. Si adquiere el deseo de cumplir estas prohibiciones, es porque ve que le son prescritas por personas poderosas que tienen su amor y confianza, y que también se conducen de acuerdo con ellas. Entonces, concluye que tales prohibiciones expresan formas de acción que caracterizan la clase de persona que él desearía ser.

La segunda fase en el desarrollo de la moralidad del individuo es la moralidad de la asociación. El contenido de ésta viene dado por las normas morales apropiadas a la función del individuo en las diversas asociaciones a que pertenece. Estas normas incluyen las reglas de moralidad de sentido común, juntamente con los ajustes necesarios para insertarlos en la posición particular de una persona; y le son inculcadas por la aprobación y por la desaprobación de las personas dotadas de autoridad, o por los otros miembros del grupo.

La moralidad de la asociación incluye un gran número de ideales, definido cada uno de ellos en la forma adecuada a los respectivos status o funciones. Cada ideal particular se explica, probablemente, en el contexto de los objetivos y propósitos de la asociación a la que pertenece la función o la posición de que se trate. En su momento, una persona elabora una concepción de todo el sistema de cooperación que define la asociación y las metas a que tiende. Sabe que los otros tienen que hacer cosas diferentes, según el lugar que ocupen en el esquema cooperativo. Así, con el tiempo, aprende a adoptar el punto de vista de los otros, y a ver las cosas desde su perspectiva. Parece, pues, admisible que la adquisición de una moralidad de la asociación (representada por determinadas estructuras de ideales) dependa del desarrollo de las capacidades intelectuales requeridas para considerar las cosas desde una variedad de puntos de vista y para interpretarlas, al propio tiempo, como aspectos de un sistema de cooperación.

¿Cómo se llegan a adquirir deseos de cooperación? Una vez comprobada la capacidad de una persona de sentir simpatía hacia otros, puesto que ha adquirido afectos, mientras sus compañeros tienen el evidente propósito de cumplir sus deberes y obligaciones, él desarrolla sentimientos amistosos hacia ellos, juntamente con sentimientos de lealtad y confianza. Así pues, si los que se hallan comprometidos en un sistema de cooperación social actúan de un modo regular, con el evidente propósito de mantener sus justas normas, entre ellos tienden a desarrollarse lazos de amistad y confianza mutua, lo que les une al esquema cada vez más. Una vez establecidos estos lazos, una persona tiende a desarrollar sentimientos de culpa cuando no consigue realizar su función, sentimientos que se manifiestan en una inclinación a compensar los daños causados, en una voluntad de admitir que nuestra conducta ha sido injusta (errónea) y a disculparnos por ello, o en el reconocimiento de que el castigo y la censura son injustos.

Y así llegamos a la fase de la moralidad de los principios. La moralidad de la asociación conduce, de un modo enteramente natural, a un conocimiento de las normas de la justicia. Una vez que las actitudes de amor y confianza, y de sentimientos amistosos y de mutua fidelidad, han sido generadas de acuerdo a las dos etapas precedentes, entonces el reconocimiento de que nosotros y aquellos a quienes estimamos somos los beneficiarios de una institución justa, establecida y duradera, tiende a engendrar en nosotros el correspondiente sentimiento de justicia. Desarrollamos un deseo de aplicar y de actuar según los principios de la justicia, una vez que comprobamos que los ordenamientos sociales que responden a ellos han favorecido nuestro bien y el de aquellos con quienes estamos afiliados. Con el tiempo llegamos a apreciar el ideal de la cooperación humana justa.

Este sentimiento de justicia se manifiesta de dos formas:

1. Nos induce a aceptar las instituciones justas que se acomodan a nosotros, y de las que nosotros y nuestros compañeros hemos obtenido beneficios. Necesitamos llevar a cabo la parte que nos corresponde para mantener aquellos ordenamientos y tendemos a sentirnos culpables cuando no cumplimos nuestros deberes y obligaciones.

2. Un sentimiento de justicia da origen a una voluntad de trabajar en favor de la implantación de instituciones justas y en favor de la reforma de las existentes cuando la justicia lo requiera.

15. Bibliografía

  • Alvira, R., ¿Qué es la libertad?, Madrid, Magisterio Español, Madrid, 1976
  • Auer, A., ¿Ley o conciencia?, Barcelona, Nova Terra, 1970
  • Ayala, F.J., Origen y evolución del hombre, Madrid, Alianza
  • Castilla del pino, C., “Freud y la génesis de la conciencia moral”, en Victoria Camps (ed.), Historia de la ética. III. La ética contemporánea, Barcelona, Crítica, 1989, pp. 87-117
  • Cela Conde, Camilo, J., “El naturalismo contemporáneo: de Darwin a la sociobiología” en Victoria Camps (ed.),Historia de la ética. III. La ética contemporánea, Barcelona, Crítica, 1998, pp. 601-634
  • Choza, J., Manual de antropología filosófica, Madrid, Rialp, 1988
  • Cortina, A., Ética sin moral, Madrid, Tecnos, 1990
  • —-, Ética aplicada y democracia radical, Madrid, Tecnos, 1993
  • —-, Ética mínima. Introducción a la filosofía práctica, Madrid, Tecnos, 1994
  • Darwin, Ch., La expresión de las emociones en el hombre
  • Dussel, E., Ética comunitaria, Madrid, San Pablo, 1987
  • —-, Ética de la liberación en la edad de la globalización y la exclusión, Madrid, Trotta, 1998
  • Eibleibesfeld, J.V., El hombre preprogramado, Madrid, Alianza, 1977
  • Habermas, J., Conciencia moral y acción comunicativa, Barcelona, Península, 1985
  • Hudson, W.D., La filosofía moral contemporánea, Madrid, Alianza, 1974
  • Hume, D., Tratado sobre la naturaleza humana, Madrid, Editora Nacional
  • Husserl, E., Lecciones de introducción a la ética
  • Kant, I., Antropología filosófica
  • López Aranguren, J.L., Ética, Madrid, Alianza, 1981
  • Lorenz, K., Evolución y modificación de la conducta, México, 1971
  • —-, Sobre la agresión. El pretendido mal, México, Siglo XXI, 1971
  • Marías, J., Antropología metafísica, Madrid, Revista de Occidente, 1973
  • Nietzsche, F., La genealogía de la moral, Madrid, Alianza
  • Piaget, J., Problemas de epistemología genética, Barcelona, Ariel, 1976
  • Rawls, J., Teoría de la justicia, Madrid, FCE, 1978
  • Redondo, M.J., Teorías contemporáneas del desarrollo moral
  • Reymond-Rivier, B., El desarrollo social del niño y del adolescente, Barcelona, Herder, 1976
  • Rochefoucauld, Máximas morales
  • Rousseau, Emilio, Barcelona, Bruguera
  • Skinner, B.F., Ciencia y conducta humana. Una psicología científica, Barcelona, Fontanella, 1970
  • —-, Más allá de la libertad y la dignidad, Barcelona, Fontanella, 1977
  • Wilson, E.O., Sobre la naturaleza humana, Madrid, FCE, 1983
  • Wyss, D., Estructuras de la moral. Estudios sobre la antropología y genealogía de las formas de conductas morales, Madrid, Gredos, 1975
  • Zubiri, X., Sobre el hombre, Madrid, Alianza, 1986
  • —-, Sobre el sentimiento y la volición, Madrid, Alianza, 1993