Tema 42. Ética y política.

Tema 42. Ética y política.

Según su etimología, “político/a” es lo relativo a la polis, término con que los griegos designan la “comunidad” más amplia, última, no englobada en otra posterior y superior, resultado y condición de la plena realización humana. En cuanto miembro de la ciudad se es polites. La constitución estructuras y jurídica de la polis es politeia (que puede también, según los contextos, traducirse por ciudadanía, constitución,res publica, democracia). La idea de polis entraña un sentido de plenitud convivencial que está ausente de los términos latinos civitas, civis, civilis con que literal y respectivamente se traducen polis, polites, politikós. Sustantivado el término, “política” (“la” política) será el conjunto, orden o esfera de todas las actividades e instituciones, saberes y haceres, que se refieren específicamente de uno u otro modo a la polis. Con el término “política” se designa, en efecto, no sólo un determinado tipo de realidad, sino también los saberes acerca de ésta (descriptivos y/o prescriptivos, teóricos/prácticos, científico-positivos o filosóficos, …). Por “política” se entiende también tradicionalmente un “arte” (forma de saber práctico inmediato o simple actuar prudencial de quien posee dotes especiales, más naturales que adquiridas, para la dirección, gobernación o pastoreo de “hombres” en colectividad). Según otras acepciones, usuales también en referencia a ámbitos ajenos a su sentido más propio, “política” es, en general, un conjunto de supuestos, principios, medios, actividades con que se organiza y dirige un grupo humano para la consecución de determinados objetivos (“la política de nuestra empresa”); conjunto de criterios y objetivos, proyectos, planes y programas de acción, global o sectorial, de agentes individuales o colectivos, públicos (“la política fiscal del gobierno”), o privados (“la política de ventas de nuestra Casa”). Y “con política” o “políticamente” se quiere decir, según el contexto, “con cuidado”, “suavidad”, “cortesía”.

La ciencia política puede definirse como un conjunto de enunciados descriptivos sobre las instituciones y acciones políticas. Estas instituciones y acciones consisten básicamente en relaciones de autoridad, gobierno y poder. La acción política será, por tanto, el ejercicio de esas relaciones. Ejemplos de acciones políticas son las decisiones legislativas de una asamblea soberana, o las decisiones ejecutivas de un gobierno legítimo.

La ética determina, por medio de enunciados normativos, qué debe hacerse (a qué se está obligado o, en general, qué debe ser). Esta determinación se realiza por dos vías: mediante la formulación de principios generales y particulares, o mediante la elección de un procedimiento ecuánime y generalmente aceptado, capaz de permitir una decisión sobre cada acción éticamente relevante. Cabe una distinción entre los enunciados de la ética: deontológicos y axiológicos. Los primeros se refieren al deber (por tanto se aplican a una acción o a un agente en tanto que obligatoria u obligado). Los segundos se refieren al valor (se aplican a objetos o estados de cosas en tanto que objetivamente valiosos o simplemente valiosos para alguien).

La ética política puede definirse etimológicamente como la ética propia del estado o la organización social. En este sentido estaría constituida por las normas de acción que efectivamente permiten la convivencia y la cooperación social y coordinan las acciones individuales para fomentar el bienestar general. Por otro lado, desde un punto de vista moderno podemos definir la ética política como la parte de la ética que se ocupa de los principios o normas de acción que deben regir el comportamiento del político en su calidad de gobernante o legislador, responsable, en última instancia, del bienestar y seguridad de todos los miembros del estado.

La ética política adquiere su personalidad a partir de las difíciles relaciones históricas entre ética y política. Mientras la ética filosófica se halla comprometida con la formulación de principios universalmente válidos, que han de generar obligaciones (y, en contrapartida, derechos) irrenunciables, la práctica política se ve abocada a la toma de decisiones que, para hacer compatibles valores en conflicto, han de negar o limitar algunos de los derechos que la ética considera inalienables. Aspectos tópicos de esta vieja disputa son el debate libertad vs seguridad; derecho individual vs interés nacional; derecho de resistencia vs obediencia política, etc.

La ética política es ética aplicada y, «desde la perspectiva de su aplicación, la ética debería ser entendida como el impulso del buen hacer y el rechazo de lo que está mal hecho. Si pensamos en el hacer político, habrá que decir que la ética es el impulso de la buena política y la crítica de la mala política. De algún modo, pues, el discurso ético se encuentra antes y después de la práctica política: antes, porque fija horizontes; después, porque critica sus fallos, desviaciones y omisiones. Si es difícil determinar en qué consiste la buena política, no lo es tanto decir en qué se está equivocando la política, cuando incurre en maldades. De una parte, la política es mala si utiliza procedimientos y medios impropios para fines supuestamente justos y democráticos. La mala política es, en una palabra, la política corrupta. También es mala la política que no se dedica a combatir el mal del mundo: las injusticias, las catástrofes, los privilegios, la violencia, la discriminación, el terror. Ahí es donde entra, como consecuencia, la buena política, dirigida a corregir lo que no es como debería ser» (Camps, V., “El segundo Rawls, más cerca de Hegel”, Daimon. Revista de Filosofía, nº 15, 1997, p. 64)

Tradicionalmente se buscaron caminos para someter la política práctica al imperio de los mandatos morales. Este intento proscribiría la injusticia, llenando de contenido ético la acción política. Sin embargo, este anhelo histórico de la filosofía moral se vio contrariado, paradójicamente, por la ética kantiana. En efecto, el rigorismo, universalismo y formalismo kantianos elevaron tanto la exigencia moral que parecía imposible que una práctica política no acabase por dar la espalda a la ética. Hegel supo ver que la moral pura jamás podría llegar a ser práctica. Ante él se abría un dilema: o justificar la aceptación de un imperativo categórico irrealizable o admitir la práctica impura como única alternativa al quietismo. Hegel optó por esto último.

Ahondando en esta escisión entre principios éticos irrealizables y pragmatismo político sin límites externos, Max Weber formuló una distinción clásica en el campo de la ética política: la distinción entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad o de las consecuencias. Desde Weber seguimos haciendo uso de esta distinción cada vez que abordamos las relaciones entre ética y política. La acción política se debe al cálculo de las consecuencias de sus actos, mientras que una ética basada en principios inamovibles acaba por no poder dar cuenta de las consecuencias de los actos. Así Victoria Camps sostiene, refiriéndose a la distinción de Weber, que mientras una ética pura juzga, critica y niega la acción (sobre la base de los principios), la acción política acaba ensuciándose las manos. Desde esta perspectiva es imposible que la ética pueda iluminar una teoría de la acción.

Pero precisamente la tarea de la ética política es tratar de salvar ese abismo entre los principios y la acción, entre el individuo y la comunidad política. El contenido de la ética política, así como su alcance y el optimismo con que ha afrontado su cometido, han variado históricamente, dependiendo de la concepción ética dominante. Por eso, creemos que el mejor modo de abordar el carácter y contenido actual de una ética política, e incluso su misma posibilidad, es recorrer las etapas históricas más significativas de la relación entre ética y política, aunque sin perder de vista que nuestro objetivo no es el mero análisis histórico, sino la mejor comprensión del momento actual de esta relación. Con vistas a esta comprensión, nos centraremos en la comparación entre el mundo antiguo y la modernidad, comparación que nos llevará a los problemas contemporáneos y nos sugerirá la solución.

1. Tres concepciones sobre el poder

1.1 El poder como relaciones de mercado

El primer autor que trata el problema del poder como una forma de intercambio mercantil en la que las dos partes resultan beneficiadas es Hobbes. Los hombres se dan cuenta de que en el estado natural, que es un estado de igualdad, no tienen seguridad ni posibilidad de obtener ventajas colectivas. Motivados por el miedo a vivir en ese estado, los individuos intercambian sus derechos por la seguridad. Con ello, el soberano obtiene la obediencia de los súbditos siempre y cuando les proporcione seguridad. El contrato social, si bien es político, es un mecanismo que nos permite sopesar las ventajas y las desventajas de la obediencia, por un lado, y, por otro, del ejercicio del poder.

Según Talcott Parsons el poder en un sistema social se genera de la misma manera que el bienestar en las organizaciones productivas de la economía. El paralelismo entre el dinero y el poder se basa en el papel que desempeñan en sus respectivos subsistemas sociales. El poder tiene una función en la política (subsistema por el que se logran metas) paralela a la del dinero en la economía (subsistema adaptativo). La principal función del dinero en la economía moderna es la de ser un medio circulante; es decir, un medio estandarizado de intercambio en términos del cual el valor de los productos puede ser valorado y comparado.

Para Parsons, el poder es un “medio circulante” generado dentro de un subsistema político y lo define como “la capacidad generalizada de cumplir y hacer cumplir las obligaciones vinculantes por unidades en un sistema de organización colectiva, cuando las obligaciones se legitiman porque encuentran un sustrato en ciertas metas colectivas”.

Por obligaciones vinculantes él entiende las condiciones por las que, tanto los que están en el poder como los que lo reciben, se someten en virtud de su legitimidad; todo poder implica un mandato y una relación de derechos y obligaciones.

Así como el dinero tiene valor en virtud de un acuerdo previo para su uso como un medio de intercambio estandarizado, el poder es una capacidad para la consecución de metas colectivas en virtud de un acuerdo entre los miembros de la sociedad para legitimar las situaciones de liderazgo y establecer la posibilidad de que se desarrollen políticas encaminadas al logro de las metas del sistema.

El procedimiento es similar a la creación del crédito en economía. Los individuos invierten su confianza en aquellos que los gobiernan; una vez que los que detentan el poder inician ciertas políticas para alcanzar las metas colectivas, se establece un flujo circular. Todas las personas involucradas ganan en ese proceso.

Parsons distingue dos canales situacionales principales a los que recurre un partido para mandar a otro y dos modos intencionales de ejercer el control. Existe un canal por el que se dan sanciones positivas: el ofrecimiento de ventajas si se cambia de opinión; y otro por el que se dan sanciones negativas: la amenaza de desventajas si no se obedece. También es posible recurrir a un canal intencional de sanciones positivas: se ofrecen buenas razones por las que se debe obedecer; o a un canal intencional de sanciones negativas: se acude a la idea de que se comete un error moral al no obedecer.

Brian Barry propone cuatro formas de ejercer el poder. La primera se refiere a lo que Barry llama activar un compromiso previo. Por ejemplo, en la política las personas creen en las leyes de su país, si se incorporara una nueva ley por el proceso llamado regla de reconocimiento, las personas la obedecerían en virtud de la creencia pasada. El poder se ejerce cuando las autoridades hacen que las personas obedezcan una política particular en función de un compromiso de obedecer previo.

La segunda forma de ejercer el poder se refiere a la posibilidad de que una persona cambie su estado mental de tal manera que desee hacer algo que antes no deseaba. En este caso, se distingue entre una situación en donde se amplía la información para que un individuo perciba que una acción distinta a la que pensaba llevar a cabo es un medio mejor para alcanzar un fin propuesto; y una situación en donde se le convenza para que cambie sus metas. El poder consiste en que los individuos busquen metas distintas de las que habrían buscado.

La tercera manera de ejercer el poder se refiere a la habilidad que tiene una persona, recurriendo a la amenaza, al castigo o a la fuerza física, para que otra haga lo que en principio no quería hacer. En este caso no se altera la preferencia del individuo por cierta clase de acciones. El poder está relacionado con la posibilidad de que el Estado aplique sanciones físicas a los gobernantes o restrinja sus alternativas.

La cuarta forma se refiere a la habilidad que tiene una persona para cambiar los incentivos de otra. Para ello se puede prometer al otro que si lleva a cabo la acción en cuestión obtendrá ganancias; aunque también se puede recurrir a amenazas y a sanciones. En este caso la preferencia del individuo es modificada debido a las ventajas o desventajas que acompañan a la acción que le ordenan. El poder es la capacidad que tiene el Estado para modificar las expectativas de los ciudadanos haciéndoles ver las recompensas que disfrutarán si obedecen o los castigos que sufrirán si dejan de hacerlo.

Para que el análisis económico del poder público sea exitoso debemos tomar en cuenta cuatro factores: a) cuánto pierde el ciudadano si no obedece al Estado; b) cuánto gana o pierde el ciudadano con su obediencia; c) cuánto gana o pierde el Estado por cumplir sus amenazas en el caso de que los ciudadanos no obedezcan; d) cuánto pierde o gana el Estado por habilitar los incentivos en el caso de que los ciudadanos sí obedezcan.

Bajo este enfoque, el poder público puede definirse, en primer lugar, como el costo de oportunidad del Estado para ejercer la influencia en la conducta de los ciudadanos; en otras palabras, el costo de oportunidad por usar su poder sobre los individuos. Esto es lo que se llama el costo del poder del Estado sobre los ciudadanos. En segundo lugar, el poder público se define como el costo de oportunidad de los ciudadanos para rechazar lo que el Estado les impone.

Robert Dahl distingue cinco elementos constitutivos del fenómeno del poder:

1. la base del poder: Los recursos que pueden ser usados para influir en la conducta de los ciudadanos, como son los recursos económicos, las prerrogativas constitucionales, las fuerzas militares, el prestigio popular, etc;

2. los medios del poder; las acciones específicas con las que el Estado puede usar los recursos para que los individuos cambien de parecer, como son las promesas, las amenazas, los llamados públicos;

3. el alcance del poder: el grupo de acciones específicas que el Estado logra, al hacer uso del poder, que realicen los ciudadanos;

4. la cantidad de poder: el incremento de la probabilidad de que los ciudadanos lleven a cabo una acción específica debido a que el Estado usa los medios del poder;

5. la extensión del poder: el grupo de individuos sobre los que el Estado ejerce el poder.

La cantidad de poder que el Estado ejerce sobre los ciudadanos es inversamente proporcional al llamado desarrollo moral de los individuos. Mientras más públicos sean los mandatos que surgen del Estado, mayor es la probabilidad de que el poder se convierta en autoridad, es decir, de que los ciudadanos no sólo obedezcan sino que también compartan las políticas implementadas por los gobernantes. Si un poder es verdaderamente público puede convertirse en autoridad

1.2 El poder como relaciones de consenso

En el concepto de voluntad general acuñado por Rousseau podemos encontrar la idea del poder como consenso. Para Rousseau, de la misma manera que la naturaleza ha dado al hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos. Este poder, dirigido por la voluntad general, toma el nombre de soberanía. En el pacto social se establece entre los ciudadanos una igualdad tal que todos se obligan bajo las mismas condiciones y todos gozan de idénticos derechos.

Para Rousseau, las condiciones de posibilidad del contrato social son la igualdad y la libertad. El poder no implica cambiar la voluntad del otro sino la posibilidad de que todas las voluntades se unan en una sola. Los miembros de la voluntad general no obedecen sino que siguen las leyes que ellos mismos han promulgado.

La idea de poder como consenso se encuentra también en la obra de Hannah Arendt. Ella define el poder como la habilidad humana no sólo de actuar sino de actuar en concertación. El poder no es nunca una propiedad de los individuos; pertenece a un grupo y se mantiene si y sólo si el grupo permanece unido. Cuando decimos que alguien tiene poder nos referimos a que está investido por un cierto número de personas para actuar en su nombre. En el momento en que desaparece el grupo, origen del poder, éste también desaparece.

Arendt nos dice que el poder es la esencia de todos los gobiernos y precede a todos los fines sociales; lejos de ser un medio para alcanzar un fin, es la condición que permite a un grupo pensar y actuar en términos de medios y de fines. El poder no necesita justificación porque es inherente a la existencia de las comunidades políticas; surge siempre que las personas actúan concertadamente. Lo opuesto al poder es la violencia y ésta aparece cuando el poder se ve amenazado. Según Arendt, el desarrollo del poder es un fin en sí mismo, se consolida y se incorpora a las instituciones políticas que le aseguran a los individuos la posibilidad de llevar a cabo sus formas de vida. El poder surge: a) para proteger la libertad; b) como resistencia contra las fuerzas que amenazan la libertad política, y c) en las acciones revolucionarias que dan lugar a instituciones liberales nuevas.

Habermas se ha preocupado por las condiciones en las que se da el consenso. El autor distingue entre la comunicación restringida por los mecanismos de poder y la comunicación ideal mediante la cual se logra una comprensión o entendimiento recíproco entre los participantes en el diálogo.

Habermas critica la idea del poder como consenso porque le parece que el poder nunca ha sido la expresión de un consenso irrestricto. La comunicación restringida y las ideologías ilusorias han servido, más bien, para legitimar el poder a través de convicciones que, aunque sean subjetivamente libres de alguna restricción, se sustentan en creencias falsas.

Para Habermas, el poder tiene una connotación negativa, es un bien por el que los grupos políticos luchan y por el que aquellos que tienen el liderazgo manejan los asuntos públicos. En la ética comunicativa los intereses particulares de los agentes, lejos de ser sometidos a un proceso de intercambio, son sometidos a un proceso de universalización; por esta razón se ha pensado que el imperativo de la ética habermasiana puede ser expresado en los siguientes términos: «En lugar de considerar como válida para todos los demás cualquier máxima que quieras ver convertida en ley universal, somete tu máxima a la consideración de todos los demás con el fin de hacer valer discursivamente su pretensión de universalidad.

Para Rawls, los hombres buscan la manera de vivir en una sociedad bien ordenada; entendiendo por ella una sociedad en marcha, una asociación auto suficiente de seres humanos que, como un Estado-nación, controla un territorio conexo. Para que esta sociedad sea posible es necesario que los individuos, que elegirán los principios reguladores de dicha sociedad, tengan las siguientes características: en primer lugar, deben verse a sí mismos como seres dotados de un poder moral que los capacita para tener una concepción del bien; también deben ser capaces de revisar y cambiar sus concepciones con base en fundamentos racionales y razonables. En segundo lugar, los ciudadanos deben ser personas libres en tanto son la fuente de la que surgen las peticiones válidas. En tercer lugar, los individuos deben tener la capacidad de responsabilizarse de los fines que persigan así como de la valorización que den a sus peticiones.

Después de caracterizar de esta manera a las personas, Rawls las sitúa bajo el velo de ignorancia, es decir, en una situación de incertidumbre que lleva a la elección de los siguientes principios de la justicia:

1. Cada persona tiene derecho al más amplio espectro de libertades básicas compatible con un esquema similar de libertades para todas las demás personas.

2. Las desigualdades económicas y sociales tienen que satisfacer dos condiciones: a) ser para el mayor beneficio de los miembros menos favorecidos de la sociedad; y b) estar adscritas a cargos y posiciones accesibles a todos en condiciones de equitativa igualdad de oportunidades.

Los principios de justicia se relacionan con el poder ya que de ellos surgirán las instituciones cuyos responsables tienen como límite del ejercicio del poder no sólo el primer principio de la justicia sino también, por su compromiso con el segundo, la obligación de redistribuirlo y de presentarlo como una oportunidad.

Por consenso traslapado, Rawls entiende una serie de valores compartidos que permiten la convivencia de “todas las religiones razonables opuestas, las doctrinas filosóficas y morales que tienen una probabilidad de persistir a través de las generaciones y de tener un número considerable de seguidores en un régimen más o menos constitucional”.

Su idea nos propone la existencia de unos acuerdos mínimos que deben compartir los ciudadanos de un régimen democráticos para poder vivir en un sistema de tolerancia. Dichos acuerdos son las condiciones necesarias para que se dé la tolerancia y, al mismo tiempo, son el punto de partida para que progrese el equilibrio reflexivo.

1.3 Concepción teleológica del poder

La concepción teleológica del poder comparte con la visión deontológica la idea de que la moralidad y la política son inseparables, pero retoma también el problema de las manos sucias al adjudicar la bondad a los medios según el fin que se persiga. Esta tesis se vincula, a su vez, con la idea del poder como conocimiento: aquel que conoce cuál es el fin de la sociedad, conoce los mejores medios para llegar a él.

Para Platón, la política es una techné o una destreza similar a la especialización común de la vida social, aunque infinitamente más difícil que cualquiera de ellas. Así como podemos adquirir nuestros zapatos de un artesano hábil en la manufactura del calzado, deberíamos recibir las leyes de un artesano hábil en el arte de gobernar. El orden político tiene ciertos misterios que se refieren al conocimiento secreto que subyace en toda profesión u oficio. En la actividad política debemos buscar a los que conocen sus misterios y no a una multitud que los ignora. Posición en donde no habría una diferencia entre la ética de la convicción y la ética de las consecuencias porque el que tiene la responsabilidad del mando, conoce y puede prever las consecuencias de las acciones.

La visión teleológica parte del supuesto de que ciertos individuos, independientemente de la manera en la que sean elegidos, conocen cuál es el bien común y cuáles son los medios mejores para alcanzarlo; por ello, son los individuos que deben detentar el poder.

En la actualidad este fenómeno se conoce como la tecnocracia. La idea que subyace en la tecnocracia es la siguiente: las sociedades modernas son tan complejas que requieren de la participación de especialistas.

2. Ética y política en el mundo antiguo

2.1 Platón: el condicionamiento político de la virtud

La República de Platón es ejemplo paradigmático del influjo e interdependencia entre ética y política en la mentalidad griega. Ambas disciplinas son concebidas como partes de una única “ciencia del hombre”.

La justificación ética de las costumbres humanas y la justicia de la organización social dependen, según se explica en La República, del conocimiento del bien. La plasmación del bien en la vida individual o en la vida social sólo es posible, respectivamente, si la razón domina el alma humana y los filósofos gobiernan el estado. Por tanto, el estado no escapa a la jurisdicción del bien, y el libro de Platón desarrolla una paralelismo entre el alma humana y la organización social.

Frente a la idea moderna de que la virtud moral (la felicidad) es un fin individual, mientras el estado ha de limitarse a hacerla posible asegurando los medios materiales para alcanzarla, Platón considera que el estado tiene como uno de sus fines (si no el principal) el perfeccionamiento de sus miembros en cuanto hombres, y esto no es posible sin la virtud. El estado debe ser, por así decir, “la condición de la salud de las almas”.

El estado es presentado casi como una institución educativa encaminada a la felicidad sólo indirectamente, a través de la virtud. Siguiendo con la analogía que preside su diálogo, Platón considera que el estado no debe diferenciarse del alma en lo concerniente a sus fines: el fin de ambos es realizar la idea de bien, la justicia.

Desde una perspectiva moderna es fácil deslizarse hacia la conclusión de que esa pretendida identidad definición fines significa realmente el cumplimiento de una “justicia individual” para cada individuo, y una “justicia social” para el estado. Pero esto no es así para la mentalidad griega. Para aquella concepción, según la cual el hombre no se comprende sino inscrito en la sociedad, la justicia individual y la justicia política se deben mutua necesidad: sólo en la polis justa realiza el alma humana su ideal de virtud. Esta estrecha vinculación entre desarrollo personal y organización política es lo que llevó a Jaeger a escribir que «La Repúblicaes el más hermoso libro sobre educación jamás escrito, porque en este libro, el estado aparece como potencia educativa al servicio de la idea de Bien, mediante su racionalización; y su finalidad es la salvación de las almas».

El pensamiento platónico, tal como es expuesto en La República, no permite la escisión entre moral y política. El problema moral es un problema político: el hombre llamado a cumplir el mandato de la justicia sólo podrá hacerlo si el medio social es el adecuado y si cumple adecuadamente su cometido en la sociedad. Aunque también se puede decir que la política está al servicio de la moral, en el sentido de que las condiciones que Platón impone a la república y su caracterización de la estructura política están al servicio de la idea de Bien. En un sentido profundo, la política es concebida como auxiliar de la moral, su consecuencia y su coronamiento.

La conexión ética/política tiene su origen en la propia antropología platónica. Platón distingue tres “almas” o regiones del alma; de ellas, sólo el alma superior o racional tiene capacidad para conocer el bien, por eso el alma racional ha de gobernar a las inferiores. Pero el alma superior necesita de las almas inferiores y del cuerpo, ya que esun alma encarnada. Y como las necesidades del cuerpo y de las almas inferiores sólo pueden ser satisfechas en comunidad mediante la cooperación, el alma superior necesita, para conseguir su fin, una organización política racional(que responda adecuadamente a su objetivo), ya que, como escribe Platón en el Menéxeno: «La organización social es la que forma a los hombres: si es buena los hace buenos; si mala, malos» (238a-238c).

Resumiendo el pensamiento político de Platón podemos decir que la política basada en la forma racional (ideal) de un estado que sea trasunto del hombre en su estructura y fines es la única que promueve la realización personal (pero en comunidad) de la virtud. Y la virtud sólo se realiza completamente bajo el manto de tal organización política.

2.2 Aristóteles y la ética de la polis

Aristóteles identifica el Bien supremo con la felicidad, y la labor de la ética es alcanzarla. Sin embargo existen bienes mediatos que conducen a la felicidad y, por ello, se convierten en objetivos de un comportamiento ético. Entre estos bienes mediatos está la ciudad (polis) y la política (políteia).

Así, en la Ética a Nicómaco, cuando se plantea el problema del conocimiento moral, Aristóteles dice que el saber más importante para alcanzar una vida feliz es la política, pues ella «se sirve del saber de las demás ciencias y prescribe qué se debe hacer y qué se debe evitar, el fin de ella incluirá los fines de las otras ciencias, de modo que constituirá el bien del hombre. Pues aunque el bien del individuo y el de la ciudad sean el mismo, es evidente que es mucho más grande y perfecto salvaguardar el de la ciudad, porque procurar el bien de una persona es algo deseable, pero es más hermoso y divino conseguirlo para un pueblo» (1094b9).

Ahora bien, la identificación aristotélica del bien con la felicidad o eudaimonía no logra aclarar cuál es el contenido de ese bien supremo, objeto de la ética.

Emilio Lledó define la felicidad en sentido aristotélico como la práctica de un ser que tiene logos. El logos es la propiedad exclusivamente humana que permite a los hombres formar parte de una intersubjetividad (mediante el diálogo).

Los compromisos intersubjetivos del logos (en tanto que el diálogo amplía el horizonte de la razón, pero también exige sumisión a reglas y concesiones al “otro”) son la raíz de la moralidad. En efecto, como la felicidad está condicionada a la virtud en la polis (que es el medio de alcanzarla), y en tanto la polis puede entenderse como una comunidad en diálogo, resulta que el fin moral pasa por la aceptación de las reglas políticas de convivencia y por el ejercicio de la virtud ciudadana.

La idea que inspira el pensamiento político de Aristóteles es que «el que no puede vivir en sociedad o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios» (Política, I, 2, 1243-27). La misma comprensión, el mismo concepto de “hombre” incluye la necesidad y la voluntad de la vida social. La ciudad se ve como constituyente de la esencia de lo humano. Por otro lado, Aristóteles reconoce, también en laPolítica, que el establecimiento de la organización política fue el mayor de los bienes, puesto que permite a los hombres desarrollar el sentido de la justifica y encaminarlos hacia la perfección.

Aristóteles se mantiene en el mismo paradigma que Platón, presidido por la intuición de que la dimensión moral del hombre es inseparable de su dimensión política y por el convencimiento de que el fin del individuo sólo puede ser pensado en el marco de la comunidad. La diferencia existe, sin embargo. Aristóteles ha concretado el bien: ahora habla de la felicidad; ha condescendido a señalar bienes mediatos (o de segundo orden) y a admitirlos también como objetivos de una acción moral, y estos bienes mediatos tienen sobre todo un valor político; y, la mayor diferencia, Aristóteles no diseña exactamente una república ideal en la que únicamente pudiera alcanzarse la felicidad, sino que admite que pueda realizarse bajo varias formas políticas (aunque no se abstiene de proclamar cuál sería más deseable y cuál más factible). La importancia de la comunidad es tan grande, que la forma política que adopte pasa a un segundo plano.

Sin embargo, es posible que en esta conclusión esté ya el germen de lo que serán las escuelas helenísticas. Si lo que importa es la comunidad como tal y no su gobierno, cabe buscar la felicidad lejos de los asuntos “políticos”, en la vida privada, mediante la conformidad con ciertos principios generales racionales o simplemente mediante el cálculo prudencial. Estoicos y epicúreos iniciaron un lento camino de escisión entre moral y política que no habría sido comprendido por Platón o Aristóteles, pero que habría de triunfar sobre el sentido comunitario de los grandes maestros griegos.

2.3 La separación entre ética y política en el periodo helenístico

La expedición, y fracaso, de Alejandro Magno con sus ejércitos, desde el 334 al 323 a. C., marcó el punto final de la era clásica y el inicio de una nueva era: el periodo helenístico. La consecuencia más relevante de esta revolución alejandrina fue el hundimiento de la importancia cultural, social y política de la Polis ateniense. Alejandro soñaba con una monarquía universal, de origen divino; de esta forma asestó un golpe de muerte a la concepción de la ciudad-estado. Sin embargo, a causa de su prematura muerte (323), Alejandro no logró su propósito. Tras su muerte surgen nuevos reinos: Egipto, Siria, Macedonia y Pérgamo.

Quedaba así arruinado el valor fundamenta de la vida política y ética de la Grecia clásica, que era el punto de referencia de la actuación moral y que Platón en su República y Aristóteles en su Políticahabían elaborado teóricamente e incluso reificado, convirtiendo la Polisen la forma concreta de un supuesto estado ideal y perfecto. Pese a todo, al hundimiento de la idea de la ciudad-estado no le siguió el surgimiento de otros organismos políticos dotados de nueva fuerza moral, capaces de originar nuevos ideales. Las monarquías helénicas que resultaron de las cenizas de Alejandro fueron instituciones débiles, inestables e incapaces de constituir un punto de referencia para la vida moral de los hombres. Éstos, de ciudadanos, se convirtieron en súbditos; los administradores de la cosa pública se convirtieron en funcionarios y los soldados defensores de la ciudad se convirtieron en mercenarios. Surge así una nueva noción de hombre, que asume ante el Estado una actitud de desinterés e incluso de hostilidad.

En –146 Grecia perdió su libertad, al convertirse en una ciudad del Imperio Romano. El pensamiento griego, al no tener una alternativa adecuada a la Polis, se replegó en el ideal del cosmo-politismo, considerando al mundo entero como si fuera una enorme ciudad, en la que tienen cabida no sólo los hombres, sino también los dioses. De este modo, el hombre helénico se ve obligado a buscar una nueva identidad. Esta identidad será el individuo. Las nuevas formas políticas, en las que el poder es poseído por uno solo o por unos pocos, conceden cada vez más a cada individuo la posibilidad de forjar a su modo la propia vida y la propia personalidad moral. Como resultado de la separación entre el hombre y el ciudadano, surgió la separación entre la ética y la política

3. La filosofía política en la Edad Media

3.1 Agustín

La historia sólo se hace inteligible cuando se distinguen en ella dos ciudades. Toda ciudad tiene como principio de unión un amor común a los hombres que la componen. Partiendo de ello podemos designar dos ciudades, opuestas por sus respectivos fines: “Dos amores han constituido dos ciudades: el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios”.

Sus fundadores son Caín y Abel. No es que sean en su origen dos sociedades visiblemente separadas, pues se trata en realidad de ciudades “místicas”, definidas por la predestinación de sus miembros: o a la salvación, o a la condenación. De ahí provienen sus nombres de “Ciudad de Dios” y “Ciudad del diablo”. También se las puede distinguir de acuerdo con el siguiente principio: los ciudadanos de la primera utilizan a Dios, o a sus dioses, para gozar del mundo. La Iglesia tiene como meta constituir la primera; y la corrompida Roma pertenece a la segunda. Pero no se puede decir qué hombres pertenecen a una y cuáles pertenecen a la otra; aunque irreductibles la una y la otra, están entreveradas. La Iglesia, como antes el pueblo de Israel, tiene como misión reafirmar y mantener la unidad de doctrina, la verdad de la fe, principio de un amor ordenado, mientras que las sociedades paganas se desinteresan de la verdad y toleran las sectas que se contradicen.

La teoría agustiniana de las dos ciudades será el pretexto de las teorías políticas que afirmarán la preeminencia del poder espiritual sobre el temporal, o tenderán a identificar Iglesia y Ciudad de Dios, por una parte, y Estado y Ciudad del diablo, por otra.

3.2 Sto. Tomás de Aquino

Tanto la ética como la política están basadas filosóficamente en Aristóteles, pero con un complemento teológico. Para Tomás el hombre tiene un fin sobrenatural, el cual no puede satisfacer el Estado. De ahí que se plantee también las relaciones Iglesia-Estado.

El Estado, como para Aristóteles, es una institución natural, fundamentada en la naturaleza del hombre. El hombre no es individuo aislado, sino que es un ser social, nacido para vivir en común con otros hombres. Necesita de la sociedad.

Si la sociedad es natural, también el gobierno. Lo mismo que el cuerpo se desintegra cuando falta el alma, también sucede lo mismo si falta el principio que unifique (gobierno) y dirija las actividades de los ciudadanos para el bien común. La cabeza rige el cuerpo; el gobierno, el Estado.

Tanto el gobierno como el Estado son queridos por Dios. Dios es el que gobierna el mundo mediante su Ley Eterna, la razón divina. Las cosas están gobernadas por la razón divina, es decir, llevan dentro una razón de ser, una forma de actuar, conforme a la ley eterna; es la inclinación de la naturaleza, las leyes naturales. Las personas racionales participan activamente de la ley eterna, de la razón divina. En la naturaleza humana existen unas leyes morales (haz el bien y evita el mal) que es la participación del hombre en la ley divina. La ley humana positiva es una concreción de esa ley natural. El Estado no es consecuencia del pecado original (S. Agustín) ni una creación del egoísmo humano.

El Estado es una sociedad perfecta, tiene todos los medios materiales necesarios para conseguir su propio fin (el bien común de los ciudadanos). Para ello es necesaria la paz, la economía, la defensa, los tribunales de justicia, etc., y el gobierno que asegure esas cosas.

El fin de la Iglesia es sobrenatural, más elevado que el del Estado. La Iglesia es una sociedad superior al Estado. De algún modo, aquél debe supeditarse a ésta, en cuanto que no impida lograr su fin. El gobierno del Estado debe facilitar al hombre la posibilidad de conseguir su fin sobrenatural.

Es algo parecido al tema fe-razón. La razón posee su propio campo, pero debe estar supeditada a la fe. El Estado tiene su propia esfera, pero de algún modo debe estar supeditado a la Iglesia.

En las relaciones entre el individuo y el Estado Tomás mantiene que la parte se ordena al todo, y, puesto que el individuo es parte, las leyes del Estado deben ordenarse al todo, al bien común. De alguna manera, el hombre, la parte, está subordinada al todo, estado.

Así, arguye que es justo que la autoridad pública condene a muerte a un ciudadano por crímenes graves, porque el ciudadano se ordena a la comunidad.

La soberanía del Estado no es absoluta, sino que está limitada:

· Por la ley natural: el legislador y el soberano tienen que aplicar y concretar la ley natural, porque los preceptos naturales son muy generales. Pero nunca puede ir en contra de una ley natural, porque la autoridad proviene de Dios y Dios es el autor de la ley natural.

· Por el bien común: una ley puede ser injusta si van contra el bien común (por fines egoístas del legislador). Entonces los súbditos no tienen obligación de cumplirla; es más, es lícito desobedecerles porque hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.

· La autoridad viene dada por Dios al pueblo, y éste es el que la delega en el gobernante.

4. La filosofía política moderna

4.1 La ciencia política del Renacimiento

Entre el último cuarto del siglo XV y el primero del XVI, período en el que transcurrieron las vidas de Nicolás Maquiavelo y Tomás Moro, la civilización europea experimenta una profunda mutación: los descubrimientos geográficos, la evolución del comercio marítimo y, sobre todo, la consolidación de los estados modernos, asentados sobre una amplia base territorial, un fuerte poder militar y el gobierno centralizado de un príncipe soberano. En este marco aparece la “ciencia política”, es decir, la primera serie de estudios técnicos sobre política. Estos estudios son considerados estrictamente políticos porque dejan por primera vez totalmente al margen cualquier compromiso ético del gobernante. Este modo de referirse a la política fue contemporáneo de la reforma y del inicio del mercantilismo y contribuyó notablemente a la conceptualización moderna de las relaciones entre ética y política.

4.2 Maquiavelo

Para Maquiavelo, el estado es la unidad de un país bajo una república o príncipe. El objetivo del príncipe es la grandeza y poder del estado y la seguridad de sus súbditos (pero no necesariamente su felicidad). La virtud del príncipe estará al servicio de este objetivo único y, para ello, ha de incluir, si es necesaria, la crueldad, la astucia y la fuerza. La razón de estado justifica cualquier acción, aunque ésta contradiga las recomendaciones de la recta razón que aconseja a cada individuo el camino hacia la virtud y la felicidad. No obstante, no es correcto afirmar que la razón de estado sea inmoral. La razón de estado se justifica porque se dirige a un proyecto colectivo: el bien de la nación. Si la nación advierte que el príncipe se ha convertido en un tirano, es legítima la rebelión.

Lo destacable de la obra de Maquiavelo, aparte de lo evidente, es que la relación entre el hombre y la comunidad no tiene el más remoto parecido con aquella que se reflejaba en los textos de Platón y Aristóteles. El ciudadano es ahora súbdito. Más que “miembro” de una comunidad, es un “elemento” en el conjunto del estado. Aunque formalmente cada individuo forma parte del estado, la realidad parece evidenciar que el individuo “está” en el estado como quien entra en una casa ajena. Por otro lado, el estado no tiene ya una función “hacia adentro” (cuidado de los ciudadanos), sino hacia afuera; el estado lo es por referencia a los otros estados, en la medida en que se afirma ante ellos por su poder.

Maquiavelo consideraba a la acción política como muy superior a la mera reflexión y, si buena y digna era la tarea que correspondía a los pensadores políticos, mucho más apasionante y noble era la de aquellos que dedicaban su vida a la realización de ese bien que los primeros enseñaban a poner en práctica.

Pero esa sublime tarea tiene también sus exigencias, que básicamente se resumen en subordinarlo todo a aquella que es su meta única y suprema, que no puede ser otra más que la fundación, conservación y defensa del Estado. El político sabe que ese supremo ideal se funda en buenas leyes, en buenas armas y en buenas costumbres, pero conoce igualmente que en su quehacer como hombre de Estado, si quiere alcanzar sus más altos propósitos, necesita recurrir a una serie de acciones que son moralmente malas o que al menos como tales son consideradas. El gobernante no debe ceder ante esos abismos morales que supone recurrir a armas tales como la mentira, el engaño, la crueldad o el crimen. El gobernante debe tener claro aquellos que son sus deberes fundamentales y la defensa del Estado debe constituir para él el valor supremo y, en consecuencia, en todo momento deberá anteponer el bien común al privado, no dudando en amar a la patria más que a la propia alma. Deberá, siempre que pueda, apoyarse en aquellos principios morales que son compatibles con la defensa del Estado y que se orientan a ese fin, pero, puesto que sabe o debe saber que los Estados no se mantienen basándose en padrenuestros y avemarías, y que no siempre la honradez y el comportamiento moral son la mejor política, para conservar el Estado tendrá que estar dispuesto, cuando las circunstancias lo requieran,

a actuar contra la fe, contra la caridad, contra la humanidad, contra la religión. Por eso necesita tener un ánimo dispuesto a moverse según lo exigen los vientos y las variaciones de la fortuna, y a no alejarse del bien, si puede, pero a saber entrar en el mal si se ve obligado (El príncipe, p. 92)

El gobernante que ha optado por una actitud política, debe anteponer ésta a una conducta ética, estando dispuesto en el ejercicio de su cargo, esto es, por razón del poder, a cometer injusticia. Nada debe detenerle, ni las críticas ni la amenaza de una condenación eterna, pues aun en el caso de que creyera en el infierno, debería colocar antes la salvación del Estado que la de su alma. Ésa es su grandeza y también su miseria.

La radical novedad frente a toda la tradición política anterior es la defensa de la autonomía de la política, y la afirmación de la separación y fractura ineliminable entre política y moral. Mantuvo la independencia entre la esfera ética y la política y nunca sostuvo que todo aquello que fuese políticamente conveniente o útil para la conservación y defensa del Estado fuese, por eso mismo, moralmente correcto. Al contrario, creyó que no se podía valorar como justo todo aquello que el Estado considerase útil o necesario para su propia conservación, pues los principios morales que están en la base de la vida civil son válidos en toda forma de vida en sociedad, aun cuando reconozca de forma traumática, y sin hipocresía de ningún tipo, que a veces es necesario violarlos, pero no por ello pierden su predicado moral convirtiéndose en moralmente válidos.

Toda violación de los principios morales y humanos es siempre moralmente condenable, aun cuando sea política necesaria, pues:

En las deliberaciones en que está en juego la salvación de la patria, no se debe guardar ninguna consideración a lo justo o injusto, lo piadoso o lo cruel, lo laudable o lo vergonzoso, sino que, dejando de lado cualquier otro respeto, se ha de seguir aquel camino que salve la vida de la patria y mantenga su libertad (Discursos, III, 41, p. 411)

Un organizador prudente, que vela por el bien común sin pensar en sí mismo, que no se preocupe por sus herederos sino por la patria común, […] jamás el que entienda de estas cosas le reprochará cualquier acción que emprenda, por extraordinaria que sea, para organizar un reino o constituir una república […]. Sucede que, aunque le acusan los hechos, le excusan los resultados, y cuando estos sean buenos, […] siempre le excusarán (ibid, I, 9, p. 57)

El gobernante debe guiarse por criterios de eficacia y, en consecuencia, debe tener siempre presente las consecuencias prácticas que se derivan de su acción. Ciertamente Maquiavelo no se cansa de repetir que un comportamiento piadoso es siempre moralmente preferible a uno cruel, y esto vale también para el gobernante en el ejercicio de su cargo, pero, dado que debe tener como único horizonte de su proceder la consideración de los resultados concretos, en ocasiones puede verse obligado, si las circunstancias lo requieren, a recurrir a la crueldad si con ella consigue resultados políticos satisfactorios que no podrían alcanzarse mediante un comportamiento piadoso.

Son las consideraciones prácticas, tanto sociales como políticas, las que únicamente debe tener en cuenta el gobernante y, una vez hecho el análisis de la realidad objetiva y de acuerdo con las circunstancias, deberá decidir lo que hacer en cada caso. Es preciso recordar que Maquiavelo no acepta ni legitima la violencia como norma del obrar político, sino sólo en casos extraordinarios y en orden, no al mantenimiento del poder por parte del gobernante, sino en orden al bienestar de todos.

Distingue claramente entre la crueldad “bien usada y la mal usada”:

Bien usadas se pueden llamar aquellas crueldades [si del mal es lícito decir bien] que se hacen de una sola vez y de golpe, por la necesidad de asegurarse, y luego ya no se insiste más en ellas, sino que se convierten en lo más útiles posibles para los súbditos. Mal usadas son aquellas que, pocas en principio, van aumentando sin embargo con el curso del tiempo en lugar de disminuir (El príncipe, p. 62)

Es el bien común y no el privado el que legitima el recurso a la violencia en determinadas situaciones pero, puesto que con sus acciones el gobernante lo que busca son buenos resultados, debe conocer bien el alma humana y, cuando necesite “entrar en el mal”, no lo podrá hacer de forma abierta, sino que necesitará simular, engañar y manipular para poder tener éxito, sabiendo “colorear” adecuadamente sus acciones.

Deberá aprender a instrumentalizar las pasiones humanas y a confundir las cabezas de los hombres con todo tipo de embustes, no olvidando que en política lo que cuenta son las apariencias, pues la mayoría de la gente vive lejos de la realidad de las cosas:

Los hombres en general juzgan más por los ojos que por las manos ya que a todos es dado ver, pero palpar a pocos: cada uno ve lo que parece, pero pocos palpan lo que eres y estos pocos no se atreven a enfrentarse a la opinión de muchos, que tienen además la autoridad del Estado para defenderlos […]. Trate, pues, un príncipe de vencer y conservar su Estado y los medios siempre serán juzgados honrosos y ensalzados por todos, pues el vulgo se deja seducir por las apariencias y por el resultado de las cosas, y en el mundo no hay más que vulgo (ib., p. 92)

El gobernante necesita, pues, ser un maestro de la manipulación y de la seducción, y para ello necesita usar persuasivamente el lenguaje con vistas a conseguir la adhesión de los ciudadanos mediante la manipulación de sus creencias, consiguiendo con ello el bienestar de todos y el propio, asegurando no sólo su poder, sino alcanzando honor y gloria. Aquel que detenta el poder no deberá olvidar nunca que el lenguaje retórico por excelencia es el lenguaje religioso, que para Maquiavelo tiene un valor meramente instrumental, dada su capacidad seductora, que alcanza a todos los pueblos, ya sean más rudos o más civilizados, debiendo naturalmente adaptarse o “colorearse” de acuerdo con esas circunstancias:

Y verdaderamente, nunca hubo legislador que diese leyes extraordinarias a un pueblo y no recurriese a Dios, porque de otro modo no serían aceptadas: porque son muchas las cosas buenas que, conocidas por un hombre prudente, no tienen ventajas tan evidentes para convencer a los demás por sí mismos. Por eso los hombres sabios, queriendo soslayar esta dificultad, recurren a Dios […]. Y aunque sea más fácil persuadir de una opinión o un orden nuevo a los hombres rústicos, no es, sin embargo, imposible convencer también a los hombres civilizados y que se supone que son tercos. Al pueblo de Florencia nadie le llamaría ignorante ni rudo, y sin embargo fray Girolano Savonarola le persuadió de que hablaba con Dios (Discursos, I, 11, pp. 65-66)

A Maquiavelo la religión nunca le interesó como un fin en sí mismo, sino sólo como instrumento de manipulación política. Él creía que los relatos religiosos, analizados desde el punto de vista de su contenido, eran más bien “pura cháchara” y “pura superstición”, pero en ningún caso resultaban indiferentes para el poder, y desgraciado el político que lo ignorase.

4.3 Hobbes

Hobbes parte de una antropología que incluye teorías sobre las pasiones, sobre el valor, sobre la motivación, etc. Su argumento le conduce a una de las más completas defensas del absolutismo. Entre las características humanas destaca la razón, que permitiría a cada uno revivir el argumento de Hobbes. Este es un hecho clave, porque equivale a decir que un poder absoluto está racionalmente justificado para cualquier ser humano bien informado, y racionalmente justificado en general. Pero la justificación del estado totalitario que realiza Hobbes en el Leviathan no es sólo una teoría política; es además una teoría moral. El estado de naturaleza del que parte su argumento es un estado pre-moral. La moral se genera mediante el mismo pacto que sirve de base al poder político, y tiene su misma justificación. La moral es otro instrumento para garantizar la seguridad y la paz necesarias para que cada individuo realice sus deseos con completa libertad. Poder político absoluto y moralidad están al servicio del individuo. Pero para ello el poder político carece de límites, y la moral tiene demasiados, pues es una moral de mínimos.

En Hobbes aparece explícitamente lo que en Maquiavelo estaba supuesto: que el estado es una institución separada del individuo; éste se siente ajeno a la organización estatal. El estado es, para Hobbes, una coacción perpetua sobre el hombre-individuo (aunque aceptada por el sujeto racional como medio para la seguridad y la paz). La consecuencia del pensamiento de Hobbes, aunque probablemente no fuese esta su intención, se resume en que el individuo ya no será más que un hombre en o para el estado, sino un hombrefrente al estado.

4.3.1 El ciudadano y el Estado

Admirador del método analítico-sintético de Galileo, se propuso descomponer la sociedad en sus elementos y recomponerlos luego en un todo lógico sistemático. Su filosofía política es, pues, también, más racionalista que empirista, obsesionada muy cartesianamente por la necesidad de nociones exactas y definiciones claras y rigurosas que le sirvieran de base, por más que también aquí se negase a admitir ideas innatas y se guiase por situaciones muy empíricas.

Antiaristotélico por sus tesis, coincide, sin embargo, con el maestro griego en el propósito de promover una “vía media” entre las tensiones partidarias extremas, y en el poner el lenguaje como base de la sociedad y del Estado:

Si el lenguaje no hubiera habido entre los hombres ni Estado, ni Sociedad, ni Contrato de Paz, como tampoco lo hay entre los leones, los osos y los lobos.

El lenguaje hizo del hombre un ciudadano, es decir, le hizo hombre, pues, sin el contrato, el hombre es un lobo para el hombre.

Las dos afirmaciones centrales que organizaron su pensamiento, al imponerle deductivamente la necesidad del cálculo racional como razón de ser del Estado, serán éstas (que, en su opinión, reflejan dos hechos de la mayor importancia):

· En primer lugar, la igualdad natural (biológica de los hombres:

La naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en sus facultades corporales y mentales que […] aún el más débil tiene fuerza suficiente para matar al más fuerte, ya sea por maquinación secreta o por federación con otros…

· En segundo lugar, la escasez de los bienes que todos los hombres apetecen, como consecuencia de sus necesidades. Y así,

de la igualdad [en las fuerzas en competición] procede la inseguridad, y de la inseguridad la guerra

Su clásica defensa del poder absoluto no será la defensa del monarca autócrata que hacían los partidarios de éste, basada en la proclamación del derecho divino (un recurso no menos sobrenatural que el recurso al demonio): será una tesis utilitaria, a la que llegará por el camino del individualismo burgués y laico, y tendrá como objetivo la conservación de la paz en interés de los integrantes de la sociedad civil sobre todo, de los integrantes menos favorecidos por las estructuras tradicionales, pero que tampoco fueran de los que no tenían nada que perder).

El derecho del soberano se funda en el contrato(contrato entre iguales, no pacto entre el soberano y los súbditos); porque el Estado no es una realidad “por naturaleza” que se imponga de suyo, sino, al contrario, es resultado de la puesta en común de los intereses de sus componentes. Se trata, desde luego, de un supuesto lógico, no histórico, como si hubiera habido un verdadero convenio fundacional; y no se refiere a los hombres primitivos (ni a una presunta “naturaleza humana universal”) sino a los hombres tal como Hobbes los conoce. El “estado natural de los hombres “antes” del Estado debe entenderse, pues, como la condición hipotética en que esos hombres que Hobbes conoce se hallarían necesariamente si no hubiera un poder como el del Estado.

El “hombre natural”, como todo cuerpo, tiende a autoafirmarse y autoconfirmarse (“primera ley del movimiento”). Tiene, en consecuencia, un derecho natural a hacerlo: lo que

los escritores llaman comúnmente jus naturale es la libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder como él quiere para la preservación de su propia naturaleza, es decir, de su propia vida, y, por consiguiente, de hacer toda cosa que en su propio juicio y razón conciba como el medio más apto para aquello

Ahora bien, esa misma tendencia da a los hombres, como su condición primera, la colisión, el conflicto; por sí sola llevaría, pues, a la guerra de todos contra todos. Pero hay una “segunda ley del movimiento”, que impulsa al individuo a ceder una parte de aquel derecho a cambio de una cesión similar por parte de los demás:

Que un hombre esté dispuesto, cuando otros también lo están como él, a renunciar a su derecho a toda cosa en pro de la paz y la defensa propia […] y se contente con tanta libertad contra otros hombres como consentiría a otros hombres contra él mismo

La segunda ley no se opone en modo alguno a la primera, antes bien, la confirma, porque “el motivo y el fin del que renuncia a su derecho o lo transfiere no son otros que la seguridad de su propia persona, en su vida y en los medios de preservarla”, es decir, en la propiedad.

4.3.2 Totalitarismo

El contrato es la base del Estado y su única justificación. En consecuencia, si el Estado no garantiza la seguridad (única razón por la que ha sido establecido) pierde su razón de ser. Por eso ha de imponer la obediencia a todos sus miembros, una obediencia que sólo puede estar a su vez garantizada por el “carácter absoluto” del poder. El Estado no puede proteger eficazmente a los individuos (que, para ser protegidos, le han transferido sus derechos) si su poder es discutido o acosado, si no es “absolutamente superior y decisorio”. La propiedad misma, no es tal y no dura más que lo que le place al Estado. Todo ataque al Estado es un ataque a la propiedad, porque es él quien la garantiza al impedir la guerra de todos contra todos y la arrebatiña. Pero para garantizarla, el Estado ha de instituirse “en su propio fundamento”. Propiedad “sólo” querrá decir propiedad “legal”, definida por el mismo Estado. Éste, al servicio de los ciudadanos propietarios, ha de “poder absolutamente” sobre ellos.

El Estado ha de ser eclesiástico y civil a la vez. Y ha de ser así porque no puede haber otra autoridad que se oponga a la del Estado

Una multitud constituye una sola persona cuando está representada por una sola persona; a condición de que sea con el consentimiento de cada uno de los particulares que la componen.

En tanto que regla y organización social, la religión no es filosofía, sino cuestión de Estado. Puesto que una república no es sino una persona, la característica del culto público es ser “uniforme”; y, por tanto, allí donde se autorizan muchos tipos de culto procedentes de las diversas religiones de los particulares no puede decirse que exista ningún culto público, siendo así que

puesto que una república no tiene voluntad ni hace leyes que no sean las confeccionadas por la voluntad de quien posee el poder soberano, se sigue que los atributos ordenados por el soberano en el culto a Dios […] deben tomarse y usarse en cuanto tales por los hombres privados en su culto público

No es admisible que, en nombre de la religión, trate de alzarse otra cabeza que escape a la dirección de la cabeza del Estado.

4.4 Spinoza

Una visión menos proclive al absolutismo, aunque asentada sobre bases similares a las hobbesianas, es la filosofía política de Spinoza. El pensamiento político de Spinoza está dentro de la gran escuela del derecho natural. Como Hobbes, adopta una justificación contractualista del estado partiendo de un estado de naturaleza a-moral o pre-moral hipotético en el que cada hombre tiene un amplio derecho, por naturaleza a cuanto puede alcanzar con su fuerza o habilidad. En este punto, la filosofía política de Spinoza se aparta de la de Hobbes, porque si el inglés deduce que el estado de naturaleza produciría una “guerra de todos contra todos” a la que sólo podría poner fin un soberano absoluto, Spinoza sostuvo que los derechos naturales podrían componerse si cada individuo los realizase conforme a la regla de la razón, es decir, si cada sujeto fuese totalmente consciente de lo que “realmente es su interés” y careciese de debilidad en su voluntad. Como este ideal de racionalidad no se da efectivamente, es necesaria la creación de una organización capaz de coaccionar a los súbditos a fin de que armonicen sus comportamientos (tal como lo harían de modo espontáneo si fuesen perfectamente racionales). Pero el poder político que Spinoza diseña tiene sus límites, lo cual contrasta con la propuesta de Hobbes. El límite del poder del estado es el interés fundamental, de origen natural, que dio lugar a su creación. Y en la medida en que ese interés consistía en buena parte en posibilitar la realización de los derechos naturales, el poder estatal tendrá su límite en el respeto a esos derechos. Esto significa que el poder tiene un límite externo –ético– en su actuación. Pero también se entrevé un segundo significado: que la función del estado, meramente instrumental (al servicio de los intereses naturales de los individuos), carece de un fin ético propio. El ámbito de los fines queda reducido al individuo.

4.5 Rousseau

Rousseau no ve la sociedad como un instrumento necesario para la consecución de los fines personales, sino más bien como el obstáculo para la verdadera felicidad. Este cambio de perspectiva respecto al racionalismo que representaba Spinoza sirve para acentuar la dicotomía individuo/sociedad. En este binomio, el polo valorado es el individuo en “estado natural”. Sin embargo, el pensamiento de Rousseau es complejo hasta el punto de reivindicar, al final de su argumentación, la sociedad como “segunda naturaleza”. En efecto, el ideal rousseauniano de naturaleza y libertad ha sido definitivamente truncado por la sociedad y las instituciones políticas, de modo que el objetivo que hay que plantear es la regeneración de la sociedad, de modo que pueda albergar una suerte de “nueva naturaleza”. Este objetivo puede cumplirse mediante el pacto aceptado unánimemente de someterse a la voluntad general, como si el cuerpo social no fuese la reunión de muchos hombres, sino un sólo organismo. Rousseau representa un intento de recuperar el sentido de la comunidad clásico. Pero, perdido definitivamente aquel sentido, el único modo de garantizar la coincidencia del interés general y el particular es la negación del individuo y sus fines personales. En Rousseau, la política absorbe a la ética, pero tras un complejo movimiento que ha mostrado que la felicidad está reñida con la sociedad y que no es posible una política inocente.

En El contrato social se parte de que la sociedad de su época se asienta en un sistema de desigualdad (“el hombre ha nacido libre y por todas partes le veo encadenado). Ningún ser humano es lo suficientemente fuerte como para dominar, a no ser que convierta la fuerza en derecho. Si hay esclavos por naturaleza – como decía Aristóteles – es porque antes ha habido esclavos a la fuerza. Por naturaleza, nadie tiene autoridad sobre nadie, la violencia no puede legitimar un derecho, por tanto, el derecho ha de estar fundado en un pacto. Este pacto se basa en que el orden establecido ha sido establecido por todos los individuos, de tal manera que éstos, al unirse a la colectividad, no obedezcan a ningún orden, sino sólo a sí mismos. A través de este pacto se alumbra una comunidad, esta comunidad, él la entiende como un sujeto de derecho político, tiene un yo común, una personalidad corporativa que es capaz de expresarse en la voluntad general.

Cuando Rousseau habla del contrato social se refiere a la unidad, pero cuando describe el origen de la desigualdad de los hombres se refiere al Estado.

La capacidad de decisión emana del pueblo, el cual es soberano. Esta soberanía es irrenunciable, indivisible e infalible, ya que en esta soberanía se ha objetivado la voluntad general.

La voluntad general es la voluntad que expresa la justicia, ésta puede estar representada por una minoría, no se la puede identificar con la voluntad de todos, de la mayoría, la cual puede estar al servicio de determinados intereses.

Mediante el contrato social, el individuo deja de ser tal y entra en el reino de la moralidad; es entonces cuando la voz del deber sucede a la del apetito; entrega su libertad para recuperarla en un contexto social legal, e incluso mediante este contrato quedan superadas las pequeñas desigualdades que pudieran existir en el estado natural. La sociedad civil es el contexto ideal donde el hombre puede realizarse; sin embargo, antes había dicho que la sociedad corrompe al hombre, lo cual es una contradicción, aunque contradicción más aparente que real, ya que cuando habla del contrato social, piensa en la pequeña comunidad social, en la politie, y no piensa en la sociedad contemporánea organizada en grandes masas sociales representadas por el Estado. Es en estas pequeñas colectividades donde es fácil identificar el interés privado y el interés común; sin embargo, esto, hoy por hoy, – y en el siglo XVIII – es prácticamente imposible; por tanto, tendremos que concluir que la teoría social de Rousseau es pura utopía, utopía que él mismo reconoce.

Frente a la sociedad contemporánea, Rousseau es pesimista, ya que en esta sociedad predomina la voluntad de todos y no la voluntad general. Pero, si la sociedad actual es insalvable, por lo menos salvemos al hombre; esta salvación del hombre Rousseau la encuentra en una vuelta a la naturaleza; el hombre deberá reencontrar su ideal para poder ser él mismo.

4.6 Ética y política en Kant

Kant reconoce que el lugar de la felicidad individual es la sociedad. No obstante, el ser social del hombre no excluye la competencia y lucha en la sociedad: parece que los hombres se odiaran tanto como se necesitan. Este rasgo (insociable sociabilidad lo llama Kant) acentúa el hecho, clave en la filosofía kantiana, de que la felicidad no tiene nada que ver, en un plano esencial, con la vida en sociedad. Kant considera que el fin de la moral está constituido por la felicidad y la virtud, al igual que la ley moral que de él se deriva, tienen un carácter autónomo. La autonomía moral supone que la razón de cada hombre no sólo puede, sino que de hecho hace aparecer en cada sujeto la ley moral. El conocimiento moral incluye el conocimiento del fin moral así como del principio que rige el comportamiento correcto. Para el sujeto autónomo kantiano, la sociedad (y la organización política) son una condición empírica de la realización de su fin moral, pero no contribuyen a su formación o comprensión de modo directo.

Por otro lado, el político no se ve liberado de los lazos de la rigurosa moral kantiana. En tanto que político, los imperativos morales adquieren concreciones especiales, debido a la especial naturaleza de la acción política, pero se mantienen en los mismos términos. Se ha dicho que Kant es el primer filósofo en hablar de una ética política. Es cierto que es el primero en hacerlo desde un paradigma moderno, porque aplica una categoría que la modernidad generó para el individuo a un grupo de acciones realizadas por hombres en tanto que representantes del interés general. Para Kant, la ley moral obliga tanto a los individuos como a los estados, aunque él mismo reconoce la peculiaridad de la ética política respecto de la individual. Pero ésta es la cuestión contemporánea de la ética política: precisar las características de una ética aplicada a la política, así como justificar la limitación ética en la acción política.

La concepción política fundamental de Kant se mueve en el terreno de aquellas ideas que habían cobrado su expresión teórica en Rousseau y su acción práctica visible y tangible en la Revolución francesa. No en vano ve en esta revolución una promesa de realización de los derechos de la razón pura. El verdadero problema de toda teoría política reside para él en la posibilidad de hacer compatibles las diversas voluntades individuales con una voluntad total, de tal modo que, lejos de destruir la autonomía de la voluntad individual, la haga valer y la reconozca en un sentido nuevo.

Por lo tanto, toda teoría del derecho y del estado no debe pretender ser, filosóficamente considerada, otra cosa que la solución del problema de hasta qué punto la libertad de cada cual debe limitarse a sí misma, por obra de la necesidad de una ley racional por ella reconocida y acatada, de tal modo que admita y fundamente la libertad de los demás. En palabras de Kant:

Trátase más bien de una simple idea de la razón, pero que no por ello deja de tener su realidad (práctica) indiscutible, a saber: la de que obliga a todo legislador a redactar sus leyes como si pudieran haber nacido de la voluntad coaligada de todo un pueblo y ver en cada súbdito, si ha de ser verdadero ciudadano, como si realmente hubiese dado su voto para la formación de aquella voluntad. Pues tal es la piedra de toque de la legitimidad de toda ley pública.

Sin embargo, allí donde esta regla no se cumpla, allí donde el soberano se arrogue derechos que sean incompatibles con ella, ni el individuo ni la totalidad empírica del pueblo se hallan asistidos en modo alguno por el derecho a resistirse a la fuerza. Conceder semejante derecho equivaldría a echar por tierra la base efectiva sobre que descansa todo el orden del estado como tal. La autoridad del jefe del estado debe ser inatacable en su existencia efectiva; lo cual no quiere decir que la teoría pura, que los principios éticos de validez general no tengan derecho a exigir que nada se interponga en el camino de su ilimitada aplicación.

Por tanto, la resistencia que autoriza a proceder contra el poder del estado y que en determinadas circunstancias es necesaria y se impone contra él, tiene un carácter puramente espiritual. En toda colectividad tiene que existir una obediencia regida por leyes coactivas al mecanismo de la organización del estado, pero tiene que existir también un espíritu de libertad y, por tanto, el derecho a ejercer la crítica pública de las instituciones existentes. Por consiguiente, el derecho a la resistencia, que algunas teorías de derecho público conceden al ciudadano se reduce, para Kant, a la simple “libertad de escribir”; pero ésta, por ser “el único paladín de los derechos del pueblo”, debe ser considerada como inatacable por el soberano

5. Conclusión sobre el despliegue histórico de la relación

La formulación kantiana de la relación entre ética y política está aún en buena medida vigente. A esta formulación se arriba desde la asunción de los postulados modernos cuyas bases encontramos en figuras como Maquiavelo. Pero esta formulación sugiere una pregunta: ¿cómo es posible modernamente el planteamiento de un problema que habría carecido de sentido en la antigüedad? No es exagerado decir que la cuestión habría carecido de sentido si tenemos en cuenta que nos hallamos ante dos paradigmas absolutamente diferentes.

Un primer rasgo que distingue la ética clásica de la moderna es que se refieren a otras de distinta naturaleza. Esta es quizá la distinción fundamental. Los griegos veían la ética como el conjunto de normas capaces de conducir a la felicidad personal. Se trataba básicamente de recomendaciones para vivir una “vida buena”. Aunque esta idea, así formulada, es muy general, se puede decir que el griego piensa en normas para elciudadano o para el hombre con relación a sí mismo o a la naturaleza. Por el contrario, la norma ética es pensada modernamente como una norma intersubjetiva. Esto es, un mandato sobre cómo actuar en contextos de interacción con otros agentes morales (en sociedad o fuera de ella). Es cierto que la ética contiene preceptos referidos a uno mismo, pero esto es, en el paradigma moderno, debido a la universalidad de la norma, que incluye al agente, no en cuanto agente, sino en cuanto un representante más de ese “otro generalizado” respecto al cual rige la norma. En sentido contrario, también es cierto que la moral clásica exigía ciertos comportamientos hacia la comunidad, pero la comunidad misma no se veía como algo ajeno al propio agente, sino como un constitutivo de su propia personalidad. De este modo, se da una casi-paradoja, pues resulta que el individuo moderno, precisamente por su carácter autónomo, es libre respecto de sí mismo, y se siente moralmente obligado respecto a otros (o respecto a sí mismo tomado como “otro”), mientras el ciudadano griego está moralmente comprometido consigo, en persecución de su felicidad; pero veamos adónde conducen estos paradigmas: el sujeto clásico reconoce que la felicidad sólo es posible en la polis, y así se diluye en la comunidad y acepta como propias las normas que ella impone; mientras, el individuo moderno, al elevar los valores “libertad” y “autonomía” por encima de cualesquiera otros, no toma a la sociedad más que como un medio para sus fines personales, y sustituye la integración plena en la comunidad por el respeto a ciertas normas “objetivas” (objetivadas desde su propia autonomía).

El individuo moderno, armado del universalismo moral, no requiere una “comunidad” donde realizar su ideal de felicidad, ya que las normas que han de obedecer se han objetivado, o, si se quiere, la comunidad se ha ampliado a todos los semejantes (por eso el esfuerzo emancipador moderno se ha cifrado en mostrar que los grupos marginados, como las mujeres, los niños, ciertas razas, etc., son “semejantes” del paradigma de sujeto moderno: son “hombres”). Las implicaciones políticas de la ética moderna son enormes. La versión política del universalismo ético es el imperialismo, así como la versión de la autonomía es el mercantilismo liberal. Hay que señalar, sin embargo, que la ética moderna hunde sus raíces en el cristianismo, y que el imperialismo político moderno no es sino la versión secularizada del Sacro Imperio. En cualquier caso, lo importante para nuestro tema es que las formas políticas varían simultáneamente con las formas de eticidad. La relación es tan fuerte que no es posible establecer una relación unívoca de causalidad. La concepción ética influye en la configuración del estado y la forma política conlleva también una ética determinada.

6. Sociología y filosofía: hacia una definición de la ética política

A pesar del esfuerzo de Kant por proveer los materiales para una política ética, lo cierto es que la magnitud de su filosofía práctica es tal que sus escritos políticos pasaron desapercibidos, y se admitió la veracidad de la lectura según la cual los principios morales poseen tal dignidad que ningún cálculo consecuencialista permitiría su cancelación. Esta lectura mitificó la ética kantiana. Por otro lado, Kant sostuvo que no tiene sentido distinguir entre una moral pública y otra privada, pues desde la perspectiva de la razón el interés particular ha de coincidir con los de todos los demás. Como consecuencia de todo esto, Hegel se encontró con un solemne edificio ético presidido por el imperativo categórico formal kantiano, filosóficamente inapelable, pero de difícil aplicación a determinados aspectos prácticos, como por ejemplo la política. Así –como escribe Victoria Camps– «Hegel desmitifica la ética para acercarla a la actuación política [¼]. Se da cuenta de que la moral pura jamás podrá ser práctica y apuesta por una práctica impura en detrimento del irrealizable imperativo categórico». Es importante destacar que lo que Hegel plantea es una opción, más que una renovación. No niega la pregnancia de la ética kantiana, simplemente la compara con un concepto más laxo de norma de acción y muestra la inoperancia del imperativo categórico. La posibilidad de un comportamiento ético ajustado al principio ético y la posibilidad de una acción política impura inician un camino paralelo, e igualmente sancionado por la razón, según Hegel. En este momento comienza una división que será conceptualizada por M. Weber.

Weber analizó el problema de la relación entre ética y política influido por la ética kantiana y su desarrollo en Hegel y el idealismo alemán; pero su reflexión tuvo muy presentes los datos empíricos, ya que el político (la acción política) no puede desentenderse de la realidad social. Como punto de partida, Weber acepta que el comportamiento ético es el ajustado a los principios o normas morales, que son por definición inderogables y universales. Pero observa que mantenerse fiel a los principios significa fracasar como político. Sea cual sea la ética del político no es una ética de principios. La realidad somete a una prueba demasiado dura a los principios morales: impone ciertas actuaciones que están en desacuerdo con ellos. La práctica política no es, sin embargo, el campo de la a-moralidad o de la inmoralidad. La necesaria obediencia a las leyes las somete a ciertos requisitos éticos. Por lo general, los ciudadanos sólo se sienten obligados a obedecer leyes “legítimas”, y la legitimidad viene dada por el procedimiento legislativo (que ha de ser imparcial, justo) y por el contenido de las mismas leyes (que ha de responder a ciertos fines comunes o a principios también comúnmente aceptados). Es decir, la acción política tiene que estar sujeta a condiciones externas a la política misma, condiciones que podemos denominar éticas. Pero si esta ética política no es la ética de los principios ¿de qué ética se trata? Pues bien, si la ética kantiana pretendía universalidad y validez general, sin atender a la realidad social, la ética política debe estar en perpetua comunicación con la realidad social, política, económica y cultura, asumir los objetivos de las comunidades políticas grandes y pequeñas, componerlos y tratar de fomentar a la vez los valores que la sociedad reclama, todo ello mediante el cálculo de las consecuencias esperadas de las acciones. La ética política tiene su origen en las necesidades de la práctica política, constituyendo un ámbito normativo separado del propiamente moral, de modo que Weber, al percibir esta separación radical, hubo de negar lo que Kant llamó “ética política”, que era el intento de prolongar el imperio de la norma moral en el campo de la práctica político-jurídica.

Así, si el modelo deontológico y formal kantiano se ajusta a la vida moral personal, la ética política exige un modelo de corte utilitarista (o al menos consecuencialista) y teleológico. Weber denominó a la a primera “ética de la convicción”, y a la segunda “ética de la responsabilidad”. La primera es propia del intelectual, la segunda del político.

Esta distinción weberiana ha sido el punto de partida de la ética política contemporánea. En este sentido, la teoría de Weber pone de manifiesto la complejidad de la ética política, que no puede renunciar a los fines, pero tiene que tener en cuenta las consecuencias de sus actos.

El aspecto menos aceptable de la dicotomía conceptualizada por Weber es la asunción de que la división es algo natural, como si hubiera una “doble verdad”. La aceptación de la tesis de Weber supone dejar al político las manos libres para alcanzar los fines sociales del modo que crea más conveniente o eficaz. Pero si cada acción concreta escapa al control social, no sólo peligran derechos fundamentales, que pueden ser sacrificados en aras de la mejor consecución del fin común, sino que el propio fin puede estar en peligro o quedar desvirtuado. La demanda común de la inmensa mayoría de filósofos políticos actuales es que la relación entre la demanda social, expresada en principios y valores comúnmente aceptados o mayoritarios (que afectan tanto a los fines como a los medios políticos admisibles para alcanzarlos) y la acción política, debe ser de retroalimentación: de modo que la práctica política tome como punto de partida los fines y principios sociales que ella misma contribuye a crear y desarrollar, y la capacidad crítica de la sociedad se mantenga, para poder controlar y corregir continuamente la acción política.

El problema del control político nos conduce al planteamiento de la función de una ética política.

7. Los valores morales y los valores políticos

Weber concibió el problema de la relación entre la ética y la política recurriendo a la distinción entre la ética de la convicción y la ética de las consecuencias. Si actuamos de acuerdo con la primera, nos guiamos por máximas, si dirigimos nuestra conducta de acuerdo con la segunda, tenemos que examinar cuáles son los efectos de nuestra acción.

Para Weber, la ética no puede eludir el hecho de que para conseguir fines buenos hay que contar con medios moralmente dudosos, o al menos peligrosos, y con la posibilidad e incluso la probabilidad de obtener consecuencias moralmente reprochables. Ninguna ética del mundo puede resolver cuándo y en qué medida pueden ser sacrificados los medios y las consecuencias laterales moralmente peligrosos, en virtud de un fin moralmente bueno.

La pregunta principal sobre las relaciones entre ética y política es: ¿el fin justifica los medios? Esta pregunta ha tenido varias respuestas. Así, para Maquiavelo, el fin justifica los medios. Esto significa que las acciones políticas no pueden ser juzgadas moralmente como buenas o malas. Los medios no tienen un valor en sí mismos, éste les es otorgado por los resultados que se obtienen con la acción. La originalidad de Maquiavelo radicaría en sostener la doctrina de la doble moral: existe una moral para los soberanos y otra moral para los súbditos:

Y ha de tenerse presente que un príncipe, y sobre todo un príncipe nuevo, no puede observar todas las cosas gracias a las cuales los hombres son considerados buenos, porque a menudo, para conservarse en el poder, se ve arrastrado a obrar contra la fe, la caridad, la humanidad y la religión. Es preciso, pues, que tenga una inteligencia capaz de adaptarse a todas las circunstancias, y que, como he dicho antes, no se aparte del bien mientras pueda, pero que, en caso de necesidad, no titubee en entrar en el mal (El Príncipe)

Según un punto de vista opuesto al de Maquiavelo, la política y la moral no pueden separarse. Para los defensores de este punto de vista, la justificación moral de los medios por los fines es negativa. Esta posición suele ser llamada deontológica y defiende que hay acciones, a pesar de la bondad de sus fines, que no pueden ser justificadas bajo ninguna circunstancia. Ello se debe a que los individuos tienen ciertos derechos que obligan a aquellos que tienen el poder a tratarlos como fines y no exclusivamente como medios. Por otro lado, los que sustentan el poder también tienen ciertas obligaciones de acuerdo al puesto que ocupan, el cual les impide, prima facie, e independientemente de las consecuencias, llevar a cabo ciertas acciones. Los derechos y las obligaciones son el origen de las máximas que deberían ser respetadas independientemente de los fines propuestos. Algunas de estas máximas se refieren a la integridad física, moral y social de las personas. Finalmente, el límite del poder se encuentra en los derechos de los individuos, pero los que sustentan el poder piensan más en términos de lo que están haciendo que en sus consecuencias.

Weber vislumbró el problema en el que podemos caer si adoptamos una ética de la convicción: podemos transformarnos en profetas quiliásticos, es decir, en un tipo de personas que, por ejemplo, al defender de una manera absoluta ciertos derechos no caen en la cuenta de que están violando otros.

Con respecto a las relaciones entre ética y política podemos distinguir tres posiciones: a) integrismo ético, según el cual ética y política son dos realidades opuestas y, al tener que elegir una de ellas, la elección ha de recaer en la ética; b) realismo político, según el cual, en el caso de oposición entre moral y política, la elección debe recaer en la política, sacrificando los principios éticos; c) postura sintéticaentre las dos realidades.

7.1 Integrismo ético

La política ha sido considerada con frecuencia como el lugar de cita de la hipocresía, la mentira, el engaño y demás vicios contrarios a la limpia ejecutoria del hombre moral. Más aún, la política en sí misma ha sido vista como realidad contraria a la ética y, consiguientemente, como un asunto inmoral. Entre las posturas que por motivos de integridad moral rechazan la política destacan cuatro:

1. El rechazo burgués: nace de la reducción individualista de la moral y conduce a considerar y a hacer de la política un “juego sucio” en el cual los políticos han de claudicar inevitablemente de sus principios éticos.

2. El rechazo anarquista: nace de la absoluta desconfianza ante toda forma de poder (“ni Dios ni amo”) y conduce a buscar la solución de los problemas de la clase obrera en la actuación directa de los afectados.

3. El rechazo marxista: (del marxismo “ortodoxo”), según el cual las estructuras políticas pertenecen a la etapa alienada de la humanidad, supraestructuras que desaparecerán necesariamente en la etapa final, en la que la sociedad civil encontrará su perfecta identificación.

4. El rechazo del fundamentalismo religioso: algunas sectas e iglesias protestantes consideran que la religión prohíbe la injerencia de sus fieles en los asuntos políticos, con el argumento de que estos fieles “viven en el mundo, pero no son del mundo”.

7.2 Realismo político

El “realismo político” coincide con el “integrismo político” en que ética y política son irreconciliables. Pero se distinguen en la toma de postura: mientras que el integrismo moral opta por la ética, el realismo político prefiere sacrificar los principios morales en bien de los intereses políticos.

Los “realistas” y los “realismos” abundan en la historia de la acción y de la doctrina política. El teórico más notable de esta corriente es Maquiavelo. Otros propugnarán la autonomía total de la política y considerarán la acción política como norma de sí misma, exigiendo la eliminación de cualquier referencia a la moral. Hegel llegará a identificar el “ser” y el “deber” en la categoría del “Estado ético”.

No escapan de los presupuestos y de las conclusiones del realismo político la mayor parte de los sociólogos y cultivadores de la ciencia política (Weber y Pareto incluidos). La pretensión de una ciencia política regida únicamente por leyes estrictamente técnicas, es decir, éticamente neutrales, debe considerarse como una forma más de realismo político, en el que entran por igual la virtú maquiavélica o la “razón de Estado”.

La “razón de Estado” es un principio de legalidad que se atribuye al Estado político, y que éste ejerce en casos excepcionales, recurriendo a medidas que se hallan más allá, o están al margen, de la legalidad comúnmente admitida. El procedimiento concreto de actuación se somete al secreto, y se argumenta aduciendo el interés supremo del Estado. Las teorías que defienden la razón de Estado provienen del siglo XVII y se refieren inicialmente a la actuación política del cardenal Richelieu, que subordina la religión a la política, pero el descubridor del concepto es Maquiavelo, que en El Príncipe y los Discursos, atribuye al Estado la misma dignidad que la religión o la ley, pudiendo por ello no estar sometido a estas y guiarse por razones exclusivamente propias. La constitución de los estados democráticos, que sitúa la soberanía en el mismo ciudadano, quita fuerza a la argumentación, y plantea la cuestión del sometimiento del poder a la legalidad vigente y a la ética.

7.3 Síntesis: la moralización de la política

Entre los intentos que se han llevado a cabo para conciliar política y ética destacan los siguientes:

1. Moralización del “Príncipe”, partiendo de la base de que, moralizando al sujeto principal del poder, todo el sistema quedaría moralizado.

2. Moralización de la política mediante el control de la religión.

3. Moralización de las estructuras políticas merced a sistemas de autocontrol de las mismas estructuras (división de poderes, participación popular, Constitucionalismo, Estado de derecho, etc.)

4. Moralización del “tacitismo” de los siglos XVI y XVII: el tacitismo entra en diálogo con Maquiavelo y acepta su planteamiento realista de la política. Pero cree superarlo haciendo ver, por una parte, el valor políticamente útil de la virtud, con su función pragmática: la verdadera razón o conveniencia del Estado necesita imprescindiblemente de la virtud moral. Los gobernantes malos son siempre, en definitiva, malos gobernantes.

5. Moralización burguesa y “moralista”: consiste en la acomodación de la conciencia moral, es decir, en componérselas casuísticamente para que el comportamiento elegido satisfaga, a la vez, a la exigencia ética y a la instancia política. Con “manga ancha” y una cierta “mala fe” siempre se puede llegar a un “compromiso” tranquilizador de la conciencia.

8. El papel de una ética política en una sociedad democrática

Suponiendo que el esquema político democrático es un esquema irrenunciable, las funciones que, según la filosofía política y la ética, debe cumplir la ética política en una sociedad democrática son:

1. La primera función consiste en relacionar la legitimación con la justicia. Una institución es legal simplemente por ajustarse a las leyes, pero su legitimidad sólo se da cuando las leyes que la dotan de legalidad se consideran a su vez dignas de ser obedecidas por haberse elaborado conforme a un procedimiento aceptable por todos. En nuestra sociedad democrática este procedimiento es la decisión mayoritaria. Ahora bien, el ajuste a ese procedimiento no implica necesariamente la justicia de una decisión legislativa. La ética debe permitir ese juicio sobre una base que no discuta los principios democráticos.

2. Una ética democrática debe preservar la convivencia de todos los valores presentes en la sociedad (incluso de los minoritarios), pero fundamentalmente, debe ser capaz de articular los tres valores fundamentales de la democracia: vida, libertad e igualdad.

3. La ética es el instrumento que permitirá el control social de los gobernantes. El control extra-político de la acción política es imprescindible para la salud democrática, y no sería posible si la ética no proporcionase una puente entre el sentir social y los políticos, y, lo que es más importante, una base aceptada desde la que argumentar, un punto de referencia para ejercer ese control.

4. La sociedad debe mantener una valoración de la actividad política (para garantizar la retroalimentación que exigíamos en el epígrafe anterior) y de la acción de gobierno. Y ese marco valorativo debe ser establecido por la ética política.

5. Partiendo de que los fines comunes son seleccionados democráticamente y luego encomendada su realización al político, la ética debe permitir decidir, supuesta la deseabilidad del resultado, el modo en que va a realizarse.

6. La ética política debe dar razones para la acción a cada agente político. Esto es, convencer racionalmente a cada agente de la obligatoriedad de sus compromisos políticos y de la inderogabilidad de los fines comunes. Así, una ética política debe proveer razones (normas) gracias a las cuales el legislador se sienta íntimamente comprometido con su tarea política y no renuncie a los fines socialmente determinados, el súbdito encuentre justificada su obediencia a leyes justas a la vez que halle argumentos para oponerse a las injustas, etc.

9. Éticas procedimentalistas: un modelo para la ética política

9.1 Procedimiento, legitimidad y justicia

Denominaremos en general éticas procedimentalistas a un conjunto de teorías éticas contemporáneas que, situándose en el nivel postconvencional según los grados de desarrollo de la conciencia moral de Köhlberg, han venido a revolucionar el panorama ético del siglo XX. La ética comunicativa de Habermas, la teoría de la justicia de Rawls o la moral por acuerdo de Gauthier podrían incluirse entre la ética procedimentalistas.

Para explicar esta denominación será conveniente recordar que, según la teoría del desarrollo moral de Köhlberg, el estadio postconvencional se caracteriza porque la reflexión moral no se dirige hacia los contenidos materiales de la norma, sino hacia los procedimientosmediante los que poder declarar qué normas surgidas socialmente son correctas. La ética es “moral pensada” y no “moral vivida”: las normas proceden del mundo vital y la filosofía moral se limita a descubrir los procedimientos para legitimarlas.

Una teoría ética procedimentalista es pertinente cuando el agente moral cuyo comportamiento ha de explicar y valorar (e incluso normar) ha alcanzado el nivel postconvencional. Esto no sucede con la mayoría de los ciudadanos de una democracia (agentes morales por excelencia), pero sí con las instituciones. Esto implica que el modelo procedimentalista de ética es adecuado para elaborar una ética política, aun cuando fuese cuestionable su aplicación generalizada. De hecho, nuestro sistema político, la democracia, se basa en el principio de no prejuzgar el contenido de las leyes (políticas y jurídicas). El único examen que han de superar las normas es el del procedimiento, en el sentido siguiente: si una ley es votada por determinada mayoría (o sus representantes) o pudiera haberlo sido, se considera, sin más, legítima. La mayoría requerida para cada tipo de ley se ha determinado previamente, bien de modo consensuado o unánime, bien mediante una mayoría generalmente incuestionada (es decir, tácitamente aceptada por todos como procedimiento de decisión), como pudiera ser la “mayoría absoluta”. Tanto en la determinación de la mayoría necesaria, como en el test de legitimidad, no se alude al contenido de la ley, sino sólo al procedimiento de toma de decisiones o, a lo sumo, al tipo de leyes (al que debe aplicarse determinado procedimiento). En una democracia tenemos, sin embargo, la impresión frecuente de que se cuestiona la validez de la decisión mayoritaria. Muchas veces se trata simplemente de que los mecanismos de representación no funcionan adecuadamente, y lo que se discute es que los representantes de la mayoría reflejen exactamente los valores y preferencias de ésta. En estos casos la crítica se dirige contra el mal funcionamiento del sistema político, que no permite que elauténtico procedimiento democrático resuelva las decisiones que afectan a todos. Pero en otros casos sí se cuestiona realmente la decisión procesalmente correcta. Esta es la situación en que existe legitimidad política (de una norma, por ejemplo), pero se niega la justicia objetiva de la misma. Y son las ocasiones en que el individuo se siente legitimado, e incluso obligado, a desobedecer la norma por motivos morales.

El problema del argumento ético basado en principios o convicciones es que no tiene nada que ver con el discurso político, por eso conduce al punto muerto que los filósofos políticos contemporáneos observan en el pensamiento de Weber. Por el contrario, el discurso ético procedimentalista se basa, bien en una teoría de la acción comunicativa (Habermas y Apel), bien en una teoría de la racionalidad económica (Rawls y Gauthier). Ambos discursos son familiares a la política democrática y parten de los mismos supuestos, por ello este modelo ético permite lanzar un cabo entre ambas orillas teóricas.

No debe entenderse, sin embargo, que procedimentalismo significa en ética algo semejante a lo que significa en la teoría de la legitimidad democrática. La ética procedimentalista eleva a principio el procedimiento. El procedimiento acaba por ser la piedra de toque para validar una norma ética, pero hay que hacer dos precisiones importantes:

1. El mismo procedimiento está siendo evaluado constantemente (en un nivel teórico) para evitar que introduzca desviaciones en el juicio objetivo para el que ha de servir en la práctica. Así, debe conseguirse un procedimiento rigurosamente imparcial o unánimemente admitido (la unanimidad garantiza la imparcialidad pues nadie aceptaría un procedimiento que le perjudicase personalmente).

2. Veíamos que la teoría de la legitimidad democrática no permitía, en principio, juicios materiales sobre el contenido de las normas. Parecería que en ética podría pasar lo mismo, podríamos vernos abocados a admitir normas éticas procesalmente imparciales, pero cuyo contenido contrariase nuestras convicciones. Esto no será así. Primero, hay que decir que no siempre la norma ético-práctica que el análisis filosófico sanciona coincide con nuestra convicción personal. Pero enseguida hay que dejar claro que las éticas procedimentalistas sí se muestran capaces de formular juicios sobre el contenido de las obligaciones morales concretas.

En este sentido Habermas, pero sobre todo Apel, insisten en que la ética comunicativa es una clase de formalismo. En efecto, al situarse en el nivel postconvencional, no se preocupa, teóricamente, del contenido de la norma, pero permite, en la práctica, el juicio de normas concretas de modo análogo a como opera el imperativo categórico kantiano. La diferencia es que la ética kantiana es monológica (consecuencia de ser autónoma), mientras que la ética comunicativa es dialógica. Y precisamente en esta diferencia se cifra su capacidad de salvar la separación entre ética y política.

9.2.La doble vertiente de la ética

Los teóricos de la ética comunicativa no desconocen la doble vertiente que la ética debe presentar. Apel considera que la labor de la ética es doble: por una lado tiene que fundamentar principios morales; por otro, ha de configurar el marco de aplicación de los principios a contextos de acción.

9.2.1.El ámbito de los principios

Habermas construye el núcleo de su ética comunicativa en el concepto de comunidad ideal de diálogo. Para Habermas el procedimiento imparcial y justo parte del reconocimiento de los límites de la racionalidad humana y, por tanto, debe basarse en el diálogo.

Las normas aceptables son aquella que podrían haberse “consensuado” en el marco de una comunidad de diálogo exenta de los condicionamientos empírico-históricos. Las reglas de la comunicación y el discurso adquieren así la categoría de un a priori lógico de la ética, y garantizan la consideración igual de los seres racionales.

Rawls, por su parte, justifica los dos principios de la justicia partiendo de la teoría de la decisión racional. Considera que los principios de la justicia son los que elegirían agentes perfectamente racionales si tuvieran que decidir entre principios posibles para regir su sociedad desde detrás de un velo de ignorancia, esto es, desconocedores de su identidad, preferencias personales o posición social. En estas condiciones, Rawls cree que esos agentes abstractos decidirían asegurar la mayor cantidad posible de bienes básicos, en previsión de caer en el peor lugar de la sociedad, y admitirían la diferencia social sólo en la medida en que esa diferencia favoreciese la posición de los peros situados. Así se deducen los dos principios de la justicia:

· Principio de igualdad: cada persona ha de tener un derecho igual al más amplio sistema total de libertades básicas compatible con un sistema similar de libertad para todos.

· Principio de diferencia: las desigualdades económicas y sociales han de ser estructuradas de manera que sean para:

1. mayor beneficio de los menos aventajados, y

2. unido a que los cargos y funciones sean asequibles a todos bajo condiciones de justa igualdad de oportunidades.

Estos principios serían preferidos –según Rawls– a otros principios alternativos, tales como el principio de la utilidad media. Una vez elegidos mediante el procedimiento imparcial, los principios deben presidir el funcionamiento de las instituciones que conforman lo que Rawls denomina “empresa cooperativa para el beneficio mutuo”, es decir, la sociedad.

9.2.2.Aplicación a la realidad socio-política

La aplicación de la ética a las situaciones reales depende en primer lugar, lógicamente, de la teoría ética desde la que se intente esa aplicación. Los teóricos contemporáneos se han ocupado de explicitar la repercusión práctica de sus teorías.

Según Victoria Camps, los supuestos que enmarcan y definen toda ética política democrática son los siguientes:

1. La ética actual parte de una “realidad plural que asume valores diversos y múltiples”. La ética debe ser respetuosa y tolerante con todos ellos y el único modo de lograrlo es manteniendo el formalismo de las normas. Aunque ese formalismo no puede desatender la reflexión sobre los resultados o contenidos de las normas. Victoria Camps cree que la síntesis de ambas demandas exige que la reflexión sobre el contenido sea hecha a posteriori. Es decir, la tolerancia exige una norma formal, que no se pronuncie sobre su contenido, pero la racionalidad práctica postulada por esa ética tiene también que poder criticar –hasta el punto de deslegitimarlos– los resultados perversos producidos formalmente conforme a la norma.

2. Los dos grandes valores que la ética ha de saber combinar son el de la igualdad y el de la libertad. El primero conduce a la justicia, el segundo hacia la felicidad. De estos dos valores, las éticas contemporáneas privilegian mayoritariamente el segundo, pues se adapta más fácilmente al formalismo exigido por el primer supuesto.

3. Carece de sentido la separación entre una moral pública y una privada. El universo del discurso de la ética es el de la felicidad colectiva y no la individual. Si bien la felicidad es un fin legítimo de cada individuo, a ésta se accede mediante el cálculo prudencial particular. Mientras tanto, la justicia ha de ser objeto de normas universalizables.

4. La ética es ante todo el compromiso individual en una empresa colectiva o pública. Esto implica que la distinción weberiana entre principios y consecuencias ha sido superada. La responsabilidad del político le obliga tanto a tener en cuenta las consecuencias de sus decisiones como a mantener ciertos principios.

En estos supuestos se recoge el ideal ético de la actualidad. Pero, si tiene razón MacIntyre, y es posible argumentar lógicamente, desde perspectivas igualmente éticas y respetables, a favor y en contra del aborto, a favor y en contra de una asistencia sanitaria pública, a favor y en contra de la libertad de educación, etc., ¿qué valores han de guiar las relaciones entre la justicia y las condiciones sociales, culturales y económicas?. Según Elías Díaz, estos valores serían:

1. Un concepto democrático de justicia principia por el respeto a la vida. Con base en este respeto, han de prohibirse la tortura y los tratos degradatorios. Todo ello afirmaría la consideración del ser humano como fin en sí mismo.

2. El respeto a la autonomía de cada sujeto moral implicaría la libertad positiva (política) y negativa (jurídica, ausencia de prohibiciones).

3. Los criterios éticos de justicia y libertad han de ser determinados socialmente mediante el libre diálogo y comunicación.

4. La democracia debe ser realmente participativa mediante la promoción de dos aspectos en las instituciones:

1. Su autentificación, mediante la coherencia, transparencia, veracidad, etc.

2. Su profundización, mediante su homogeneización con la conciencia social.

1. Sin perjuicio de los valores sociales enumerados hasta ahora, debe garantizarse un adecuado respeto al derecho a la diferencia, la libertad de conciencia y la justificación ética de la disidencia y la desobediencia.

2. La ética ha de exigir una básica igualdad real para todos. La satisfacción de las necesidades sociales, económicas y culturales en el mayor grado posible y de modo creciente.

3. Todos estos valores deben darse, no sólo en el seno de las instituciones, sino también diseminados en la llamada “sociedad civil”.

4. Debe ser posible una regulación democrática de la economía, único modo de favorecer los valores descritos. Esa regulación incluirá todas las formas de gestión (pública, privada, mixta, etc.), compatibilizando los derechos básicos de libertad con la defensa de la igualdad de oportunidades.

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