Tema 57. Ciencia y conocimiento en Leibniz.

Tema 57. Ciencia y conocimiento en Leibniz.

1. Posición general de Leibniz

Toda la filosofía de Leibniz se basa en un intento de mediación y síntesis entre lo antiguo y lo nuevo:

No me avergüenzo, por lo tanto, de afirmar que encuentro en los libros de Aristóteles más cosas acertadas que en las meditaciones de Descartes. Hasta me atrevería a decir que la filosofía renovada podría aceptar sin ningún prejuicio los ocho libros de Aristóteles en su totalidad. En efecto, lo que Aristóteles argumenta con respecto a la materia, la forma, la privación, la naturaleza, el lugar, lo infinito, el tiempo o el movimiento es en la mayoría de los casos algo cierto y demostrado. Incluso la forma sustancial, aquello por lo cual la sustancia de un cuerpo difiere de la de otro, ¿quién no la admitirá? Nada hay más cierto que la materia prima. Sólo se trata de comprobar una cosa: si lo que Aristóteles enunció de forma abstracta sobre la materia, la forma y el cambio, hay que explicarlo a través de la magnitud, la figura y el movimiento (Carta a Thomasius)

El pensamiento central de Leibniz es el de un orden no determinado geométricamente y, por tanto, necesario, sino organizado espontáneamente y, por tanto, libre. El orden universal que Leibniz quiere reconocer y hacer valer en todos los campos no es geométrico y necesario, sino que es susceptible de organizarse y desarrollarse del mejor modo, según una regla no necesaria:

Nada sucede en el mundo que sea absolutamente irregular y no se puede ni siquiera imaginar nada semejante. Supongamos que alguno señale casualmente sobre el papel una cantidad de puntos: digo que es posible encontrar una línea geométrica, cuya noción sea constante y uniforme según una regla determinada y tal que pase por todos estos puntos precisamente en el orden con que la mano los ha trazado. Y si alguno traza una línea continua, ya recta, ya circular, o de otra clase, es posible encontrar una noción o regla o ecuación común a todos los puntos de esta línea, en virtud de la cual los mismos cambios de la línea se explican […] Así se puede decir que en cualquier modo que Dios hubiera creado el mundo, el mundo habría sido siempre regular y provisto de un orden general (Discurso de metafísica,§ 6).

Un concepto de orden así formulado incluye la posibilidad de la libertad, esto es, la elección entre varios órdenes posibles. Entre los diversos órdenes posibles Dios ha elegido el más perfecto, aquel que es al mismo tiempo el más simple y el más rico en fenómenos. La elección es regulada por el principio de lo mejor.

La categoría fundamental para la interpretación de la realidad no es la necesidad, sino la posibilidad. Todo lo que existe es una posibilidad que se ha realizado; y se ha realizado, no en virtud de una regla necesaria y ni siquiera sin ninguna regla, sino en virtud de una regla no necesaria y libremente aceptada. Lo cual quiere decir que no todo lo que es posible se ha realizado o sea realiza y que el mundo de los posibles es mucho más vasto que el mundo de lo real. Dios podía crear una infinidad de muchos posibles; ha realizado el mejor con una libre elección, esto es, según una regla que Él mismo se ha puesto por su suprema sabiduría. Lo que existe no es, pues, una manifestación necesaria de la esencia de Dios, sino solamente el producto de una libre elección de Dios. Esta elección es, sin embargo, racional; tiene su razón en el hecho de que es la mejor elección entre todas las posibles.

Las matemáticas no son sino una de las aplicaciones de un arte de la demostración que puede extenderse a otros muchos temas. Uno de sus sueños consistía en una ciencia general, que tuviese a su disposición una simbólica, llamada característica universal, que pudiese desempeñar, en cualquier campo, el papel del simbolismo en matemáticas y que permitiese decir, ante cualquier cuestión: “Calculemos”, en lugar de: “Discutamos”.

Si la tuviésemos tal como la concibo, podríamos razonar en metafísica y en moral; porque los caracteres fijarían nuestros pensamientos, demasiado vagos y variables, en esas materias en las que la imaginación no nos ayuda.

Esa ciencia tiene un ideal muy diferente del ideal cartesiano: para ella, demostrar es reducir proposiciones dadas a proposiciones idénticas, en las que el sujeto es el mismo que el atributo; ahora bien, esa reducción sólo es posible si las nociones que entran en las proposiciones pueden ser analizadas en los elementos simples que las componen, para poner de manifiesto esa identidad, y si se eligen para los elementos unos símbolos tales que la noción compuesta se deduzca necesariamente de las de los simples; porque

todo razonamiento no es más que una conexión o sustitución de caracteres; pero como toda sustitución nace de una determinada equipolencia, es, pues, una combinación de caracteres.

Descartes, al decir que había que partir de proposiciones evidentes, no consiguió su objetivo en modo alguno; porque la evidencia es un carácter subjetivo y variable según los espíritus y que sólo puede engendrar quimeras. Descartes se detenía casi siempre en nociones que necesitaban más análisis, como la noción de extensión. Leibniz piensa, por el contrario, que su análisis reductor y su combinatoria utilizan símbolos que “deben servir para la invención y para el juicio”, aunque es cierto que las nociones nuevas, como se ve en el análisis matemático, no son jamás sino combinaciones de nociones ya adquiridas. Finalmente, una de las mayores ventajas de este método consistiría, en opinión de Leibniz, en sopesar sus ventajas y desventajas en una deliberación y estimar las probabilidades.

La posición inicial de Leibniz estaba, por tanto, más cerca de Aristóteles que de Descartes: no pretendía describir los procesos mentales y libres por los que el espíritu humano llega a la verdad, a la duda, a la reflexión sobre la evidencia, etc., sino determinar las relaciones necesarias que obligan al espíritu a pasar de una proposición a otra, nada le resultaba tan antipático como la duda cartesiana, que bastaría para aniquilar cualquier empresa filosófica; porque, “una vez admitida, ni la existencia de Dios puede eliminarla”, sobre todo si la falibilidad del hombre es debida al pecado. La resolución de las proposiciones en idénticas no implica duda alguna. “Admitimos los postulados y los axiomas, tanto porque satisfacen inmediatamente al espíritu, como porque han sido probados por infinitas experiencias: sin embargo, interesa para la perfección de la ciencia que sean demostrados”.

La combinatoria de Leibniz consiste, pues, en esencia, en establecer todos los enlaces posibles, es decir, no contradictorios, entre unos términos primitivos dados; así se prueba a priori la realidad de un concepto como tal. Pero semejante método es casi siempre inaccesible para el espíritu humano; porque no hay noción alguna, salvo la de número, cuyos últimos “requisitos” podamos llegar a determinar: la claridad y la distinción de una idea no bastan para ello; no sólo hace falta que sea clara, es decir, inconfundible con otras (como un color) y que sea distinta, es decir, que tengamos un conocimiento claro de los caracteres por los que se distingue de las demás (como la extensión en relación con el pensamiento), sino también que sea adecuada, es decir, que esos mismos caracteres sean analizados en sus últimos elementos.

A falta del método a priori, la posibilidad de un concepto se prueba a posteriori, por la experiencia; y hasta en la más clara de las ciencias, en la ciencia de los números, nos vemos obligados a veces a detenernos ahí.

Todas las manifestaciones de la personalidad de Leibniz desembocan en un único pensamiento central: el de un orden, no determinado geométricamente y, por tanto, necesario, sino espontáneamente y, por tanto, libre.

El orden universal que Leibniz quiere reconocer y hacer valer en todos los campos no es geométrico y necesario (como el que constituía el ideal de Spinoza), sino que es susceptible de organizarse y desarrollarse del mejor modo, según una regla no necesaria. El concepto de este orden es expresado con toda claridad por Leibniz en el Discurso de metafísica:

Nada sucede en el mundo que sea absolutamente irregular y no se puede ni siquiera imaginar nada semejante. Supongamos que alguno señale casualmente sobre el papel una cantidad de puntos: digo que es posible encontrar una línea geométrica, cuya noción sea constante y uniforme según una regla determinada y tal que pase por todos estos puntos precisamente en el orden con que la mano los ha trazado. Y si alguno traza una línea continua, ya recta, ya circular, o de otra clase, es posible encontrar una noción o regla o ecuación común a todos los puntos de esta línea, en virtud de la cual los mismos cambios de la línea se explican… Así se puede decir que en cualquier modo que Dios hubiera creado el mundo, el mundo habría sido siempre regular y provisto de un orden general.

Un concepto de orden así formulado excluye toda rigidez y necesidad, e incluye la posibilidad de la libertad, esto es, la elección entre varios órdenes posibles. Pero elección no significa arbitrio, según Leibniz. Entre los diversos órdenes posibles Dios ha elegido el más perfecto, esto es, aquel que es al mismo tiempo el más simple y el más rico en fenómenos. La elección, pues, es regulada por el principio de lo mejor. Un orden que incluya la posibilidad de elección libre y que sea susceptible de ser determinado por la elección mejor, es el orden que Leibniz quiso reconocer y establecer en todos los campos de la realidad. Su búsqueda de una ciencia general, de una especie de cálculo que sirviera para descubrir la verdad en todos los ramos del saber, parte de la necesidad de crear un órgano, un instrumento, que permita encontrar y establecer aquel orden en todos los campos. La misma realidad física debe revelar este orden. «Hay necesidad, dice Leibniz, de filósofos naturales que no solamente introduzcan la geometría en el campo de las ciencias físicas (dado que la geometría carece de causas finales), sino que manifiesten también en las ciencias naturales una organización, por decirlo así, civil». La misma realidad física es “una gran república” organizada y sostenida por el principio de libertad. El orden, la razón del mundo, es la libertad, según Leibniz.

Para Leibniz la categoría fundamental para la interpretación de la realidad no es la necesidad, sino laposibilidad. Todo lo que existe es una posibilidad que se ha realizado; y se ha realizado, no en virtud de una regla necesaria y ni siquiera sin ninguna regla, sino en virtud de una regla no necesaria y libremente aceptada. Lo cual quiere decir que no todo lo que es posible se ha realizado o se realiza y que el mundo de los posibles es mucho más vasto que el mundo de lo real. Dios podía crear una infinidad de mundos posibles; ha realizado el mejor con una libre elección, esto es, según una regla que Él mismo se ha puesto por su suprema sabiduría. Lo que existe no es, pues, una manifestación necesaria de la esencia de Dios, que deriva geométricamente de tal esencia, sino solamente el producto de una libre elección de Dios. Esta elección no es, sin embargo, arbitraria, sino racional; tiene su razón en el hecho de que es la mejor elección entre todas las posibles.

2. La monadología como teoría del conocimiento

Leibniz desarrolló una monadología con el propósito de superar el dualismo psico-físico cartesiano y explicar el carácter dinámico de lo real, lo cual, considerando la materia como extensión, según él, no es posible. En el contexto de la explicación de los fenómenos de la naturaleza juega un papel primordial el nuevo concepto físico de inercia; pero, en contra del cartesianismo, Leibniz sostenía que dicho principio no puede ser explicado recurriendo a la mera extensión, sino que requiere el concepto de fuerza (vis). Además, la misma noción de extensión supone su divisibilidad, y lo que es divisible supone que está constituido por partes, reales o potenciales. Pero, si estas partes son susceptibles de ser divididas, esto nos conduciría a una regresión infinita, a menos que llegásemos a partes indivisibles. Definía a la mónada como una “sustancia simple”, una “unidad”, que son los “elementos de las cosas” y los “verdaderos átomos de la naturaleza”.

Pero, por definición, lo que es indivisible es inextenso. De esta manera concibe Leibniz las mónadas: unidades indivisibles e inextensas. Pero si la materia se caracteriza por la extensión, y las mónadas son inextensas, entonces, las mónadas son también inmateriales e incorpóreas (así como inmutables, inalterables e inmortales); las mónadas sólo pueden comenzara existir por creación de Dios y sólo pueden acabar por aniquilación. Las mónadas leibnizianas son puntos de fuerza espirituales.

El concepto de extensión puede explicarse a partir de las mónadas inextensas, del espacio y del tiempo, los cuales, a su vez, pueden explicarse como orden de coexistencia y orden de sucesión. De esta manera Leibniz no elimina la extensión, pero sí que elimina su sustancialidad. En virtud del principio de los indiscernibles cada mónada es completamente distinta de otra, y es como un punto de fuerza que produce los fenómenos. Por tanto, toda la naturaleza, que está dotada de esta fuerza, es como si estuviera dotada de vida. Así, Leibniz reinterpreta la física estática cartesiana y la dinamiza a través de esta concepción de fuerza que se opone a la mera extensión geométrica de Descartes. Las mónadas son las sustancias simples, sin partes, verdaderos átomos inextensos que forman el universo, no pueden comunicarse entre sí (no tienen “ventanas” abiertas al exterior que permitan una mutua interacción), sustancias o principios activos que reflejan el todo, y están ordenadas por la ley de la armonía preestablecida que gobierna sus interacciones. De esta manera, Leibniz puede combinar la idea de que lo real se reduce a elementos últimos indivisibles (átomos), pero dotados de fuerza por sí mismos.

Además, la mónada es una fuerza primitiva también en el reino del conocimiento. La monadología se transforma, así, en teoría del conocimiento. Puesto que la mónada es un ser anímico, él también pudiera parecer ilógico, pero no lo es, porque la consideración gnoseológica posee su propio punto de vista metódico junto al de la consideración ontológico-metafísica y porque el alma no siempre es espíritu.

Según Leibniz las actividades propias de las mónadas son dos: la percepción o representación, y el apetito o tendencia a sucesivas percepciones. Entre el mero percibir y el percibir de modo consciente existe una gran diferencia, que Leibniz subraya incluso terminológicamente, llamando “apercepción” al modo de percibir consciente y percepción al mero percibir. La apercepción sólo se da en algunas mónadas: los espíritus o inteligencias; todas las mónadas, pues, perciben, pero sólo algunas “aperciben” (es decir, son conscientes de su percibir). Las mónadas humanas, ciertamente, pueden “apercibir”, aunque a veces percibimos sin darnos cuenta de que lo hacemos; todas nuestras percepciones no son, sin más apercepciones.

La realidad no es ni mente ni cuerpo; todo lo extenso es divisible y la extensión no es más que un concepto útil, pero no último; incluso la misma noción de “átomo extenso” es contradictoria. La realidad es algo metafísico, del que todo lo demás, como por ejemplo, la extensión, el movimiento, la inercia, la resistencia, la impenetrabilidad, la cohesión o cualquier actividad de los cuerpos es manifestación fenoménica. Esta realidad última no puede ser sino inespacial, simple, indivisible, no material y una, puesto que lo que es ha de ser propiamente uno; es fuerza, energía; la sustancia es principio de fuerza, aun fuerza capaz de desarrollarse según la plenitud de potencialidad inherente a la propia naturaleza.

Según Leibniz la extensión y el movimiento, la figura y el número no son sino determinaciones extrínsecas de la realidad, que no van más allá del plano de las apariencias, es decir, del fenómeno. La res extensade Descartes no puede ser la esencia de los cuerpos, porque no basta por sí sola para explicar todas las propiedades corpóreas. Por ejemplo, no puede explicar la inercia. Esto significa que hay algo que se encuentra más allá de la extensión y del movimiento, que no posee una naturaleza puramente geométrico-mecánica, y, pro tanto, física; en consecuencia, es de naturaleza metafísica: ésta es, precisamente, la fuerza, de la que proceden tanto el movimiento como la extensión.

Por esto, Leibniz creyó haber refutado a Descartes, gracias al descubrimiento de un memorable error cometido por Cartesius en una cuestión física: Descartes afirmaba que lo que permanece constante en los fenómenos mecánicos es la cantidad de movimiento; Leibniz, en cambio, demuestra que esto es insostenible científicamente, pues lo que permanece constante es la energía cinética, la “fuerza viva”, que se expresa mediante el producto de la masa por la aceleración.

De este modo, la corrección de un error que Descartes cometió en física llevará a Leibniz a una conclusión filosófica importante: los elementos constitutivos de la realidad (el fundamento mismo de la realidad) son algo que se encuentra por encima del espacio, del tiempo y del movimiento; es decir, en aquellas sustancias tan criticadas por los modernos. Leibniz reintroduce así las sustancias en cuanto principios de fuerza. Desde esta perspectiva, Leibniz abandonó a Aristóteles y, tras aceptar el atomismo de Gassendi, superó al cartesianismo; aunque de nuevo acabó recuperando la noción aristotélica de sustancia, ahora replanteada por su propia posición. Leibniz aceptó el nombre de “entelequia” para referirse a la sustancia en cuanto poseedora de su propia determinación y perfección esencial (con su finalidad interna). Sin embargo, finalmente asumió el nombre de “mónada”, para indicar las sustancias-fuerza primigenias, de origen neoplatónico.

Estos centros de fuerza o energía, que llama mónadas, son infinitos en número, y cada uno de ellos es un individuo, distinto, independiente de cualquier otro e indestructible, teleológicamente orientado, que tiene la capacidad de reflejar en sí, como en un espejo, todo el universo. Este conjunto de reflejos del universo está constituido por las percepciones propias de cada mónada, a las que se añade la apercepción, o conciencia, de la propia actividad en aquellas mónadas que se consideran conscientes:

Y tómese de la manera que se quiera, siempre resulta evidente que, en todos los estados del alma, las verdades necesarias son innatas y su existencia se comprueba a partir de lo interior, sin que puedan establecerse a partir de experiencias, como ocurre con las verdades de hecho […] El espíritu no sólo es capaz de conocerlas, sino de encontrarlas en sí mismo, y si sólo tuviese la simple capacidad de recibir los conocimientos o la potencia activa para ellos, tan indeterminada como la que tiene la cera para las figuras y la tabla rasa para las letras, no sería la fuente de las verdades necesarias, como acabo de demostrar que es: pues es innegable que los sentidos no bastan para hacernos ver la necesidad de dichas verdades […] La posibilidad de entenderlas no consiste en una simple facultad: es una disposición, una aptitud, una preformación que determina nuestra alma y que hace que puedan ser deducidas de ella. Al modo en que hay diferencias entre la figura que se da a la piedra o al mármol indiferentemente y la que ya está indicada en las vetas, o están dispuestas a hacerse ver si el obrero sabe aprovecharlas (Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, Madrid, Alianza, 1992, pp. 76-78)

La actividad que despliegan las mónadas no se explica por el principio de causalidad, sino por el de finalidad: su fuerza está en su tendencia a actuar, en su apetito, o apetencia; en su mundo hay finalidad y no mecanicismo: es un mundo, por tanto, psíquico (pan-psiquismo). La unidad que le es propia es causa también de su independencia: no pueden comunicarse entre sí, puesto que son sujetos con una actividad sólo inmanente; por esto, dice Leibniz que las mónadas carecen de ventana por las que algo pueda entrar o salir. Así pretende solucionar la cuestión pendiente en el racionalismo de la interacción de las sustancias entre sí. No aceptando el dualismo de Descartes ni el ocasionalismo de Malebranche, se decide por una armonía preestablecidapor Dios al crear el universo, que pone en marcha todas las sustancias y sus cambios para que armonicen entre sí percepciones y apercepciones.

Definida la sustancia como inextensa, los cuerpos son, sin embargo, extensos en cuanto son manifestaciones de las mónadas: “fenómenos bien fundados”. Son fenómenos porque no son seres verdaderos; no son verdadero ser porque sólo lo es la sustancia, aunque no son meras apariencias, porque a éstas nada corresponde en la realidad, mientras que a los fenómenos bien fundados les corresponde ser manifestación de la sustancia. Es posible coordinarlos entre sí mediante las leyes generales de los cuerpos, o de la naturaleza. Espacio y tiempo son, en cambio, meras relaciones de fenómenos. Lo que existe es, pues, o sustancia o fenómeno; mónadas, unas e indivisibles, o compuestos agregados y extensos.

Esta ontología tiene indudables consecuencias, de las que destacan:

1. El espacio no coincide con la naturaleza de los cuerpos (como decía Descartes), ni es el sensorium Dei, como quería Newton. El espacio, para Leibniz, es un fenómeno, el modo en que se aparece a nosotros la realidad, pero no es un mero fenomenismo, sino bene fundatum. El espacio nace de la relación de las cosas entre sí.

2. El tiempo se transforma en un ens rationis, igual que el espacio. El tiempo no es una realidad subsistente o absoluta (contra Newton), sino un fenómeno. El tiempo se basa en que las cosas preexisten, coexisten y postexisten; es decir, se suceden. El tiempo, como absoluto, sería como uno de los idola de Bacon (prejuicio mental), que hay que superar.

3. Las leyes de la mecánica pierden su carácter de verdades matemáticas (verdad lógica incuestionable) y se convierten en leyes de conveniencia (cuya regla es “la mejor opción”); de acuerdo con esto Dios creó el mundo.

4. Se supera la visión mecánica de Descartes: el mundo y los cuerpos como máquinas en sentido mecanicista. El mundo, ciertamente, actúa como una enorme máquina. Pero esta máquina, dice Leibniz, es la realización de la voluntad divina, la actualización de una finalidad querida por Dios, que ha elegido lo mejor; la clave es: el mecanicismo está al servicio del finalismo, y no al contrario.

3. El conocimiento según Leibniz

3.1 ¿Qué es el conocimiento?

Para Leibniz, como para Descartes, el espíritu es primordialmente pensar y conocer, el mismo apetecer es “tendencia a pasar de una percepción a otra”; el sentimiento no constituye un especial tema de su filosofía.

Contra el empirismo de Locke sostiene que la mente no es una tabula rasa; y contra el racionalismo mecanicista de Descartes sostiene que las ideas sólo son virtualmente innatas. No es necesaria la experiencia para la aparición de las ideas en la mente: el espíritu humano posee la capacidad de “tomar de sí mismo las verdades necesarias”, si bien la experiencia es la ocasión que los suscita. El conocimiento, o las verdades pueden ser necesarias o contingentes: verdades de razón o verdades de hecho. Aquéllas son innatas, mientras que éstas se establecen a partir de la experiencia. Aquéllas se fundan en el principio de no contradicción, o de identidad; éstas en el principio de razón suficiente. Las primeras se refieren a las esencias de las cosas, cuyas propiedades establecen entre sí relaciones necesarias en el mundo de la posibilidad; las segundas se refieren a los hechos, esto es, a la existencia actual de las cosas en el tiempo.

El innatismo virtual de Leibniz consiste en afirmar que las ideas innatas no se hallan en acto, esto es, pensadas y conscientes, en la mente, sino que están presentes en ella sólo como está presente un hábito o una disposición: «nada hay en el entendimiento que antes no haya estado en los sentidos (como afirma Locke), a excepción del mismo entendimiento (como afirma Leibniz)». Lo innato, además, son las verdades (conocimiento potencial o virtual), pero no los pensamientos o los conceptos acerca d esas verdades. Conocer es, en definitiva, tener conciencia de verdades de razón acerca de las ideas y de verdades de hecho acerca de las cosas. El conocimiento sensible y el inteligible, sin embargo, no difieren por su origen, como si éste surgiera del alma y aquél de los sentidos: los sentidos sólo son la ocasión de que las ideas (innatas) que se hallan potencialmente en él lleguen a ser conocidas de un modo actual. Pero ni siquiera el conocimiento sensible puede propiamente decirse que proviene “del exterior”; supuesta la noción que Leibniz tiene de las sustancias –o de las mónadas–, que no pueden actuar unas sobre otras, y del alma, que expresa todo el universo, ha de afirmar que todas las ideas, incluidas las que proceden de la sensación, de alguna manera están “ya en la mente”. La distinción de conocimiento no es, pues, de origen, sino de naturaleza: uno es acerca de lo necesario; el otro, acerca de lo contingente.

Leibniz considera que existe en todo momento en el espíritu humano una infinidad de percepciones, pero sin apercepción y sin reflexión; son, pues, cambios en el espíritu humano de los que no nos apercibimos, ya que las impresiones o bien son excesivamente pequeñas o bien son excesivamente numerosas o no están lo bastante diferenciadas. En realidad, las impresiones que el espíritu humano se forma le parecen claras tomadas como totalidad, pero de hecho estas impresiones están formadas por muchísimas minúsculas percepciones, que no podemos diferenciar de forma aislada una de otra.

¿Cuál es el papel de los sentidos en el proceso de conocimiento? El contenido de los sentidos es exclusivamente sensible y viene constituido por los objetos y afecciones de cada sentido. Son claros, en cuanto ayudan a tener conocimiento de algo determinado; pero son “confusos” y no “distintos”, en cuanto que no pueden resolverse en conceptos ni declararse a aquel que aún no ha experimentado aquellos contenidos. Tan sólo es posible inducirle a que lo perciba por sí mismo. Y sobre todo, las cualidades sensibles son en realidad cualidades ocultas, un “no sé qué”, del que se da uno cuenta sin que pueda dar razón de ello.

De esta forma, según Leibniz, nosotros usamos nuestros sentidos externos de la misma forma que un ciego usa su bastón, y, así, quedamos muy lejos de la verdad, y en modo alguno únicamente entendemos la naturaleza de las cosas sensibles, sino que éstas son, en verdad, las que menos y peor conocemos. Sin embargo, Leibniz admite que “en nuestro estado presente no son necesarios los sentidos externos para pensar, de manera que si no los tuviéramos nada pensaríamos”.

Por encima de las cualidades adscritas a cada uno de los sentidos externos, se da un segundo estrato en el espíritu humano, el del sentido común con sus contenidos. Éstos no son específicos de ningún sentido particular, sino que los datos sensibles particulares se reúnen en el sentido común convirtiéndose en un contenido común. Este sentido común, junto con los sentidos externos, constituye la “facultad imaginativa”. Aquí, en la “imaginación”, poseemos contenidos no sólo claros, sino también distintos, a los que pueden ahora aplicarse conceptos, como la idea de “número”, y la de “figura” o “extensión”, que podrán afectar a los datos de la sensación visual y táctil, aunque no a los de la audición. Los contenidos del sentido común vienen a ser sensibles e inteligibles al mismo tiempo.

La tercera clase de contenidos de la mente son los puramente inteligibles. Como ejemplo aduce Leibniz el número y la figura. Estas ideas “claras y distintas” constituyen el objeto de la imaginación. Pero igualmente constituyen el objeto de las ciencias matemáticas, a saber, de la aritmética y la geometría, como ciencias puramente matemáticas, y de su aplicación a la naturaleza, de donde procede la matemática aplicada. Siempre que queremos explicar las cualidades sensibles y hacerlas accesibles a conclusiones racionales, hemos de recurrir a estas ideas matemáticas. Pero, y aquí está la concepción específicamente leibniziana, «las mismas ciencias matemáticas no tendrían estricta fuerza probativa, si no consistieran más que en una simple inducción u observación, incapaz de asegurarnos nunca la perfecta universalidad de las verdades obtenidas, si no viniera en ayuda de la imaginación y del sentido algo superior, que única y exclusivamente puede ser dado por el entendimiento». En los conceptos matemáticos y geométricos tenemos, pues, según Leibniz, conceptos del entendimiento.

4. Las ideas innatas y lo inteligible

4.1 El conocimiento como anámnesis

Leibniz coloca en los contenidos inteligibles de la mente las ideas innatas. Contra Locke y contra Aristóteles afirma Leibniz que el alma no es una tabula rasa. Leibniz afirma que el alma lleva ya desde el principio impresa “ciertas razones originarias de diversos conceptos y principios, que los objetos externos no hacen más que excitar de nuevo en ocasión oportuna”, escribe en el Prefacio a los Nuevos ensayos. Se refiere a las ideas platónicas:

Platón apartó el pensamiento de estas ideas confusas y lo dirigió a los puros conceptos, y afirmó que todo auténtico saber se ocupa de lo eterno, y que los conceptos universales o las esencias poseen más realidad que las cosas particulares, las cuales participan del acaso y de la materia y consisten en un eterno fluir. El sentido nos proporciona más error que verdad; el espíritu se libera de la materia en el puro conocimiento de las verdades eternas y alcanza con ello su perfección. Hay en nuestro espíritu ideas innatas, que nos representan las esencias generales de las cosas; nuestro conocimiento es, por tanto, un recordar, y nuestra perfección hay que reducirla en último término a una comunidad de los dioses. Todo esto, si se interpreta rectamente, es plenamente verdadero y de la más alta significación.

La alusión al diálogo platónico Menón hay que encuadrarla en esta misma concepción de la “anámnesis:

Tenemos en nosotros las ideas, y de la reminiscencia de Platón… Pues nuestra alma expresa a Dios y el universo y todas las esencias de igual modo que todas las existencias. Esto está de acuerdo con mis principios, pues naturalmente nada nos entra en el espíritu de fuera, y es una mala costumbre que tenemos el pensar como si nuestra alma recibiera algunas especies mensajeras, y como si tuviese puertas y ventanas. Tenemos en el espíritu todas esas formas, e incluso desde siempre, porque el espíritu expresa siempre todos sus pensamientos futuros, y piensa ya confusamente en todo lo que pensará alguna vez distintamente. Y no se nos podría enseñar nada cuya idea no tengamos ya en la mente, pues esa idea es como la materia de que se forma ese pensamiento. Esto es lo que Platón consideró de un modo excelente cuando expuso su reminiscencia, que tiene mucha solidez, con tal que se la entienda bien (Discurso de metafísica, § 26)

4.2 El “entendimiento mismo”

En su discusión con Locke, da Leibniz una significación distinta de los contenidos inteligibles. Esas verdades no se hallarían en nuestro espíritu “independientes entre sí, unas al lado de las otras”, como los edictos que se pegan a un tablero; se trata, más bien, de inclinaciones, disposiciones y aptitudes o potencias naturales. No es que se reduzca todo a una “mera facultad”, sin ninguna actual actividad, como las facultades de que continuamente hablan los libros de escuela y que no significan, según Leibniz, realidad alguna, sino ficciones fabricadas por vía de abstracción; puesto que el alma, como sustancia que es, no puede en absoluto estar sin actividad alguna, aunque dicha actividad no la advirtamos perennemente.

Con este concepto de fuerzas y potencias naturales quiere Leibniz salir al paso de la objeción que tanto Aristóteles como Locke habían lanzado contra la existencia de las ideas innatas, diciendo que de existir en nuestra alma deberíamos tener noticia de ellas. Aún de aptitudes y hábitos y otros contenidos espirituales conscientemente adquiridos no tenemos muchas veces advertencia, pero ahí están y de pronto aparecen de nuevo. Estas disposiciones, aptitudes y potencias naturales no son en realidad otra cosa que el entendimiento mismo, que conoce la sustancia, lo uno, lo mismo, la causa, la percepción y otra multitud de cosas que no pueden darnos los sentidos:

El espíritu no sólo es capaz de conocerlas, sino también de encontrarlas en sí mismo, y si sólo tuviese la simple capacidad de recibir conocimientos o la potencia activa para ello, tan indeterminada como la que tiene la cera para las figuras y la tabla rasa para las letras, no sería la fuente de las verdades necesarias, como acabo de demostrar, pues es innegable que los sentidos no bastan para hacernos ver la necesidad de dichas verdades (Nuevos ensayos, p. 77)

Puede concederse a Locke que nada hay en el alma que no haya pasado por los sentidos, pero a esto añade Leibniz: excipe, nisi ipse intellectus. La expresión nihil est in intellectu quid prius no fuerit sub sensu es un axioma filosófico de larga tradición, cuya traducción es “nada hay en el entendimiento que antes no haya estado en los sentidos”. El racionalismo opuso a esta postura la teoría de las ideas innatas. Leibniz comentó este adagio añadiéndole la expresión “a no ser el entendimiento mismo”.

Concedo que la experiencia es necesaria para que el alma se vea determinada a tales o cuales pensamientos, y para que tome en cuenta las ideas que hay en nosotros, pero ¿cómo la experiencia y los sentidos pueden llegar a producir ideas? ¿Tiene el alma ventanas, se parece a las tablillas? ¿Es como la cera? Es claro que cuantos conciben así el alma, en el fondo la hacen corporal. Se me objetará el axioma admitido por los filósofos, según el cual “nada hay en el alma que no venga de los sentidos”. Pero hay que exceptuar al alma misma, y a sus afecciones. “Nihil est in intellectu quod non fuerit in sensu”, exige: nisi ipse intellectus. El alma entraña al ser, la sustancia, lo uno, lo mismo, la causa, la percepción, el razonamiento, y otras muchas nociones que los sentidos no pueden proporcionar (Nuevos ensayos, pp. 114-115)

Esto significa que el alma es innata a sí misma, que el intelecto y su actividad son algo a priori, y que preceden a la experiencia. Por esto, Leibniz no es, sin más, un innatista al modo de Descartes; ni es, por supuesto, un empirista como Locke, sino que sigue un camino intermedio.

5. El juicio

De modo clásico, el juicio supone la atribución de unos predicados a un sujeto. Atribución que puede ser simplemente nominal, incluso arbitraria. Por ello hay que precisar el criterio de verdad de un juicio. El enfoque de Leibniz es puramente intensional:

es menester que el término del sujeto encierre siempre el del predicado, de suerte que el que entendiera perfectamente la noción del sujeto juzgaría también que el predicado le pertenece (Discurso de metafísica, 8)

Y si no está comprendido expresamente lo ha de estar virtualmente. El criterio es, por tanto, el de identidad o inclusión de los predicados en la noción del sujeto. Bastará analizar esta noción para juzgar de la verdad del juicio. La verdad no se presenta como adecuación o no a la realidad exterior o como relación entre ideas, sino en la identidad o inclusión de las nociones respectivas entre sí. Noción que es no un concepto universal, sino la noción individual que comprende la realidad íntegra del sujeto. Ello implica que es de la construcción mental de la noción sujeto de la que se sigue la construcción mental del predicado.

Si el predicado no sólo está incluido en el sujeto, sino que es idéntico a él, lo que se tiene es la definición completa, paradigma del juicio. La función de las definiciones no es conectar los términos entre sí, sino manifestar su identidad. Leibniz distingue las definiciones nominales de las reales.

La nominal contiene las notas de la cosa por las que se distingue; sólo bastan para una ciencia perfecta, cuando ya se ha establecido que es posible la cosa conocida.

La definición real se caracteriza de dos maneras: que no implica contradicción o que demuestra evidentemente su imposibilidad; que da la constitución efectiva de lo definido, es decir, cuando comprendemos por qué medio puede producirse una cosa. Estas dos maneras son facetas de un mismo aspecto: para Leibniz, existe un dinamismo subyacente total, de aquí que la definición real lo que señala es la construcción efectiva de lo que se define, construcción que, a la vez, muestra tanto su posibilidad como la no existencia de contradicción en la misma.

Las definiciones reales son de distintas especies según que la posibilidad se haga a posteriori, es decir, mediante la experiencia y en este caso se dice que es una definición de hechos o fáctica; a priori, que es cuando se contiene la generación, la construcción de la misma; son las utilizadas por la Matemática, como cuando se habla de la circunferencia como lugar geométrico de los puntos del plano que equidistan de uno fijo que es el centro; esta definición da paso a la construcción efectiva de la circunferencia. En tercer lugar se encuentran las que llevan a las nociones primitivas sin descansar siquiera sobre los supuestos de la posibilidad

6. La distinción entre verdades de razón y verdades de hecho

Para Leibniz, toda proposición posee la forma sujeto-predicado, o puede ser analizada en una proposición o serie de proposiciones de esa forma. La forma sujeto-predicado de la proposición es, pues, fundamental. Y la verdad consiste en la correspondencia de una proposición con la realidad, posible o actual.

Pero las proposiciones no son todas de la misma especie, y hay que hacer una distinción entre verdades de razón y verdades de hecho. Las primeras son proposiciones necesarias, en el sentido de que son o proposiciones evidentes por sí mismas o reducibles a otras que lo son. Si sabemos realmente lo que una de esas proposiciones significa, vemos que su contradictoria no puede concebirse como verdadera. Todas las verdades de razón son necesariamente verdaderas, y su verdad descansa en el principio de contradicción.

Las verdades de hecho, por el contrario, no son proposiciones necesarias. Sus opuestas son concebibles; y es posible negarlas sin contradicción lógica.

Las verdades de razón son necesarias y su opuesto es imposible; las verdades de hecho son contingentes y su opuesto es posible (Monadología, 33, G., 6, 612).

Las verdades de hecho se apoyan, pues, en el principio de razón suficiente. Pero no se apoyan en el principio de contradicción, puesto que su verdad no es necesaria y sus opuestos son concebibles.

Ahora bien, para Leibniz, las proposiciones contingentes o verdades de hecho son analíticas en un sentido. Las proposiciones contingentes son proposiciones existenciales; pero hay una excepción a la regla de que las proposiciones existenciales son verdades de hecho y no de razón. Porque la proposición de que Dios existe es una verdad de razón o proposición necesaria, y su negación supone, para Leibniz, una contradicción lógica. Pero, aparte de esa única excepción, ninguna verdad de razón establece la existencia de un sujeto. A la inversa, si, a excepción del único caso que acabamos de mencionar, una proposición verdadera hace aserción de la existencia de un sujeto, esa proposición es una verdad de hecho, una proposición contingente, y no una verdad de razón.

6.1 Verdades de razón, o proposiciones necesarias

Entre las verdades de razón están aquellas verdades primitivas que Leibniz llama “idénticas”. Son conocidas por intuición, y su verdad es evidente por sí misma. Se llaman “idénticas” porque parecen limitarse a repetir la misma cosa, sin darnos información alguna.

Si se consideran los ejemplos leibnizianos de verdades primitivas de razón, enseguida se advierte que algunas de éstas son tautologías. Por ejemplo, la proposición de que un rectángulo equilátero es rectángulo, la de que un animal racional es animal, o la de que A es A, son claramente tautológicas. Ésa es, por supuesto, la razón de que Leibniz diga que las proposiciones idénticas parecen repetir la misma cosa sin proporcionarnos información alguna. La opinión de Leibniz parece haber sido que la lógica y las matemáticas puras son sistemas de proposiciones de la clase que ahora se llaman a veces “tautologías”.

El gran fundamento de las matemáticas es el principio de contradicción o identidad, esto es, que una proposición no puede ser verdadera y falsa al mismo tiempo, y que, en consecuencia, A es A no puede ser no-A. Ese principio singular es suficiente para demostrar cualquier parte de la aritmética y de la geometría, es decir, todos los principios matemáticos. Pero para pasar de las matemáticas a la filosofía natural se necesita otro principio … Me refiero al principio de razón suficiente, esto es, que nada ocurre sin una razón por la cual deba ser así y no de otro modo (Segunda carta a Clarke).

Leibniz tenía perfecta consciencia de que la matemática necesita definiciones. Pero no aceptaría que todas las definiciones sean arbitrarias. Tenemos que distinguir entre definiciones nominales y reales. Estas últimas “manifiestan claramente que la cosa es posible”, en tanto que las primeras no. Hay definiciones reales, que definen claramente lo posibles, y las proposiciones que se derivan de definiciones reales son verdaderas. Las definiciones nominales son útiles; pero solamente pueden ser fuente del conocimiento de la verdad “cuando está bien establecido, de otra manera, que la cosa definida es posibles”. Las definiciones reales son, pues, fundamentales.

Así pues, en una ciencia como las matemáticas puras tenemos proposiciones evidentes por sí mismas o axiomas fundamentales, definiciones y proposiciones deducidas de ellos; y el conjunto de la ciencia pertenece a la esfera de lo posibles. Varios puntos a tener en cuenta. En primer lugar, Leibniz definía lo posible como lo no-contradictorio. En segundo lugar, las proposiciones matemáticas no son sino un ejemplo de verdades de razón; y podemos decir que todas las verdades de razón se refieren a la esfera de la posibilidad. En tercer lugar, decir que las verdades de razón se refieren a la esfera de la posibilidad es decir que no son juicios existenciales. Las verdades de razón enuncian lo que sería verdad en todo caso, mientras que los juicios existenciales verdaderos dependen de la elección divina de un mundo particular posible. La excepción a la regla de que las verdades de razón no son juicios existenciales es la proposición de que Dios es un ser posible. Porque enunciar que Dios es posible es enunciar que Dios existe. Aparte de esa excepción, ninguna verdad de razón afirma la existencia de objeto alguno.

Las verdades de razón o verdades necesarias de Leibniz no pueden identificarse sin más ni más con proposiciones analíticas, porque para Leibniz, todas las proposiciones verdaderas son en cierto sentido analíticas. Para él, las proposiciones contingentes o verdades de hecho no pueden ser reducidas por nosotros a proposiciones evidentes por sí mismas, mientras que las verdades de razón, o son verdades evidentes por sí mismas, o pueden ser reducidas por nosotros a verdades evidentes por sí mismas. Podemos decir, pues, que las verdades de razón son finitamente analíticas, y que el principio de contradicción dice que todas las proposiciones finitamente analíticas son verdaderas. Así pues, si se entiende por proposiciones analíticas aquellas que son finitamente analíticas, esto es, aquellas que el análisis humano puede mostrar que son proposiciones necesarias, podemos identificar las verdades de razón leibnizianas con proposiciones analíticas en este sentido. Y, como Leibniz habla de las verdades de hecho como “inanalizables” y no necesarias, podemos hablar prácticamente de las verdades de razón como proposiciones analíticas, siempre que se recuerde que, para Leibniz, las verdades de hecho pueden ser conocidas a priori por la mente divina, aunque no por nosotros.

Estas verdades no pueden derivar de la experiencia y son, por tanto, innatas. Ciertamente, las ideas innatas no son ideas claras y distintas, esto es, plenamente conscientes: son, más bien, ideas confusas y oscuras, pequeñas percepciones, posibilidades o tendencias. La experiencia hace actuales, plenamente claras y distintas, las ideas que en el alma eran simples posibilidades o tendencias. Pero las ideas innatas no pueden originarse en la experiencia, porque tienen una necesidad absoluta que los conocimientos empíricos no tienen. Las verdades de razón bosquejan el mundo de la pura posibilidad, que es mucho más amplio y extenso que el de la realidad.

6.2 Verdades de hecho, o proposiciones contingentes

La conexión entre las verdades de razón es necesaria, pero la conexión entre verdades de hecho no siempre es necesaria.

La conexión es de dos clases; la una es absolutamente necesaria, de modo que su contrario implica contradicción, y esa deducción se da en las verdades eternas, como las de la geometría; la otra es solamente necesaria ex hypothesi, y, por así decirlo, por accidente, y es contingente en sí misma, cuando el contrario no implica contradicción.

La serie de existentes no es necesaria, y así, toda proposición que afirme la existencia, bien de la serie como un todo, es decir, el mundo, o bien de un miembro cualquiera de la serie, es una proposición contingente, en el sentido de que su contraria no implica contradicción lógica. Hay diferentes mundos posibles.

El universo es solamente la colección de una cierta clase de composibles, y el universo real es la colección de todos los posibles existentes … Y como hay diferentes combinaciones de posibles, algunas mejores que otras, hay muchos universos posibles, cada uno de los cuales es una colección de composibles.

Y Dios no estuvo bajo ninguna necesidad absoluta de elegir un mundo posible particular. Así pues, la ciencia física no puede ser una ciencia deductiva en el mismo sentido en que es ciencia deductiva la geometría.

Las leyes del movimiento que actualmente hay en la naturaleza y que son verificadas por los experimentos, no son en verdad absolutamente demostrables como lo serían las proposiciones geométricas (Teodicea).

El fundamento y última razón suficiente de la certeza de una verdad de hecho ha de buscarse en Dios, y se requeriría un análisis infinito para conocerla a priori. Ninguna mente finita puede llevar a cabo ese análisis; y, en ese sentido, Leibniz habla de las verdades de hecho como “inanalizables”. Solamente Dios puede poseer aquella idea completa y perfecta de la individualidad de Cesar que seria necesaria para conocer a priori todo cuanto alguna vez será predicado del mismo.

Es esencial distinguir entre verdades necesarias y eternas, y verdades contingentes o verdades de hecho; y éstas difieren entre sí casi como los números racionales y los números sordos. Porque las verdades necesarias pueden ser reducidas a aquellas que son idénticas, como las cantidades conmensurables pueden ser referidas a una medida común; pero en las verdades contingentes, como en los números sordos, la reducción progresa hacia el infinito sin terminar nunca. Y, así, la certeza y la razón perfecta de las verdades contingentes sólo es conocida por Dios, que abarca el infinito en una intuición. Y cuando ese secreto es conocido, desaparece la dificultad sobre la absoluta necesidad de todas las cosas, y se hace manifiesta la diferencia entre lo infalible y lo necesario.

Mientras el principio de contradicción enuncia que todas las proposiciones finitamente analíticas son verdaderas, el principio de razón suficiente dice que todas las proposiciones verdaderas son analíticas, esto es, que su predicado está contenido en su sujeto. Pero de ahí no se sigue que todas las proposiciones verdaderas sean infinitamente analíticas, como lo son las verdades de razón.

Para Leibniz la diferencia entre verdades de razón y verdades de hecho, esto es, entre proposiciones necesarias y contingentes, es esencialmente relativa al conocimiento humano. En ese caso, todas las proposiciones verdaderas serían necesarias en sí mismas, y serían reconocidas como tales por Dios, aunque la mente humana, debido a su carácter limitado y finito, solamente es capaz de ver la necesidad de aquellas proposiciones que pueden ser reducidas por un proceso finito a las llamadas por Leibniz “idénticas”. “Hay una diferencia entre el análisis de lo necesario y el análisis de lo contingente. El análisis de lo necesario, que es análisis de esencias, va de lo que es posterior por naturaleza a lo que es anterior por naturaleza, y termina en nociones primitivas, y es así como los números son resueltos en unidades. Pero en los contingentes o existentes, ese análisis de lo subsiguiente por naturaleza a lo anterior por naturaleza procede hasta el infinito, sin que sea nunca posible una reducción a elementos primitivos”.

7. El principio de razón suficiente

Este principio, junto con el principio de no contradicción, son los más importantes en los que se basan nuestros razonamientos para alcanzar las certezas de las cosas. Leibniz no lo formuló con claridad, aunque viene a ser una versión del llamada principio de causalidad.

El principio de razón suficiente significa que nada se verifica sin una razón suficiente, esto es, sin que sea posible al que conozca suficientemente las cosas, dar una razón que baste para determinar por qué es así y no de otro modo. Pero esta razón no es una causa necesaria: es un principio de orden, de concatenación, por medio del cual las cosas que suceden se enlazan unas con otras sin formar, sin embargo, una cadena necesaria. Es un principio de inteligibilidad que garantiza la libertad o contingencia de las cosas reales. Es el principio propio de aquel orden que Leibniz se esfuerza constantemente por encontrar en todos los aspectos del universo: un orden que implique y haga posible la libertad de elección.

Nuestros razonamientos se fundan en dos grandes principios. Uno es el de contradicción, en virtud del cual juzgamos falso lo que encierra contradicción, y verdadero lo que es opuesto a, o contradictorio con, lo falso. El otro es el de razón suficiente, en virtud del cual consideramos que no puede hallarse ningún hecho verdadero o existente ni ninguna Enunciación verdadera sin que asista una razón suficiente para que sea así y no de otro modo, aun cuando esas razones nos puedan resultar, en la mayoría de los casos, desconocidas. Hay dos clases de verdades: las de Razón y las de Hecho. Las verdades de Razón son necesarias y su opuesto es imposible; y las de hecho son contingentes y su opuesto es posible. Cuando una verdad es necesaria, se puede hallar su razón por medio del análisis, resolviéndola en ideas y verdades más simples hasta llegar a las primitivas. Es de este modo como, entre los matemáticos, los Teoremas de especulación y los Cánones de práctica son reducidos por medio del Análisis a las Definiciones, Axiomas y Postulados. (Monadología, §§ 32-34)

Este principio postula inmediatamente una causa libre del universo. En efecto, hace legítimo preguntarse: ¿por qué hay algo y no nada? Y desde el momento en que las cosas contingentes no tienen en sí mismas razón de ser, es menester que esta razón esté fuera de ellas y se encuentre en una sustancia que no sea a su vez contingente sino necesaria, esto es, que tenga en sí la razón de su existencia. Y esta sustancia es Dios. Pero, si además se nos pregunta por qué Dios ha creado, entre todos los mundos posibles, éste que es así y determinado de esta manera, será menester encontrar la razón suficiente de la realidad del mundo en la elección que Dios ha hecho de él, y la razón de esta elección será que es el mejor de todos los mundos posibles y que Dios debía escoger éste. Pero decir que debía no significa aquí una necesidad absoluta, sino el acto de la voluntad de Dios que ha elegido libremente en conformidad con su naturaleza perfecta. La razón suficiente, dice Leibniz, inclina sin suponer necesidad; explica lo que sucede de un modo infalible y cierto, pero sin necesidad, porque lo contrario de lo que sucede siempre es posible.

El principio de razón suficiente supone una causa final. Si Dios ha creado este mundo porque es el mejor, ha obrado por un fin, y este fin es la verdadera causa de su elección. Y si el orden del universo es un orden contingente y libre, debe fundarse en el fin de las actividades contingentes y libres que tiende a realizar. Por tanto, también el mecanismo de la naturaleza deberá al fin resolverse en el finalismo.

8. El principio de perfección

Si de entre todos los mundos posible Dios ha elegido crear este mundo particular, se plantea la pregunta de por qué lo eligió. Leibniz no se conformaba con responder simplemente que Dios hizo esa elección. Porque responder de ese modo equivaldría a “mantener que Dios quiere algo sin una razón suficiente”, lo cual sería “contrario a la sabiduría de Dios, como si Éste pudiera obrar de modo irrazonable”. Tiene que haber, pues, una razón suficiente para la elección divina. Ahora bien, aunque el principio de razón suficiente nos dice que Dios tenía una razón suficiente para crear este mundo real, no nos dice por sí mismo cuál fue la razón suficiente en uno u otro caso. Se necesita algo más, un principio complementario al principio de razón suficiente; y Leibniz encuentra ese principio complementario en el principio de perfección.

En opinión de Leibniz, es idealmente posible asignar una suma máxima de perfección a todo posible mundo o equipo de composibles. Así pues, preguntar por qué eligió Dios crear un mundo particular y no otro es preguntar por qué eligió conferir la existencia a un determinado sistema de composibles, poseedor de un cierto máximo de perfección, mejor que a otro sistema de composibles, poseedor de un máximo de perfección diferente. Y la respuesta es que Dios eligió el mundo que tiene el mayor máximo de perfección. El principio de perfección afirma, pues, que Dios obra según lo que es objetivamente mejor, y que el hombre obra en vistas a lo que le parece mejor. Ese principio significaba la reintroducción de la causalidad final.

Ahora bien, esa causalidad no va contra la libertad. A Dios no se le impuso de una manera absoluta elegir el mejor mundo posible. “Hay contingencia en mil acciones de la naturaleza; pero cuando no hay juicio en el agente, no hay libertad”. Dios ha hecho al hombre de tal modo que éste elige lo que le parece ser lo mejor, y, para una mente infinita, las acciones del hombre son ciertas a priori. No obstante, obrar de acuerdo con un juicio de razón es obrar libremente.

Preguntar si hay libertad en nuestra voluntad equivale a preguntar si en nuestra voluntad hay elección. ‘Libre’ y ‘voluntario’ significan la misma cosa. Porque lo libre es lo espontáneo con razón; y querer es ser llevado a la acción por una razón percibida por el entendimiento.

Entonces, si la libertad se entiende en ese sentido, Cesar eligió libremente pasar el Rubicón, a pesar del hecho de que su elección fuese cierta a priori.

Hay una distinción entre necesidad lógica o metafísica por una parte, y necesidad moral por la otra. Decir que Dios elige libremente obrar en vistas a lo mejor no equivale a decir que fuese incierto el que obrase o no en vistas a lo mejor, y, en consecuencia, era cierto que obraría de ese modo. Pero no era lógica o metafísicamente necesario para Dios elegir el mejor de los mundos posibles.

Puede decirse en cierto sentido que es necesario … que Dios eligiese lo mejor … Pero esa necesidad no es incompatible con la contingencia; porque no es esa necesidad que llamo lógica, geométrica o metafísica, cuya negación implica contradicción.

Cuál sea la razón suficiente por la que Dios eligió crear este mundo queda explicado por el principio de perfección, que dice que Dios siempre y de manera cierta, aunque libremente, elige lo objetivamente mejor, y que el hombre elige de manera cierta, aunque libremente, lo que le parece ser lo mejor. La creación no es absolutamente necesaria; pero, si Dios crea, crea ciertamente, aunque libremente, el mejor de los mundos posibles. El principio leibniziano de contingencia es, así, el principio de perfección.

Todas las proposiciones contingentes tienen razones para ser como son y no de otra manera …; pero no tienen demostraciones necesarias, ya que esas razones se encuentran solamente en el principio de contingencia, o de la existencia de las cosas, esto es, de lo que es o parece ser lo mejor entre varias cosas igualmente posibles.

El principio de perfección no es, pues, idéntico al principio de razón suficiente. Porque el primero introduce la noción del bien, mientras que el principio de razón suficiente por sí solo nada dice acerca del bien.

El principio de razón suficiente necesita algún complemento que lo haga definido; pero ese complemento no ha de ser necesariamente el principio de perfección. Si éste dice que todas las proposiciones cuyo análisis infinito converge en una característica del mejor modo posible son verdaderas, sigue siendo verdad que, absolutamente hablando, no necesitaban haber sido verdaderas. Porque Dios no estaba lógica o metafísicamente obligado a elegir el mejor mundo posible.

9. La substancia

Una substancia no es simplemente el sujeto de predicados: también pertenece a la noción de substancia el que ésta es un sujeto duradero, del cual se predican sucesivamente atributos diferentes. Ahora bien, nuestra idea de una substancia que dura se deriva primariamente de la experiencia interna, esto es, de un yo permanente. Pero tiene que haber también, según Leibniz, una razón a priori para la persistencia de una substancia, además de la razón a posteriori suministrada por nuestra experiencia de nuestra auto-continuidad duradera.

Ahora bien, es imposible encontrar otra (razón a priori) excepto que mis atributos del momento y estado anterior, y mis atributos del momento y estado posterior, son predicados del mismo sujeto. Pero, ¿qué significa que el predicado está en el sujeto, sino que la noción del predicado se encuentra en algún modo en la noción del sujeto?.

Una substancia es un sujeto que virtualmente contiene todos los atributos que pueden ser predicados del mismo. Todas las acciones de una substancia están virtualmente contenidas en ésta.

Una substancia es, pues, un sujeto que contiene virtualmente todos los predicados que puede tener. Pero no podría desarrollar sus potencialidades, es decir, no podría pasar de un estado a otro sin dejar de ser el mismo sujeto, a no ser porque posea una tendencia interna a su autodesarrollo o auto-despliegue. La actividad es, pues, una característica esencial de la substancia.

9.1 La identidad de los indiscernibles

Leibniz trató de deducir del principio de razón suficiente la conclusión de que no puede haber dos substancias indiscernibles. “Infiero del principio de razón suficiente, entre otras consecuencias, que no hay en la naturaleza dos seres reales absolutos que sean indiscernibles entre sí; porque si lo fuesen, Dios y la naturaleza obrarían sin razón al ordenarlos diferentemente”. “Seres absolutos” quiere decir ahí substancias, y la pretensión de Leibniz es que cada substancia tiene que diferir internamente de toda otra substancia. En el sistema total de las substancias, Dios no tendría razón suficiente para poner dos substancias indiscernibles una en una posición de la serie y la otra en otra posición diferente. Si dos substancias fuesen mutuamente indistinguibles, serían la misma substancia.

En Los fundamentos de la aritmética cita Frege una explicación leibniziana de la identidad que él hace suya: Idénticos son los que pueden sustituirse uno por otro salvaguardando la verdad.

Convengamos en llamar Ley de Leibniz al esquema:

(LL) “x”y (x = y)« (Ax ® Ay)

Se trata de un bicondicional en el que la implicación de izquierda a derecha expresa la indiscernibilidad de los idénticos y el condicional de derecha a izquierda la identidad de los indiscernibles. En su conjunto, LL dice que dos objetos son idénticos si, y sólo si, comparten todas sus propiedades. Si leemos los cuantificadores objetualmente, aquí no se habla de sustitución ni de expresiones, sino que se establecen condiciones necesarias y suficientes para que un objeto x sea idéntico a un objeto y.

El Principio de Sustitutividad lo formula Leibniz así:

Dos términos son los mismos si el uno puede ser sustituido por el otro sin alterar la verdad de ningún enunciado. Si tenemos A y B y A entra en alguna proposición verdadera y la sustitución de A por B dondequiera que aparezca resulta en una nueva proposición que es asimismo verdadera, y si esto puede hacerse en toda proposición así, entonces se dice que A y B son los mismos; y a la inversa, si A y B son los mismos, pueden sustituirse el uno por el otro tal como he dicho (Philosophische Schriften ed. G. Gerhardt, y vols., Berlín, 1875-1890, VII, 228)

Parece que hay aquí una confusión uso/mención. No son los términos los que son los mismos en tales condiciones, sino los objetos denotados por los términos. Además, la sustitución es una operación que se realiza sobre oraciones o sobre proposiciones en el sentido medieval, no sobre lo que las oraciones expresan, esto es, sobre proposiciones en sentido abstracto. Subsanando estos defectos obtenemos:

(PS) Dos expresiones son correferenciales si, y sólo si, la una puede ser sustituida por la otra en cualquier oración sin alterar el valor de verdad de la proposición expresada por la oración.

Lo que habitualmente recibe el nombre de Principio de la Sustitutividad de los Idénticos es el condicional de izquierda a derecha contenido en PS. Abreviando la parte derecha del bicondicional PS con ‘la una puede ser sustituida por la otra salva veritate’ tenemos

(PSI) Si dos expresiones son correferenciales, la una puede ser sustituida por la otra salva veritate.

¿Cuál es la relación entre la Ley de Leibniz y el Principio de Sustitutividad? Mientras que LL habla de objetos y propiedades, PS habla de expresiones y sustituibilidad.

La teoría de la identidad fue axiomatizada por vez primera por Frege en la Conceptografía utilizando dos esquemas de axioma:

1. “x (x = x)

2. “x “y ((x = y) ® (Ax ® Ay))

¿Qué decir de la proposición inversa a (2), el Principio de la Identidad de los Indiscernibles? A saber:

(3) “x “y ((Ax ® Ay) ® (x = y)

muchos filósofos la rechazan partiendo del supuesto de que, aun cuando pudiéramos comprobar todas las propiedades de dos objetos y hallar que las comparten, no tendríamos garantía de que fueran uno y el mismo objeto: el universo podría repetirse. Podemos distinguir dos sentidos de la noción de identidad: identidad numérica –como cuando decimos Héspero es Fósforo– e identidad cualitativa –como cuando decimos que dos gemelos son idénticos aun cuando numéricamente son distintos–. Pues bien, la tesis de la identidad de los indiscernibles niega que dos objetos cualitativamente idénticos puedan ser numéricamente distintos.

La cuestión de si dos objetos que comparten todas sus cualidades pueden diferir sólo número fue tratada por Leibniz. La respuesta de Leibniz es negativa. En el Discurso de Metafísica la formula así: «No es cierto que dos sustancias puedan ser exactamente iguales y diferir sólo número». En la Monadología leemos también:

Es necesario que cada mónada sea diferente de todas las demás. Pues nunca hay en la naturaleza dos seres exactamente iguales y en los que o sea posible hallar una diferencia interna o una fundada en una cualidad intrínseca.

En la Correspondencia de Clarke encontramos el pasaje más famoso:

No hay dos individuos indiscernibles entre sí. Un ingenioso caballero conocido mío, discutiendo conmigo, en presencia de su Alteza Electoral la Princesa Sofía, en el jardín de Herrenhausen, creyó poder encontrar dos hojas perfectamente iguales. La Princesa lo desafió a hacerlo y él recorrió el jardín largo tiempo buscando algunas; pero fue inútil. Dos gotas de agua o de leche, vistas con un microscopio, aparecerán distinguibles entre sí.

Leibniz sostuvo que las relaciones espaciales son propiedades internas de las sustancias y, por tanto, que si dos cosas son numéricamente distintas tienen por ello diferentes cualidades internas. De ahí que para él sea lógicamente imposible diferir solo numero.

9.2 Entelequias y materia prima

Cada substancia o mónada es el principio y fuente de sus actividades; no es inerte, sino que tiene una tendencia interna a la actividad y auto-desarrollo. La substancia puede ser definida como “un ser capaz de acción”. La substancia no es simplemente actividad: la actividad es actividad de una substancia. Eso significa que en la mónada hay un principio de actividad o una fuerza primitiva, que puede ser distinguida de las sucesivas actividades reales de la mónada.

Leibniz reintrodujo de ese modo la idea de entelequia o “forma substancial”. Esa entelequia no tiene que concebirse como una mera potencialidad para obrar, que requiera un estímulo externo que la haga activa: contiene lo que Leibniz llama un conatus o tendencia positiva a la acción, que se cumple por sí misma inevitablemente, a menos que sea obstaculizada.

Aunque cada mónada contiene un principio de actividad o forma substancial, ninguna mónada creada está sin un componente pasivo al que Leibniz llama “materia prima” o “primera”. La materia prima, tal como es atribuida a toda mónada creada, no ha de entenderse como conteniendo corporeidad. “Porque la materia prima no consiste en masa o impenetrabilidad y extensión, aunque tenga exigencia de ello”. Pertenece a la esencia de la substancia creada, y es más afín a la “potencia” o “potencialidad” escolástica que a la materia en sentido ordinario.

9.3 La extensión

La realidad consta de mónadas, cada una de las cuales es un punto metafísico inextenso. Pero esas mónadas se combinan para formar substancias compuestas. Pero, ¿cómo es que el cuerpo extenso resulta de una unión de mónadas inextensas?. La extensión es una noción reducible y relativa: es reducible a “pluralidad, continuidad y coexistencia de partes a un mismo tiempo”. La extensión es, pues, una noción derivada, y no primitiva: no puede ser un atributo de la substancia.

La extensión es más el modo en que percibimos las cosas que un atributo de las cosas mismas. Pertenece al orden fenoménico. No es “sino una cierta repetición indefinida de cosas en tanto que son similares unas a otras o indiscernibles”. No hay dos mónadas que sean indiscernibles. Pero, para representar la multiplicidad, hay que representárselas como similares y, en ese grado, como indiscernibles, es decir, hay que “repetirlas”. Pero eso supone que poseen alguna cualidad que es repetida. Esa cualidad es la resistencia, que es la esencia de la materia e implica la impenetrabilidad.

Si partimos de la concepción de muchas substancias o mónadas, podemos considerar simplemente el elemento pasivo en las mismas, o lo que Leibniz llama “materia prima”, consistente en impenetrabilidad e inercia. Al considerar solamente esa cualidad, consideramos las substancias en la medida en que son indiscernibles; consideramos la cualidad como repetida. Y la extensión es la repetición indefinida de cosas en la medida en que son similares las unas a las otras o indiscernibles.

9.4 Cuerpo y substancia corpórea

La idea de materia prima no es lo mismo que la idea de cuerpo. La materia prima es pasividad, pero el cuerpo comprende fuerza activa además de pasividad. Si ambas cosas, es decir, los principios activo y pasivo, se toman juntas, tenemos “la materia considerada como un ser completo”. La “materia secundaria” es, pues, la materia considerada en tanto que dotada de fuerza activa; es también equivalente a “cuerpo”. “La materia es aquello que consiste en ‘antitypia’, o aquello que se resiste a la penetración, y, así, la nuda materia es meramente pasiva. El cuerpo, en cambio, además de materia, posee también fuerza activa.

Materia secundaria, masa y cuerpo significan la misma cosa, a saber, un agregado de substancias o mónadas. Leibniz llama también a eso “cuerpo orgánico”. Lo que le hace un cuerpo orgánico, es decir, un cuerpo verdaderamente unificado en lugar de un mero agregado o colección accidental de mónadas, es la posesión de una mónada dominante que obra como la entelequia o forma substancial de su cuerpo orgánico. Ese compuesto de la mónada dominante y el cuerpo orgánico es llamado por Leibniz substancia corpórea.

9.5 Percepción y apetito

Cada mónada refleja en sí misma la totalidad del universo desde su propio punto de vista finito. Eso equivale a decir que cada mónada goza de percepción. Leibniz define la percepción como “el estado interno de las mónadas que representa cosas externas”. Cada mónada tendrá percepciones sucesivas que correspondan a los cambios del medio, y más particularmente del cuerpo del cual es mónada dominante, si es una mónada dominante, o del cuerpo del que es miembro. Pero, debido a la falta de interacción entre las mónadas, el paso de una percepción a otra tiene que deberse a un principio interno. Y la acción de ese principio es llamada por Leibniz “apetición”. Como está presente en cada mónada, podemos decir que todas las mónadas tienen percepción y apetito.

Cuando Leibniz dice que toda mónada tiene percepción quiere decir simplemente que, debido a la armonía preestablecida, cada mónada refleja interiormente los cambios que tienen lugar en su medio. No se necesita que esa representación del medio vaya acompañada de consciencia de la representación. Y cuando Leibniz dice que cada mónada tiene apetito, quiere decir fundamentalmente que el cambio de una representación a otra es debido a un principio interno en la mónada misma. La mónada ha sido creada según el principio de perfección, y tiene una tendencia natural a reflejar el sistema infinito del cual es miembro.

Leibniz distingue entre “percepción” y “apercepción”. La primera es simplemente “la condición interna de la mónada que representa cosas externas”, mientras que la apercepción es “consciencia, o conocimiento reflexivo de ese estado interno”. No todas las mónadas gozan de apercepción, ni la misma mónada en todo tiempo. Hay pues, grados de percepción.

Leibniz opuso esa teoría de los diversos grados de percepción a la tajante distinción cartesiana entre espíritu y materia. En cierto sentido, para Leibniz, todas las cosas son vivientes, puesto que todas las cosas están últimamente compuestas de mónadas inmateriales. Al mismo tiempo, hay lugar para distinciones entre distintos niveles de realidad, en términos de grados de claridad de percepción. Si preguntamos por qué una mónada goza de un grado inferior y otra de un grado superior de percepción, la única respuesta posible es que Dios ha ordenado así las cosas de acuerdo con el principio de percepción.

10. Espacio y tiempo

El espacio y el tiempo son relativos.

El espacio es algo meramente relativo, lo mismo que el tiempo. Sostengo que es un orden de coexistencias, como el tiempo es un orden de sucesiones. Porque ‘espacio’ denota, en términos de posibilidad, un orden de cosas que existen al mismo tiempo, consideradas como existiendo juntas, sin inquirir en su modo de existir. Y cuando uno ver varias cosas juntas, percibe ese orden de cosas entre las mismas.

Dos cosas existentes, A y B, están en una relación de situación, y, en verdad, todas las cosas coexistentes están en relaciones de situación. Si consideramos ahora las cosas simplemente como coexistiendo, esto es, como estando en relaciones mutuas de situación, tenemos la idea de espacio como la idea de un orden de coexistencia. Y si, además, no dirigimos la atención a ninguna cosa realmente existente, sino que, simplemente concebimos el orden de posibles relaciones de situación, tenemos la idea abstracta de espacio. El espacio abstracto, pues, no es nada real: es simplemente la idea de un orden relacional posible. También el tiempo es relacional. Si dos acontecimientos, A y B, no son simultáneos, sino sucesivos, hay entre ellos una cierta relación que expresamos diciendo que A es antes que B, y B después que A. Y si concebimos el orden de relaciones posibles de esa especie tenemos la idea abstracta de tiempo. El tiempo abstracto no es más real de lo que lo es el espacio abstracto. No hay ningún espacio abstracto real en el que las cosas estén situadas, ni hay un tiempo real abstracto y homogéneo en el que se den las sucesiones.

11. La armonía preestablecida

Las realidades últimas son las mónadas, substancias simples concebidas según una analogía con las almas. Leibniz fue un pluralista convencido. La experiencia nos enseña, decía, que hay almas o yoes individuales; y esa experiencia es incompatible con la aceptación del spinozismo. No hay dos de esas mónadas que sean exactamente semejantes. Cada una de ellas tiene sus propias características peculiares. Además, cada mónada constituye un mundo aparte, en el sentido de que desarrolla sus potencialidades desde su interior. Leibniz no negaba, desde luego, que, a nivel fenoménico, hay lo que llamamos causalidad eficiente o mecánica; por ejemplo, no negaba que sea verdad que la puerta se ha cerrado de golpe porque un golpe de viento la ha empujado. Pero tenemos que distinguir entre el nivel físico en el que tal enunciado es verdadero y el nivel metafísico, en el que hablamos de mónadas. Cada mónada es como un sujeto que virtualmente contiene todos sus predicados, y la entelequia o fuerza primitiva de la mónada es, por así decir, la ley de sus variaciones y cambios. Las mónadas, para utilizar la expresión de Leibniz, “no tienen ventanas”. Además, hay una infinidad de ellas.

Pero aunque hay innumerables mónadas o substancias simples, cada una de las cuales pre-contiene todas sus sucesivas variaciones, no forman una aglomeración caótica. Aunque cada mónada es un mundo aparte, cambia en correspondencia armoniosa con los cambios de todas las demás mónadas, según una ley o armonía preestablecida por Dios. El universo es un sistema ordenado en el que cada mónada tiene su función particular. Las mónadas están de tal modo relacionadas unas a otras en la armonía preestablecida que cada una de ellas refleja la totalidad del sistema infinito de un modo particular.

El universo es, así, un sistema en el sentido de que si una cosa “fuera excluida o considerada diferente, todas las cosas del mundo tendrían que haber sido diferentes de como ahora son”. Cada mónada o substancia expresa el universo entero, aunque algunas lo expresan más distintamente que otras, porque gozan de un grado más alto de percepción. Pero no hay interacción causal directa entre las mónadas.

Según Leibniz, la doctrina de la armonía preestablecida entre los cambios y variaciones de mónadas sin interacción es la única teoría que es “al mismo tiempo inteligible y natural”, e incluso puede ser probada a priori, mostrando que la noción del predicado está contenida en la del sujeto.

Dios preestableció la armonía del universo

en el comienzo de las cosas, después de lo cual cada cosa sigue su propio camino en los fenómenos de la naturaleza, según las leyes de almas y cuerpos

Leibniz compara a Dios con un relojero que ha construido dos relojes de tal modo que desde entonces marchan siempre al unísono, sin que haya necesidad alguna de repararlos o ajustarlos para sincronizarlos. La filosofía común supone que una cosa ejerce una influencia sobre otra; pero eso es imposible en el caso de mónadas inmateriales. Los ocasionalistas suponen que Dios está ajustando constantemente los relojes que ha construido; pero esta teoría, dice Leibniz, recurre a un Deus ex machina innecesaria e irrazonablemente. Queda, pues, la teoría de la armonía preestablecida. Uno podría sentirse inclinado a inferir de ahí que Dios pone en marcha, por así decirlo, el universo, y luego no tiene nada más que ver con él. Pero, en carta a Clarke, Leibniz protesta que él no mantiene que el mundo sea una máquina o reloj que funcione sin actividad alguna de parte de Dios. El mundo necesita ser conservado por Dios, y depende de Éste para continuar en la existencia; pero es un reloj que marcha sin necesidad de que se le enmiende.

En la doctrina de la armonía preestablecida, Leibniz encuentra una conciliación de la causalidad mecánica y la causalidad final. Encuentra los medios de subordinar la primera a la segunda. Las cosas materiales actúan de acuerdo con leyes fijas y averiguables; y, en el lenguaje ordinario, tenemos derecho a decir que actúan unas sobre otras de acuerdo con leyes mecánicas. Pero todas esas actividades forman parte del sistema armonioso preestablecido por Dios según el principio de perfección.

12. La ciencia leibniziana

12.1 Mecanicismo y dinamismo

Leibniz formuló contra la física cartesiana grandes reproches, que, en esencia, se reducían a un solo: los principios admitidos por Descartes, la extensión sustancia, la conservación del movimiento y las leyes de la naturaleza que de ahí se derivan no son, en ningún grado, principios de unidad, capaces de explicar la diversidad infinita de las cosas. Ante todo, la extensión no puede ser una sustancia, porque es un

ser por agregación, y todo ser de este género supone unos seres simples de los que toma su realidad, de suerte que no habría absolutamente ninguno si cada ser de los que lo componen fuera también un ser por agregación;

y ese es el caso de la extensión, infinitamente divisible. Hace falta, pues,

algo que sea extenso o continuo; y es esto lo que constituye en el cuerpo su esencia misma; la repetición de eso (sea lo que fuere) es la extensión.

La extensión no es diferente del vacío; no contiene, por tanto, ninguna razón de la resistencia ni de la movilidad, ni explica de ningún modo la variedad, de las cosas que la llenan. Por lo que se refiere al movimiento, igual que el tiempo, “no existe jamás, hablando con precisión, porque un conjunto no existe cuando no tiene sus partes coexistentes”. La ley de conservación del movimiento quiebra el principio de razón: causa adaequat effectum; supone erróneamente que el movimiento mide la fuerza; porque un peso de una libra, caído desde cuatro pies, adquiere evidentemente la misma fuerza que un peso de cuatro libras caído desde un pie; ahora bien, según las leyes de Galileo, es fácil calcular que el movimiento del primero es al del segundo como 2 es a 4; con la misma facilidad se calcula que lo que es idéntico en los dos pesos es el producto de la masa por el cuadrado de la velocidad, la fuerza, que era la verdadera constante buscada por Descartes. Sus leyes de choque, a su vez, son contrarias al principio de continuidad: ante todo porque Descartes suponía frecuentemente que en el choque hay un cambio instantáneo, ya sea en la cantidad o en la dirección del movimiento de los cuerpos, en el momento mismo del encuentro. El principio de continuidad debería haberle advertido que en la naturaleza no puede haber más que cuerpos elásticos, que, si rebotan, por ejemplo al contacto con otro cuerpo, primero pierden gradualmente su movimiento (sin perder por eso nada de su fuerza) y después vuelven a adquirirlo en dirección opuesta, en virtud de su elasticidad, debida a la agitación interna de sus partes. La elasticidad expresa, por tanto, una fuerza interior, intrínseca a cada cuerpo y que está determinada en su modo de acción por los cuerpos exteriores pero que no es, en modo alguno, producida por ellos. Leibniz no podía admitir, por tanto, esos cuerpos perfectamente homogéneos que eran los elementos de Descartes, como tampoco los átomos; la existencia de la elasticidad y de las fuerzas interiores supone la divisibilidad hasta el infinito de los cuerpos, que no podrían tener, por tanto, ninguna figura exacta y fija. En la naturaleza no hay, pues, ninguna parte de la materia, por pequeña que sea, que no esté compuesta de partes aún más pequeñas, cada una de las cuales está en continua agitación; y un cuerpo difiere de otro, no por el tamaño o la figura, sino por la fuerza interior que manifiesta.

12.2 Los conceptos de “ley” y “explicación”

Según Leibniz era necesario profundizar en la relación entre las leyes de la naturaleza y la regulación divina del mundo para poder entender cómo era posible que pudiéramos inferir de los efectos a las causas. Leibniz creía que no era posible atribuir poder explicativo a una ley, a menos que esa ley pudiera expresarse como parte de los preceptos de la regulación divina. Las explicaciones de Leibniz consistían en cadenas de inferencias deductivas a partir de principios indubitables.

Para Leibniz, la existencia de leyes de la naturaleza, y el papel que éstas desempeñaban en las explicaciones de la ciencia, se fundamentaba en la manera como el mundo es producto de la legislación divina. La concepción de Dios de Leibniz es importante no sólo para entender el origen de las leyes de la naturaleza, sino también para entender la manera en que, según él, el objetivo de la ciencia son esas leyes.

Según Leibniz, para Dios no hay irregularidades en el mundo; nuestra percepción de ellas se debe solamente a la limitación de nuestras capacidades cognoscitivas. Ahora bien, dado que cualquier serie de sucesos puede subsumirse en una sucesión dictada por una regla, Leibniz señaló que el de regularidad no podía ser un buen criterio para entender lo que es una ley ya que, dado un conjunto cualquiera de observaciones, siempre podríamos encontrar una supuesta ley que las rigiera. Sin embargo, como hizo notar Leibniz, existen muy pocas leyes que rigen el comportamiento de los fenómenos y generan el orden existente en el mundo.

Ahora bien, estas leyes “de orden general”, según Leibniz, no involucraban una necesidad geométrica. En este sentido las leyes eran arbitrarias, aunque en otro sentido no lo eran puesto que se originaban en la sabiduría de Dios o, lo que es lo mismo, en el principio de la máxima perfección que las había escogido. El trabajo de Dios, pues, era similar al de los geómetras, arquitectos e ingenieros, quienes intentaban construir, como Dios siempre lo hacía, buscando la máxima eficiencia, el mejor diseño.

Para Leibniz, las leyes “de orden general” exhibían la ontología del mundo, es decir, eran fundamentales ya que trataban de lo real, no de lo meramente fenoménico. Este orden o armonía que imponían las leyes podía detectarse en cualquier pequeña muestra del mundo, lo que permitía conocer a través de los sentidos la totalidad, la base metafísica de la realidad:

Si los cuerpos fueran meros fenómenos, los sentidos no nos engañarían al respecto, porque los sentidos no ponen nada de ellos en cuestiones metafísicas. La veracidad de los sentidos consiste en el hecho de que los fenómenos están de acuerdo unos con otros, y que los sucesos no nos engañan si nos guiamos por las regularidades construidas en la experiencia ((Leibniz, G.W., Philosophical Papers and Letters, Leroy Loemker (comp.), Dordrecht-Boston, Synthese Historical Library, 1965, p. 202)

Leibniz afirmaba que las observaciones por sí solas no podían darnos información acerca de las relaciones causales que constituyen la realidad que está detrás de las apariencias. Según Leibniz, esto muestra la deficiencia de una epistemología empirista que pretendía identificar las leyes con las regularidades de la experiencia. Para Leibniz la observación no daba acceso a las causas últimas responsables del mundo empírico. En Leibniz, las inferencias de efectos a causas requerían el conocimiento de las leyes inmanentes de las sustancias.

En la filosofía de Leibniz se utilizan de manera consciente dos conceptos diferentes de ley de la naturaleza: la idea de ley como una propiedad inmanente de sustancias individuales, y el concepto de ley como un principio que rige la actividad de las cosas desde fuera. Por un lado, de acuerdo con Leibniz, una ley es constitutiva de la naturaleza misma de las sustancias individuales. Por ejemplo, según Leibniz, entre una infinidad de seres posibles, Dios decidió actualizar solamente a ciertos seres y, al crearlos, les imprimió la serie de sucesos por lo que deberían pasar. Esta concepción de ley inmanente, como regla que rige el desarrollo de las sustancias individuales y que las constituye, es reminiscente de la concepción de sustancia de Aristóteles. Pero, por otro lado, Leibniz también habló a veces de las leyes como agentes externos a las sustancias que explican la actividad de las sustancias individuales. En esta concepción de ley, lo que les sucede a las sustancias individuales es el producto de la actividad de las leyes.

Para Leibniz, las leyes tienen prioridad sobre la ontología del mundo:

Hay un número infinito de maneras posibles en las que el mundo puede ser creado, según los diferentes designios a los que Dios podría dar forma […] cada mundo posible depende de ciertos designios o propósitos principales que son distintivos de ese mundo, esto es, ciertos decretos primarios y libres (concebidos sub ratione posibilitatis) o ciertas leyes de orden general de ese universo posible con el que están de acuerdo y cuyo concepto determinan […] (Carta a Arnauld de julio de 1686 en Leibniz, G.W., Philosophical Essays, comp. de R. Ariew y D. Garber, Indianápolis-Cambridge, Hackett, 1989, p. 333)

Según este texto, las leyes de orden general son suficientes para determinar el mundo, todo lo que sucede en el universo. Pero en otras partes Leibniz señala que cada individuo de un mundo posible incluye esencialmente las leyes de ese mundo, ya que las leyes de la naturaleza son derivativas de las leyes de las sustancias individuales. Por ejemplo, en más de una ocasión Leibniz afirmó que todo sucede como consecuencia del estado inicial que Dios le dio a cada sustancia individual. Leibniz considera que puede evitar la tensión entre esos dos conceptos de ley recurriendo a la idea de un orden preestablecido.

Pese a que en Leibniz se da una importante mezcla de teología y mecánica, en el dominio de la física es un mecanicista. Leibniz pensaba que el universo tenía una estructura mecánica y señalaba que el mundo entero podía entenderse metafóricamente como un mecanismo compuesto de fuerzas. La ciencia de la mecánica, según Leibniz, sólo se aplicaba a fenómenos, a entes formados por agregación. En la medida en que esto no era toda la realidad, los fenómenos existían por convención y no por naturaleza; no obstante, los fenómenos podían ser reales.

La materia es un agregado, no una sustancia sino un substantum como lo sería un ejército o una parvada de pájaros; y en la medida que se la considera como constitutiva de una cosa, es un fenómeno, muy real, de hecho, pero una cosa cuya unidad se construye en nuestra concepción (Carta a Samuel Masson de 1716, en Philosophical Essays)

Para Leibniz la descripción del mundo en términos mecánicos era una descripción real en el nivel fenomenológico. Esto significa que, en cierto sentido, esta descripción era autónoma; que no era necesario recurrir a niveles metafísicos más profundos para explicar el mundo mecánicamente. Sólo si quisiéramos una explicación de los aspectos no mecánicos del mundo, tendríamos que recurrir a la metafísica y, en especial, a las causas finales. Así, para hacer física no es necesario hacer ni teología, ni metafísica ni fundamentos de la matemática.

Una limitación central que Leibniz vio en la concepción mecanicista ilimitada de Descartes, es que las leyes de la mecánica no podían pretender dar cuenta de la generación de la vida. Las leyes de la mecánica –afirma Leibniz– no podrían formar un animal de no existir ya algo previamente organizado. Si de lo que se trata es sólo de dar cuenta de los fenómenos, entonces sí era suficiente dar una descripción mecánica; pero sostenía que lo que la mecánica nunca iba a poder darnos era una explicación de por quécierta sucesión de fenómenos tiene lugar y no otra. Para responder esta pregunta es necesario ir más allá de la física y recurrir a la noción de causa final.

12.3 La polémica Leibniz-Clarke

En la segunda mitad del s. XVIII se produce en Inglaterra la invasión de Guillermo II y María II, con lo cual, los intereses protestantes se consolidan. La iglesia anglicana, y más particularmente el movimiento latitudinarista, hizo uso de la ciencia newtoniana debido a que este sistema mecánico explica los fenómenos naturales mediante una participación de Dios en los mismos. Tal intromisión de Dios en el mundo lleva a tener que explicar el desorden social, moral y religioso existente en un universo creado por Dios.

Por ello, habían de crearse unos dogmas aceptables por la mayoría de la gente que garantizasen la estabilidad, orden y libertad de conciencia y que apartasen el peligro papista. La iglesia anglicana era la responsable de difundir estos dogmas a las personas que no pudieran llegar a ellos por la razón.

Al mismo tiempo, Newton racionalizó la naturaleza y la puso en manos de Dios solucionando así los problemas que el orden del mundo pudiera plantear. Clarke, acérrimo defensor de las teorías de Newton, fue elegido por la princesa de Gales para responder a una carta de Leibniz (contrario a la tesis newtoniana), y desde este momento se estableció una correspondencia entre ellos conocida como la Polémica Leibniz-Clarke.

En esta polémica Leibniz intenta demostrar que la física de Newton no explica nada referente a Dios ni a su acción en el mundo.

12.3.1 El espacio como sensorio de Dios

Según Newton, a partir de los fenómenos se deduce que hay un ser omnipresente que ve las cosas en el espacio infinito como si fuera en su sensorio y que las percibe por su presencia ante él.

Leibniz interpreta este sensorium como un medio que utiliza Dios para sentir las cosas, o sea, un órgano de la sensación. Y si Dios necesita algún medio para conocer las cosas quiere esto decir que las cosas no dependen de Dios. Clarke responde diciendo que Dios no necesita tal órgano, sino que, al ser omnipresente, percibe las cosas por estar presente en todo el espacio y, por ello, también en las cosas, que se dan en éste. Además, un órgano de sensación es el medio por el cual se forman imágenes, no un medio mediante el cual Dios percibe las imágenes. Por otra parte, las cosas no son imágenes, sino cosas reales creadas por Dios, vistas por Él en cualquier lugar. “Sensorio” es, pues, el lugar de la sensación, no el órgano de ésta.

Para Leibniz, decir que Dios tiene “sensorium” –entendido como órgano de sensación– es hacerlo el alma del mundo. Esto no es cierto para Clarke, pues el espacio es el lugar de las cosas y las ideas, pero no hay unión Dios-mundo.

Pero el espacio, para Leibniz, no es el sitio de las cosas porque no es el sitio de Dios. Lo contrario significaría la coeternidad con Dios y la independencia del espacio. Tampoco el espacio es el lugar de las ideas, pues éstas están en el entendimiento. Para Clarke, Dios crea el espacio y las cosas que contiene y es el lugar de las ideas pues es el lugar de las sustancias en cuyo entendimiento están las ideas.

Vemos, pues que la polémica, en este aspecto, se debe a la diferente concepción que tienen ambos filósofos del “espacio como sensorio”; mientras que para Leibniz el espacio es un órgano del que se vale Dios para percibir, para Clarke el espacio es un atributo de Dios

12.3.2 El espacio como atributo de Dios

Para Newton, Dios ha creado la materia del universo y puede actuar sobre ella. Como en el mundo existe rozamiento y los cuerpos son elásticos, el movimiento, poco a poco iría desapareciendo si Dios no imprimiera nuevas “energías” al mundo para que “marchara” uniformemente.

Leibniz intenta refutar este argumento diciendo que Dios sería un mal creador si tuviera que “reparar” su obra de vez en cuando. Dios imprime al mundo, cuando lo crea, una fuerza que no se pierde, sino que pasa de unos cuerpos a otros, según unas leyes naturales. Para Clarke, esto es falso. Si Dios no actuara en el mundo continuamente, tendríamos un mundo que tiende a excluir a Dios, un mundo autosuficiente.

Pero, para Leibniz, decir que el mundo necesita “reparación” es decir que Dios no ha previsto todo por adelantado. En todo hay una armonía preestablecida, en caso contrario Dios no tendría sabiduría para prever o poder para proveer al mundo. Sin embargo, para Clarke, la sabiduría de Dios se manifiesta en la creación de las cosas y se continúa en su conservación. La sabiduría de Dios es hacer que el mundo dure tanto tiempo como quiera, no en su eternidad.

Según Clarke, cuando dos cuerpos elásticos chocan, pierden movimiento, lo cual demuestra que el movimiento disminuye o aumenta continuamente sin ser comunicado a otros cuerpos. Lo mismo pasa en el universo; si este no necesitara “reparación”, terminaría “parándose”, a no ser que fuera infinito y eterno.

En el choque de dos cuerpos elásticos, dice Leibniz, no se pierde fuerza alguna, pues aunque la pierdan en su movimiento total, las partes de los cuerpos reciben la fuerza perdida debido a la fuerza del choque: las fuerzas no se pierden, sino que se distribuyen entre las partes del cuerpo. La velocidad, sin embargo, no es la misma, por lo que no se conserva la cantidad de movimiento (masa x velocidad). La inercia de la materia (entendida como resistencia al cambio de estado) hace que las velocidades disminuyan cuando aumenta la materia, pero sin ninguna disminución de la fuerza.

Pero, continúa Clarke, ¿y si los cuerpos del choque fueran inelásticos?. En este caso, la fuerza no puede dispersarse entre las partes del cuerpo, pues éstas no tienen movilidad por falta de elasticidad. Y si no se perdiera movimiento, al chocar dos cuerpos cualesquiera, retrocederían con mayor velocidad que la que llevaban antes del choque, pues a ésta se le sumaría la fuerza proporcionada por la elasticidad (si son elásticos). Por otra parte, la fuerza de la que se trata en el choque no es la inercia, sino la fuerza relativa (la activa que lleva el cuerpo y la impulsiva que da el choque), que es proporcional a la cantidad de movimiento relativo. Así pues, el hecho de que las fuerzas activas disminuyan continuamente y que al chocar dos cuerpos sólidos inelásticos pierdan su movimiento implica intervención divina en el mundo. Por tanto, la causa última del movimiento en el mundo es Dios.

Pero, objeta Leibniz, no toda acción da fuerza nueva al objeto. Muchas veces, en el choque, los cuerpos conservan la fuerza y sólo cambia la dirección. Cada cuerpo toma la dirección del otro y regresan con la misma velocidad que tenían. No es natural que unos cuerpos adquieran nueva fuerza sin que otros la hayan perdido (cosa que ocurre si interviene Dios).

Para Clarke, esto es insostenible, pues, cono se ha dicho, cuando dos cuerpos chocan, ninguno regresa con la misma fuerza, sino que cada uno pierde la que llevaba y vuelve con una fuerza nueva debida a la elasticidad (si el choque es entre cuerpos elásticos), y no regresarán si los cuerpos son inelásticos. La acción es, por tanto, el comienzo de un movimiento donde antes no lo había, es decir, la fuerza siempre produce un cambio en el movimiento de un cuerpo. Una fuerza continua, por otra parte, modifica la cantidad de movimiento.

Una fuerza activa se ejerce sobre los cuerpos en movimiento y es proporcional a la cantidad de movimiento. Leibniz cometió un error, pues en su cálculo de la cantidad de fuerza que impulsa a un cuerpo a partir de su cantidad de materia y del espacio recorrido, no tuvo en cuenta el tiempo. Si cuerpos iguales son empujados por fuerzas iguales, las fuerzas que se imprimen, las velocidades y los espacios recorridos en tiempos iguales serán proporcionales entre sí. Así pues, el movimiento es proporcional a la fuerza impresa. Si la fuerza impulsiva del mundo es siempre la misma, habrá siempre la misma cantidad de movimiento en el mundo.

Mientras que para Leibniz la fuerza se conserva, para Clarke el movimiento necesita continuamente de una fuerza para existir.

12.3.3 Gravedad

Para los newtonianos, la gravedad es una fuerza real que se deduce de los fenómenos; por eso, ha de haber una causa real que produzca tal fuerza.

Según Leibniz, la atracción de los cuerpos es un milagro. Es imposible que un cuerpo gire alrededor de un punto fijo sin que nada actúe sobre él, pues debe salirse por la tangente. Para salvar esta objeción Clarke distingue entre movimiento natural y no natural. Si el movimiento circular es habitual o natural al cuerpo (como en los planetas) no será milagro alguno.

Tampoco es natural para Leibniz que los cuerpos se atraigan de lejos, a distancia. Para Clarke es una contradicción que los cuerpos se atraigan sin que exista un medio que haga posible tal atracción. Este medio existe, pero es invisible y de una naturaleza no mecánica. Es un medio regular y constante y, por ello, natural.

Todos los cuerpos se atraen, a través de un medio, con una fuerza directamente proporcional a sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de sus distancias. Esta es la ley de la gravitación universal, que requiere un espacio lleno como medio transmisor de las fuerzas atractivas. Así, pues, la gravedad va a ser aquel aspecto que hace dinámicos a los cuerpos materiales.

Leibniz opina en la Teodicea que la fuerza de gravedad introducida por Newton es una “cualidad oculta”, y considera que sería un milagro perpetuo si los planetas se movieran en órbitas circulares sin que hubiera nada que los impulsara. Leibniz opinaba que Newton había contribuido al declive de la religión natural en Inglaterra con la propagación de sus ideas acerca de la gravedad y por medio de su tesis de que el espacio es el “sensoriumde Dios”.

12.3.4 Universo, ¿continuo o discontinuo?

Para Newton, el universo es la suma de átomos y de vacío. Para Leibniz es un “cotinuum” infinitamente divisible.

Leibniz piensa que cuanta más materia haya, Dios tendrá más campo para desplegar su acción, por eso, no existe el vacío. Para Clarke, la cantidad de materia no tiene nada que ver con la sabiduría y poder de Dios, pues, además de la materia hay otros objetos sobre los que Dios puede actuar. Para Dios es más importante haber creado la materia justa en el mundo que actuar sobre ella.

El espacio vacío, piensa Leibniz, es algo imaginario, al igual que lo es la existencia de espacio fuera del mundo. Para Clarke, el espacio extramundano es real, pues en un mundo imaginario no existe vacío. La existencia del vacío ha sido demostrada por Von Guericke y Torricelli.

Los cuerpos se mueven, dice Leibniz, por acción directa de unos sobre otros y continúan su movimiento hasta que son nuevamente empujados por otros. Clarke piensa que la cantidad de materia de un cuerpo se resiste siempre al movimiento y el cuerpo estará parado si no actúa fuerza sobre él, o si está en movimiento terminará parándose si no existe tal fuerza

Para Leibniz nada ocurre sin que exista una razón suficiente para que las cosas sean así y no de otra manera. Mediante este principio demuestra la existencia de Dios y de la fuerza; pues está claro que cuando hay un movimiento no inercial ha de haber una razón de tal movimiento: una fuerza. Clarke da la razón a Leibniz, pues Dios tendrá alguna razón para haber creado la materia en un lugar y no en otro del espacio homogéneo. Esta razón no es la diferencia que pueda existir en el espacio (que no la hay), sino su propia voluntad.

Leibniz contesta diciendo que Dios no puede generar algo sin razón, pues si así lo hiciera caería en la indiferencia. Dios tiene que elegir de acuerdo con su sabiduría, y si las nociones son indiferenciables no podría realizar tal elección. Para Clarke, la elección puede darse cuando dos opiniones son igualmente buenas. Decir que Dios no puede elegir entre dos cosas iguales por no tener razón externa en la elección de una o de otra, es decir que Dios está determinado por cosas extrínsecas.

Pero una voluntad sin motivo, continua Leibniz, es algo contrario a la perfección de Dios. Dos estados indiscernibles son el mismo estado, por eso, en un espacio homogéneo como el de los newtonianos, dará igual que una partícula esté en un lugar o en otro ya que siempre estaría en el mismo sitio. Tampoco hay razón, si el tiempo es homogéneo, para que Dios haya creado el mundo en un tiempo determinado. De aquí se sigue que: o Dios no ha creado nada o que ha creado el mundo antes del tiempo. Y cuando se dice que el principio del mundo es el mismo cualquiera que sea el tiempo en el que ha sido creado, desaparece la pregunta de por qué no ha sido creado de otra manera. Es decir, para Leibniz, espacio y tiempo no son absolutos, pues su uniformidad hace imposible la elección, y si se eligiera, a pesar de todo, se elegiría lo indiscernible, se elegiría sin discernir. Un Dios que obrara así sería sólo un Dios de nombre. Todas estas contradicciones se deben a la consideración, por parte de los newtonianos, de que el espacio imaginario es real.

Para Clarke, el no poder diferenciar dos estados indiscernibles no le ocurre a un ser inteligente; éste tiene fuerzas para obrar y moverse, unas veces a la vista de motivos fuertes y otras a la vista de motivos menos fuertes. Puede haber razones para obrar, aunque los modos de obrar sean indiferentes. Por otra parte, dos lugares indiferentes no son el mismo lugar. Tampoco son lo mismo el movimiento y el reposo del universo; igual que el movimiento o reposo de un barco no son el mismo estado porque un hombre situado en la cabina de un barco no aprecie variación cuando el barco está en reposo o en movimiento uniforme. El movimiento del barco es un estado diferente al del reposo aunque el hombre no perciba variación en las apariencias. Y un parón repentino daría lugar a efectos diferentes (vemos como aquí Clarke introduce una fuerza externa al sistema con lo que pasa de un sistema inercial o galileano a uno no inercial). Se muestra aquí la diferencia entre movimiento real (cuerpo trasladado en el espacio) y movimiento relativo (cambio de orden de unos cuerpos respecto de otros dentro de un sistema), de donde se sigue que puede existir movimiento real allí donde no hay movimiento relativo y viceversa.

Por otra parte, dice Clarke, materia y espacio no son lo mismo. Si lo fueran, el mundo sería infinito y eterno necesariamente, pues espacio y tiempo son eternos necesariamente y dependen de la existencia de Dios, el cual creó la materia en un espacio y un tiempo queridos por Él y su sabiduría puede tener razones para crear en un espacio y tiempo determinados.

Tampoco espacio y tiempo son orden de cosas, sino cantidades. Si sólo fueran el orden de las cosas, llegaríamos a la conclusión de que si Dios trasladara el mundo en línea recta, permanecería siempre inmóvil en el mismo lugar, pues no se movería respecto a otro cuerpo. Y si hubiera un parón repentino (nueva introducción de una fuerza externa) nada colisionaría, pues seguiría estando todo en el mismo lugar. Y si el tiempo sólo fuera una sucesión de cosas, si Dios hubiera creado el mundo millones de años antes de hacerlo, significaría que no lo habría hecho antes. Es decir, al ser el espacio uniforme, los cuerpos creados en un lugar es como si hubieran sido creados en otro, lo cual es contradictorio. La uniformidad del espacio prueba, según Leibniz, que Dios no tiene razón para crear en un lugar y no en otro, pero puede que la propia voluntad de Dios sea suficiente razón para obrar en un lugar y no en otro. Así pues, ni espacio ni tiempo son situación ni orden respectivamente.

Según Leibniz, Dios está obligado a elegir de entre diversos mundos posibles el mejor de ellos. Ahí reside la libertad de Dios: en poder hacer lo mejor. Así pues, el mundo debe su existencia al principio de lo mejor, que es la razón suficiente de las cosas. Clarke confunde, dice Leibniz, la necesidad moral, que surge de la elección de lo mejor, con la necesidad absoluta: confunde la voluntad con el poder de Dios. Tanto un ser activo como pasivo necesitan una razón para obrar. Decir que Dios puede tener razones para actuar sobre indiscernibles es contradictorio, pues si hay razones para obrar de una determinada forma, las cosas no le son indiscernibles. Para Clarke, la mente tiene un principio de acción y un motivo. Por eso, cuando aparecen dos o más cosas idénticas, un agente libre puede tener razones para obrar entre indiscernibles. La voluntad siempre tiene una causa.

Las partes del espacio, para Leibniz, no están determinadas y se distinguen por las cosas que hay en él. El espacio sin las cosas no es determinante de nada. Si Dios quiere colocar un cuerpo en el espacio lo hará en relación con los demás cuerpos y no en relación con el espacio donde no hay nada determinante. Pero dos objetos iguales no pueden colocarse a un tiempo en el espacio pues no hay razón para asignarles sitios diferentes. Por otra parte, Dios no quiere poner límites a la extensión de materia, de lo cual no se sigue, como cree Clarke, que su duración tampoco tenga límites. Para Clarke, es falso que Dios no pueda crear dos partículas iguales de modo que sea indiferente la posición que ocupen, pues si Dios tiene razones para crear partículas iguales no sería la diferencia de posición la que impidiese que fuesen creadas. Si el universo material puede, mediante la voluntad de Dios, ser finito y mutable, entonces el espacio (en el que ocurre el movimiento) es independiente de la materia. Pero si el universo material no puede ser finito y mutable y el espacio no puede ser independiente de la materia, Dios no podría poner límites a la materia y el universo material sería ilimitado y eterno en el tiempo independientemente de la voluntad de Dios; pues, según Leibniz, si la naturaleza de las cosas es crecer en perfección, el universo ha tenido comienzo, hay razones para limitar su duración, no su extensión. El comienzo del mundo, para Leibniz, no suprime su duración, pero los límites del universo suprimen la infinitud de su extensión. Es más razonable poner un comienzo que admitir límites por estar más en concordancia con la infinitud de su autor.

12.3.5 Identidad de los indiscernibles

Leibniz la utiliza para combatir el argumento según el cual pueden existir dos mundos iguales ubicados en lugares distintos en un mismo tiempo. Leibniz dirá que ambos mundos son idénticos e indiscernibles. Vincula este principio con el anterior (el de razón suficiente) para argumentar, partiendo de Dios, contra la inconsistencia de dos mundos con iguales relaciones espaciales pero al revés.

Leibniz piensa que si existe el espacio absoluto, este ha de ser eterno e infinito, y muchos hasta pueden creer que es el propio Dios o un atributo suyo. Pero al tener partes, no tiene nada de común a Dios. Así pues, piensa Leibniz que el espacio es algo relativo, lo mismo que el tiempo. El espacio será el lugar donde existen las cosas, en un orden determinado, al mismo tiempo. Si el espacio fuera completamente uniforme, y suponiendo que no hay materia, todos los puntos serían absolutamente iguales, y por eso, no puede haber una razón por la que Dios haya colocado los cuerpos de una forma y no de otra (en caso de que el espacio sea algo distinto al orden de los cuerpos). Pero si el espacio se define como el orden de los cuerpos, y sin estos aquel no es nada, si colocamos dos estados, uno tal como es y el otro al revés, estos no se distinguirían debido a la supuesta realidad del espacio en sí mismo. Ambos cuerpos serían el mismo.

En cuanto al tiempo, Leibniz argumenta igual que lo ha hecho con el espacio. Si el tiempo fuera independiente de las cosas temporales, no habría razón alguna de por qué unas cosas se han creado en un tiempo determinado y no en otro mientras su sucesión es la misma. De aquí se deduce que los instantes son un orden sucesivo, y si este es siempre el mismo, un estado anterior no diferiría de otro posterior.

Clarke insiste en que es la voluntad divina la que coloca los cuerpos en lugares determinados del espacio homogéneo; ésta es su razón suficiente. Por tanto, esto no prueba que el espacio no sea real. Por otra parte, no se puede suponer que el espacio sea el orden de los cuerpos, pues si así fuera, si la Tierra, el Sol y la Luna hubieran sido colocados en otro lugar, guardando el mismo orden entre sí, se deduciría que antes habrían estado en el mismo lugar que ahora, cosa que no es cierta.

Tampoco el espacio es un ser eterno e infinito, sino la consecuencia de la existencia de un ser infinito y eterno. El espacio infinito es la inmensidad y omnipresencia de Dios, pero la inmensidad no es Dios, luego el espacio no es Dios. El espacio tampoco tiene partes pues la inmensidad no es una división.

Leibniz arguye que es indiferente colocar cuerpos parecidos en un orden cualquiera y por ello nunca serán ordenados por Dios, pues no juega ningún papel la sabiduría divina. Por lo tanto, Dios no creará cuerpos iguales: no hay dos individuos indiscernibles. De aquí se deduce también que la materia no puede estar formada en sus elementos últimos por átomos iguales.

Clarke responde diciendo que si Dios no crea dos cosas indiscernibles tampoco puede crear materia alguna. Es cierto que en los cuerpos complejos no hay dos iguales, pero es muy distinto para las partes de simple materia sólida. Dios puede hacer dos cosas exactamente iguales y no por ello serían la misma cosa ni ocuparían el mismo espacio aunque fuera indiferente donde se coloquen. Dos instantes iguales tampoco son el mismo instante. Si Dios hubiera creado el mundo en este mismo instante no lo hubiera creado en otro.

Leibniz, sin embargo, sigue haciendo hincapié en que no hay dos seres iguales, pues si los hubiera, Dios y la naturaleza actuarían sin razón al tratar diferentemente a ambos cuerpos. Si existieran dos indiscernibles, como supone Clarke, esto sería incompatible con el orden de las cosas, y con la sabiduría divina, pues no habría razón para tal creación. Leibniz tampoco admite los átomos o porciones sólidas sin ningún movimiento o variedad. Cada trozo de materia está dividido en parte a las que se mueve de distinta forma (no se mueven ellas solas) y ninguna es igual a otra.

Según Leibniz, Clarke sostiene que los cuerpos sensibles son compuestos, pero que también hay cuerpos insensibles que son simples. Para Leibniz, sin embargo, lo más simple es lo que no tiene partes ni extensión, las mónadas. La existencia de los cuerpos simples está derivada de la hipotética existencia del vacío y de los átomos.

Si, dice Clarke, para Dios no fuera juicioso (como pretende hacer creer Leibniz) hacer dos partículas iguales, ¿cómo sabe él (Leibniz) que tal cosa no es juiciosa?. Si Dios puede tener razones para crear partículas iguales, no sería precisamente la indiferencia de lugares la que impidiese tal creación.

12.3.6 Espacio y tiempo

Mientras Newton aboga por un espacio y tiempo absolutos, Leibniz considera al primero como el orden de coexistencia de las cosas y al segundo como orden de sucesión. Y mientras Newton considera al espacio y al tiempo absolutos como algo real, Leibniz los considera imaginarios. Este dirá que espacio y tiempo no son ni cosas ni propiedades de cosas y además, la relación entre las cosas será la que de lugar al espacio y al tiempo. Newton basa su tesis en pruebas físicas.

Hemos visto como Clarke decía que el espacio infinito era la inmensidad; si esto es así, dice Leibniz, el espacio finito tendrá extensión limitada, y la extensión es propiedad de algo extenso, pero si el espacio está vacío, será un atributo sin sujeto. Por tanto, si el espacio es una propiedad será el orden de las cosas y no algo absoluto.

Si el espacio es realidad absoluta y no accidental, tendrá más subsistencia que la sustancia, y, por ello, Dios no podría modificarlo y habría una inmensidad eterna fuera de Dios. Si el espacio infinito es, además, invisible, es lo mismo que decir que no consta de espacios finitos y que el espacio infinito podría subsistir aunque los espacios finitos no existieran.

Por otra parte, decir que Dios puede hacer avanzar el universo rectilínea y uniformemente –o de otra forma–, sin cambiar nada, eso es equivalente a decir que no cambia de lugar, pues ambos estados son indiscernibles. Tampoco hay razón para que Dios haga esto.

El espacio vacío, según Clarke, es propiedad de una sustancia incorpórea y puede existir sin cuerpos, estos están limitados por sus propias dimensiones, pero no limitan al espacio. El espacio vacío es un espacio sin cuerpos, pero no está vacío de otras cosas. Por tanto, es atributo de un sujeto. Dios y otras sustancias inmateriales están en el espacio vacío.

Espacio y tiempo son modos de existencia de la sustancia, que es necesaria, omnipresente y eterna; de modo que si rechazamos los primeros rechazamos también los segundos. El espacio y el tiempo son inmensos, inmutables y eternos, pero esto no quiere decir que sean eternidades hos de Dieu, pues espacio y tiempo son causados y consecuencias de la existencia de Dios.

El espacio es concebido por nuestra imaginación como compuesto por partes, las cuales son indiscernibles e inamovibles.

Por otra parte, dos lugares no son el mismo lugar, aunque ambos sean iguales, lo mismo pasa con el movimiento y el reposo, como ya se ha demostrado.

Para Leibniz, las partes del tiempo son ideales y abstractas. Por otra parte, el espacio es el orden de cosas simultáneas, por tanto, un universo material finito que se mueve en un espacio vacío infinito, no existe. Esto sólo son imaginaciones de quien hace al espacio realidad absoluta. Además, Dios ha creado un universo material infinito porque tal infinitud está más acorde con su sabiduría.

No toda cosa es móvil, para que algo se mueva con relación a otra cosa ha de cambiar de lugar respecto a algo y, además, el nuevo estado ha de ser diferente del primitivo. Por tanto, para que haya cambio observableha de haber una relación entre la cosa que cambia y el resto de las cosas.

Si el espacio es el orden de las cosas, dice Clarke, y el universo material puede ser finito, debe haber necesariamente un espacio vacío extramundano. Si el movimiento es un cambio de posición respecto a otros cuerpos, Leibniz no muestra como evitar que la movilidad de un cuerpo dependa de la existencia de otros cuerpos y que cualquier cuerpo solo no podría tener movimiento o de que las partes de un cuerpo que gira perderían la fuerza centrífuga si no existiera materia que le rodee.

Si la materia es infinita, Dios nunca tuvo el poder de determinar la cantidad de materia, de donde no es su creador.

Si el espacio infinito, dice Leibniz, es la inmensidad de Dios, el finito será la extensión de algo finito. Así, el espacio ocupado por un cuerpo será la extensión de ese cuerpo, cosa absurda, pues un cuerpo puede cambiar de posición, pero no dejar su extensión.

Si el espacio es la propiedad de una sustancia, entonces unas veces será propiedad de un cuerpo y otras de otro, unas de una sustancia material y otras de Dios (cuando está vacío de toda sustancia). En el espacio quedarían los accidentes de unos sujetos que recogerán otros sujetos con lo que no se podrán reconocer sujetos y sustancias. Y Dios se tendrá que revestir de propiedades de las cosas, pues los espacios finitos componen el espacio infinito.

Si el espacio es propiedad de Dios, forma parte de su esencia, de donde algo que tiene partes está en la esencia de Dios. También el espacio unas veces está vacío y otras lleno, de donde Dios tendrá partes vacías y llenas, es decir, sujetas a cambios; lo mismo ocurre con el tiempo.

El espacio no es la inmensidad de Dios, ni el espacio finito es la extensión de los cuerpos. Las cosas conservan su extensión, no su espacio.

Cuando un cuerpo cambia de lugar respecto a otros, y este lugar lo ocupa otro cuerpo se dice, según Leibniz, que ha ocurrido un movimiento. Suponiendo que hay unos cuerpos que no se mueven y con relación a ellos se dan los diferentes cambios del resto de los cuerpos, se dice de la relación de los cuerpos a estos existentes fijos, que es igual a la que otros cuerpos han tenido, ocupan el mismo lugar que los otros cuerpos que han cambiado a otros lugares. Aquello que comprende a todos estos sitios es el espacio. Por tanto, para tener la idea de espacio es suficiente considerar estas relaciones y las reglas de sus cambios sin tener que acudir a un espacio absoluto. El sitio es aquello que es lo mismo para cuerpos diferentes siempre que la relación de los cuerpos con los que se suponen fijos sea la misma. El espacio es, entonces, la unión de todos los sitios.

Para Clarke, el espacio que ocupa un cuerpo no es la extensión, sino que el cuerpo extenso existe en ese espacio. No hay un espacio limitado, sino que en nuestra imaginación fijamos la atención sobre una parte de algo ilimitado. El espacio no es una afección de un cuerpo, ni pasa de unos sujetos a otros, sino que es invariable. Los espacios finitos no son afecciones de sustancias finitas, sino las partes del espacio infinito.

No hay movimiento, dice Leibniz, si no hay cambios observables de unos cuerpos respecto a otros. Si la realidad del movimiento es independiente de la observación, no es independiente de la observabilidad; no hay movimiento cuando no hay cambio observable. Existe diferencia entre movimiento absoluto de un cuerpo y movimiento relativo respecto a otros cuerpos. Pues cuando la causa inmediata del cambio está en el cuerpo, éste está en movimiento. Tampoco hay un cuerpo enteramente en reposo.

Para Clarke, el movimiento no será observable a menos que aparezca una aceleración o deceleración brusca, entonces las partes del universo serían sacudidas produciéndose cambios observables; es decir, hemos de estar en un sistema no inercial o acelerado para que haya variación en las apariencias: tiene que existir una fuerza exterior al sistema que de lugar a la aceleración positiva o negativa.

El espíritu se forma, según Leibniz, la idea de espacio sin que sea necesario que exista un ser real que corresponda a esta idea. El espacio es el orden de las situaciones, y el espacio abstracto es el orden de situaciones posibles. Sin embargo, para Clarke, el espacio es una cantidad y el orden de las situaciones no lo es. Lo mismo ocurre con el tiempo.

Para Leibniz el espacio no puede coincidir con la naturaleza de los cuerpos, como afirmaba Descartes, y menos aún puede ser el sensorium Dei que pretendía Newton, o una propiedad absoluta de Dios. El espacio para Leibniz se convierte en un fenómeno, en un modo en el que se aparece ante nosotros la realidad, aunque no se trata de una mera ilusión, sino de un phaenomenon bene fundatum. El espacio no es más que el orden de las cosas que coexisten al mismo tiempo, algo que nace de la relación de las cosas entre sí. No es, pues, una entidad o una propiedad ontológica de las cosas, sino un resultado de la relación que nosotros captamos como existente entre las cosas. Por lo tanto, es un fenómeno bene fundatum, porque se basa en relaciones efectivas entre las cosas; pero es asimismo un fenómeno, porque no es por sí mismo un ente real. El espacio es un modo subjetivo de aparecerse las cosas, aunque tenga fundamentos objetivos (las relaciones entre las cosas).

Conclusiones análogas extrae con respecto al tiempo, que se transforma en una especie de ens rationis, exactamente igual que el espacio. El tiempo no es una realidad subsistente, como un transcurso ontológico, un fluir real y homogéneo, sino un fenómeno, también el bene fundatum. Al igual que el espacio es una consecuencia fenoménica que surge de la relación de coexistencia entre las cosas. El fundamento objetivo del tiempo reside en el hecho de que las cosas preexisten, coexisten y postexisten, es decir, se suceden.

El espacio y el tiempo no son realidades en sí mismas, sino fenómenos consecuentes a la existencia de otras realidades.

El espacio es el orden que convierte en situables a los cuerpos y mediante el cual éstos, al existir juntos, tienen una posición relacionada entre sí; de igual modo, el tiempo es un orden análogo, en relación con su sucesiva posición. Si no existiesen criaturas, empero, el espacio y el tiempo sólo estarían en las ideas de Dios

12.3.7 El concepto de ciencia

Newton partía de la existencia de las partículas elementales para explicar el comportamiento dinámico de los diferentes sistemas físicos. Por el contrario, Leibniz partía de supuestos acerca del sistema del mundo como un todo, y de ahí infería la composición de los elementos.

Según Newton, el espacio absoluto era el órgano sensorial (sensorium Dei) de Dios. Esto sugiere que la gravedad es una acción directamente proveniente de Dios, puesto que la materia, como él lo afirma muchas veces, “no tiene vida y es inerte”. Pero, entonces, ¿cómo es que Dios mueve la materia? Dios tiene que mover la materia de una forma racional, que no contradiga las leyes del movimiento que Él ha impuesto a la materia. Esto tiene una serie de implicaciones. En primer lugar, cualquier movimiento tiene que partir de una acción local, esto es, no puede haber acción a distancia pues ello sería equivalente a postular “cualidades ocultas” de las cosas, que no son explicables por medio de las leyes del movimiento (las cuales son de carácter local). En segundo lugar, Newton consideraba que Dios tenía que intervenir en ocasiones para volver a equilibrar los movimientos de los astros de manera que se adecuaran a las leyes racionales que Él impuso. Esto lo obligó a reconocer la necesidad de que Dios interviniera de vez en cuando en su Creación para darle un poco más de “cuerda” al Universo. Newton había calculado que, de no ser así, el Universo se colapsaría en relativamente poco tiempo. Por el contrario, Leibniz consideraba que dado que el mundo como un todo estaba sujeto a leyes, cualquier pequeña intervención divina en el movimiento de los planetas era un atentado a la perfección del diseño preestablecido por Dios desde el principio de los tiempos.

La creencia de Newton de que Dios tenía que intervenir de vez en cuando para mantener la estabilidad del universo no era una mera creencia metafísica. Newton había llegado a esa conclusión a partir de una serie de cálculos basados en su teoría de la mecánica celeste. Leibniz pensaba que esa idea era totalmente inadmisible. De aceptarse, todo problema científico podría resolverse de esta manera, postulando una intervención divina ocasional. Leibniz rechazó, pues, la idea de que lo material se explicara a partir de un principio inmaterial ya que en su concepción mecanicista de lo físico esto significaría, en realidad, no dar una explicación. Para Leibniz, el mundo físico era un sistema que debía explicarse totalmente en términos de las leyes físicas.

Todo lo que podemos hacer, según Leibniz, es formular hipótesis que den cuenta de los fenómenos, pero no podemos pretender tener acceso a un criterio que nos diga cuál es la verdadera explicación. Una respuesta a esta pregunta tiene que provenir de la metafísica. En todo caso, la selección de una hipótesis se hace sobre la base de su simplicidad o inteligibilidad. Los newtonianos, sin embargo, pensaban que, en teoría, era posible “desarmar” el Universo, de manera análoga a como se desarmaba un reloj, y obtener conocimiento a través de ese proceso. En ese caso, los modelos matemáticos nos permitirían –de cierta manera– simular la construcción divina, y así la simulación nos indicaría algo acerca de la estructura verdadera del Universo.

13. El mal y el optimismo ontológico-epistemológico

Las verdades de razón pueden fundamentarse en el entendimiento divino; pero las de hecho sólo pueden hallar su fundamento en la voluntad divina. Si hubiera creado otro universo, esas verdades habrían dejado de serlo, los fenómenos no se habrían producido o lo habrían hecho de otra manera, lo que no ocurre con las verdades de razón. Y cabe la hipótesis de que existan infinitos mundos posibles. De aquí la pregunta por la razón suficiente para que haya creado este mundo y no otro. Si Dios ha querido este mundo es porque es el mejor de los mundos posibles.

Cabe insistir, si este es el mejor de los mundos posibles, cómo Dios permite que exista el mal. Leibniz contesta a esta pregunta en la Teodicea. Distingue tres clases de mal:

1. Metafísico: constituye las limitaciones de los seres; no se puede acusar a Dios por ello, dado que son limitaciones necesarias del individuo

2. Físico: el dolor. Permitido, aunque no deseado, como condición necesaria para que aparezcan bienes mayores

3. Moral: el pecado. Permitido por Dios para que podamos gozar de un bien mayor, el de la libertad

Es claro que el mal existe, pero si pudiéramos ver la auténtica armonía del total cabría observar que es necesario en dicha armonía. Por otro lado, enfoque psicológico, muchos se quejan de vicio, todos exageran el mal mientras minimizan los bienes que disfrutan. Además, y según Leibniz, cualquier bien es, por su cualidad intrínseca, algo más que cualquier mal y, si disminuyera el mal, el mundo sería peor de lo que es.

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