Tema 59. El uso teórico de la razón en Kant.

Tema 59. El uso teórico de la razón en Kant.

La relación libertad-determinismo es un tema presente desde antiguo en las investigaciones filosóficas. Tradicionalmente la cuestión se planteó en forma de dilema: determinismo o libertad. La innovación del pensamiento kantiano en lo que se refiere a este problema radica en que, ante todo, intentará evitar la situación dilemática, no haciendo una elección a favor de ninguno de los dos miembros de la disyunción, sino buscando, más bien, una conciliación entre los mismos. Para Kant, el hombre es el único ser de la creación que se sabe poseedor de las dos clases de causalidad: la causalidad mecánica y la causalidad por libertad. Como fenómeno, tiene inclinaciones y deseos sensibles; su obrar fenoménico depende, así, de su carácter empírico, pero como ser racional se declara libre de toda influencia de la sensibilidad y de toda determinación temporal, y su causalidad ha de ejercerse, entonces, según su carácter inteligible:

El hombre es, pues, fenómeno, por una parte, y, por otra, esto es, en relación con ciertas facultades, objeto meramente inteligible, ya que su acción no puede en absoluto ser incluida en la receptividad de la sensibilidad (Crítica de la razón pura, A-547/B-575)

Que el hombre no sea sólo naturaleza, sino también libertad, nos lleva a enfrentarnos con otra dimensión de nuestra conciencia: la dimensión moral. Sólo él es capaz de sentir el imperativo del deber, gracias al cual se sitúa fuera de la concatenación causal, ejercitando la causalidad por libertad. No se conforma con el conocimiento de los objetos de la naturaleza, sino que desea, además, actuar en ella, rompiendo el orden de lo causalmente determinado. Si el hombre no sólo puede conocer, sino también actuar, será porque nuestra razón no es sólo razón teórica, sino, asimismo, razón práctica. Como la Crítica de la razón pura precisaba los límites de lo que es posible conocer, y fundamentaba el dominio especulativo, tendremos que intentar ahora algo semejante para ese otro dominio de la razón: el que se enfrenta a las preguntas últimas que preocupan al hombre y que desde siempre han sido el terreno en el que discurrían las especulaciones metafísicas. La libertad se convierte en la clave de comprensión de nuestro obrar moral. Moralidad y libertad se implican hasta el extremo de que justificar la moral exige demostrar la realidad de la libertad, y, por supuesto, sólo confirmando que esta última es posible, habremos asegurado para el conocimiento moral una base firme. En la Crítica de la razón pura se nos mostraba lo poco que la razón teórica puede decir sobre la existencia de Dios, mundo y alma; pero también se ponía de manifiesto la tendencia natural e inevitable que ella misma siente a interrogarse incesantemente sobre esos asuntos que más preocupan desde siempre al hombre. Responder o solucionar estas cuestiones especulativamente es imposible, pero quizá se tenga más suerte si se afronta su estudio desde otra dimensión de nuestra razón: la dimensión práctica de la misma. La razón ha de ser criticada con el fin de que se muestre su esencial limitación y finitud, y, una vez ejercida esta crítica, se comprenderá que es la moral, y no la ciencia, la que ha de enfrentarse con los interrogantes últimos de nuestra razón. A establecer este posible uso práctico de nuestra facultad cognoscitiva dedica Kant el apartado de laCrítica de la razón pura titulado Canon de la razón pura. Kant entiende por canon un conjunto de principios a priori que hacen posible el uso legítimo de una facultad de conocer, lo que quiere decir que una facultad posee un canon cuando ella es legisladora para un determinado ámbito de objetos. La razón sólo tiene dos dominios: el de los conceptos de la naturaleza y el del concepto de la libertad. En el plano especulativo sólo el entendimiento es legislador, sólo él prescribe leyes a la naturaleza, convirtiéndose así en el artífice de la objetividad del saber. Sólo en el uso práctico la razón tendrá un canon, sólo allí será legisladora prescribiendo leyes a la voluntad. Esas leyes que la razón prescribe a la voluntad son las leyes prácticas o leyes de la libertad, mediante las cuales yo me represento lo que debe ser, y se oponen a las leyes objetivas de la naturaleza, que expresan únicamente lo que es. Habrá que buscar en la razón, en tanto que razón práctica, un principio – ley moral – que certifique el conocimiento de los objetos del mundo inteligible al que no alcanzaba el poder del entendimiento, y que son, sin embargo, los objetos en los que nuestra razón tiene un mayor interés. Libertad de la voluntad, inmortalidad del alma y existencia de Dios son para Kant los objetos que constituyen la meta final de nuestra razón. Sin el uso práctico el sistema de la razón estaría incompleto, quedarían sin respuesta las cuestiones fundamentales del hombre, así como sin explicar el dinamismo humano en su totalidad. El fin último de la filosofía no es otro que el destino entero del hombre, y la disciplina que de éste se ocupa, lafilosofía moral. El fin final de nuestra razón no es qué puedo saber, ni tampoco la moralidad o la felicidad, aisladamente, sino la felicidad adecuada a la moralidad. De las tres preguntas que enuncian los intereses de nuestra razón – ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar? – sólo la segunda es eminentemente práctica, mientras que la tercera es práctica y teórica a la vez. Práctico es todo aquello que es posible mediante la libertad. Para saber si algo es o no práctico deberá precisarse el fundamento que ha determinado a la voluntad a actuar. Cuando es el concepto de libertad el que impele a obrar a la voluntad nos encontramos ante principios puramente morales, los cuales constituirán la filosofía práctica propiamente dicha. El punto de partida de la filosofía práctica de Kant son las tres tesis siguientes:

  1. Los hechos normativos son objetivos: Kant traza una línea divisoria clara entre deber y querer, entre moral e interés;
  2. Las normas morales están dirigidas a seres libres: deber implica poder;
  3. Las normas morales son autónomas. La libertad es condición de posibilidad de su obligatoriedad.

De estas tres tesis se siguen, para Kant, las siguientes ideas:

  1. Los enunciados normativos deben fundamentarse a priori. Sólo una fundamentación a priori de las normas morales asegura su objetividad, validez general y obligatoriedad estricta. Las normas sólo tienen carácter obligatorio cuando son necesaria y universalmente válidas. Si hay normas morales deben ser válidas a priori; pues la experiencia no nos ofrece ningún enunciado necesario o universalmente válido.
  2. La ética debe ser deontológica, es decir, debe partir de conceptos deónticos, como conceptos fundamentales. Los enunciados axiológicos (en tanto no se elaboran con ayuda de conceptos deónticos) hacen referencia a preferencias subjetivas. Una cosa no es en sí misma valiosa o carente de valor, sino que siempre tiene valor para alguien. Puesto que los enunciados de valor, según esta interpretación, no son ni objetivos ni universalmente válidos o necesarios, y puesto que tampoco pueden fundamentarse a priori, no satisfacen el criterio de Kant para los enunciados morales.

Kant llama principios prácticos materiales a aquellos que establecen la obligatoriedad de una acción basándose en sus consecuencias; es decir, aquellos a cuya base se encuentra un criterio teleológico. Tales principios deben tomar en consideración el valor del estado a realizar y, con ello, según Kant, preferencias subjetivas. Una ética teleológica es siempre una ética de valores, y si la atribución de valores se rige por las preferencias individuales, entonces los principios de una ética de valores son siempre principios egoístas. De este modo, la ética teleológica se confunde, según Kant, con la ética de valores. Para Kant, esta ética es inadecuada desde el punto de vista del contenido y, además, carece de sentido, pues los mandatos son superfluos si sólo nos exigen aquello que deseamos hacer. El rechazo de la ética teleológica conduce a Kant a una concepción deontológica, que se sigue –para él– del postulado de generalidad, según el cual una acción sólo está mandada a una persona cuando el mismo modo de acción está mandado a todos. Kant defiende, además, una ética de intenciones, según la cual una acción no es buena por sus consecuencias, sino por la intención que condujo a realizarla. Ahora bien, si determinamos el valor de una intención por medio del valor de las consecuencias, entonces volveríamos a una ética teleológica. Por ello, según Kant, una acción debe juzgarse por la máxima que se encuentra a su base. Una máxima es una regla del sujeto que él mismo convierte en principio debido a fundamentos subjetivos, es decir, una regla que nos dice que (en determinadas circunstancias) debemos ejecutar siempre un modo de acción. La única máxima que legitima moralmente las acciones es, para Kant, la que ordena la satisfacción del deber; por tanto, una acción es moralmente buena cuando al realizarla se tiene la intención de satisfacer una norma moral, sencillamente porque la norma en cuestión es una norma moral.

  1. Las exigencias de la moral deben legitimarse como existencias de la razón. Como ser natural, el hombre está determinado tanto en su comportamiento como en sus preferencias, es decir, no es libre. Por tanto, las normas morales no están dirigidas al hombre en cuanto ser libre. Sólo en cuanto seres racionales somos libres, y, por ello, las exigencias morales se dirigen sólo a nuestra razón. Si la razón no pudiera ser práctica, si no influyera en nuestro comportamiento, entonces las normas morales serían irrelevantes para nosotros. La libertad de la razón se manifiesta en el pensamiento, el deseo y, además, en las acciones. De la existencia de obligaciones morales y de su tesis “deber implica poder” concluye Kant el postulado de la libertad, que es un enunciado sintético a priori perteneciente a la filosofía práctica. Si tenemos obligaciones es porque podemos satisfacerlas, porque somos libres de actuar en contra de nuestras preferencias e inclinaciones naturales. De este modo, la razón pura es práctica. Según 3), las leyes morales deben ser autónomas. Sólo de esta manera pueden reconciliarse libertad y obligación. La autonomía no puede significar que cada uno se dé las normas que desee. Las leyes morales son aquello que un ser racional desea de modo necesario. De este modo, al nivel de la razón pura, querer y deber coinciden.

El deber moral es, de este modo, un querer necesario del sujeto como miembro de un mundo inteligible, y sólo es pensado por éste como deber en cuanto que el sujeto se contempla, al mismo tiempo, como miembro del mundo sensible (Werke)

Como seres racionales, queremos aquello que debemos hacer. Las obligaciones morales pueden ir en contra de nuestras inclinaciones e intereses naturales y la exigencia de la moral es la exigencia de no seguir tales inclinaciones en nuestro comportamiento, sino sólo la voluntad racional. El deber es un fenómeno que no pertenece ni al ámbito puramente sensible ni al ámbito puramente inteligible, sino al ámbito de lo humano en el que se unen lo inteligible y lo sensible.

De la idea de que el deber es un “querer racional autónomo” se deriva, para Kant, la ley moral fundamental o imperativo categórico. Dos de sus formulaciones son:

1. Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que sea también ley universal

2. Actúa como si la máxima de tu voluntad pudiera ser, al mismo tiempo, principio de una ley universal.

Según Kant “la acción que puede coexistir con la autonomía de la voluntad está permitida, la que no coincide con ella está prohibida.

Del argumento a favor del carácter a priori de las normas morales se sigue, según Kant, que tales normas son “leyes prácticas”, es decir, que valen para todos los seres racionales. Puesto que las normas materiales que descansan en los efectos de las acciones mandan y sus valoraciones son empíricas, nunca pueden considerarse leyes morales. Por tanto, las leyes morales deben ser formales. Esto significa, en primer lugar, que deben prescribir modos de acción y reglas de comportamiento generales.

Ahora bien, de una ley, cuando se prescinde de toda la materia, es decir, de todo objeto de la voluntad (como fundamento de determinación de la misma), sólo queda la mera forma de una legislación universal. Esto es, un ser racional no puede pensar sus principios prácticos subjetivos, es decir, sus máximas, al mismo tiempo como leyes generales, si no acepta que la mera forma de las mismas que las convierte en legislación universal, las transforma en leyes prácticas

1. La descripción de la conciencia moral: la “Metafísica de las costumbres”

1.1 El concepto de la moralidad: la buena voluntad y el deber

1.1.1 La buena voluntad

La existencia de lo práctico en nosotros es algo que no necesita justificación alguna, puesto que hallamos en la experiencia moral de todos los hombres los datos que lo avalan. La pregunta que corresponde hacerse al filósofo no es pues, si la moral es o no posible, sino cómo ella es posible. El punto de partida de su investigación es la experiencia moral, pero no la experiencia moral en su totalidad, sino sólo un elemento de la misma: el juicio moral.

Para Kant, el análisis de la conciencia moral ordinaria bastará para establecer una verdad fundamental, a saber, que la única cosa buena en sí y sin restricción es la buena voluntad. Nada es bueno en este mundo, excepto una buena voluntad. La buena voluntad se define por la sola bondad de nuestra disposición interna, al margen de toda consideración de la utilidad de los fines que nos propongamos alcanzar. La buena voluntad tiende a la realización del acto, y, por tanto, tendrá que pensar en los medios mejores para lograr el fin propuesto. Ahora bien, aunque la buena voluntad incluya el estudio y elección de los medios mejores, el valor de la acción residirá únicamente en la intención del sujeto que obra.

La buena voluntad se convierte, así, en el criterio último para juzgar todos los actos humanos. Ella es el valor absoluto de la moralidad, pues es el único bien en sí.

Kant considera que lo bueno ha de ser algo incondicionado sin restricción alguna; es decir, o depende de circunstancias o condiciones que escapen a nuestro control ni tampoco de las consecuencias de nuestros actos.

¿Qué es lo que puede ser bueno de un modo absoluto, sin restricción alguna, en toda circunstancia y en todo momento, y cualesquiera que sean los resultados o consecuencias de nuestra acción? La respuesta de Kant es:

Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible concebir nada que pueda considerarse bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad (Fundamentación de la metafísica de las costumbres, cap. 1).

Y un poco más adelante agrega:

La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su aptitud para alcanzar un fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma. Considerada por sí misma, es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que pudiéramos obtener por medio de ella.

Esta buena voluntad no debe ser confundida con un mero deseo que se quede sólo en eso, sin echar mano de todos los medios de que dispone, o en una simple intención que no va más allá de ella, es decir, sin intentar ponerla en práctica. Por el contrario, se trata de un intento de hacer algo, aunque ciertamente no se consiga lo que se quería, o aunque las consecuencias de nuestra acción no respondan a nuestro propósito. Por ello dice Kant:

Aun cuando se diera el caso de que, por una particular ingratitud de la fortuna, o la mezquindad de una naturaleza madrastra, le faltase por completo a esa voluntad la facultad de realizar su propósito; incluso si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera conseguir nada y sólo quedase la buena voluntad –no, desde luego, como un mero deseo, sino como el acopio de todos los medios que están a nuestro alcance–, sería esa buena voluntad como una joya que brilla por sí misma, como algo que tiene en sí mismo su pleno valor. La utilidad o la inutilidad no pueden añadir ni quitar nada a ese valor.

Así pues, la buena voluntad no se ve afectada por el hecho de que las circunstancias o condiciones impidan que se cumplan sus propósitos, pero tampoco puede reducirse a la buena intención que se deba en un simple deseo. Tampoco basta actuar conforme al deber, hay que actuar por deber. La buena voluntad es la voluntad que actúa no sólo de acuerdo con el deber, sino por respeto al deber, determinada única y exclusivamente por la razón.

1.1.2 El deber

No toda voluntad es buena necesariamente, sino que, por el contrario, mantiene una lucha eterna con las disposiciones naturales. La idea de deber, de obligación, expresa la resistencia que la naturaleza del hombre opone al cumplimiento del deber. El grado máximo de moralidad será siempre el deber cumplido, y la buena voluntad es aquella que obra por deber. Si la buena voluntad es el único criterio de valoración moral, en cuanto que éste reside en el motivo que nos impulsa a realizar la acción, y no en el propósito o fin que con ella pudiéramos alcanzar, al transcribir dicho criterio en términos de “deber”, obtendremos la siguiente fórmula: “haz el bien, no por inclinación, sino por deber”. Para explicar cómo es determinada la voluntad en las acciones realizadas por deber utiliza Kant dos conceptos: el de respetoy el de ley.

1.1.2.1 La ley

El deber es la obediencia a una ley. Toda cosa en la naturaleza obra según leyes, pero sólo un ser razonable puede obrar según la representación de las leyes, sólo él tiene voluntad. El valor moral de una acción realizada por un ser dotado de voluntad residirá siempre en que el principio determinante de nuestra acción sea la representación de la ley por sí misma y no el efecto que de ella se espera. ¿Qué clase de norma ha de ser aquella que sin necesidad de considerar el efecto que de ella se espera ha de determinar a la voluntad?. Esa ley no puede expresar mas que la universal legalidad de nuestras acciones y adoptará la siguiente forma:

yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal (Fundamentación de la metafísica de las costumbres)

He aquí la fundamentación de la ley moral. Es una ley práctica porque se refiere al querer, y es universal porque es válida para todo ser racional

1.1.2.2 El respeto

Kant nunca olvidó que el hombre no sólo es racional, sino también sensible. La conciencia de que el hombre tiene un deber va siempre acompañada de un sentimiento, sea de adhesión o de agrado hacia lo bueno, sea de desagrado o repulsión hacia lo malo. Si el principio determinante, el motivo moral de la buena voluntad es la obediencia al deber por el deber mismo, el móvil de la misma será un sentimiento original engendrado por la sola representación de la ley. Este sentimiento se llama respeto, de tal manera que la buena voluntad será una voluntad que obra por puro respeto hacia una ley

1.2 El imperativo categórico como principio de la moralidad

Un ser exclusivamente racional, en el que la razón determinase la voluntad inmediatamente, no escogería nunca más que lo que la razón considerase bueno. Para un ser tal, la voluntad subjetiva estaría siempre de acuerdo con la objetividad universal de la ley moral. La voluntad humana, sin embargo, está sometida a estímulos sensibles, es decir, a condiciones subjetivas que no siempre coinciden con las leyes objetivas y por ello el cumplimiento de la ley moral se le presenta como una obligación, es una orden, un imperativo.

Kant distingue entre los imperativos hipotéticos, que sólo declaran la acción prácticamente necesaria como medio para un fin, y losimperativos categóricos que representan una acción por sí misma, sin referencia a ningún otro fin, como objetivamente necesaria.

El imperativo hipotético puede ser problemático o asertórico. El problemático expresa la necesidad de una acción como medio para un propósito posible, se prescribe lo que ha de hacerse para conseguir un determinado fin. El asertórico indica lo que debe hacerse para obtener un fin presuntamente supuesto en todo ser humano, la felicidad. Es asertórico porque todos los hombres persiguen la felicidad, mientras que no todos buscan los mismos fines técnicamente definibles. Sigue siendo, sin embargo, imperativo hipotético porque manda una acción no por sí misma, sino en orden a la felicidad.

El imperativo categórico, al declarar la acción como incondicionalmente necesaria, será siempre apodíctico y constituirá los mandatos o leyes morales. Estas no hacen referencia a la materia de la acción, ni al fin o resultado de la misma, sino sólo a la forma o intención de la que tal acción deriva. Sólo el imperativo categórico será moral, pues sólo él manifiesta una necesidad incondicionada.

Si se niega el imperativo categórico, se niega, con él, el deber y la moralidad, pues lo único que éste hace es expresar el concepto de moralidad que subyace a la conciencia moral ordinaria. Una buena voluntad ha de conformarse a este principio si realmente quiere ser una voluntad buena. El imperativo categórico es por tanto el principio supremo de la moralidad

1.2.1 El imperativo categórico: fórmula general

El imperativo categórico es una proposición sintética a priori. A priori, por cuanto que no se deriva de ninguna experiencia, sino que es lógicamente anterior a ella, y la juzga; sintético, porque liga un querer, no a su propio contenido, sino a una ley de la razón. La cuestión que hemos de resolver es, por tanto, la de saber cómo son posibles los juicios sintéticosa priori, para desde ahí elevarnos hasta sus condiciones de posibilidad. En la Crítica de la razón pura la ciencia avalaba la existencia de tales juicios y la tarea del filósofo se reducía a descifrar sus condiciones de posibilidad. No ocurre así en la moral, puesto que se desconoce el hecho de que haya habido alguna vez en el mundo un solo acto moral verdaderamente cumplido. Por el contrario, sólo se tiene experiencia del juicio moral, que declara a la buena voluntad, a la acción cumplida por el deber, como la única cosa buena; pero de aquí no es posible pasar a concluir que ésta exista realmente. Para fundar la moral será necesario mostrar que el imperativo categórico que expresa el concepto de buena voluntad, como ideal de la moralidad, puede realmente ordenar nuestras acciones.

Del concepto de imperativo hipotético no puede extraerse la regla de los juicios sintéticos a priori, puesto que no se sabe de antemano lo que contiene, estando sus mandatos determinados por la condición de que depende, mientras que, por el contrario, cuando se piensa un imperativo categórico, se tiene clara noticia de su contenido y, por tanto, es posible extraer de él su fórmula. El concepto de imperativo categórico no contiene más que la ley, que manda incondicionadamente, y la necesidad de la máxima de conformarse a dicha ley. Una ley que manda incondicionalmente no puede ser planteada más que con independencia de todo contenido; ella es pura forma, única y universal. El imperativo categórico nos ordena cumplir nuestras acciones, ordenas nuestras máximas, sin ninguna otra representación que la de la ley, y la fórmula que adopta es: “obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal” (Fundamentación de la metafísica de las costumbres).

Esta formulación exige que mi voluntad y mi conducta, que son las de un ser de razón (y, por tanto, de universalidad), no se orienten según leyes contradictorias, autodestructivas. Con este fin, es menester verificar si mi manera de actuar soporta, sin contradicción, la experiencia del universalismo. Si no se supera esta prueba, mi acto y la regla que lo inspira son inmorales.

1.2.2 El imperativo categórico: fórmulas derivadas

De la anterior fórmula general deduce Kant tres fórmulas derivadas. Con ellas intentará acercar la ley moral, que es una idea de la razón y, por tanto, se halla en la región puramente inteligible y noumenal, a nosotros. Se trata de hacer esa ley más asequible a los hombres, comprometiéndola con la naturaleza y con la acción.

La primera fórmula derivada del imperativo categórico dice: “Obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza” (Fundamentación de la metafísica de las costumbres). Esta fórmula lo único que pretende es orientar la fórmula anterior hacia la inserción de la acción humana en una naturaleza entendida como un sistema de objetos regidos por leyes universales y necesarias

La segunda fórmula reza así: “obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo, y nunca solamente como un medio”. Esto quiere decir que para que el imperativo categórico sea posible es obligado considerar al hombre como fin en sí mismo. Todos los objetos materiales no son más que medios al servicio de las inclinaciones, cosas, nunca fines en sí. Sólo las personas existen como fines en sí y no como medios. Cuando Kant se refiere al hombre como fin en sí mismo, el término fin debe entenderse como fin que debe ser respetado. Ahora bien, teniendo en cuenta que el fundamento de la legislación universal se halla, por un lado, objetivamente, en la forma de la legislación universal que hace de ella una ley y, por otro, subjetivamente, en el fin; está claro que elegir como fin el respeto de los hombres supone elegir como principio de la acción obedecer sólo a la ley moral.

La tercera fórmula reza: “obra según la máxima que pueda hacerse a sí misma al propio tiempo ley universal”. Esta fórmula enuncia la autonomía como principio fundamental de la moralidad y no significa otra cosa que la afirmación de la racionalidad de la ley. La ley es obra de la razón y sólo en tanto que es razonable, la voluntad es autónoma. Autonomía es la racionalidad propia de la ley. Si el imperativo categórico ha de ser posible, tendrá que ordenarnos obrar de manera que nuestra voluntad pueda considerarse siempre como siendo ella misma legisladora de la ley universal a la que se somete. La autonomía atribuida por Kant a la voluntad de todos los seres razonables presenta ante nosotros la idea de un reino de los fines.

Entendiendo por reino el enlace sistemático de los seres racionales por leyes comunes, y, sabiendo que todos los seres están sujetos a la ley de que cada uno de ellos ha de tratarse a sí mismo y a los demás, no como simple medio, sino como fin en sí mismo, el reino de los fines será el reino de los seres racionales que son fines en sí. Todo hombre puede pensarse, como miembro de ese reino, a la vez legislador y sujeto de sus leyes. Para ser sólo legislador, pera ser jefe en el reino de los fines, tendría que ser una voluntad santa, una voluntad que no estuviera, como la humana, sometida al deber. En ese reino todo tiene un precio o una dignidad: lo que se refiere a las inclinaciones y necesidades del hombre tiene un precio comercial, un precio de afecto; aquello que hace que una cosa sea un fin en sí mismo no tendrá jamás un valor de medio, sino un valor de fin; tendrá lo que se llama dignidad. La humanidad tiene una dignidad, y el principio de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza razonable no es otro que la autonomía.

1.2.3 La autonomía como principio supremo de la moralidad. Crítica kantiana a las éticas heterónomas

Si el ser razonable no debe obrar más que de acuerdo con leyes universalizables que puedan constituir, por ello, una naturaleza; y, si además, ese ser ha de tratarse y ser tratado como un fin en sí mismo, no puede, sin incurrir en contradicción, estar simplemente al servicio de la ley universal, puesto que entonces no sería más que un simple medio. Se impone, para que quede salvaguardada su dignidad de fin, el que sea, al mismo tiempo, legislador y servidor de la ley. La autonomía es el concepto clave de la moralidad.

La acción que pueda ponerse de acuerdo con la autonomía de la voluntad será una acción permitida, mientras que aquellas otras acciones que repugnen a la autonomía se convierten inmediatamente en acciones prohibidas. La voluntad en la que las máximas coinciden necesariamente con las leyes de la autonomía es una voluntad santa, absolutamente buena; mientras que la dependencia de nuestra voluntad humana finita al principio de la autonomía es la obligación, y la necesidad objetiva de una acción fundada en la obligación era el deber. El respeto que provocaba en nosotros la sumisión al deber aparece aquí como la dignidad de la humanidad, en tanto que ella es sujeto de la moralidad.

Además de ser el principio supremo de la moralidad, la autonomía le sirve a Kant para explicar por qué las morales anteriores a él han fracasado. Por principios prácticos debe entenderse, según la Crítica de la razón práctica, todas las proposiciones que contienen un conjunto de reglas para la determinación de la voluntad, y que se agrupan en dos grandes bloques: principios materiales y principios formales.

A la primera clase pertenecen todos aquellos principios y teorías de la moralidad defendidos por los distintos sistemas filosóficos. Los principios materiales ponen como fundamento de determinación de la voluntad la representación de la realidad de un objeto; y un objeto no puede ser principio de determinación más que si el sujeto, por la representación que tiene de él, consigue sentir placer al realizarlo. El placer o dolor es de tal naturaleza que no es posible determinarlo a priori, sino que hay que acudir a la experiencia para comprobarlo. Por ser empíricos los principios materiales, no pueden suministrar leyes prácticas, puesto que una ley, para ser tal, debe poseer una necesidad objetiva fundada a priori.

Todos los principios materiales están apoyados en la relación de la representación al sujeto; en definitiva, en un sentimiento. En los principios materiales, el principio que mueve a la voluntad le viene dado desde fuera por algo ajeno a su propia racionalidad, por una inclinación hacia el objeto expresada en un deseo inmediato. Sólo un principio puramente formal puede dar razón de la idea de autonomía como principio supremo de la moralidad.

La ley moral sólo puede expresarse bajo la forma del imperativo categórico, y es la autonomía quien pone de manifiesto la esencia de ese imperativo.

1.3 El imperativo categórico y la libertad

1.3.1 Autonomía y libertad

Para precisar el sentido de “autonomía”, recurre Kant a la idea de libertad:

¿Qué puede ser, pues, la libertad de la voluntad sino autonomía, esto es, propiedad de la voluntad de ser una ley para sí misma? (Fundamentación de la metafísica de las costumbres)

La voluntad es una especie de causalidad, y la esencia de toda causalidad es la legalidad. Pues bien, si “ley” es sinónimo de determinismo, y, en consecuencia, de ausencia de libertad, y, si la voluntad está determinada por leyes, parece, entonces, que, de ningún modo, podría ser libre. No obstante, el concepto de autonomía viene a salvar esta dificultad. La autonomía es la capacidad que tiene la voluntad de obrar al margen de los estímulos de la sensibilidad, y de producir objetos sin que una causa externa le impulse a ello. Pero esta es la definición de libertad trascendental expresada en la tercera antinomia de la Crítica de la razón pura. Por tanto, autonomía se identifica, así, con esa libertad trascendental, gracias a lo cual, comprobamos que junto a la causalidad-necesidad propia de la naturaleza, es posible pensar otro tipo de causalidad, la causalidad por libertad, exclusiva de la voluntad de los seres razonables. La libertad de la voluntad debe entenderse como la sujeción de la voluntad a su propia ley, a la que ella se dicta a sí misma.

La identidad existente entre la autonomía y la libertad pone de manifiesto el carácter de principio sintético a priori que tiene el imperativo categórico. La autonomía ordena a una voluntad finita – no plenamente racional –, que, para hacerse buena, obre según máximas que puedan universalizarse, es decir, obre moralmente. Dicho principio es sintético porque el concepto de buena voluntad de una voluntad finita no implica necesariamente que tal voluntad haya de consistir, precisamente, en obrar según máximas universalizables. Las proposiciones sintéticas sólo son posibles cuando dos conceptos quedan unidos por un tercero. Es el concepto de libertad el que une a la noción de voluntad buena el de voluntad autónoma.

La libertad no es una propiedad exclusiva de nuestra voluntad, sino que hay que atribuírsela a todos los seres racionales. Esta idea posee una validez indiscutible como concepto práctico, aun antes de que su existencia pueda ser demostrada, ya que al pensar un ser como racional y dotado de voluntad habrá que conferirle la propiedad de obrar moralmente. Esto significa que aunque la razón teórica no pueda alcanzar una demostración de ese concepto, la razón práctica tiene que suponer siempre su realidad práctica, puesto que la actividad racional exige necesariamente la libertad. Saber que la libertad es un supuesto necesario de la razón pura práctica sirve para garantizar la validez de las leyes de la libertad, mas no la posibilidad de esas leyes y de su principio supremo.

1.3.2 La distinción mundo sensible-mundo inteligible como clave de la demostración de la libertad y de la moralidad

Hay, por tanto, que demostrar la realidad de la libertad para desde ella inferir la validez del principio supremo de la moralidad. Ahora bien hasta ahora hemos visto que la libertad se fundamenta en la moralidad, y la moralidad en la libertad. ¿Cómo salvar este círculo vicioso?

La solución consiste en considerar que el hombre, en cuanto perteneciente al mundo sensible, obedece a las leyes de la naturaleza, pero en cuanto perteneciente al mundo inteligible obedece a las leyes autónomas basadas únicamente en la razón. De este modo el círculo desaparece: la libertad ya no es demostrada por la autonomía, y la autonomía por la libertad, sino que ambas se deduce de la idea de nuestra naturaleza inteligible.

La presente distinción entre el mundo sensible y el mundo inteligible descansa en la necesidad de una doble comprensión de nuestro yo: como yo empírico y como yo inteligible. De acuerdo con esta última, el hombre se aprehende a sí mismo como pura actividad racional y se distingue radicalmente de la pasividad que manifiesta el yo empírico, puramente fenoménico. El hombre sabe que algo en él es pura actividad: su razón. Dicha actividad racional de la que tenemos conciencia inmediata supone la atribución a la razón de una libre espontaneidad en la producción de sus ideas. Es decir, el hombre, en cuanto reconoce en sí esa actividad ha de considerarse como inteligencia y dotado de libertad. Es esa conciencia que el hombre tiene de sí mismo como inteligencia la que le permite pensarse como miembro de dos mundos: sensible e inteligible.

La participación del hombre en estos dos mundos explica la condición de posibilidad de la libertad y de la validez para el hombre de las leyes morales. La única manera de pensar la libertad en el hombre es atribuírsela a una facultad puramente inteligible más allá del mundo fenoménico. Además, como la libertad de la voluntad es sinónimo de autonomía y, consiguientemente, condición de posibilidad de la moralidad, sólo si el ser humano es capaz de aprehender a la vez su yo como inteligencia y sensibilidad, podrá considerarse libre y sentirse obligado por leyes morales. Así pues, de esta manera se rompe el nombrado círculo vicioso que surge al concluir de la libertad la moralidad, y de ésta la ley moral.

1.3.2.1 ¿Cómo es posible el imperativo categórico?

Decir que la voluntad de un ser racional es libre es decir que ella actúa según leyes puramente racionales, según leyes morales. Como miembro del mundo inteligible, las acciones del hombre estarán de acuerdo con el principio de autonomía; como miembro del mundo sensible, se regirán por la heteronomía propia de la naturaleza. Pero, dado que el hombre pertenece a ambos mundos y que el inteligible contiene la base del sensible, las leyes de aquél se le presentan como obligatorias a la voluntad de un ser afectado también por inclinaciones y deseos sensibles. Por consiguiente, la conciencia del saber exige como condición la dualidad de mundos y la idea de mundo inteligible es la que le permite realizar la síntesis entre la buena voluntad y la autonomía expresada en el imperativo categórico.

Y así son posibles los imperativos categóricos, porque la idea de la libertad hace de mí un miembro de un mundo inteligible; si yo no fuera parte más que de este mundo inteligible, todas mis acciones serían siempre conformes a la autonomía de la voluntad; pero como al mismo tiempo me intuyo como miembro del mundo sensible, esas mis acciones deben ser conformes a la dicha autonomía. Este deber categórico representa una proposición sintética a priori, porque sobre mi voluntad afectada por apetitos sensibles sobreviene además la idea de esa misma voluntad, pero perteneciente al mundo inteligible, pura, por sí misma práctica, que contiene la condición suprema de la primera, según la razón” (Fundamentación de la metafísica de las costumbres)

La razón, reflexionando sobre sí misma, se da cuenta de que la libertad es un presupuesto de su propia actividad, pero no puede pretender explicar cómo dicha libertad es posible. De la misma manera que no puede conocerse cómo es posible la libertad, tampoco se esperará saber cómo puede la razón pura ser práctica. Esta cuestión obliga a Kant a plantearse los límites de su propio proyecto de justificación del imperativo categórico. La pregunta de cómo es posible el imperativo categórico lleva implícitas dos cuestiones: la primera, relativa a su validez y la segunda, referente a las condiciones de posibilidad de esa validez.

2. Fundamentación de la moral: moralidad y libertad

En la Fundamentación de la metafísica de las costumbresKant ha querido fundar a priori la moral fuera de toda experiencia. La libertad es la condición última del imperativo categórico. La idea de libertad, o mejor, de mundo inteligible, justificaba la moralidad. Esta perspectiva va a ser modificada en la Crítica de la razón práctica. Aquí se presenta la ley moral como un hecho tan indiscutible como la existencia de la ciencia; y sólo a partir de la conciencia de esta ley enunciada como real podrá definirse la libertad como fundamento de la ley moral. Ahora la ley será lo primero que conozcamos y sólo a partir de ella demostraremos la realidad de la libertad. La fundamentación de la dimensión moral del hombre sólo será posible si se consigue demostrar la validez de la ley moral como un principio del uso práctico de nuestra razón

2.1 Sentido y funciones de la Crítica de la razón práctica

En esta obra se pretende mostrar que la ley moral es un principio del uso práctico de la razón; para ello se afirma que la razón, como razón práctica, no sólo es autónoma, sino también legisladora. De este modo, la facultad de desear o voluntad entrará a formar parte del sistema de la razón pura. Producirá en el campo de la libertad conocimiento práctico de lo suprasensible, como el entendimiento legislaba en el ámbito de las leyes de la naturaleza y explicaba el conocimiento científico. Confirmada la validez de la ley moral, quedará mostrada la existencia de la razón pura práctica por la estrecha relación que se establece entre los conceptos de ley moral y libertad. No se trata ahora de considerar la razón en relación con objetos provenientes del exterior, sino únicamente con la voluntad y con la causalidad de esa voluntad. Kant define la voluntad del siguiente modo:

la facultad de desear o voluntad es la facultad de ese mismo ser, de ser, por medio de sus representaciones, causa de la realidad de los objetos de esas representaciones (Crítica de la razón práctica, nota)

La razón tiene que buscar en sí misma el principio de su uso, de manera que, una vez descubierto, comprende que ella sola puede y debe determinar a la voluntad y producir así sus objetos según la representación de una ley, producto, no del entendimiento, sino de la propia razón. Esos objetos que la razón produce, en tanto que práctica, corresponden al mundo de la libertad, por lo que puede afirmar que la existencia de la razón pura práctica es demostrada al mismo tiempo que su poder efectivo, la libertad.

2.1.1 Acerca de la denominación de “Crítica de la razón práctica

Mientras que en el uso especulativo la razón se ocupaba de objetos que le venían de fuera y tenía la pretensión de saber a priorique ciertas leyes se cumplían para sus objetos, lo que se exige a una Crítica de la razón práctica es ejercer la crítica sobre toda su facultad práctica, de forma que si se muestra la existencia de una razón práctica, en ese preciso instante deja de tener sentido someterla a crítica para determinar si se excede o no a sí misma.

Con esta investigación se descubrirá que únicamente la razón práctica, empíricamente condicionada, y no la razón pura práctica, se aventura demasiado lejos de forma presuntuosa tal y como era el proceder de la razón pura teórica. Mientras que en el ámbito de lo teórica la crítica había de ejercerse para desvelar el uso trascendente de la razón, en lo que a la razón práctica se refiere, el uso trascendente reside en la tendencia de la razón empíricamente condicionada a constituir el principio determinante de la voluntad.

2.1.2 Funciones de la Crítica de la razón práctica

El interés de Kant en esta obra residirá en confirmar que la razón pura es realmente práctica para, a continuación, preguntarse no cómo son posibles los objetos de la facultad de desear, sino cómo la razón puede determinar a la máxima de la voluntad, a saber, si por ella misma o por el concurso de las representaciones sensibles. Las funciones que tendrá que realizar será investigar la posibilidad, extensión y límites de la razón práctica, estableciendo y asegurando los principios de su uso adecuado y limitando su empleo empíricamente condicionado.

La Crítica de la razón práctica, al determinar y justificar los principios prácticos se convierte en una propedéutica a una Metafísica de las costumbres que abarcará los principios del ejercicio de la razón práctica en el campo de la Moral y el Derecho. Esta Metafísica de las costumbres será una ciencia pura o racional de la conducta. No se limitará a determinar el principio supremo de la moralidad válido para todo ser racional; ofrecerá más bien un sistema completo de los deberes en cuanto deberes específicamente humanos. Su función consistirá en indagar su aplicación a las particulares condiciones de la existencia humana. Será una moral racional, cuyo contenido no se confundirá con aquel puramente empírico de la Antropología.

2.2 El principio de la razón pura práctica: ley moral y libertad

2.2.1 El principio de la moralidad: ley moral y libertad

Excluida la felicidad como principio determinante de la moralidad, sólo resta buscar en la voluntad misma, como razón práctica, el principio fundamental de la moralidad. Tal principio debe ser una ley y no una mera máxima subjetiva porque sólo una ley puede ser necesaria y universal en su aplicación. Ha de ser una ley por virtud de su forma y no de su contenido, ya que el contenido hace referencia siempre a algún objeto, y éstos no determinan a la voluntad más que mediante un sentimiento de placer en el sujeto que supone un interés

2.2.1.1 La libertad como “ratio essendi” de la ley moral y la ley moral como “ratio cognoscendi” de la libertad

Una voluntad, determinada por la mera forma legisladora de sus máximas, sólo puede ser una voluntad libre. A una voluntad libre sólo puede corresponderle una ley formal, pues los principios materiales son siempre empíricos y una voluntad únicamente es libre en la medida en que es determinada independientemente de toda condición empírica. Lo que se ofrece inmediatamente a la conciencia del hombre es la ley moral, y sólo su presencia permite alcanzar el concepto de libertad. Lo contrario resulta imposible, ya que de la libertad ni es posible tener conciencia inmediata – puesto que su concepto al margen de la ley es meramente negativo –, ni es tampoco posible derivarla de los fenómenos que se rigen exclusivamente por la causalidad mecánica.

Es la conciencia de la ley – de que debo hacer algo – la que nos convence de que realmente podemos hacerlo: debes, luego puedes. El deber de obedecer a una ley sería absurdo si no se tuviera la posibilidad de conformarse a ella. De aquí surge la ley fundamental de la razón pura práctica: “Obra de tal modo, que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre, al mismo tiempo, como principio de una legislación universal”.

2.2.1.2 El principio (ley moral) como “factum de razón”

La conciencia de la anterior ley moral es para nosotros un factum de razón, el único hecho de razón gracias al cual nuestra facultad de desear o voluntad es originalmente legisladora. Es el hecho primordial y más importante por ser el principio determinante de la voluntad, absolutamente necesario a priori, que no precisa ser deducido de principios anteriores a él.

La ley moral expresa la autonomía de la voluntad, es decir, la capacidad que tiene nuestra facultad racional de darse a sí misma la ley, la capacidad de ser libre. La autonomía se convierte así en el principio de todas las leyes morales, puesto que si un ser racional cumple la ley, lo hace porque su voluntad está libre de toda determinación empírica. Esto es libertad en sentido negativo. Pero si una voluntad exige alguna ley para su determinación, tal ley no puede ser dada a la voluntad por la naturaleza del ser racional, sino que debe ser una ley dada por la sola razón al margen de las inclinaciones y deseos sensibles. La voluntad debe ser libre en sentido positivo, entendiéndola como sinónimo de autodeterminación, de capacidad de actuar según la representación de la referida ley que ella se da a sí misma. Libertad, ley moral y autonomía coinciden y manifiestan en esta coincidencia la existencia de la razón pura práctica.

La ley moral da a conocer un mundo del entendimiento puro que le estaba vedado a la razón teórica. En efecto, la limitación de la razón teórica al ámbito de la experiencia la incapacita para enfrentarse a lo que está más allá de ella, el mundo suprasensible. Tal incapacidad será superada por el uso práctico de nuestra razón, al permitir alcanzar y conocer la ley de la naturaleza suprasensible. Mientras que la naturaleza sensible de los seres racionales es la existencia de los mismos bajo leyes empíricamente condicionadas, la naturaleza suprasensible es una naturaleza bajo la autonomía de una razón pura práctica.

2.2.2 La demostración del principio de la razón pura práctica

El conocimiento al que aspira la razón pura práctica no es un conocimiento de objetos exteriores a ella, sino un conocimiento tal que pretende llegar a ser el fundamento de los objetos mismos, esto es, a producirlos según la representación de su propia ley. La ley moral, piensa Kant, está suficientemente justificada por la conciencia que tenemos de ella a priori. La expresión “factum de razón” manifiesta perfectamente la imposibilidad de demostrar el principio de la moralidad. Al presentarse como un hecho, no necesita de ninguna deducción que muestre su realidad objetiva: como es el dato primero y más importante del que se derivan todos los demás, él mismo no necesita deducción alguna porque es percibido sin más, inmediatamente, por nuestra conciencia.

2.2.2.1 La exposición trascendental del principio moral (libertad como autonomía)

La exposición trascendental de la libertad manifiesta el íntimo acuerdo existente entre la razón teórica y la razón práctica. Gracias a ella la ley moral – el principio de la razón práctica – prueba su realidad objetiva; además, el concepto de libertad (libertad trascendental), que para la razón especulativa permanecía vacío e indeterminado, se justifica a través de la ley moral y queda definido positivamente como “autonomía”. La razón, que en el uso teórico es siempre trascendente, se hace ahora inmanente – legisladora para el mundo suprasensible –, proporcionando a las ideas una realidad objetiva de la que carecía antes, pues como razón práctica se convierte ella misma en causa eficiente de sus propios objetos, las ideas mismas.

Esto no quiere decir, sin embargo, que se supriman los límites fijados por el entendimiento y se permita hacer un uso suprasensible de las categorías. El mundo suprasensible tiene su propia ley, la ley moral, que es un principio del uso práctico de nuestra razón. Existe un canon de la razón pura, como razón pura práctica – facultad de desear o voluntad –, que le permite entrar a formar parte del sistema de las facultades del espíritu. La dimensión moral queda fundamentada porque se ha conseguido demostrar la realidad de la libertad como clave de la moralidad

2.3 La constitución del juicio moral

2.3.1 Los objetos de la razón pura práctica: el bien y el mal moral

Los objetos de la razón pura práctica son el bien y el mal. El primero considerado como un objeto necesario de la facultad de desear y el segundo como un objeto necesario de la facultad de aborrecer. No obstante, Kant hace al respecto una puntualización: si el obrar moral se caracteriza por producir los objetos correspondientes a sus representaciones más que por un objeto, se impone contestar a la pregunta acerca del concepto de un objetode la razón pura práctica.

Cuando la voluntad no es determinada primero por la ley moral, sino por los objetos, nos encontramos, no ante los conceptos de bien y mal, sino ante los conceptos de placer o dolor. Es imposible darse cuenta a priori de qué representaciones suministran placer y cuales dolor; sólo la experiencia puede decidir lo que es bueno o malo, y esta experiencia la proporciona únicamente el sentimiento de placer o dolor, como receptividad del sentido interno. De este modo, el concepto de lo absolutamente “bueno” acompaña a la sensación de lo agradable, y el de lo absolutamente “malo” a lo desagradable. Sin embargo, no hay que confundir lo agradable “con el bien” y lo desagradable “con el mal”.

El bien y el mal moral, para ser moralmente válidos, no han de ser juzgados por el sentimiento de placer o dolor, sino únicamente por la razón y en relación a su principio, la ley moral.

Sólo teniendo a la ley como principio determinante de la voluntad puede decirse que estamos ante una buena voluntad o que la voluntad es absolutamente buena y condición de todo bien. Si, por el contrario, ponemos el fundamento de determinación de la voluntad, primeramente en el objeto, que supone ineludiblemente la búsqueda de un placer o un dolor, el fin que se persigue alcanzar no será el bien moral, concepto de razón, sino lo agradable, concepto empírico de la sensación. En este último caso, la voluntad no es una voluntad pura, autónoma, sino una voluntad empíricamente condicionada, heterónoma, que no puede dar explicación correcta alguna de la fundamentación de la moral. Los únicos conceptos de la razón pura práctica son lo bueno y lo malo, los cuales no se refieren ni a objetos empíricos ni a sensaciones, sino al modo de actuar del sujeto moral cognoscente (máximas de su acción), pues tales objetos no pueden determinar a la voluntad, que como razón autónoma, únicamente puede estarlo por la ley

2.3.1.1 Las categorías de la libertad

Estos conceptos son modos de una única categoría: la causalidad por libertad, en tanto que ella es el fundamento de determinación de la voluntad. Cuando se dice que una acción es buena, nos referimos a ella como a un efecto posible por libertad (efecto posible por una voluntad libre), la consideramos como resultado de un acto de elección por virtud del cual se decide su bondad o maldad moral. Pero las acciones morales además de estar cometidas a la ley de la libertad, pertenecen también a los fenómenos, pues el bien moral ha de ejercerse en el campo de la experiencia externa.

Las categorías de la libertad vienen a desempeñar en la práctica un papel análogo al que cumplían las categorías en la Crítica de la razón pura. Estas últimas eran reglas para llevar a la unidad de la conciencia (yo pienso) la multiplicidad de las intuiciones empíricas. Asimismo, las categorías de la libertad serán reglas para someter la multiplicidad de deseos y apetitos a la unidad de la conciencia de la razón práctica que ordena seguir la ley moral.

Las categorías de la libertad son las reglas universales de conducta bajo las cuales el juicio moral ha de subsumir los distintos casos concretos, las distintas acciones particulares que han de cumplirse en el mundo, con el fin de discernir si se adecuan o no a la ley moral, si son buenas o malas.

2.3.2 La Típica del juicio práctico

En la Típica del juicio práctico la facultad legisladora es la razón, que dicta la ley moral. El entendimiento aporta el caso concreto que hay que subsumir bajo esa ley, las acciones morales, las cuales, aunque sometidas al dominio de la naturaleza, deben ejercerse según una ley de la causalidad por libertad. El elemento mediador entre los términos heterogéneos será el tipo de la ley moral. Semejante tipo es una ley de la naturaleza, de la que consideramos sólo la forma, porque las leyes de la naturaleza y las de la libertad tan sólo comparten la dimensión de la pura formalidad, esto es, su universalidad y necesidad. Sólo contando con una mediación de este tipo podremos decidir si las acciones particulares son o no buenas, o si realizamos o no el objeto práctico.

Para juzgar las máximas según principios morales tomamos siempre como tipo la idea de la ley universal de la naturaleza. Es decir, el entendimiento siempre que juzga tiene presente una ley de la naturaleza, y cuando se juzga moralmente se hace de aquella ley de la naturaleza un tipo de ley de la libertad, pues la moralidad para realizarse en el mundo es menester que comparta con ese mundo alguna característica. Ese algo que comparten la naturaleza sensible y la inteligible no es otra cosa que la conformidad a leyes. Por eso está justificado utilizar la naturaleza del mundo sensible como tipo de la naturaleza inteligible

2.4 El motor de la razón pura práctica: el sentimiento de respeto

2.4.1 La ley moral como motivo y motor de la moralidad

El motivo que ha de presidir el cumplimiento de las acciones, para que éstas sean moralmente buenas, debe ser primera y únicamente la obediencia a la ley como fundamento objetivo de determinación de la voluntad. Ahora bien, la voluntad humana es una voluntad finita que no siempre obra conforme a los dictámenes de esa ley. Por tanto, habrá que preguntar, entonces, también por el motor, entendido como fundamento subjetivo de determinación de la voluntad, que llevará a un sujeto a querer la ley o a ir contra ella. El único motor moral es la ley moral. Ella esmotivo y móvil de nuestro obrar moral, fundamento, a la vez objetivo y subjetivo de determinación de nuestra voluntad.

Cuando se dice motor se está haciendo referencia a “sentimiento”, “emoción”. Como motor, la ley ha de provocar en nosotros un sentimiento. El efecto que la ley ejerce sobre la sensibilidad es doble: por un lado, perjudica todas nuestras inclinaciones, pues nos hace negar el egoísmo, la presunción, etc.; y, como efecto, produce en nosotros humillación, mas dicha humillación es ya sentimiento. Junto a este efecto negativo, la ley produce un efecto positivo en la sensibilidad, el sentimiento de respeto, pues al situarse como un obstáculo ante ella, le permite acercarse y conocer algo del mundo suprasensible al que rige

2.4.2 El sentimiento de respeto como sentimiento moral

El respeto es un sentimiento generado por la sola representación de la ley, y teniéndola a ella por objeto, es un sentimiento moral. Esto es, en la base de todas nuestras inclinaciones está la naturaleza sensible, que será la condición para que éste se dé efectivamente. Pero la causa de determinación de dicho sentimiento será exclusivamente la razón, como razón pura práctica. Al poseer un fundamento claramente racional, es el único sentimiento que puede conocerse totalmente a priori como universalmente necesario. Tal sentimiento de respeto hacia la ley no es un motor para la moralidad, pues ello supondría entenderlo como fundamento de aquélla, sino la moralidad misma considerada, desde el punto de vista subjetivo, como la moralidad del sujeto humano finito.

El respeto hacia la ley no es un sentimiento de placer o displacer, aunque mantenga ciertas semejanzas con ellos. Es un sentimiento que afecta a nuestra conducta moral y despierta en nosotros un interés práctico, el de conformar nuestras máximas de conducta a la ley moral para, de ese modo, hacer de nuestra voluntad una voluntad buena.

El respeto revela a nuestra conciencia la verdadera esencia de nuestra relación con la ley: el deber, pues, a pesar de ser miembros legisladores de un mundo moral que nuestra libertad hace posible, somos los sujetos, no los dueños de ese mundo. La voluntad humana, en tanto que voluntad finita, ha de actuar por deber, es decir, ha de luchar contra las inclinaciones de una parte de su naturaleza, la sensibilidad, para imponer el triunfo de la intención moral.

3. La autonomía de la voluntad y de la ley moral

Kant distingue entre la autonomía de la voluntad y laautonomía de la ley moral. La autonomía de la voluntad describe la circunstancia de que cuando una persona se comporta moralmente consigo mismo, se da las leyes a las que él mismo se somete, ya que dichas leyes tienen su origen en la naturaleza de su propia razón práctica. Esta tesis kantiana es una consecuencia de los ideales de la Ilustración: la emancipación de la humanidad, como consecuencia de la realización de la razón, tanto en la vida pública como en la privada.

La autonomía de la voluntad es el estado por el cual ésta es una ley para sí misma, independientemente de cómo están constituidos los objetos del querer. En este sentido, el principio de la autonomía no es más que elegir de tal manera que las máximas de la elección del querer mismo sean incluidas al mismo tiempo como leyes universales […] El citado principio de autonomía es el único principio de la moral, pues de esta manera se halla que debe ser un imperativo categórico […] Cuando la voluntad busca la ley que ha de determinarla en algún otro lugar diferente a la aptitud de sus máximas para su propia legislación universal y, por lo tanto, sale fuera de sí misma a buscar esa ley en la constitución de alguno de sus objetos, se produce entonces, sin lugar a dudas, heteronomía (Fundamentación de la metafísica de las costumbres, pp. 119-120)

3.1 La autonomía de la voluntad y de la ley moral

La palabra “autonomía” designa a aquel que vive según su propia ley o se gobierna por su propia ley. Genéricamente, por tanto, la autonomía es la capacidad de bastarse a sí mismo para preservar la propia individualidad frente a los demás o frente a la colectividad, a los que, no obstante, necesita en buena medida.

Al principio de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres Kant comenzó basándose en el concepto de una voluntad absolutamente buena. Pero en las dos primeras partes de esa obra se percibe que dicha voluntad no es absolutamente buena de manera inmediata. Por esto existe para ella un imperativo, que ordena categóricamente a la voluntad y expresa la determinación de la razón, junto a otras causas que también la determinan en sentido contrario a la ley moral. Así, el influjo del imperativo categórico dirige a la voluntad hacia el bien y entonces coincide con la razón práctica. Por esto afirma Kant que la voluntad “es la razón práctica”. Y en este contexto aparece el concepto de autonomía de la voluntad.

Podemos definir la autonomía como la capacidad de darse a sí mismo normas con vistas a la praxis y asumir la propia vida en función de dicha decisión. La afirmación del ser humano como autonomía absoluta entiende al hombre capaz de darse a sí mismo las normas de conducta como un verdadero legislador universal, porque entiende que no existe nada en este mundo que resulte tan universal como la conciencia libre autolegisladora.

La razón pura práctica es fundamentalmente autolegisladora, es decir, autónoma. Será la ley moral sita en mí en el ejercicio de mi libertad la que me dote de eminente dignidad y de valor absoluto por encima de todo lo real existente:

En la entera creación todo aquello que se desee y sobre lo que se tenga algún dominio podría ser empleado como mero medio, únicamente el ser humano, y con él toda criatura racional, es fin en sí mismo,. Él es, efectivamente, el sujeto de la ley moral, que es santa gracias a la autonomía de su libertad (Crítica de la razón pura, p. 127)

El concepto fundamental de la teoría ética de Kant es el de “autonomía de la voluntad”; el imperativo categórico es tanto expresión de autonomía como de libertad y moralidad. En sentido estricto, el principio kantiano de la autonomía reza así: no elegir de otro modo que el que hace que las máximas de la elección se hallen a la vez abarcadas como ley general en el mismo querer. O más simplemente, asegura elegir siempre de tal modo que la misma volición abarque las máximas de nuestra elección como ley universal. Según Kant, cuando obedecemos a la ley moral no hacemos otra cosa sino auto-obedecernos; la suma sumisión a la ley moral es el respeto a la norma que la razón práctica o la voluntad se ha dado a sí misma.

La autonomía de la ley moral es el rasgo de la ley moral que se fundamenta o determina exclusivamente por la razón, y que es independiente de todo elemento, motivo o circunstancia ajena a la propia razón. Cuando la explicación de la moral describe el comportamiento moral mostrando que éste se origina en la razón y no en el apetito o en la inclinación pre-racional, la ética propuesta es una ética formal. Ésta defiende la autonomía de la ley moral. Las leyes que describen cómo debe el hombre comportarse pueden fundamentarse en algo exterior a la propia razón de la persona, con lo que la ley moral es heterónoma. Sin embargo, si la razón fuese capaz de dar leyes que le indiquen a la persona cómo debe comportarse, y si además resultara que la razón no es algo ajeno al propio sujeto moral, sino una de sus dimensiones más esenciales, entonces dichas leyes serían verdaderamente autónomas, según Kant. Para éste, esto es justamente lo que sucede con las leyes morales a las que denomina imperativos categóricos: éstos son prescripciones incondicionadas que nos indican cómo debe el hombre comportarse, pero no son prescripciones que la razón humana tome de nada ajeno a ella misma, sino que emanan de su interior.

3.2 La heteronomía de la voluntad y de la ley moral

Se trata de la voluntad no determinada por la razón del sujeto, sino por algo ajeno a ella (la voluntad de Dios, de otras personas, de las cosas del mundo, etc.); es cuando una persona no sigue las leyes morales, las leyes a las que está sometido no tienen su origen en su propia razón, sino que le vienen dadas de fuera. La voluntad puede estar determinada por dos principios: la razón o la inclinación. Cuando es la propia razón la que decreta el modo en que debe actuar la voluntad, ésta es autónoma, porque se da a sí misma sus propias leyes. Pero cuando la voluntad está determinada por la inclinación (los apetitos sensibles), la voluntad es heterónoma. Cuando seguimos las inclinaciones de nuestros deseos, piensa Kant, nuestra conducta no es libre.

Hablamos de heteronomía de la ley moral cuando ésta encuentra su fundamento en algo ajeno a la propia razón. En la ética material, la ley a la que se debe someter el sujeto moral le viene dada a éste fuera de sí. La heteronomía de la ley moral es lo contrario de la autonomía; cuando las leyes son heterónomas, el sujeto toma la ley a la que se somete de algo exterior a su razón. Y Kant piensa que todas las éticas materiales son heterónomas.

3.3 La coincidencia entre libertad y responsabilidad

En cuanto coinciden libertad y responsabilidad, la autonomía es la raíz de la moralidad y su condición necesaria, de modo que las acciones morales no son imputables a un sujeto que no sea autónomo, es decir, libre o responsable. La autonomía es, pues, una forma del querer.

Allí donde un objeto de la voluntad es puesto como fundamento para prescribir a la voluntad la regla que ha de determinarla, esta regla no es más que simple heteronomía, y el imperativo se halla condicionado del siguiente modo: hay que obrar de tal o cual modo si se quiere este objeto o porque se quiere este objeto. Por consiguiente, no puede nunca mandar moralmente, o lo que es igual, categóricamente. Ya sea que el imperativo determine la voluntad por medio de la inclinación, como sucede con el principio de la propia felicidad, ya sea que la determine por medio de la razón dirigida a los objetos de nuestra voluntad posible en general, como ocurre con el principio de la perfección, resulta que nunca se autodetermina la voluntad de un modo inmediato.

Una voluntad absolutamente buena, cuyo principio tiene que ser imperativo categórico, quedará, pues, indeterminada con respecto a todos los objetos y contendrá sólo la forma del querer en general como autonomía, es decir, que la aptitud que posee la máxima de toda buena voluntad de hacerse a sí misma ley universal es la única ley que se autoimpone la voluntad de todo ser racional sin que intervenga como fundamento ningún impulso o interés (Fundamentación de la metafísica de las costumbres, p. 126)

4. Moralidad y felicidad

El hombre que quiere ser moralmente bueno sabe que lo que debe hacer es cumplir la ley moral, actuar por deber. Pero hay otra pregunta acerca de la felicidad que aún no ha sido contestada. Ya en la Crítica de la razón pura Kant reconocía que la cuestión referente al problema de qué me cabe esperar estaba íntimamente ligada a la respuesta que se diera a la pregunta de qué debo hacer. El concepto de supremo bien pretende demostrar que el acuerdo entre la moralidad (leyes de la libertad) y la felicidad (leyes de la naturaleza) es posible y que además es la propia ley moral la que nos ordena actuar de forma tal que lleguemos a alcanzarlo. Es evidente que un acuerdo tan perfecto es imposible lograrlo en este mundo. Pero aunque sea un ideal, el hombre debe luchar sin fatigarse para acercarse a él, porque sólo en el progreso hacia el ideal ético del supremo bien el hombre se hace verdaderamente libre y afirma al máximo la dignidad humana. Ahora bien, los actos morales de los hombres se desarrollan en la historia; por eso, Kant está interesado en saber si en ella hay indicios de que la moralidad pueda triunfar sobre el mundo de la naturaleza En los escritos sobre la historia expone que existe una intención en la naturaleza favorable al desarrollo de las disposiciones racionales del hombre, y ello es interpretado como un síntoma revelador de que la naturaleza está preparada para, en algún momento de la historia, llegar a adecuarse perfectamente a las exigencias de nuestra razón.

4.1 El supremo bien y los postulados de la razón práctica

La razón mantiene siempre una dialéctica, fruto de la pretensión, connatural a ella, de aventurarse, más allá de lo que le permiten sus propios límites, en busca del conocimiento de la totalidad. Ya en la Crítica de la razón pura nos hablaba de los límites de la razón, pero éstos eran límites de la razón pura teórica.

Ahora bien, la razón pura práctica produce sus propios objetos (el bien y el mal), de modo que su “dialéctica” o “doctrina de la ilusión” no puede en este ámbito surgir como limitación de la pretensión de conocer objetos que excedan su propia capacidad. Como razón pura práctica el único freno que debe imponerse a sí misma es la heteronomía, esto es, ha de evitar tomar como principio determinante de la voluntad el actuar la ley moral.

El concepto de “supremo bien” expresa la desazón de una razón dividida entre las aspiraciones de la felicidad y las exigencias de nuestra dimensión moral que nos pide obedecer la ley moral. Plantea, así, una antinomia, un conflicto entre la moralidad y la felicidad que será preciso resolver, porque si la ley moral obliga al cumplimiento del supremo bien, éste no puede ser imposible.

4.1.1 El supremo bien como objeto total de la razón pura práctica

El tema del supremo bien surge como resultado de la necesidad que tenemos de pensar la posibilidad de la existencia de un objeto de la razón en su uso práctico, en virtud de la cual recibe la denominación de “objeto total de la razón pura práctica”. No es un objeto de los sentidos, sino un objeto completo de la voluntad, puesto que además de incluir en él la ley moral, como condición necesaria de su posibilidad, añade a ésta la felicidad que su cumplimiento podría suponer para el hombre, y se convierte, de esta forma, en el fin último de nuestra razón.

Al igual que el bien moral, tampoco el supremo bienpuede ser el principio determinante de la voluntad buena, porque siempre que se pone un objeto en la base de nuestra actuación, la voluntad se hace heterónoma. Cuando se nos ordena realizar el objeto total de la razón práctica, la voluntad ha de seguir estando determinada exclusivamente por la ley; pero eso, el supremo bien la incluye como su condición suprema.

La virtud es el único bien supremo, la condición más elevada de todo lo que podemos desear, incluida la felicidad. Pero si la virtud es el bien completo no es, sin embargo, el bien más acabado y completo, pues para serlo necesita además la felicidad. El supremo bien incluye la virtud, como resultado del cumplimiento de la ley, y asimismo la felicidad de la que ese cumplimiento se haría merecedora.

La conexión existente entre virtud y felicidad no es una conexión analítica, sino sintética, pues estamos ante dos conceptos muy distintos, apareciendo uno como causa del otro. Tal unión no se deduce de la experiencia, sino que es conocida a priori como prácticamente necesaria. El supremo bien resulta ser un concepto sintético a priori, cuya posibilidad tendrá que ser deducida trascendentalmente, esto es, habrá que mostrar que es un concepto necesario de la razón en su uso práctico.

4.1.2 Los postulados de la razón pura práctica

El ser humano pertenece a dos mundos:

· el mundo de la naturaleza, de lo sensible, de lo fenomenal o reino de la causalidad y la heteronomía

· el mundo noumenal, o mundo en sí, inteligible, espiritual: el mundo de la razón y de la libertad, del reino de los fines y de la autonomía, el mundo del yo trascendental caracterizado por la voluntad libre.

El “bien supremo” es la buena voluntad, el respeto de la ley moral. Sin embargo, este “bien supremo” no es el “bien integral” o “soberano”, que exige el acuerdo de la virtud (moralidad) y la felicidad. Este acuerdo no parece realizable en el curso de la existencia humana.

La propia razón cae en una antinomia cuando intenta articular de manera necesaria felicidad y virtud: es falso pensar que la virtud engendra necesariamente la felicidad o que la búsqueda de la felicidad engendra necesariamente la virtud. Sin embargo, la idea de un acuerdo o de una síntesis entre felicidad y moralidad no comporta ninguna contradicción a priori. Esta armonía no se opone a la razón. Por el contrario, en cierta manera, la razón implica la exigencia de ese acuerdo.

La exigencia legítima del “bien soberano o total” se expresa en dos postulados de la razón que conciernen a la existencia de otro mundo que el mundo fenomenal: el postulado de la inmortalidad del alma; el postulado de la libertad, y el postulado de la existencia de Dios.

4.1.2.1 La inmortalidad del alma

La adecuación completa de la voluntad con la ley es la santidad, y ésta no puede ser lograda por ningún ser racional durante su existencia en el mundo. Ahora bien, si esta santidad es prácticamente exigida, deberá realizarse en un “progreso hasta el infinito” en el que se vayan reduciendo cada vez más los obstáculos que impiden el acuerdo perfecto de nuestra voluntad con la ley moral. La inmortalidad del alma viene a asegurar tal progreso práctico infinito que permitirá al hombre acercarse a la santidad, entendido como último grado de la virtud.

Además, la inmortalidad del alma consagra la idea de otra vida, liberada de las contingencias del mundo sensible, donde podría realizarse precisamente el acuerdo entre felicidad y virtud.

4.1.2.2 La existencia de Dios

El postulado de la existencia de Dios garantiza el acuerdo pleno entre la felicidad y la moralidad, puesto que el es el único ser capaz de hacer que ese acuerdo sea cumplido.

La felicidad es la completa armonía de nuestra naturaleza sensible con la voluntad. Pero la ley moral nada tiene que ver con las leyes de la naturaleza que son las que rigen para la felicidad. En el hombre no puede hallarse el acuerdo completo entre esos dos tipos de leyes, porque, aunque como ser libre que actúa moralmente, obra en la naturaleza; él no es la causa del mundo. Pero, si es moralmente necesario que las leyes físicas favorezcan el cumplimiento de la moralidad, habrá que suponer la existencia de una causa de la naturaleza que contenga el fundamento de esa conexión entre las leyes de la naturaleza y las de la libertad. Dicha causa es Dios. Dios aparece, por tanto, como el supremo bien originario, causa del supremo bien derivado, del mejor bien que es posible en el mundo. La existencia de Dios es la condición indispensable del supremo bien; este último no puede hallarse en este mundo, y, sin embargo, el hombre ha de trabajar incansablemente para lograr acercarse a ese ideal que la razón práctica le ordena cumplir. Para ello necesita creer en tal Ser, como garante de la felicidad que le recompense por el deber cumplido.

4.1.2.3 La libertad como postulado

La libertad es la única idea de la que conocemos a priorisu posibilidad porque ella es la ratio essendi de la ley moral, pero no conocemos, por el contrario, ni percibimos la realidad de la inmortalidad del hombre o de la existencia de Dios, puesto que éstas no son condiciones de la ley moral, sino sólo condiciones del objeto necesario de una voluntad libre, el supremo bien. Parece evidente, entonces, que no hay que confundir la libertad como autonomía con la libertad como postulado. Esta sería la confianza que el hombre tiene en poder llegar a vencer los obstáculos de la sensibilidad que se oponen al cumplimiento de la ley moral, haciéndose, de este modo, digno de la felicidad.

5. Conclusión, resumen y algunas críticas

Las teorías deontológicas de la norma sostienen que lo que debemos hacer en cada caso particular ha de determinarse por normas que son válidas, independientemente de las consecuencias de su aplicación. Un ejemplo de tales doctrinas es la doctrina kantiana, cuya concepción de lo bueno mantiene las siguientes tesis fundamentales:

1. lo único bueno moralmente sin restricción es la buena voluntad;

2. la buena voluntad es la voluntad de obrar por deber, y

3. la acción moralmente buena, como acción querida por una buena voluntad, es aquella que se realiza no sólo conforme al deber, sino por deber.

Una acción puede cumplirse conforme al deber, pero no por deber, sino por inclinación o interés; en este caso no será moralmente buena. Pero ¿cuándo puede decirse que actuamos propiamente por deber y no respondiendo a una inclinación o a un interés, por temor al castigo o calculando las consecuencias ventajosas o perjudiciales de nuestros actos?: cuando actuamos como seres racionales. Ahora bien, como la razón es la facultad de lo universal, decir que la buena voluntad actúa por deber significa que sólo actúa de un modo universal, o sea, de acuerdo con una máxima universalizable (válida no sólo para mí, sino para los demás; máxima que no admite, por tanto, excepciones en nuestro favor). La exigencia de la razón es una exigencia de universalidad, y esta exigencia con que presenta su ley –ley moral “a priori”, válida para todos los seres razonables– a la voluntad del hombre, que es, a la vez, racional y sensible, adopta la forma de un mandato o de un imperativo. Todos los imperativos expresan lo que debe hacer una voluntad subjetiva imperfecta que, como propia de un ser racional y sensible a la vez, no se halla determinada infaliblemente por una ley racional objetiva. Los imperativos señalan, pues, un deber a la voluntad imperfecta.

Kant divide los imperativos en categóricos e hipotéticos. Un imperativo es categórico cuando declara que una acción es objetivamente necesaria, sin que su realización esté subordinada a un fin o una condición; por ello es una norma que vale sin excepción. A juicio de Kant, todas las normas morales son de este género. Un imperativo es hipotético cuando postula una acción prácticamente necesaria si la voluntad se propone cierto fin; por consiguiente, supedita la realización a los fines trazados como condiciones. El imperativo categórico prohíbe los actos que no pueden ser universalizados y, por tanto, no admite excepción alguna a favor de nadie.

La fórmula suprema del mandamiento de la razón es aquella en la que la universalidad es absoluta, y dice así: «Obra de manera que puedas querer que el motivo que te ha llevado a obrar sea una ley universal». Dicha fórmula permite deducir todas las máximas de donde provienen nuestras acciones morales; pero no el contenido de ellas, sino su forma universal. Es, por ello, el principio formal de todos los deberes, o la expresión de la ley moral misma.

Actuar por deber es obrar puramente conforme a la ley moral que se expresa en imperativos universalizables, y la voluntad que así obra, movida por el respeto al sentimiento del deber, independientemente de condiciones y circunstancias, intereses o inclinaciones, es una voluntad “buena”. El deber no es sino exigencia de cumplimiento de la ley moral, ante la cual las pasiones, los apetitos e inclinaciones callan. El deber se cumple por el deber mismo, por el sentimiento del deber de obedecer a los imperativos universalizables.

Ya en época de Kant, en dos epigramas titulados Escrúpulo de conciencia y Decisión, Schiller se mofaba de una doctrina según la cual quien ayuda de buen grado a sus amigos, siguiendo un impulso de su corazón, no obra moralmente, pues se debe despreciar es impulso, y hacer entonces, aunque sea con repugnancia, lo que ordena el deber. Así, pues, de dos actos en los que se persigue el mismo fin: ayudar a los amigos, y de los cuales uno se realiza obedeciendo a un impulso o inclinación, y el otro, por deber, el primero sería moralmente malo, y el segundo, bueno.

Pero las dificultades crecen si comparamos dos actos distintos por sus motivos y resultados: un acto realizado por deber que produce un mal a otros, y un acto realizado siguiendo un impulso que produce, en cambio, un bien. ¿qué debemos preferir? Si nos atenemos al rigorismo kantiano, habrá que decidirse a favor del acto realizado por deber, aunque acarree un mal a otros, y no a favor del que aporta un bien, ya que la voluntad buena es independiente de toda motivación que no sea el sentimiento del deber por el deber, así como de las consecuencias de los actos.

Nuevas dificultades surgen con respecto a la exigencia de universalidad de las máximas o normas morales derivadas de la fórmula suprema del imperativo categórico, y de acuerdo con la cual no debe hacerse nada que no se quiera ver convertido en ley universal. Así, pues, si nos preguntamos qué debemos hacer en una situación dada, la respuesta nos la dará el imperativo categórico correspondiente. Veremos entonces que lo que debemos hacer es algo que puede ser universalizado, y que, por el contrario, debemos evitar lo que no puede serlo, o constituye una excepción de una norma universal.

El propio Kant pone una serie de ejemplos. Veamos algunos de ellos, y las razones en que se basa Kant para rechazar las excepciones a la máxima correspondiente, así como las objeciones que la crítica le ha realizado.

Argumento de la promesa. A hace una promesa a B, que está dispuesto a quebrantarla si así le conviene, de acuerdo con una máxima que podría ser ésta: “Si me conviene, haré esta promesa, con la intención de romperla cuando lo crea oportuno”. Pero A no puede querer consecuentemente que esta máxima sea universal, pues si se aceptara universalmente que se pueden hacer promesas que todo el mundo puede romper, y semejante máxima se observara en forma universal, no habría nadie que hiciera promesas, y, por tanto, no podría haber promesas en absoluto. En consecuencia, las promesas no deben dejar de cumplirse nunca, y mi deber es cumplirlas siempre. Tal es la argumentación de Kant.

Ahora bien, la norma moral según la cual debemos cumplir nuestras promesas, ¿no puede admitir excepciones? Supongamos, que A ha prometido a B verlo a determinada hora para tratar un asunto importante, y que, inesperadamente, tiene que acudir en ayuda de un amigo que ha sufrido un accidente. A no puede cumplir lo prometido, y, por tanto, no puede observar la universalidad de la máxima “cumple lo que prometes”; sin embargo, no por ello el incumplimiento de la promesa podría ser reprobado moralmente en este caso, sino justamente todo lo contrario.

¿Dónde está aquí el fallo del argumento kantiano? Que no toma en cuenta un conflicto de deberes y la necesidad de establecer un orden de prioridad entre ellos. A tiene que cumplir el deber a, pero también el b. Si cumple el primero, no puede cumplir el segundo. Ha de escoger forzosamente entre uno y otro; pero ¿cuál ha de ser el criterio para zanjar este conflicto? Kant no puede ofrecerlo, ya que todo lo que se hace por deber se halla en el mismo plano, en cuanto se sujeta al mismo principio formal, y es, por tanto, igualmente bueno. Habría que tomar en cuenta, entonces, el contenido del deber –cosa que Kant se prohíbe a sí mismo–, con lo cual podríamos establecer que, en unas circunstancias dadas y en caso de conflicto, un deber –el de ayudar a un amigo– es más imperioso que otro (mantener una promesa).

Argumento de la mentira. La máxima o norma moral “no mientas” no puede tener excepciones, ya que no se podría universalizar de un modo coherente la mentira. Uno puede callarse, pero si dice algo, tiene el deber de decir la verdad. O sea, Kant condena toda mentira sin excepción. Pero hay mentira y mentiras: a) mentiras que perjudican a otra persona, para hacerse acreedor a un mérito que no corresponde a uno, para eludir una responsabilidad moral personal, etc., y b) mentiras para evitar sufrimientos a un enfermo, para no revelar secretos profesionales, para no perjudicar a otra persona, etc. Es evidente que las primeras merecen nuestra reprobación moral en nombre de una regla general, y que las segundas no pueden ser reprobadas, aunque constituyen excepciones de dicha regla. Tenemos, pues, necesidad de hacer distinciones teniendo presente condiciones y circunstancias, así como las consecuencias de nuestros actos y de nuevo, al plantearse un conflicto de deberes, no podemos dejar de tomar en cuenta su contenido para decidirnos a favor de aquel que sea más imperioso y vital.

Argumento de la custodia de bienes. Alguien confía a otro la custodia de sus bienes. ¿Sería justo que éste se quedara con ellos? La cuestión tiene que ser resuelta con la ayuda del imperativo categórico, considerando si el acto de quedarse con los bienes que se confían a uno puede ser universalizado. Kant dirá que no, pues si así fuera, nadie confiaría sus bienes a otro. Ya Hegel objetaba estas palabras exclamando: ¿Y qué nos importa que no puedan confiarse esos bienes? Pero alguien, tal vez, replique que esto haría imposible la propiedad privada. A lo cual un tercero podría replicar también: ¿Y qué importa la propiedad? Resulta así que la universalidad de la norma “no te quedes con los bienes que se te confían” reposaría sobre una base tan precaria, desde el punto de vista histórico, como la institución social de la propiedad privada, que no siempre ha existido. En conclusión, parece que la norma debe ser respetada, pero no por las razones que Kant aduce. Es más, qué pasa si alguien me da en custodia unos bienes fruto de un acto ilícito (un ladrón me pide que guarde el dinero que ha robado), ¿debo guardarle los bienes al ladrón, o debo entregarlos a la policía? Con lo que ni siquiera es claro que la norma deba ser universalizable.

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