Tema 69. Razón y sociedad en la escuela de Frankfurt y en K. R. Popper.

Tema 69. Razón y sociedad en la escuela de Frankfurt y en K. R. Popper.

El interés en Alemania por el marxismo, después de la primera guerra mundial, se concretó en los esfuerzos llevados a cabo por Felix J. Weil, Friedrich Pollock y otros en vista a establecer un instituto permanente de estudios. En 1922 Kurt Albert Gerlach propuso al Ministerio de Educación la creación de un Institut für Sozialforschung (Instituto de Investigación Social) con una base económica autónoma y afiliación académica con la Universidad de Frankfurt. El instituto se cerró el 1933 con el advenimiento del nacionalsocialismo, estableciéndose ramas del mismo en París y Nueva York. El instituto se volvió a reabrir oficialmente en 1951.

Entre los diferentes pensadores de la Escuela de Frankfurt hay, a veces, importantes diferencias. Las diferencias dependen en gran parte de las correspondientes interpretaciones del marxismo y, según algunos, de la mayor o menor proximidad a Marx, desde Horkheimer y Adorno, bautizados a veces como «neomarxistas», hasta Habermas, a quienes algunos niegan que entronque con ninguna tradición marxista. Dependen asimismo de la intensidad de las preocupaciones filosóficas (ontológicas y epistemológicas especialmente), del mayor o menor acercamiento al psicoanálisis, de los tipos de pensamiento filosófico contemporáneo – vitalismo bergsoniano o simmeliano, fenomenología husserliana, neopositivismo, etc. – que cada uno de los frankfurtianos haya tenido principalmente en cuenta en sus estudios, ya sea para adoptar algunos de sus aspectos, o bien para reaccionar frente a ellos. A pesar de las diferencias se puede descubrir siempre entre los frankfurtianos un «aire de familia» que los distingue de otras corrientes filosóficas contemporáneas, incluyendo otras corrientes marxistas o neomarxistas. En general, ha sido característico de los frankfurtianos el defender lo que han llamado «teoría crítica» contra la titulada «teoría tradicional». Ha sido asimismo característico de los frankfurtianos el haberse opuesto tanto a la mera especulación filosófico-sociológica, sin engarzar con problemas concretos, como al empirismo positivista y a la insistencia en la importancia capital de los métodos cuantitativos. Así, la filosofía y la sociología frankfurtianos es una muestra de «crítica concreta» dominada por la teoría, pero un tipo de teoría que aspira a comprender sus propias limitaciones porque trata de comprender las raíces históricas que la mueven.

La Escuela de Frankfurt ha experimentado una evolución que no ha consistido solamente en el paso de las ideas de la «primera generación» (Horkheimer, Adorno, Marcuse) a otra generación (Habermas y otros), porque los miembros de la primera generación fueron cambiando sus puntos de vista en el sentido de desarrollar una filosofía de la historia que, si bien conservando motivos marxistas, iba más allá de conceptos como el de la lucha de clases. Importante fue ya, en autores como Horkheimer, el examen de los caracteres de la llamada «razón instrumental», como razón que, además de justificar el statu quo social (e histórico), resulta incapaz de dar cuenta de la función que ha desempeñado el desarrollo de la ciencia y de la técnica en el sentido de la dominación de la Naturaleza, y también en el sentido del aumento de las fuerzas represivas. Así, desde Horkheimer y Adorno hasta Marcuse y Habermas se ha desarrollado entre los frankfurtianos la tendencia a una denuncia de los procesos falsamente liberadores y emancipadores, entre los cuales cabe incluir por lo menos algunas de las tendencias naturalistas del marxismo. La busca de la razón que pudiera dar cuenta de las decisiones a tomar ha sido el norte de muchas de las investigaciones y especulaciones de los frankfurtianos. Algunos de éstos han desembocado en un pesimismo respecto a las posibilidades de la razón y de la historia humanas. Otros, en cambio, han tratado de abrir camino hacia un tipo de racionalidad abierta, unido a una teoría general de la comunicación humana, cuya objetividad está muy alejada tanto del mero formalismo como de los postulados de un supuestamente estrecho empirismo.

El carácter exploratorio del trabajo de los frankfurtianos hace especialmente difícil sentar ninguna serie de tesis «comunes» a todos ellos. Lo que distingue a los frankfurtianos es un cierto estilo de pensar que se expresa especialmente en el tratamiento de temas de filosofía de la cultura, filosofía de la historia, antropología filosófica, sociología filosófica y disciplinas afines. En lo que toca al punto de las relaciones entre la Escuela de Frankfurt y el marxismo, los frankfurtianos han presentado una revisión del marxismo, pero de un carácter tan sustancial que ya no puede arrogarse el derecho de contar entre una de las múltiples manifestaciones de la tradición marxista; en todo caso, los frankfurtianos han dejado de insistir en la premisa de la estrecha unión de la teoría con la práctica.

Por lo demás, las diferencias entre las dos generaciones de frankfurtianos se expresan en las actitudes respectivas acerca de las «ortodoxias» que cada una de ellas tiene en cuenta en sus críticas: la ortodoxia más tradicionalmente marxista en el caso de la primera generación, y esta ortodoxia másla engendrada por la primera generación en los autores más recientes.

1. La escuela de Frankfurt

1.1 La «teoría crítica» de la Escuela de Frankfurt

En sustancia, y siguiendo especialmente a Horkheimer, la teoría crítica se opone a la «teoría tradicional», la cual, desde Descartes a los positivistas lógicos, presupone que una teoría es un conjunto de enunciados unidos entre sí de modo que ciertos enunciados estimados básicos (y en número lo más reducido posible), dan lugar, por derivación lógica, a otros enunciados que, para ser aceptados, deben ser comprobados por los hechos. Hay varias formas de teoría tradicional; unas, calcadas sobre un modelo matemático, parten de ciertos axiomas, los cuales pueden ser declarados evidentes o bien funcionar como postulados primitivos del sistema; y otras, más empíricamente inclinadas, consideran que las proposiciones básicas y más universales son juicios de experiencia. Consiguientemente, tanto el racionalismo como el empirismo coinciden en el modo tradicional de concebir la teoría. Es, además, característico de la teoría tradicional, según Horkheimer, el poder aplicarse, cuando menos en principio, a todas las ramas del conocimiento; aun cuando el citado tipo de teoría parece funcionar mejor en las ciencias naturales, se ha procurado extenderla asimismo a las ciencias sociales y a las ciencias del espíritu. Las divergencias al respecto no han significado, para Horkheimer, ninguna «diferencia de estructura en los modos de pensar». La idea tradicional de teoría se ha desarrollado en una sociedad «dominada por las técnicas de producción industrial». Por eso el paso a otro tipo de teoría –en este caso, la «teoría crítica» – no es un mero paso teórico o una simple reestructuración intelectual. Es necesario al efecto un cambio histórico, que es a su vez un cambio en el proceso social. La aspiración a la objetividad característica de la «teoría tradicional» está ligada a condiciones tecnológicas, que están vinculadas a los procesos materiales de producción. Estos determinan el tipo de teoría porque determinan inclusive el modo como se usan los órganos perceptivos. «La proposición – escribe Horkheimer – según la cual los instrumentos son prolongaciones de los órganos humanos puede invertirse diciendo que los órganos son asimismo prolongaciones de los instrumentos».

El espíritu crítico, lejos de armonizar con el estado de la sociedad y con los productos e ideales por ésta engendrados, se halla en tensión con respecto a la sociedad. Pero ello no ha de conducir simplemente, según Horkheimer, a una sociología del conocimiento, la cual termina por encajar dentro de los cánones de la teoría tradicional. En el espíritu de la teoría crítica no hay sólo un cambio de objetos, sino también de sujetos. La teoría crítica es una manifestación del espíritu crítico, el cual aspira a ir más allá de la tensión antes aludida y a suprimir «la oposición entre los propósitos, la espontaneidad y la racionalidad del individuo y las relaciones que afectan a los procesos de trabajo sobre los cuales la sociedad se halla edificada». La teoría tradicional, aun en sus formas más empiristas, tiende a la abstracción; en rigor, toda teoría tradicional pasa de lado el hecho básico en que insiste la teoría crítica, es decir, el de que su sujeto es un individuo real relacionado con otros individuos, miembro de una clase y en conflicto con otras. Esto no quiere decir que la teoría crítica se limite a ser la formulación de las ideas y sentimientos de una clase social en un determinado momento de la historia; si así ocurriera, la teoría crítica no diferiría de cualquier otra rama científica fundada en el modelo de la teoría tradicional. Podría concluirse entonces que la teoría crítica no es, propiamente, teoría, pero ello equivaldría a olvidar dos cosas: una es que la teoría crítica no es arbitraria y azarosa; otra, que la teoría crítica es constructiva. Este último aspecto es particularmente importante para los frankfurtianos, ya que explica por qué mientras, a su entender, la teoría crítica es una expresión de la racionalidad, e inclusive de una racionalidad más alta y amplia que la «tradicional», aparece ante toda teoría tradicional «científica» como meramente especulativa y hasta subjetiva. En la teoría crítica «el pensamiento constructivo desempeña un papel más importante que la verificación empírica». Este pensamiento constructivo no consiste en la formulación de hipótesis oportunamente verificables. En lo que toda a la estructura lógica, la teoría crítica no es distinta de la teoría tradicional. La teoría crítica se constituye en una relación dialéctica con la teoría tradicional. Lo que importa, en último término, es la no aceptación de un status quosocial y la consiguiente posible formulación de una especie de esquema dentro del cual puedan insertarse a la vez un pensamiento acerca del futuro y el pensamiento futuro. Así, la teoría crítica es la expresión en el presente de una actitud que se proyecta hacia el porvenir. «El futuro de la humanidad depende de la existencia actual de la actitud crítica, que, por descontado, contiene en ella elementos de teorías tradicionales y de nuestra cultura decadente en general»

1.2 La cuestión de las ciencias sociales

La pretensión de la Escuela de Frankfurt es analizar la sociedad occidental capitalista y proporcionar una teoría de la sociedad que posibilite a la razón emancipadora las orientaciones para caminar hacia una sociedad buena, humana y racional.

Horkheimer criticó el carácter de criterio último y justificador que reciben los hechos en el positivismo. Pero no hay, según él, tal captación directa de lo empírico. El positivista no advierte que su ver, percibir, etc., está mediado por la sociedad en la que vive. Si renuncia a percibir esta mediación de la totalidad social del momento histórico que vive, se condena a percibir apariencias.

La teoría crítica no niega con ello la observación, pero sí niega su primacía como fuente de conocimiento. Tampoco rechaza la necesidad de atender a los hechos, pero se niega a elevarlos a la categoría de realidad por antonomasia. Lo que es, no es todo. Allí donde no se advierte el carácter dinámico, procesual, de la realidad, cargado de potencialidades, se reduce la realidad a lo dado. Y tras las reducciones están las justificaciones. La ciencia moderna, galileana, no ha advertido que es hija de unas condiciones socioeconómicas y que está profundamente ligada con un desarrollo industrial. Privilegia una dimensión de la razón: la que atiende a la búsqueda de los medios para conseguir unos objetivos dados. Pero esos objetivos o fines no se cuestionan, son puestos téticamente o “decisionísticamente” por quienes controlan y pagan los servicios de la ciencia. La razón se reduce, así, a razón instrumental. Y su expresión más clara, la ciencia positivista, funciona, con el prestigio de los éxitos tecnológicos y su racionalización en la teoría de la ciencia, como una ideología legitimadora de tal unidimensionalización de la razón.

No se puede desvincular el contexto de justificación del contexto de descubrimiento. Es decir, no se puede atender a la lógica de la ciencia, al funcionamiento conceptual, y prescindir del contexto sociopolítico-económico donde se asienta tal ciencia. Los factores existenciales y sociales penetran hasta la estructura misma del conocimiento. No es, pues, baladí para el contenido mismo de la ciencia el atender al entorno social que la rodea y la posibilita. Quien olvida este entorno, que Adorno y Horkheimer denominan totalidad social, desconoce, además de las funciones sociales que ejercita su teorización, la verdadera objetividad de los fenómenos que analiza.

El racionalismo crítico reduce en exceso toda la problemática de la ciencia a cuestiones lógico-epistemológicas. Frente a esta tendencia, la postura de la teoría crítica será, no negar, sino ir más allá de las afirmaciones de K. Popper.

La crítica de la escuela de Frankfurt a Popper se puede resumir en:

1. Respecto al origen del conocimiento. Acepta la tensión entre saber y no saber popperianos. Sitúa el problema en el comienzo de la ciencia. Pero no acepta la reducción de Popper a problemas intelectuales, epistemológicos, mentales, sino a problemas prácticos, reales. Dicho de otra forma y para evitar confusiones: al principio de la ciencia no está el problema mental, sino el problema real, es decir, la contradicción. Por consiguiente, al comienzo de las ciencias sociales están las contradicciones sociales.

2. El método científico. El método científico es único. Pero no se acepta el monismo metodológico de Popper que eleva el modelo de las ciencias fisiconaturales a canon de la ciencia. Se acepta que la raíz fundamental del método científico es la crítica, la razón crítica. Pero Adorno entiende por crítica algo distinto de Popper. Crítica, para Popper, es confiar en la fuerza de la razón, que nos mostrará si nuestros enunciados se pueden mantener como conformes a los hechos empíricos o no. Se constituye así a los hechos, a lo dado, en criterio último de verdad. Adorno piensa que se priva de esta manera a las ciencias humanas y sociales del momento hermenéutico de la anticipación. Sin anticipar un modelo de sociedad, que exprese el ansia emancipadora, racional y de búsqueda del mundo social bueno del hombre, no hay posibilidad de escapar del anillo mágico de la repetición de lo dado, ni de dar cuenta del todo social que enmarca y da sentido a los hechos sociales concretos. La crítica que conlleva la observación de los datos particulares, sin verlos estructurados en la totalidad social, es superficial. Y la crítica que no está dirigida por el interés emancipador no penetra más allá de la apariencia. Se impone, por tanto, una metodología que atienda a los datos de la realidad, pero que no olvide que hay que ir más allá de lo que aparece para captar el fenómeno en su objetividad. Esto solo se logra si se acepta que la razón mantiene una relativa autonomía respecto de los hechos.

3. La objetividad de la ciencia. Para Popper y el racionalismo crítico, radica en el método científico de la falsación. Horkheimer y Adorno no rechazan las aportaciones de la lógica científica y del falsacionismo, pero acentúan la peculiaridad de las ciencias humanas y sociales. La sociedad no puede concebirse como un objeto más. La sociedad es también algo subjetivo. En razón de su estructura, es algo objetivo y subjetivo. Olvidar este aspecto conduce a poner el énfasis en la sociedad como objeto, como algo que yace ahí, enfrente de nosotros, y que solo puede ser captado mediante unos métodos determinados. La prepotencia del método sobre el objeto deriva de esta consideración reificadora de la realidad social. Al final, la pretensión de subsumir toda explicación racional en el esquema nomológico-deductivo priva sobre la verdad misma de la cosa, que es contradicitoria e irracional. Para Adorno y Horkheimer, la objetividad se alcanza con el método crítico. Pero la vía crítica es, en este caso, no solo formal, no solo se limita a la reflexión sobre los enunciados, métodos y aparatos conceptuales, sino es crítica del objeto del que dependen todos estos momentos, es decir, del sujeto y los sujetos vinculados a la ciencia organizada. Si la crítica no se convierte en crítica de la sociedad, sus conceptos no son verdaderos.

4. El interés que impulsa a la ciencia social. La instancia específica que distingue la teoría crítica de otras teorías, por ejemplo el racionalismo crítico, es el interés emancipador o, como diría Horkheimer, el “interés por la supresión de la injusticia social”. Interés que, pretende radicalmente la teoría crítica, está ínsito en ella. De aquí deriva su no conformismo, su beligerancia en pro de una sociedad buena y racional, y la constante atención a los desarrollos de la realidad. El carácter no ortodoxo de la teoría crítica se enraíza en su carácter desideologizador, que nombra lo que nadie nombra y desvela la injusticia como camino, como vía negativa, para hacer aflorar la verdad de la sociedad futura que ansiamos.

1.3 M. Weber: racionalización y desencanto

Weber ha ejercido en varios aspectos una fuerte influencia en la interpretación de las ciencias sociales de los frankfurtianos. Nos detenemos en ello brevemente.

En Weber destacan, además de sus investigaciones sobre la sociología, sus estudios sobre el proceso de racionalización subyacente a la constitución de la sociedad capitalista, ejemplo de investigación comprensiva, en que consiste el método weberiano: los hechos sociales se investigan buscando su “sentido” (Sinn). Lo que distingue a la sociedad industrial moderna de cualquier otra anterior es su objetivo de acumular bienes indefinidamente mediante la racionalización del trabajo profesional. En la formación de este espíritu del capitalismo, han intervenido diversos factores causales, y en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, analiza sólo uno de ellos, la concepción del mundo y la ética del trabajo, propias del calvinismo, según el cual la mejor señal de predestinaciónes la vida que se lleva.

En su obra póstuma Economía y sociedad (publicada en 1922) dedica Weber una parte de la obra a la sociología de la religión, con el objetivo de realizar un estudio comparativo del influjo de la religión, como factor diferenciador, en diversas sociedades culturalmente susceptibles de desarrollar el capitalismo: la europea, la china y la india; el resultado es quela religión ha sido una proceso que en unas civilizaciones ha favorecido el desarrollo del capitalismo (Europa) y en otras (China, India) lo ha inhibido. Parte fundamental de este desarrollo lo protagoniza el proceso de racionalización, tendencia de una sociedad a modificar sus estructuras e instituciones sociales mediante la racionalidad. Para Weber, éste es el factor esencial que determina no sólo la conversión de una sociedad primitiva a una sociedad industrial, sino también todo el proceso de transformación (en las formas de cálculo y burocracia) de las instituciones sociales, políticas, jurídicas y económicas en las sociedades occidentales modernas.

Weber distingue entre una “racionalidad instrumental”  concepto que influirá enormemente en los filósofos de la escuela de Frankfurt , basada en la adecuación de medios y fines y propia de las ciencias naturales, y una “racionalidad sustantiva”, que tiene en cuenta la libertad humana ante objetivos y valores.

Nos referiremos ahora particularmente a los primeros parágrafos de su obra Economía y sociedad. En ellos Weber intenta ofrecer una teoría de la acción social, atendiendo a su posible racionalidad, y será justamente este concepto de racionalidad el que se encontrará a la base del proceso de extrañamiento. Según Habermas, podemos entender el concepto weberiano de racionalidad a la luz de dos modelos: el modelo teleológico y el de la interacción social. En el primer caso Weber se limitaría a los aspectos racionalizadores que surgen del concepto de “finalidad” (relación medios­-fines); en el segundo, se plantea la cuestión de si hay distintos tipos de relación reflexiva en las orientaciones de la acción y, con ello, aspectos ulteriores bajo los que pueden racionalizarse las acciones.

La versión oficial de la racionalidad weberiana se atiene al primer modelo, mientras que la versión oficiosa la de Habermas  nos remite al segundo modelo. En la citada obra Economía y Sociedad Weber se ocupa en caracterizar la acción, atendiendo a las metas a las que se dirige, como racional­teleológica (orientada a la utilidad), racional axiológica (se orienta hacia los valores), afectiva (metas emocionales) y tradicional (que queda como una categoría residual, no ulteriormente determinada). Más adelante aplica Weber esta tipología de la acción a la acción social, con lo cual el asunto se complica, porque sigue utilizando el mismo canon de racionalidad; es decir, el modelo de racionalidad de la acción racional teleológica.

En efecto, la acción social puede ser:

1. Racional teleológica (determinada por expectativas de comportamiento)

2. Racional axiológica (determinada por la creencia en el valor propio)

3. Acción afectiva (determinada por afectos)

4. Acción tradicional (determinada por tina costumbre arraigada).

Nuestro autor mide el grado de racionalidad de las acciones desde el modelo de la acción medios­fines. Una acción máximamente racional será aquella que realiza un agente en un horizonte axiológico claramente articulado, eligiendo para sus fines los medios más adecuados. Incluso la acción racional ­teleológica, que recurre a valores, se encuentra ante una gran dificultad en sus pretensiones objetivadoras: los valores son objeto de creencia y la creencia es una cuestión subjetiva. Cada hombre en su vida opta por una jerarquía de valores que se ordena a la luz de algunos valores rectores; pero ocurre que estos valores últimos no pueden ser legitimados en base a otros y ello nos obliga a aceptarlos por fe. Los axiomas últimos de valor son, inconmensurables: con respecto a ellos no cabe discusión y acuerdo, sino aceptación.

Como Habermas y Apel recuerdan, al hablar de acción orientada por valores Weber está pensando en valoraciones morales fundamentalmente y, en concreto, en las éticas de la intención de corte kantiano y protestante. Estas éticas entienden que determinadas acciones tienen que ser realizadas o evitadas por su valor intrínseco, sin atender a las consecuencias. El valor es, en este caso, inargumentable. En este sentido es en el que habla Weber de que, en referencia a los valores, cada uno tiene su dios. Esta anotación de Habermas y Apel no es ociosa, porque ambos intentarás darle la vuelta al tema de la racionalidad de la acción, ligando la conciencia moral a una regulación consensual de conflictos interpersonales de acción. Se lleva la palma la acción racional teleológica en lo que a racionalidad se refiere. Y, ciertamente, parece que este modo de concebir la racionalidad es el que ha ido prosperando en el mundo occidental. A juicio de Weber, la evolución de Occidente consiste en un proceso de racionalización, que no refleja sino el progreso en la vigencia de la racionalidad medios fines, que se va extendiendo a todos los sectores del sistema socio cultural, sobre todo a la esfera de la economía y la burocracia, hasta el punto de que, al hablar de racionalizar,el mundo moderno entiende directamente aplicar los medios más adecuados a los fines que se persigue, teniendo en cuenta sus posibles consecuencias.

Además, Weber descubre otra cara en esta moneda de la racionalización occidental. El avance de este tipo de racionalidad supone simultáneamente el retroceso de aquellas imágenes del mundo  filosóficas o religiosas  que habían cumplido una función de cohesión social en etapas pasadas. El monoteísmo axiológico ha muerto y, en cuestión de valores, cada uno tiene su dios. De ahí que el progreso racionalizador occidental consista en un progreso de la racionalidad medios fines, al que va aparejado un proceso imparable de desencantamiento. Junto al monoteísmo racional  no hay más razón que la racionalidad medios fines  el politeísmo axiológico, nacido del desencantamiento. Esta evolución exige la presencia de expertos, de técnicos. Pero ¿qué ocurre en este proceso racionalizador-técnico con los fines últimos, con los valores últimos? La verdadera esencia dela razón, dice Horkheimer, consiste en hallar medios para lograr los objetivos propuestos en cada caso. Los objetivos que, una vez alcanzados, no se convierten ellos mismos en medios, son considerados como supersticiones. La razón ha llegado a convertirse en un adversario para el hombre, porque al hilo del cambio social, sólo parece habérsele encomendado la tarea racionalizadora en el sentido de Weber, pero ella también tenía otros cometidos.

1.4 Ernst Bloch. El marxismo como filosofía de la esperanza

El pensamiento de Bloch ha supuesto un relanzamiento de la vieja idea clásica y cristiana según la cual la vida es algo que tiene su acabamiento, es decir, su perfección y aquello de donde cobra su sentido, más allá de su inmediata dación histórica. Y, sin embargo, la base filosófica de la que parte, ligada muy estrechamente a la más estricta ortodoxia marxista, lleva a Bloch a intentar recuperar la idea de una realización trascendente del0hombre en la inmanencia de un mundo concebido como radicalmente material. El objetivo último del esfuerzo especulativo de Bloch es aclarar desde un planteamiento filosófico materialista el sentido que pueda tener la idea de una perfección del hombre y del mundo que todavía no ha llegado a ser y desde cuya ausencia, como aquello que está por lograr, la existencia histórica queda definida por un ideal de cuya realización depende su éxito o fracaso como tal existencia.

1.4.1 La ontología del “todavía-no”

El punto de partida de la teoría de Bloch es lo que él denomina el impulso del “todavía-no”. No está nada claro que un hombre se entiende a sí mismo en función de lo que ya ha llegado a ser, sino, más bien, en relación con aquello que en nuestra vida es proyecto, ambición, meta de nuestro esfuerzo. En definitiva, lo que define un ente, no es propiamente lo que ya es, sino lo que aún no es. “S todavía no es P” es, según esto, la expresión correcta de toda descripción verdadera.

Nos encontramos aquí con ese sentimiento, tan propio de la juventud, que supone un rechazo de lo que se da, lo cual es visto como límite a la propia existencia, como un estorbo del que hay que huir, porque representa una amenaza para los más ambiciosos planes que se guardan en el corazón. Este impulso se muestra como afán de la propia realización, aún difuso, y definido más bien por el rechazo de la totalidad de lo dado.

La esencia del vivir se manifiesta entonces como negatividad, en la forma de insatisfacción; en último término, como algo que impide afirmar definitivamente la inmediata facticidad de ese vivir en el modo que tiene ahora. La vida en su facticidad inmediata es experimentada como carencia, en la que esa inquietud viene determinada por lo que es su contrario, por aquello en lo que se alcanza la plenitud de semejante impulso. Esta insatisfacción ya no se queda en el vago anhelo antes descrito, sino que, surgiendo de la imposibilidad de aceptar la carencia concreta, se hace también ella una insatisfacción concreta y definida.

Una negatividad así experimentada no se queda en sí misma, sino que se entiende precisamente como negación de un contenido positivo. Y así la carencia es ausencia de algo respecto de lo cual la propia vida es entendida como búsqueda. Por ello, esta vida

nunca permanece tejiendo en sí misma. Por muy implícito que sea su interior, se expresa en que no tiene lo que es suyo, sino que más bien busca fuera, pensando que tiene hambre. Y el exterior al que acude lo subjetivo, tiene que ser de tal manera que se deje alcanzar. Lo que no es, aún puede llegar a ser; lo que se realiza, supone lo posible en su materia

Definida como ausencia de algo positivo, la negatividad de la existencia es tal sólo en su punto de partida, pero no en aquello positivo que la determina. Por eso, en sí misma es un “no”, ciertamente “no es algo …; pero se dirige saliendo de sí hacia aquello que no tiene, se pone en camino hacia su contenido”. Esta negatividad es entonces rechazo de sí misma, y así negación de su propia negación, y como tal algo esencialmente positivo; “es carencia de algo y a la vez huida de esa carencia; y así es impulso hacia aquello que le falta”. Pero como impulso la vida es entendida positivamente; viene definida por una meta en la que esa negatividad queda precisamente superada

El no a lo malo existente y el sí a lo bueno que se intuye, son asimilados por el que carece en un interés revolucionario. Con el hambre empieza ya este interés, y el hambre se transforma … en dinamita contra esa cárcel que es la renuncia. Y así el sujeto busca no sólo mantenerse: se hace explosivo; el automantenimiento se convierte en autoampliación

Desde esta conciencia de lo que puede ser y todavía no es, y precisamente porque (todavía) no es, es posible entender la facticidad dada como algo caduco, pasajero; como algo que no tiene derecho a existir, por más que exista. De forma que ese ámbito de lo que está por venir, como superación del estado actual, conserva la eterna juventud de lo que siempre atrae: “lo que todavía no se ha dado, nunca y en ningún sitio, es lo que no envejece”.

Lo realmente real es para Bloch lo que, situado en el futuro, todavía no ha ocurrido, como estado superador de las limitaciones propias de la vida presente. Se trata, en definitiva, no de entender el mundo como sensiblemente se da ya, sino de encontrar una respuesta a la cuestión de “qué sean las cosas, los hombres, las obras, en verdad, vistas según la estrella de su destino utópico. Por ello

lo que el mundo es en verdad, no respecto de su esencia-verdad fáctica, sino de la no-fáctica, es decir, respecto de la que aún no ha llegado a ser, que es la única sustancial, esto es en él un utopicum

Y por esa razón la filosofía es

conciencia del mañana, toma de partido por el futuro, saber esperanzado … Y la nueva filosofía, tal y como ha sido inaugurada por Marx es … filosofía de lo nuevo, de esa esencia, aniquiladora o plenificante, que nos espera a todos. Su conciencia es la abierta del peligro y de la victoria que hay que lograr a partir de sus condiciones

La conciencia utópica de la que se trata es conciencia de que las cosas pueden ir mejor (en el sentido de la capacidad que hay en ellas, en el mundo, de que así sea).

También el futuro está abierto hacia la posibilidad del fracaso. En efecto, si el actual estado de insatisfacción se ha dado, puede volver a darse o puede perpetuarse en ese futuro. Pero lo contrario es incluso más cierto:

Incluso la derrota del bien que se desea encierra en sí su posible victoria futura, en tanto que no se hayan agotado todas las posibilidades de devenir distinto, de llegar a ser mejor; es decir, en cuanto que lo real-posible con su proceso utópico-dialéctico no esté fijado finalmente

Mientras hay vida está abierta la esperanza de que germine en el mundo la semilla de perfección que cada cosa guarda como su propia esencia.

La tesis que sostiene Bloch es que lo realmente real no existe todavía, pues es una perfección en las cosas que aún no se ha dado. Y sabemos que esto es así, porque nuestra conciencia del mundo es conciencia de su insuficiencia respecto de una plenitud que está por darse. Esta excentricidad de lo que para cada cosa es su perfección, no es sin embargo meramente metafísica, sino que tiene en el tiempo su más real manifestación; pues la temporalidad es tensión hacia un futuro en el que las cosas pueden ser mejores. Lo realmente real, es entonces el impulso histórico de las cosas hacia su última realización como perfectas. Este impulso existe ya, pero está definido por el no haberse dado todavía su propia meta, en la que tiene el principio de su perfección. Así entendida, la realidad es esencialmente procesual, como superación de sus actuales, negativas, condiciones, y como esfuerzo que pretende realizar lo que desde esta negatividad sentida es entendido como plenitud, ausente y propia a la vez.

1.4.2 Utopía y trascendencia histórica

El mundo, tal y como se da, es menos real que lo que esperamos de él. Respecto de este mundo, el pensamiento se escapa más allá, al no querer, ni poder, aceptarlo como algo último. Y así este pensamiento se hace filosofía, en el sentido más clásico del término, que implica referencia teórica al más allá, es decir, apertura esencial a la trascendencia.

El ideal de perfección que Bloch plantea como término final del proceso histórico en el que se desenvuelve el mundo, tiene todas las características específicas de lo que escatológicamente se entiende como “fin de los tiempos”. Pues la perfección a la que en este proceso el mundo tiende no es una relativa, sino aquella que se intuye como término, ciertamente infinito, de todo anhelo. Además, esta perfección no se refiere a un deseo particular. Uno de los puntos en que Bloch muestra la importante dimensión de su esfuerzo especulativo consiste en haberse dado cuenta del carácter infinito que tiene la voluntad en su deseo. Pues la perspectiva hacia la perfección propia de todo anhelo verdaderamente humano se refiere

a todo lo que ocurre y está por ser llevado a cabo …, a un todo utópico que abarca la totalidad de la historia

El objeto último de este deseo utópico no está entonces en una recomposición del mundo particularmente favorable, sino en la idea de un mundo mejor, entendido en absoluto como summum de lo posible; es decir, se trata ni más ni menos que del mejor de los mundos. La utopía se convierte así en algo final, en un “concepto límite”, objeto de la esperanza como “bien supremos” y que “representa la región del fin último del que participa toda sólida pretensión en la lucha liberadora de la humanidad.

Bloch entiende este novum como una renovación definitiva de un mundo, que no solamente es mejor, sino que es perfecto, ofreciendo la satisfacción de todo deseo.

El sentido de la historia es escatológico en su misma raíz: todo lo que ocurre cobre una significación que se mide por su cercanía o alejamiento respecto de esa perfección última, como contribución a la victoria final, que se ofrece para todos como la idea del mundo mejor que el cual ningún otro puede ser pensado

1.4.3 La mediación materialista de la utopía histórica

Es preciso distinguir entre utopías efectivamente abstractas y aquélla que se encuentra en un concreto proceso de devenir. “En especial, las utopías sociales pueden ser abstractas en la medida en que su proyecto no esté mediado por la tendencia y posibilidad sociales existentes”. Así es como estas utopías se convierten en hipóstasis trascendentes al mundo, y no en intenciones reales de transformación en el futuro. Bloch se refiere aquí, sobre todo, al romanticismo decimonónico, en cuyo contexto

el ideal estaba tan alto sobre el mundo que en absoluto entraba en contacto con él, a no ser en el de la infinita distancia. Desde esta perspectiva [estos ideales] se convertían en estrellas situadas demasiado lejos para ser alcanzables, y así en estrellas de veleidad y no de acción

Es aquí donde el ideal se convierte en ideología y tiene sentido la protesta de Marx de que la lucha revolucionaria en absoluto ha de pretender realizar ideal alguno.

Pero este rechazo de ideales despegados de todo proceso e historia, no supone en absoluto el materialismo positivista. Se trata sencillamente de recordar que todo verdadero y no ideologizante ideal

necesita ciertamente, para no quedarse en la flor de una imaginación deseante, tan abstracta como impura, de mediación con el mundo; y esta mediación nunca puede ser demasiado concreta. Pero ciertamente no es ésta una mediación con hechos cosificados, sino con ese mundo históricamente fecundo que está … en camino de verificarse

Se trata, pues, de conseguir una “concreta mediación con la material tendencia ideal en el mundo”, según la cual la historia constituye un proceso superador de las contradicciones reales; pero teniendo en cuanta que estas contradicciones serían irreales, ellas mismas abstractas, si las considerásemos definitivas, olvidando que lo realmente real es el proceso de su superación. Es así como este proceso, partiendo de condiciones materiales concretas, apunta, más allá de la inmediatez de sus condiciones, a un resultado ideal que está deviniendo real. Este es el ideal materialmente mediado, el summum bonum que, “lejos de ser extraño a la historia, representa como algo concreto su finalidad o el último capítulo de la historia del mundo”. Pero esta meta final no es algo que está ya anticipado en el proceso concreto de su realización.

Es la toma de conciencia del carácter represivo de la sociedad capitalista la que, apoyada en las contradicciones propias del sistema, se convierte en realización objetiva del proceso revolucionario. El marxismo

ha traído al mundo un concepto de saber que ya no está esencialmente referido a lo que ha ocurrido, sino más bien a lo que está emergiendo, trayendo así el futuro al alcance de una comprensión teórico-práctica … El marxismo también ha superado y concretado el núcleo racional de la utopía

1.4.4 La esperanza como praxis histórica

“Sólo un pensamiento dirigido a la transformación del mundo … concierne al futuro”; porque sólo este pensamiento, lejos de limitarse a la contemplación de lo ya dado, es capaz de acompañar al proceso del que resulta el bien, es decir, la superación de las contradicciones reales.

Siendo parte del mundo que así se transforma, el hombre es ahora una pieza esencial de su desarrollo, como elemento de mediación entre el pasado, el presente y el futuro. Esta mediación es el trabajo. En él el hombre se pone al frente del desarrollo objetivo del mundo. Y no imponiendo a su proceso natural una meta extraña, sino precisamente realizando esa integración real subjetivo-objetiva en la que el sujeto trabajador “busca en el mismo mundo lo que al mundo ayuda”, a fin de perfeccionar la obra de la naturaleza.

Esta confianza ilimitada en la técnica atribuye al hombre la misión de llevar el mundo a su perfección, al culmen utópico de su sentido temporal. Se trata de lograr en el producto de este trabajo la absoluta mediación entre humanidad y naturaleza. En esta mediación ha de superarse la alienación de esta última, su carácter amenazante para el hombre, de forma que resulte de ella el mundo como lugar de reencuentro del ser humano consigo mismo. Se trata del “fin último de la autoalienación y de la objetividad extraña”, en una sociedad sin clases, en la que haya desaparecido todo antagonismo y la totalidad de la energía natural, como “materia para nosotros”, esté técnicamente a disposición de la propia felicidad.

El mundo, transformado por la producción, supera la alienación que suponía la irreductible distancia sujeto-objeto que se da en la mera contemplación. Y esta superación es liberación técnica de sus más propias energías al servicio de la libertad del sujeto productor. El mundo no es entonces algo terminado que haya sido entregado al hombre como posesión heredada, sino un negocio por construir, que resultará del trabajo humano, como acción progresista en la que se desarrollan las infinitas potencialidades materiales

1.5 Theodor Wiesengrund Adorno: dialéctica negativa

1.5.1 Dialéctica de la abstracción

La dialéctica de lo Uno y lo Múltiple constituye uno de los tópicos más antiguos de la historia de la filosofía. Cómo lo múltiple, dado en la experiencia, puede ser considerado como uno; y no sólo “considerado”, sino también cómo puede “ser” uno, ésta es la cuestión que hace surgir la filosofía misma. El “logos” predicativo supone una asimilación de la pluralidad que aparece en el sujeto, a la unidad ideal que viene dicha en el predicado. El conocimiento es, desde este punto de vista, un proceso de reducción. Conocemos sólo en la medida en que logramos identificar bajo un concepto una pluralidad de manifestaciones. Conocer es reducir esta pluralidad a la identidad ideal.

Que la teoría de la abstracción tenga algo que ver con los campos de extermino de la Alemania nazi es algo que no parece evidente. Sin embargo, la conexión entre dicha teoría y semejante praxis se nos hace más plausible en el momento en que consideramos que, en definitiva, el citado exterminio recibe el nombre de “genocidio”. Las personas que mueren en los campos, los que sufren la opresión y la injusticia, no son sujetos humanos individuales, sino miembros indiferenciados del género “judío”. La abstracción cobra así un alcance más allá de la teoría de la ciencia y se convierte en condición de posibilidad de un crimen cuya magnitud había sido hasta ahora inimaginable. La abstracción como principio de generalización científica supone una reducción de la diversidad individual, su superación en la identidad del concepto, cuya negatividad frente a lo individual que debe ser negado se convierte en evidente amenaza, en el momento en que esa abstracción deje de ser una mera operación teórica para convertirse en el punto de partida de toda operatividad práctica real.

Una biela montada en un mecanismo de transmisión representa de forma acabada el tipo de biela que se precisa para un determinado motor; es idéntica con ese tipo, tal y como lo definen las normas DIN. En ello consiste su racionalidad. Sería evidentemente irracional que las bielas tuviesen propiedades individuales, adornos superfluos en forma de resaltes y aditamentos. Si tal cosa ocurriese, la biela en cuestión no podría ser utilizada hasta que con una buena lima fuesen cuidadosamente eliminadas todas estas particularidades no contenidas en la norma. En definitiva, esto es lo que ha hecho el proceso industrial de fabricación de bielas: reducir la diversidad dada en trozos de hierro, ajustándolos al esquema normado, definido en función de las prestaciones que se esperan en la pieza en cuestión. Toda técnica se muestra sí como un proceso de abstracción real, que consiste en la negativa reducción del material a la identidad ideal de un tipo definido. En él los individuos del género se identifican mediante la negación de su propia realidad. Da igual una biela que otra, siempre que sea de tal tipo; más allá de él las bielas son respectivamente indiferentes, intercambiables: no son esta o aquella biela, sino una biela, eso sí, de este tipo y tamaño determinado.

¿Qué ocurriría si en un motor pusiésemos la biela que no es, la falsa, otra biela distinta a la que corresponde? Sencillamente que no funcionaría el motor, ya que la biela no podría cumplir en él su función. Lo que define el tipo ideal con el que no podría ajustarse el individuo, es una determinada función, unas prestaciones esperadas de él respecto de la actividad total de un mecanismo, frente al que este individuo, convertido en pieza, es esencialmente relativo. La negatividad conceptual, esencial al proceso abstractivo, por la que el individuo queda realmente reducido al tipo, no es sino medio de una más radical negatividad por la que lo individual se reduce a la totalidad funcional de un sistema de producción. El ajuste al tipo es condición de posibilidad para el ajuste definitivo por el que lo particular no es más que pieza de este sistema general.

Cada uno ya no es sino aquello por lo que puede sustituir a cualquier otro. Él mismo, como individuo, es lo absolutamente sustituible, la pura nada; y de esto se da cuenta abiertamente cuando con el tiempo se ve privado de esa similaridad

La abstracción es medio para el dominio del mecanismo sobre las piezas; dominio que tiene como reverso el ajuste funcional, la servicialidad, de las piezas respecto de ese sistema mecánico. Por medio del tipo la pieza se ajusta con él, cumpliendo en él su misión.

La abstracción tendría así su sentido en la realización técnica, se muestra como una mediación cuyo fin termina en la afirmación absoluta de un sistema que tiene frente a sus momentos la forma de negatividad. Abstraer es poner una individualidad al servicio de una actividad extraña. La negatividad propia del proceso abstractivo se dirige contra el individuo, cuya funcionalización no es otra cosa que su relativización e identificación con el sistema. Esta identificación ocurre en la medida en que la actividad del individuo no es nada más allá de la actividad total de un mecanismo productivo que le es ajeno. Lo diverso queda reducido a la identidad, que se afirma en ello reflexivamente a sí misma.

1.5.2 Dialéctica de la subjetividad

La relación sujeto-objeto, como expresión de los fenómenos gnoseológicos, será entendida por Adorno como una dialéctica imperialista, como una praxis de la que al final resulta un señor y un esclavo. No es que el conocimiento sea eso, es que ésa es la forma del conocimiento que desemboca en el ideal científico de la modernidad. Adorno pretende criticar la comprensión de la ciencia que surge de la dialéctica sujeto-objeto.

El conocimiento es un mecanismo de asimilación que supera la distancia hacia su objeto, hasta restablecer la identidad con él. Ahora bien, esta identidad se da a favor del sujeto. En definitiva, el objeto no es más, entonces, que la objetividad del pensamiento subjetivo; pero éste en ningún momento sale de sí. El conocimiento queda reducido a reflexión del sujeto sobre sí mismo, en un objeto que no es sino momento del despliegue de la subjetividad. El objeto no es en sí mismo, sino que tiene toda su realidad en la relación que lo integra en la identidad del sujeto, única instancia positiva. Lo que emerge de este proceso reductivo es el Yo como absoluto, que es el término de la reducción. Así entendido, el conocimiento resulta ser una praxis de apropiación, de la que emerge el Yo como señor y el objeto como lo disponible para él.

Conocemos aquello que se deja reducir a la unidad de un tipo; esta reducción es condición de posibilidad para el ajuste de lo objetivo, a través de este tipo ideal, en la identidad de un sistema. Pues bien, esto ocurre de hecho en el proceso cognoscitivo: al final llega a ser conocido, se deja reducir a identidad con el sujeto, aquello que puede ser subsumido bajo una categoría ideal. Estas categorías representan a la postre condiciones de posibilidad de la síntesis cognoscitiva. Las categorías lógicas son categorías de integración subjetiva. Y al igual que como en el sistema técnico funcional estas categorías eran las que permitían al sistema disponer de sus piezas, del mismo modo la subsunción de la diversidad sensible bajo una categoría ideal, que la unifica anulando la citada subjetividad, es lo que permite restablecer esa identidad sujeto-objeto en que consiste en conocimiento. El mecanismo de asimilación subjetiva está regido por una pragmática que sólo acepta como real, como objeto, aquello que se deja asimilar en función de su utilidad para ese sujeto. De esta asimilación resulta en último término la disponibilidad del objeto. Conciencia es, por tanto, dominio subjetivo del objeto conocido. Conocer algo es poder servirse de ello en beneficio propio. La ciencia es dictatorial, y tiene por fin la servicialidad técnica de su objeto.

Pero, además de dictatorial, la ciencia es totalitaria porque, entendido como reducción, el proceso gnoseológico termina en la constitución de una totalidad subjetivo-objetiva idéntica consigo misma y que excluye de sí todo lo que se muestra como irreductible. Es una exclusión absoluta, lo que Adorno llama el encierro definitivo de lo irreductible. Sólo es, es decir, es admitido en la totalidad, lo que hace entrega de su propia mismidad en favor del sistema autotransparente de la subjetividad. El precio que exige el sistema subjetivo para dejar seguir existiendo a lo real, es que se convierta en momento de su propia realidad, es decir, que haga entrega de su existencia en sí, que no estorbe la identidad del sistema, sino que sirva como medio para ella. Todo lo real se transparenta entonces en la totalidad reflexiva de este sistema, que está todo él presente en todo lo que en él se integra, en una identidad que anula de forma absoluta la independencia de lo dado en ella.

Cuando el idealismo absoluto eleva la conciencia subjetiva a la categoría de totalidad, no hace sino consumar la tendencia dictatorial de la razón, que no está dispuesta a reconocer como objeto, como algo que es, lo que no se integre en la identidad de lo disponible para ella. El dominio no se satisface sino en el absoluto ejercicio de su negatividad frente al objeto. Y, si el conocimiento es dominio de la subjetividad mediante la integración en su identidad de dicho objeto, entonces este subjetivismo ha de consumarse en la disposición de una identidad subjetiva absoluta, en la que esté disponible la totalidad de lo que es. El carácter dictatorial de la gnoseología moderna termina en la emergencia de los grandes sistemas absolutistas del idealismo alemán. Que estos sistemas especulativos concluyan –en la filosofía del derecho de Hegel– afirmando un estado en identidad con el cual alcanza el ciudadano su propia identidad, no sólo como ciudadano, sino como persona sujeto de derechos y deberes, no hace sino confirmarnos que las intenciones ontológicas del idealismo en absoluto son ajenas a la emergencia de un totalitarismo político omniabarcante. El idealismo gnoseológico se muestra así como el contrapunto teórico de una praxis que en la esfera política es totalitarismo y que tiene su última raíz en la técnica: en ese proceso que reduce lo diverso a la identidad funcional de un mecanismo de producción al servicio de una subjetividad absoluta. Dominio es el nombre de esta praxis de identificación subjetiva.

1.5.3 La falsedad del sistema

La falsedad del sistema idealista no es una desgracia teórica; dada su raíz fáctica en una praxis de dominio, esta falsedad tiene en la historia un nombre real: opresión, que se manifiesta en aquello que es psicológicamente más real: en el dolor que produce. En efecto, la reducción a la identidad sistemática, la funcionalización del individuo, es resultado de una negatividad que el sistema ejerce sobre éste en la forma de coerción. La abstracción, que es negatividad frente al individuo, es en su realización histórico-práctica violencia ejercida contra él. Reflexión funcional del sistema productivo sobre sí mismo, dominio de la máquina sobre las piezas es represión de lo diverso en la identidad sistemática. El sistema se afirma subjetivamente a sí mismo a través de la violencia represiva; de ella es resultado su identidad. Violencia por parte del sistema y dolor por parte de lo diverso integrado en él, son condiciones de la realización reductiva de lo racional. Racionalidad es voluntad de poder.

La historia, como proceso de racionalización, tiene su origen en el intento del sujeto de afirmarse a sí mismo como algo absoluto. La historia, en el sentido hegeliano, es emergencia del Absoluto, de la identidad que es para el hombre protección de toda amenaza. Esta protección, que originalmente la proporcionaban el mito y la magia, es función de la técnica en el desarrollo posterior de la historia. La técnica proporciona protección porque es dominio sobre la naturaleza, sobre aquello que amenaza. La técnica anula así toda alteridad, hace lo que es otro, la naturaleza, disponible para el hombre. El problema es, sin embargo, que también el hombre es frente a los demás hombres algo otro, es decir, él mismo natural y amenazante. La técnica ha de superar, por tanto, también esa alteridad; el hombre como algo diverso ha de ser reducido a la identidad de un sujeto en el que todos encuentran protección, pero a costa de su anulación; pues lo que emerge es la técnica misma como sujeto, como sistema de dominio, que, en su pretensión de ser absoluto se hace reflexivo y acaba dominando, anulando, al hombre que era su punto de partida. El nuevo sujeto que emerge, aquel que resulta de la negación de toda otra subjetividad, es el sistema técnico mismo, que produce riqueza para nadie y que genera la absoluta posesión sin dueño, el dominio que esclaviza a todo posible señor.

Este proceso aniquilador en curso, la historia como realización de una subjetividad total, muestra en la violencia de su imposición la propia falsedad. La historia es la totalidad de lo falso. Esta historia, que es historia de la razón absoluta, deja ser sólo lo que no es; es negatividad contra lo diverso, lo propio, lo irracional; y afirmación de lo idéntico, que es racional, funcional, servicial; sólo a costa, sin embargo, del sacrificio para cada cosa de lo que le es propio. Pero ocurre entonces que el proceso histórico de la racionalización es un proceso de falseamiento: lo que es, es técnicamente funcional cuando deja de ser lo que propia e individualmente representa. La vida, que es lo propio de cada cosa, dedicada a hacer lo mismo, lo indiferenciado, lo maquinal, es el falseamiento que la razón técnica produce: falseamiento que en la violencia de su imposición es para lo vivo sufrimiento, al menos donde aún no ha llegado a ser total esquizofrenia.

1.6 Herbert Marcuse: eros y razón dialéctica

1.6.1 La sociedad industrial avanzada

La razón occidental, que surge de la necesidad del hombre de distanciarse primero de la naturaleza, y de dominarla después en servicio propio, se ha convertido en un órgano autosuficiente de dominación universal, del que, en tanto que forma parte de la naturaleza, no escapa a la postre el hombre mismo. La razón subjetivista se ha convertido en un sistema de objetivación universal que no entiende sino lo que puede ser integrado funcionalmente en un aparato total que sólo persigue el infinito incremento de su eficacia. Ese aparato es la sociedad industrial avanzada.

La cuestión que se plantea es cómo el Estado burgués ha conseguido integrar en su funcionamiento productivo, es decir, al servicio de su propio aparato de dominio, aquellas fuerzas cuyo potencial antagonista genera el mismo sistema, pero que ese sistema se ve capaz de integrar anulando en ellas ese impulso de liberación. De este modo, y en contra de las predicciones marxistas, el sistema de explotación, conjurado el peligro de la violencia revolucionaria, puede proceder a su desarme represivo y mantener su ropaje de democracia formal.

En USA, los pensadores emigrados de la Escuela de Frankfurt encontraron el ejemplo perfecto de cómo un sistema de producción alienante podía alcanzar su culminación en un totalitarismo que no necesitaba suprimir sufragio ni derechos formales, sino que era capaz de dominar a los explotados, no en contra de, sino precisamente mediante sus propios deseos. Más de un siglo después del famoso libro de Tocqueville, la “democracia en América” se veía ahora denunciada como un sutil totalitarismo en el que la alienación de los productores en el sistema productivo se había radicalizado hasta el extremo de que los impulsos que el sistema precisaba para su constante reproducción, no se imponían violentamente a los individuos que en ese sistema se integran como piezas, sino que surgían ellos mismos “voluntariamente”. La alienación ya no tenía solamente la forma de expropiación que describiera Marx; alcanzaba a la misma raíz en la que los sujetos, al querer ser sí mismos, realizarse, ser felices, sólo querían ya lo que el sistema necesitaba para perpetuarse

En esta sociedad, el aparato productivo tiende a hacerse totalitario en la medida en que determina no sólo las necesarias ocupaciones, habilidades y actitudes sociales, sino también las aspiraciones y necesidades individuales. De este modo suprime la oposición entre la existencia pública y privada, entre las necesidades individuales y sociales. La tecnología sirve para instituir formas nuevas, más efectivas y agradables, de control y cohesión sociales

Ya ni siquiera nos salva la conciencia de que nuestro afán de electrodomésticos, de obtener el reconocimiento de la empresa, de lucir mujeres u hombres de portada de revista, interiorizan, en la forma de deseo de ser feliz, lo que propiamente no son sino exigencias de automantenimiento del sistema productivo. Hasta cuando queremos evadirnos, no se nos ocurre otro sitio que el que vemos en los escaparates de las agencias de viaje; y así nos evadimos mientras damos beneficios a la industria del ocio. De este modo, la libertad ha quedado radicalmente adulterada, y lo que se desea ya nada tiene que ver con lo que uno es, sino con lo que la producción necesita. Esta corrupción hace de la libertad, de los deseos, el gran medio de la definitiva alienación; y la satisfacción de esos deseos algo que el sistema productivo fácilmente logra, ya que en esa (pseudo) satisfacción se cumple el fin del sistema mismo: su indefinido mantenimiento.

La razón es el órgano con el que el sujeto aprehende el mundo, lo objetiva, bajo el prisma de su automantenimiento. Comprender algo es captarlo como posible medio de autoafirmación, como lo que es “útil” y “sirve”. Es el proyecto de una omnímoda voluntad de poder lo que nos hace ver las cosas “en función” de ese proyecto. Así, las cosas adquieren el “sentido” que les corresponde como medios de ese proyecto.

De este modo, la razón se pone al servicio de una dinámica de dominio; porque “racional” es el sentido que todo adquiere en función de esa otra cosa a la que sirve. Es racional levantarse muy temprano, parair a trabajar, para que la fábrica funcione bien, para que produzca muchos coches y la empresa obtenga muchos beneficios, para que los reinvierta y así fabrique más coches, para que la gente los compre y pueda ir a muchos sitios con ellos; aunque al final de todo ese proceso racional, el trabajador esté tan agotado que ya no utilice ese coche hasta el lunes, donde irá con él a un lejana fábrica a seguir produciendo más coches. El hombre, que debería romper ese círculo de funcionalidad como un fin que trasciende toda utilidad en una vida que ya no sirve para nada, queda, por el contrario, mediatizado en el proceso como una pieza más de esa infinita mediatización. De este modo, la razón se hace último garante de la explotación, de la absoluta desindividualización. Lo que cada cual aún guarda para sí como residuo de una humanidad que pretenda tener sentido independiente, se sitúa más allá de la autorreproducción del sistema, y al margen de lo que todos podemos entender. Que el hombre pretenda ser señor, vivir para sí, jugar, hacer cosas que no sirven para nada –jugar con sus hijos, hacer el amor, cuidar un jardín– se ha hecho sencillamente irracional

1.6.2 La razón revolucionaria

Marcuse considera que la filosofía crítica de Marx y de los propios frankfurtianos es el coherente desarrollo de una idea moderna de razón que, lejos de ser la afirmación de un sistema explotador, consiste en la denuncia constante de lo dado.

La Revolución Francesa enunciaba el definitivo poder de la razón sobre la realidad. Lo que no se ajusta con ella, lo que en el orden social cierra el paso a su evolución histórica, no debe ser reconocido como real, debe ser “desrrealizado”, destruido, subvertido. Esto, y no otra cosa, es la exigencia de una razón que es necesariamente revolucionaria. “Lo que el hombre piensa que es verdadero, correcto y bueno, debe ser realizado en la organización actual de su vida individual y social”. Y ello no según criterios particulares, que dependiesen de circunstancias históricas y fuesen al final indiscernibles del capricho. El pensamiento humano puede pretender gobernar la realidad, “sólo si posee conceptos y principios que denoten condiciones y normas universalmente válidas”. Sólo entonces tiene “razón”, y esa razón debe convertirse en la fuerza que modele la historia.

Marcuse atribuye a Hegel el mérito de haber dado forma filosófica a esta concepción que políticamente se desarrolla en la Revolución Francesa. La dialéctica hegeliana es la adecuada expresión de esta razón revolucionaria. Se trata de una razón que constata la contradicción existente entre lo real y sus posibilidades por realizar, la realidad no puede ser reconocida como tal. La historia es el proceso de realización de la razón; en ese proceso la misma realidad se va conformando, racionalmente y como tal realidad, en la superación de los hechos en los que esa racionalidad, que es apertura a las potencialidades históricas, a las posibilidades de consumación de la vida humana, se ve constreñida. De este modo, la razón, dialécticamente entendida, es una fuerza antagónica, una denuncia de lo dado y una reivindicación de lo mejor por venir. De ahí la tendencia subversiva, incluso destructiva de la razón. Pero esa destrucción es liberación de lo que en las cosas está reprimido como potencialidad por realizar; no se niega sino lo que niega y restringe lo real.

1.6.3 El cierre unidimensional del positivismo

El positivismo se desarrolla como concepción de la naturaleza y de la sociedad a lo largo del siglo XIX, hasta llegar a ser la principal fuerza que conforma teóricamente nuestra cultura del siglo XX. Como antecedentes podemos contar con la filosofía del empirismo, que surge como crítica de la metafísica, y en general de todo aquello que en el conocimiento era actividad, independiente de la mera receptividad sensible. A partir de ahora se va a entender que la única fuente posible de conocimiento será la experiencia de los hechos del mundo, que constituyen el límite último de todo entendimiento posible. Las consecuencias –afirma Marcuse– fueron nefastas para las posibilidades de supervivencia de una conciencia crítica.

Esta conclusión de las investigaciones empiristas hizo algo más que socavar la metafísica: confinó a los hombres dentro de los límites de “lo dado”, dentro del orden existente de cosas y acontecimientos. Pues ¿de dónde podría el hombre adquirir el derecho de ir más allá, no de algo particular dentro de ese orden, sino más allá del mismo orden por entero?; ¿de dónde podía conseguir el derecho a someter ese orden al juicio de la razón …? La verdad no podía oponerse al orden dado, ni la razón hablar contra él. El resultado no fue sólo el escepticismo, sino el conformismo.

Y esto, concluye Marcuse, constituye, más que un ataque contra la razón metafísica, un ataque contra las condiciones de la libertad humana, “porque el derecho de la razón a guiar la experiencia era parte de esas condiciones”. Y es que la razón no es otra cosa que el juicio sobre las condiciones históricas acerca de las posibilidades vitales del hombre de realizar en ellas su proyecto de culminación vital.

Una vez cerrado el acceso a la trascendencia que ponía de manifiesto la negatividad de lo real, lo único que nos queda es la rotunda positividad de unos hechos que son en sí mismos “todo lo que hay”. Conocer es rendirse a la fuerza de los hechos, frente a los que ya no cabe crítica alguna que pudiese ser denominada racional.

“Resignación” es una nota clave en los escritos de Comte, que deriva directamente del asentimiento a las invariables leyes sociales. “Verdadera resignación, esto es, una disposición a soportar con firmeza los males necesarios y sin ninguna esperanza de compensación por ello, puede surgir sólo del profundo sentimiento de las leyes invariables que gobiernan la variedad de los fenómenos naturales” (Cours de philosophie positive, vol. IV, pp. 142 s.). La política “positiva” por la que aboga Comte, tendería, declara, “por su propia naturaleza a consolidar el orden público”, incluso, por lo que respecta a males políticos incurables, mediante el desarrollo de una “sabia resignación”.

Si las cosas son lo que de hecho son, las cosas transparecen en las relaciones en las que se presentan. Negada la substancialidad y universalidad de la realidad, las cosas, y muy concretamente el hombre mismo, se identifican sin residuos con aquellas operaciones que podemos reclamar sin tener que respetar una protesta contra su utilización.

Para la sociedad “esta organización del discurso funcional es de vital importancia; sirve como vehículo de coordinación y subordinación. En efecto, la negatividad del pensamiento bidimensional, dejaba siempre un residuo en las cosas, más allá de su integración funcional en un mecanismo de eficiencia. Y eso que quedaba más allá era precisamente lo que hacía racional la resistencia a la integración. Ahora se invierte la idea de racionalidad: lo irracional es quedarse fuera, lo “adecuado” es lo que sirve como engranaje de la máquina; porque lo que la nueva racionalidad pretende salvaguardar no es otra cosa que el dominio del todo sobre las partes, de lo común sobre lo individual, de la acción de conjunto sobre la resistencia de las partes a integrarse en ella.

Surge así la razón tecnológica, bajo la cual “se proyecta la naturaleza como un instrumento potencial, un equipo de control y organización”.

El desarrollo de esa lógica de dominio surge del intento de extender el dominio del hombre sobre la naturaleza. Pero la lógica que se pone en juego es ya imparable, pues nada entiende sino desde la posibilidad de su integración funcional en ese proyecto de dominio absoluto, es decir, sino como medio de la potenciación de su infinita capacidad de mediatizar y reducir a servidumbre. Y, al final, el hombre, que en esa racionalidad ya no cabe como residuo ajeno al sistema, cae devorado por el engranaje que su propia razón creó, pervirtiendo el sentido original de esa racionalidad que podía haberle salvado.

La incesante dinámica del progreso técnico se ha visto empapada de contenido político, y el Logos de la técnica ha sido transformado en el Logos de continua servidumbre. La fuerza liberadora de la tecnología –la instrumentalización de las cosas– se convierte en una cadena de la liberación; en la instrumentalización del hombre

1.6.4 La cultura unidimensional

La sociedad con la que se enfrenta Marcuse en los años cincuenta en USA representa la apoteosis de esta cultura de la unidimensionalidad funcional. En ella no parece existir negatividad alguna. No es que el pensamiento sea unidimensional como un lujo que se pudiera permitir al margen de la sociedad de la que es reflejo; la unidimensionalidad es, más bien, un modo de pensar, porque ha llegado a ser en nuestras sociedades un modo de ser. El éxito del sistema productivo es que verdaderamente logra integrar a los hombres hasta el extremo de que parece que ya no queden residuos marginales que pudiesen ser el punto de apoyo de un antagonismo.

Hemos de preguntar cómo es que el sistema productivo ha logrado cerrar la vía hacia esa “otra” dimensión. La respuesta de Marcuse es que la productividad lograda por el sistema ha alcanzado tales niveles, que en primer lugar ha conseguido satisfacer las básicas necesidades biológicas de los individuos que en él se integran.

Independencia de pensamiento, autonomía, y el derecho a la oposición política, se ven privados de su básica función crítica en una sociedad que cada vez parece más capaz de satisfacer las necesidades de los individuos por medio de la forma en que está organizada. Tal sociedad buen puede justamente demandar la aceptación de sus principios e instituciones, y reduce la oposición a la discusión y promoción de políticas alternativas dentro del statu quo. En este sentido, poco parece diferenciarse si la creciente satisfacción de necesidades es fruto de un régimen autoritario o no autoritario. Bajo las condiciones de un creciente nivel de vida, la no conformidad con el sistema mismo parece ser socialmente inútil, tanto más cuanto comporta tangibles desventajas económicas y políticas y amenaza el fluido funcionamiento de la totalidad

Más allá de las necesidades básicas, ha resultado que las necesidades humanas son muy moldeables, luego el sistema puede, en segundo lugar, manipular las necesidades de modo tal que su satisfacción sea precisamente lo que el sistema precisa para seguir funcionado. Si se consigue que, una vez que come y es biológicamente viable, el hombre desee aquello que el sistema fácilmente puede satisfacer de modo tal que precisamente así alcanza su fin de incrementar la productividad, entonces habremos logrado el mundo feliz, el paraíso en la tierra, la reconciliación de las partes con el todo; habremos superado toda negatividad y la unidimensionalidad se habrá convertido en el alma de la sociedad. Es lo que se ha denominado “sociedad de consumo”. En ella se ha reducido al mínimo “el contraste (o conflicto) entre lo dado y lo posible, entre las necesidades satisfechas y las necesidades no satisfechas”. Estamos en una sociedad unidimensional, reflejo perfecto de la lógica unidimensional positivista.

El resultado es la atrofia de los órganos mentales adecuados para comprender las contradicciones y las alternativas y, en la única dimensión que queda de la racionalidad tecnológica, la conciencia feliz llega a prevalecer.

La revolución no tiene ya, ni sujeto, ni siquiera objeto. El sistema se puede permitir el lujo de renunciar a una represión violenta que se ha hecho innecesaria. Las libertades formales no son ya un peligro, cuando los miembros sociales sólo desean ya seguir trabajando para alcanzar así como premio la satisfacción que, no solamente se le ofrece, sino que de hecho se le da.

“En virtud de la forma en que se ha organizado su base tecnológica, la sociedad industrial contemporánea tiende a ser totalitaria”. En una cultura bidimensional, los centros de racionalidad son tantos como individuos esencialmente dotados de un proyecto ontológico. Todos tienen derecho a existir según una forma propia que es irreductible a la totalidad. Por el contrario, en el universo unidimensional, todo es como es, en la medida en que se integra funcionalmente en la totalidad. Sólo ella tiene derecho a existir, y puede reclamar de todos los miembros sociales la totalintegración. Nada tiene sentido, nada es racional, sino en la medida en que sirve al todo funcional, que deja ser a las partes sólo en cuanto las necesita. Uno es su nómina, de ella recibe el nombre, el número de su persona, que no es otro que el NIF. Una tal sociedad sólo deja ser a los que ella necesita, por más que así pretendan satisfacer sus necesidades; en los márgenes, uno es nadie.

Porque “totalitaria” es, no sólo una coordinación política terrorista de la sociedad, sino también una coordinación técnico-económica no terrorista que opera mediante la manipulación de necesidades por intereses creados. Así impide que surja una oposición efectiva contra el todo. El totalitarismo no consiste solamente en una forma específica de gobierno o de partido, sino también en un sistema específico de producción y distribución que bien puede ser compatible con un “pluralismo” de partidos, periódicos, “equilibrio de poderes”, etc.

1.6.5 Eros y civilización

En la sociedad industrial avanzada, toda la estructura instintiva de las personas que la integran ha sido substancialmente alterada. El problema de nuestra cultura, allí donde se muestra más alienante y represiva, es que ha anulado los deseos de algo diferente. Los instintos humanos han perdido su potencial negativo, y la posibilidad de una liberación del mecanismo que nos explota nos deja indiferentes. Por el contrario, lo que deseamos nos incrusta más y más en el engranaje y nos hace parte de él. Por ello, Marcuse se ve obligado a dar un paso adelante en su investigación, desde una crítica social a una crítica psicológica de los deseos humanos.

El psicoanálisis ha llamado la atención sobre el choque, y sobre la dinámica que de él resulta, entre nuestros deseos y la civilización. El hombre busca el placer, la felicidad; de un modo concreto busca la satisfacción sexual. Ahora bien, esta plena satisfacción es incompatible con la civilización; de hecho, esta civilización comienza su andadura cuando las horas primitivas consiguen imponer un orden en la dinámica de sus instintos; un orden que es represivo porque descansa en la tabuización del deseo sexual dirigido a madres y hermanas. Es el tabú del incesto. De este modo, el deseo sexual, así reprimido, puede ser encauzado en instituciones familiares, de forma que pasa de ser fuente constante de discordias a convertirse en la fuerza que organiza la sociedad en elementos discretos que son el cauce de la reproducción, del trabajo, de la integración educativa, y posteriormente de la acumulación y transmisión de propiedad. A grandes rasgos podemos afirmar que la civilización nace allí donde el deseo sexual, reprimido en su multiformidad, en su afán por la búsqueda ciega de placer inmediato, se convierte en la fuerza que articula diferencialmente la totalidad social. El hombre ha llegado al estado actual de la civilización porque ha logrado controlar represivamente sus instintos.

El control se extiende a lo que Freud denomina el principio del placer:

La libre satisfacción de las necesidades instintivas del hombre es incompatible con la sociedad civilizada: la renuncia y el retraso de la satisfacción son los prerrequisitos del progreso. “La libertad, dice Freud, no es un valor cultural”. La libertad tiene que subordinarse a la disciplina del trabajo como ocupación a tiempo completo, a la disciplina de la reproducción monogámica, al sistema establecido de ley y orden. El sacrificio metódico de la libido, su desvío rígidamente forzado hacia actividades y expresiones socialmente útiles, es cultura.

Y unas páginas más adelante:

El concepto de hombre que emerge de la teoría freudiana es la acusación más irrefutable de la Civilización Occidental; y a la vez la más inconmovible defensa de esa civilización. Según Freud, la historia del hombre es la historia de su represión … Sin embargo, esa constricción es la misma precondición del progreso. Si lo dejamos libre para seguir sus objetivos naturales, los instintos básicos del hombre serían incompatible con toda asociación y preservación duraderas: destruirían incluso allí donde unen. El Eros incontrolado es tan fatal como su mortal contrapunto, que es el instinto de muerte. Su fuerza destructiva deriva del hecho de que aspiran a una gratificación que la cultura no puede satisfacer … Por tanto, los instintos tienen que ser desviados de su meta. La Civilización comienza en renuncia al objetivo primario, que consiste en la satisfacción integral de las necesidades.

Esta renuncia es condición del desarrollo de la civilización allí donde se dan condiciones de escasez, de modo que las conductas cooperativas que permiten al hombre superar esa escasez tiene como condición la renuncia a la satisfacción individual como fin inmediato. El principio de placer choca así contra lo que Freud denomina el principio de realidad:

Con el establecimiento del principio de realidad, el ser humano que, bajo el principio del placer era escasamente poco más que un haz de impulsos animales, se ha convertido en un ego organizado. Aspira a “lo que es útil” y a lo que puede ser logrado sin daño para sí mismo y para su entorno vital. Bajo el principio de realidad el ser humano desarrolla la función de la razón: aprende a “probar” la realidad, a distinguir entre el bien y el mal, entre lo verdadero y lo falso, entre lo útil y lo dañino … Sin embargo, ni sus deseos, ni la modificación de la realidad son en adelante propiedad suya: ahora están organizados por su sociedad. Y esta organización reprime y transubstancia sus necesidades instintivas originales. Si la ausencia de represión es el arquetipo de la libertad, entonces la civilización es la lucha contra esta libertad.

Este control no implica una violencia represiva, porque se ejerce no sobre la acción exterior del hombre, sino sobre la estructura íntima de sus deseos; de tal forma que el control se ejerce en la forma de autocontrol, de autorrepresión. Si hay violencia, es interiorizada, se trata de la que el mismo individuo ejerce sobre sus “inútiles” instintos. Si ese individuo no se rebela contra la represión, no es porque no pueda, sino porque no quiere.

1.6.6 Eros y sociedad industrial avanzada

Marcuse considera insuficiente el análisis freudiano. Piensa que en la civilización actual hemos de tener en cuenta dos tipos diferentes de represión. Por un lado está lo que podríamos denominar una represión natural. Para salir del estado de miseria original, el hombre primitivo tiene que aprender a dominar sus instintos y a encauzarlos a través de instituciones que sean útiles para la cooperación social. Así se desarrolla una civilización que, con el objeto de dominar la escasez natural, exige del hombre sacrificio y trabajo.

La cuestión, sin embargo, es si toda la represión, o al menos lo esencial de la represión que sufrimos, procede de este “natural” origen de la civilización. Marcuse intuye que en una sociedad en la que el hombre va alcanzando notables grados de independencia frente a la escasez natural, en una sociedad ostensiblemente “rica”, las necesidades represivas de la cultura, la necesidad de controlar los instintos disgregadores y antagónicos, debería ir disminuyendo en medida proporcional a los logros del progreso. Y entiende que esto, de hecho, no ocurre. El hombre ya sólo desea consumir lo que la industria produce, para que siga funcionando la máquina a la que está uncido; y así lo que desea en el fondo es seguir trabajando. Y entonces hemos de preguntarnos: ¿qué tipo de represión es ésta, que sigue en juego con tanta más fuerza y sutileza cuando parece que ya no sería necesaria?

Para explicar este otro tipo de represión recurre Marcuse al clásico análisis marxista. El argumento de una “necesaria” represión

es falaz, en la medida en que aplica al hecho bruto de la escasez lo que actualmente es consecuencia de una específica organización de la escasez, y de una específica actitud existencial puesta en juego por esta organización. La escasez prevalente se ha organizado en el curso de la civilización (aunque de modos muy distintos) de tal forma que no ha sido distribuida colectivamente de acuerdo con las necesidades individuales, ni se ha organizado la obtención de bienes con el fin de satisfacer del mejor modo posible las necesidades de los individuos. En vez de eso, tanto la distribución de la escasez como el esfuerzo por superarla, el modo de trabajo, ha sido impuesto sobre las personas; primero por simple violencia, y posteriormente mediante una más racional utilización del poder. Sin embargo, independientemente de lo útil que esta racionalidad haya sido para el progreso total, siempre fue una racionalidad de dominio, y la gradual conquista de la escasez se vio inextricablemente ligada con, y conformada por, el interés de dominar.

Nuestra civilización es represiva, no sólo porque toda civilización lo es en virtud de la escasez que tiene que superar, sino porque es una civilización organizada de forma que el trabajo de unos sirve para la satisfacción de otros, es decir, porque es una sociedad explotadora. El que la represión continúe en organizaciones que parece haber superado la escasez original, nos muestra cómo esta segunda represión explotadora es ahora la dominante. A ésta la llama Marcuse “represión adicional”.

Esta represión adicional es la que garantiza el funcionamiento de la sociedad industrial avanzada, en la cual el trabajo es represivo, no sólo por implicar esfuerzo, sino porque es servicio a un sistema respecto del cual el individuo es mera pieza sin alma.

El principio de realidad que está aquí en juego como principio de represión sobreañadida, es lo que Marcuse denomina “principio de productividad”. Se trata, por un lado, de una intensificación represiva sobre el normal principio de realidad, por cuanto que “la civilización tiene que defenderse a sí misma del espectro de un mundo que podría ser libre”. Al servicio de la represión se ponen de hecho todas las fuerzas de una productividad recrecida, que precisamente debería servir para liberar al hombre de las fuerzas de la escasez, pero que sirve para ligarlo con más fuerza al sistema que lo explota y “se convierte ella misma en instrumento de un universal control”.

Este principio, al igual que el principio de realidad del que resulta ser ampliación explotadora, no implica necesariamente una violencia exterior, ya que está interiorizado en la forma de una transubstanciación del mismo principio de placer, hasta el punto de que “dominación y alienación determinan en gran medida las exigencias impuestas sobre los instintos”.

El individuo vive su represión libremente, como su propia vida: desea lo que se espera de él que desee; sus satisfacciones son provechosas para él y para otros; es razonablemente, y a veces incluso exuberantemente, feliz. Esta felicidad … le hace seguir siendo productivo, productividad que, a su vez, perpetúa su trabajo y el de los demás.

La revolución no es posible porque ya no es “necesaria”. No hablamos aquí de una necesidad real, sino de la falsa necesidad impuesta por el sistema, que él mismo se encarga de satisfacer, mientras con ello asegura su mantenimiento. Así se aniquila todo potencial antagonista, todo deseo alternativo; en definitiva, se cierra aquella segunda dimensión, contraria a lo dado y abierta a lo posible, que constituía la esencia del pensamiento crítico.

1.6.7 Las posibilidades de la liberación

En general, la filosofía frankfurtiana tiende a ser pesimista, ya que no se ve cómo la cultura occidental podría desmontar la idea de esa subjetividad dominante en la que tiene su origen y que es la responsable de su desarrollo alienante. Marcuse, sin embargo, es mucho más optimista, en la medida en que su análisis se hace, por un momento, más cercano al marxismo clásico. Si la organización explotadora de la sociedad no es resultado de la producción, sino de un modo concreto, de producción que así se organiza con el fin de garantizar la explotación, entonces tiene que ser posible desmontar ese cortocircuito explotador, para que las fuerzas productivas de la humanidad den su fruto. No es mala la técnica, sino el modo en que está puesta al servicio de una universal mediatización.

No se trata de desandar la historia. La transformación liberadora se seguirá precisamente como resultado de la exacerbación del proceso histórico que ha dado lugar al carácter alienante de la sociedad industrial avanzada. Así, “los mismos logros de la civilización represiva parecen crear las condiciones previas para la abolición gradual de la opresión”.

Marx también sostenía que el curso del capitalismo conduciría a acentuar sus contradicciones hasta el punto que los explotados desarrollarían una conciencia revolucionaria en la que su extrema miseria, unida a su masivo número, conduciría a la revolución. Aquí es donde Marcuse no sigue al marxismo clásico, ya que entiende que la sociedad industrial avanzada no genera miseria en ese sentido, antes bien proporciona una satisfacción que anula las potencialidades revolucionarias de los explotados, que no desean ya sino integrarse más y más en el sistema. La solución viene por otro lado.

Marx entendía que era el trabajo el medio de la alienación, allí donde el hombre no trabajaba para sí sino para satisfacer las exigencias de la propiedad, de la que el trabajador asalariado se veía excluido. Lo mismo entiende Marcuse: el trabajo es el medio por el que actúa el “principio de productividad”. Por el trabajo el hombre se convierte en pieza mecánica del sistema. Como residuo personal queda sólo el tiempo libre. Pero el tiempo libre es “inútil”. El ámbito en el que el hombre podría ser un fin para sí, se convierte en residuo, mientras que toda su realización, la satisfacción de sus necesidades en el ámbito del sistema, la obtiene sólo en la dinámica alienante del trabajo. Eso tenía originalmente sentido, cuando para satisfacer sus necesidades elementales el hombre tenía que renunciar a su satisfacción personal, integrándose bajo el principio de realidad en una organización productiva. Esta organización productiva, sin embargo, que nació para satisfacer las necesidades básica del hombre, pronto se vio pervertida y se puso al servicio de las necesidades de algunos hombres a costa del esfuerzo de otros. Surge así la “represión adicional”, que tiene que seguir funcionando, y esta es la clave. Pero aquí se abre la esperanza de un colapso del sistema explotador.

A fin de mantenerse en pie como sistema de explotación, la sociedad industrial avanzada ya no sabe qué producir y tiene serios problemas para mantener ocupados a sus individuos. De este modo, gracias a una productividad siempre creciente, a la que el sistema no puede renunciar (porque sólo haciéndolos producir, mediante el trabajo, mantiene integrados a los trabajadores), el sistema está al borde del colapso. El trabajo se ha hecho tan ficticio como las necesidades que por él se satisfacen. La maquinización de los mecanismos de producción, por otra parte, es tan total, que el hombre va siendo paulatinamente sustituido por las máquinas. La masiva automatización abre entonces la posibilidad de liberar al hombre del trabajo. Por ello, no está lejos el tiempo –piensa Marcuse– en que ese sistema genere tal cantidad de desempleo, pseudoempleo, subvención y tiempo libre, que la liberación del Eros, posible desde hace mucho, se hará necesariamente realidad.

1.7 Max Horkheimer: de la “teoría crítica” a la razón teórica

Horkheimer es considerado como uno de los principales miembros y promotores de la Escuela de Frankfurt. Se le deben trabajos sociológicos y sociológico-filosóficos sobre temas que ocuparon asimismo la atención de otros frankfurtianos: la autoridad, el autoritarismo, la familia, los orígenes de la sociedad burguesa, la cultura de masas, el papel de la ciencia y de la técnica, la libertad, el fascismo, el psicoanálisis, etc. Son trabajos que atienden a los fenómenos concretos, pero que se hallan alejados del positivismo sociológico, especialmente el que insiste exclusivamente en métodos cuantitativos, así como de la sociología académica de su tiempo. Horkheimer estimó que la interpretación de ciertos fenómenos históricos cruciales podría proporcionar una clave para la compresión de las estructuras de la sociedad actual y para el ensayo de un bosquejo de perspectivas futuras. La interpretación, o reinterpretación, del marxismo fue en este respecto fundamental, de modo que con frecuencia se estima a Horkheimer como un «neomarxista», aunque con la misma frecuencia, y especialmente cuando se tiene en cuenta su crítica del materialismo dialéctico, con severas dudas acerca del materialismo histórico, se le estima como un autor muy alejado de toda tradición marxista.

Se ha observado en Horkheimer una mezcla peculiar de pesimismo cultural y de progresismo político. Una de sus principales contribuciones es su formulación de la «teoría crítica». Junto con dicha formulación, Horkheimer examinó en detalle la naturaleza y consecuencias de los «ataques contra la metafísica», especialmente «el último ataque» por parte del positivismo. Bajo su aspecto de progresismo, estos ataques ocultan, según Horkheimer, el fenómeno de un «eclipse de la razón», manifestado en la conversión de la razón en mera «razón instrumental», al servicio del dominio de la Naturaleza y de la explotación de los hombres. La razón instrumental crea mitos, o se convierte en una serie de mitos, tanto más peligrosos cuanto que ofrecen un aspecto de liberación. El instrumentalismo de la razón es, en último término, una forma de subjetivismo; lo que al principio debía funcionar como el motor de la emancipación se ha convertido en la sujeción del espíritu humano. Por eso, en la actualidad, ciertas actitudes «metafísicas» y «especulativas», que son contrarias al progreso en el sentido del positivismo, pueden representar una liberación y constituir una de las formas del espíritu y de la razón críticos. El positivismo se alía, bajo la forma de un racionalismo tecnológico, a un irracionalismo, acompañado de fenómenos destructivos. La cultura de masas y el fascismo, o el nazismo, están más estrechamente relacionados entre sí de lo que parece a primera vista. La subjetividad y la individualidad pervertidas por la irracionalidad son la máscara del totalitarismo.

El positivismo cae en los mismos errores que el marxismo «vulgar», con su confianza de que el materialismo progresista constituye una panacea para los males de la sociedad. Hay una extraña alianza entre materialismo burgués y moral burguesa, que los marxistas corrientes no han podido descubrir. Hay asimismo una extraña alianza entre la insistencia de Marx en la producción y la «ética del trabajo» característica de la moral burguesa. La negación de sí mismo en aras a un ideal considerado superior, ya denunciada por Nietzsche, es atacada por Horkheimer, pero ello no quiere decir que el individuo sea, o haya de ser, puramente egoísta y en conflicto permanente con otros individuos y con la sociedad. Horkheimer trata de mediar entre el individualismo y el colectivismo, entre el egoísmo y el sacrificio de sí mismo y, en última instancia, entre el sujeto y el objeto.

En su filosofía se da originalmente una radicalización de los postulados “modernistas”, en concreto de la idea marxista de un primado práxico en toda constitución teórica; en esta radicalización se ponen de manifiesto las contradicciones en que desembocan esos postulados como en sus corolarios terminales. La conciencia de la inviabilidad teórico-práctica, o, si se quiere, de las ruinosas consecuencias de lo que originalmente se propone como solución de todo problema, es lo que lleva a Horkheimer a replantear los presupuestos de su “teoría crítica”, precisamente como reivindicación de una teoría pura, en la que la utopía que se “contempla” tiene valor propio más allá del problema de su viabilidad práctica, es más, incluso allí donde esa viabilidad está negada de hecho.

1.7.1 Teoría crítica y teoría tradicional

El punto de partida de la reflexión frankfurtiana es tratar de desenmascarar el carácter ideológico de lo que, en el desarrollo de la Modernidad, ha llegado a entenderse a sí mismo como “ciencia positiva”. Esta “positividad” significa, al menos así se pretende, que los resultados de la ciencia están garantizados respecto de su verdad por un método formal que hace a estos resultados independientes de su génesis histórico-fáctica. El que sea posible estudiar “la ciencia” sin atender a la “historia de la ciencia” más que como a un anecdotario más o menos ilustrativo, sería signo de esta independencia formal de la teoría.

Frente a esta concepción, que Horkheimer denomina “teoría tradicional”, la “teoría crítica” se presenta como un saber del mundo y de la sociedad que quiere asumir como condiciones de su constitución teórica precisamente la materialidad e historicidad de sus objetos propios. Allí donde la teoría tradicional quiere ser una inmaterial representación del mundo, o una ahistórica comprensión de la historia misma, la “teoría crítica” asume la particularidad material de su objeto como elemento propio y se sabe a sí misma como parte del mundo que pretende conocer. Así,

mientras que el científico especializado, en tanto que científico, contempla la realidad social junto con sus productos como algo externo (a su ciencia), y en tanto que ciudadano descubre su interés en ella mediante escritos políticos, pertenencia a partidos y asociaciones filantrópicas y participación en las elecciones, sin integrar estos dos y otros más amplios comportamientos de su persona más que, a lo sumo, en la interpretación psicológica; el pensamiento crítico se ve hoy en día motivado por el intento de superar esta disyunción, es decir, la contraposición entre los objetivos, la espontaneidad y racionalidad individuales, y las relaciones del proceso productivo, que es esencial para la sociedad

La teoría crítica rechaza la pretensión racionalista según la cual la evidente función social de la ciencia carece de sentido para la ciencia misma. Por el contrario, Horkheimer considera que “lo que el científico ve como esencia de la teoría, corresponde de hecho a su tarea inmediata”, a saber, el manejo instrumental tanto de la naturaleza física como de los mecanismos sociales y económicos a los que se corresponde en definitiva la formación del material científico tal y como se presenta en la ordenada disposición de las hipótesis de esa misma ciencia.

Hoy en día, los tremendos costes de la investigación científica, desde la biología a la física nuclear, pasando por la antropología o la economía, hacen que sólo sean planteables como “objetivos” de interés aquellos de los que se espera un return tecnológico. Y así la ciencia se ha convertido en lo que esencialmente era: la sección de I+D de una inmensa planta tecnológica, que abarca a la humanidad entera y en la que esa ciencia adquiere de forma evidente un valor de instrumento, como pieza de un mecanismo más amplio. Y, así, no podemos desligar del objeto científico la pregunta de para qué sirve. La utilidad, a saber, para el desarrollo de la sociedad, pertenece al núcleo mismo de toda objetividad; y esto es lo que liga la ciencia al progreso histórico-material en el que se hace eficaz como instrumento social.

El interés de la “teoría crítica” no está en oponer a la “teoría tradicional” una descripción alternativa, sin más valor que el epistemológico. Mas bien su primera intención es denunciar en la misma pretensión tradicional de una ciencia con valor en sí misma, una falsificación esencial, por lo que esa teoría ofrece –o impone– como absolutos valores que son instrumentales. Y en esta falsificación se descubre la “ciencia pura” como lo que es: un instrumento de dominio que se evade del servicio social que debe definirla y se convierte, mediante esa absolutización de valores, en freno de todo progreso y en seguro que mantiene el orden social –a saber, burgués– en el que tuvo su origen.

Y aquí es donde Horkheimer enlaza con la crítica marxista de todo saber pretendidamente teórico. Pues

en la medida en que el concepto de teoría se hace independiente, como si se fundamentase en la esencia interior del saber o de cualquier otra forma ahistórica, se convierte en una categoría cosificada e ideológica

En efecto, esto es en la ortodoxia marxista una “ideología”: una interpretación racional que sirve como instrumento de dominio de una clase social sobre otra, precisamente allí donde encubre ese sentido instrumental en una pretendida ahistoricidad y en un supuesto carácter absoluto, en el que se vende como verdad en sí lo que sirve al sostenimiento de unas relaciones sociales de explotación.

En la toma de conciencia de esta falsificación es donde el pensamiento se hace crítico respecto de la validez, pretendidamente absoluta, de una objetividad racionalista. Aceptar sin más esta validez se convierte en la más burda mentira; por el contrario, “el reconocimiento de las categorías que dominan la vida social contiene a la vez la condena de esa vida social”.

La tesis por la que se define la “teoría tradicional” es que hay en efecto teorías que en absoluto son medio de praxis alguna, es decir, que se determinan sólo por sí mismas, sin más valor que la verdad que contienen; y que en este sentido, en tanto que verdaderas o falsas, se constituyen “lógicamente” como teorías, independientemente de su génesis histórica. En esta tradición, lo importante de una teoría no es su utilidad, sino su verdad.

Frente a ese idealismo veritativo, Horkheimer maneja, en las primeras formulaciones de su pensamiento, un concepto de teoría que se define de un modo mediato a partir del esencial primado de la praxis. La verdad es una categoría técnica ligada al progreso material concreto, sin más valor que el que resulta de lo que con ella se puede hacer en la historia.

1.7.2 La praxis trascendental

La tarea de una teoría crítica de la sociedad la formula Horkheimer con toda radicalidad:

es preciso llegar a una concepción en la que quede superada la parcialidad que necesariamente resulta de separar de la total praxis social los procesos intelectuales particulares, [pues estos procesos] son particularizaciones de cómo la sociedad se enfrenta con la naturaleza y se mantiene en su forma dada; son momento del proceso de producción social, incluso allí donde ellos mismos sean poco o en absoluto productivos. [En definitiva], una ciencia que en una fatua y supuesta independencia considerase la conformación de la praxis a la que sirve y en la que se integra, como un más allá respecto de ella misma, recogiéndose en la separación entre pensar y obrar, esta ciencia ya ha renunciado a la (propia) humanidad.

Esta renuncia es ella misma interesada y una forma muy concreta de acción social, ya que la ciencia así descrita, encubriendo su función instrumental, tiene que reconocer que esta función es inconfesable y consiste precisamente en la salvaguardia teórica de un sistema explotador.

El hombre deja de ser el sujeto de esa praxis que es el saber, y se convierte en su objeto, en aquello sobre lo que versa una descripción dogmática de su verdadera y ahistórica esencia.

La ciencia que no quiere reconocer su función instrumental como una instancia de dominio, lo único que muestra es su pretensión implícita de consolidar ese dominio, hipostatizando como categorías teóricas eternas las condiciones históricas de su ejercicio.

Frente a la radical separación kantiana entre una razón teórica y una razón práctica, Horkheimer quiere reunificar en una teoría de la praxis científica la instancia trascendental con el hombre concreto que es en su acción el principio de toda verdad.

Horkheimer propone situar esa subjetividad precisamente en la clase trabajadora. Las categorías de constitución objetiva serían según ello, los modos viables de producción.

El problema es que la subjetividad trascendental que aquí actúa, por más que en su carácter social sea ciertamente histórica, es distintarespecto de la subjetividad empírica particular, actuando ciertamente como condición de posibilidad respecto del ejercicio de esta segunda. Y aquí es donde se puede producir una ruptura gnoseológica entre ambas, de modo que la subjetividad particular reciba las categorías de producción social como llovidas de un supuesto cielo teorético.

Esto es precisamente lo que ocurre en una sociedad burguesa, donde, por habérsele expropiado los medios de producción, el hombre concreto no es el sujeto de la actividad productora, sino simple elemento material de dicha actividad. Las categorías instrumentales, que son condiciones de posibilidad para el sostenimiento de la explotación, ocultan entonces su verdadero carácter instrumental, reforzando así su eficacia en la medida en que, mediante ese ocultamiento, pueden contar para su perpetuación con la misma razón de los sujetos explotados.

Sólo una sociedad que permita al trabajador hacerse de nuevo un sujeto libre y responsable del proceso social de producción, puede convertirse en el marco que posibilite la reidentificación del sujeto particular con la subjetividad productiva social; y sólo en ese marco es posible la reunificación de teoría y praxis.

1.7.3 La emergencia de la razón pragmática

La obra frankfurtiana del período de entreguerras se concreta en lo que se ha venido a llamar crítica de las ideologías. Ya no se trata de la sociedad industrial en tanto que fracturada en una clase de propietarios y otra de explotados; el problema es ahora más radical y no se resuelve con un simple reajuste del título de propiedad sobre las máquinas, porque ese problema está en la sociedad industrial y en las máquinas mismas, que se han erigido en el modelo paradigmático de una racionalidad que es opresiva en su ejercicio por el simple hecho de existir. No es que el hombre, o la mayoría de ellos, se vean desposeídos de los medios de producción; se trata más bien de que el proceso de producción industrial se ha convertido en el único marco para el imposible ejercicio de una humanidad ahogada por la máquina. Frente a la reivindicación original de reajustar el proceso de producción, se desprende ahora de las reflexiones frankfurtianas la imperiosa necesidad de pararlo, antes de que invada el último resquicio en el que aún se refugia la conciencia de la propia humanidad.

“Lo racional es lo útil”, ésta es la tesis general del pragmatismo sobre la que se asienta la comprensión industrialista del mundo. Parece lógico entonces que la categoría racional más relevante sea la de lo “adecuado”; en definitiva, lo que sirve como medio para algo. Por tanto, la razón tiene como medida de sí misma la eficacia de sus recetas. Es racionalmente correcto y por tanto verdadero, lo que sirve para algo. Lo que no sirve para nada, es racionalmente desechable.

El problema está ahora en esta última determinación que la razón pragmática hace de sí misma y mediante la que se excluye de la racionalidad lo que no sirve, es decir, lo que no es eficaz como medio para conseguir un fin. Esto es dramático

en la medida en que las palabras no se usan claramente para calcular probabilidades técnicamente relevantes o no se usan para otros fines prácticos … corren peligro de que se las haga sospechosas de ser vana palabrería; pues la verdad no es un fin en sí mismas. [Por ello], todo uso de conceptos que vaya más allá de la útil recogida técnica de datos fácticos, es descalificado como una última huella de superstición. Pues los conceptos se han convertido en medios … racionalizados que ahorran trabajo. Es como si el mismo pensamiento hubiese sido reducido al nivel de los procesos industriales y sometido a un exacto plan, es decir, se hubiese convertido en una pieza fija de la producción.

Al centrarse en los medios, definiendo como racional lo que sirve para algo, la razón pragmática excluye de sí el reino de los fines, es decir, aquello para lo que algo sirve. Si sólo es racional lo que sirve, aquello último para lo que todo lo demás sirve y que, por definición, ya no sirve para nada, tiene que ser irracional.

En la medida en que la producción material y la organización social se hacen más complicadas y cosificadas, es cada vez más difícil reconocer como tales los medios, ya que adoptan la apariencia de entidades autónomas.

Por eso, las casas, los coches y los electrodomésticos son los únicos fines que quedan por perseguir, en un olvido absoluto de que sólo son medios, allí donde la razón pragmática ha conseguido transformar el mundo en algo en lo que todo sirve para algo y tiene que ser útil para que pueda ser reconocido como real. Sólo los medios tienen un racional derecho a existir. Uno puede entonces desear ardientemente un coche, que sirve para muchas cosas; pero carece de sentido, por ejemplo, la idea de felicidad. “En lugar de las obras por la felicidad, se impuso la obra por la obra, el beneficio por el beneficio, el poder por el poder; y el mundo en su totalidad se convirtió en mero material”.

La materialización del mundo es lo que resulta cuando este mundo y todas las cosas del mundo queda mediatizados. El material es lo que no tiene razón en sí y se justifica sólo como componente de otra cosa. Y esto es lo que ocurre cuando todo es medio para lo distinto: a la realidad se le impone una función extraña, en la medida en que queda definida desde fuera de ella misma, por unas especificaciones estándar que a su vez están determinadas por las prestaciones que se esperan de ese material. El ingeniero se convierte entonces en dictador.

Esta dictadura de la técnica, que tiene por resultado la universal instrumentalización del mundo y la expulsión de él de todo lo que pudiera ser un fin último, es lo que Horkheimer denuncia como consecuencia de una determinada comprensión de la razón que interpreta toda idea como un esquema pragmático de carácter instrumental.

1.7.4 El origen y el fin de la razón ilustrada

La Ilustración es liberación del hombre mediante la razón y a través del proceso desmitificador que termina allí donde el hombre ve en la naturaleza, no una fuerza extraña y temible, sin un reflejo de su misma racionalidad, que se realiza en el dominio técnico de la naturaleza. La Ilustración es la victoria del hombre sobre la superstición, en la forma de la comprensión racional y del dominio técnico del mundo.

Para Hegel la emergencia de la razón es la superación por el espíritu de la alteridad que representa para él la naturaleza. La naturaleza es la fuerza diferente y en este sentido contraria respecto del hombre, y por tanto su enemigo y el objeto de su miedo. En medio y a merced de esa fuerza distinta, el hombre se encuentra perdido en la naturaleza, que es para él caos amenazante. Buscarse en ella y contra ella un albergue, es su primera urgencia; pero para eso tiene que vencer su extrañeza, es decir, superar su alteridad y reconocerse a sí mismo en ella. Esto es lo que Hegel denomina la reconciliación del hombre o del espíritu con dicha naturaleza.

La naturaleza es la alienación del espíritu, es decir, el espíritu fuera de sí y hecho otro que sí mismo. Que la naturaleza es espíritu como algo distinto al espíritu mismo, se muestra en la emergencia del mito. El hombre no se limita a sufrir o gozar la naturaleza, sino que teme o agradece su mala o buena intención. En el mito el espíritu comienza a reconocerse a sí mismo en lo distinto. Pero esta reconciliación es aleatoria, es decir, irracional o algo que ocurre, o no, de forma imprevisible. Los dioses son mudables y con ellos la Fortuna caprichosa. En general son algo de lo que, en su alteridad, no se puede disponer. Y, por tanto, la actitud del hombre ante ellos sigue siendo el temor ante la fuerza imprevisible.

Pues bien, la Ilustración, siguiendo la línea de esta argumentación more hegeliano, no es otra cosa que el paso en el que el espíritu se reconoce a sí mismo en esa naturaleza, y ello mediante la acción del hombre concreto. Ilustración es así, en primer lugar, desmitificación. La fuerza mítica, situada como fuerza divina extraña al hombre, es vista entonces como proyección enajenada del mismo espíritu humano. El hombre se reconoce a sí mismo en los dioses, que pasan a ser vistos como productos febriles de su imaginación temerosa, y el temor a lo divino como la pesadilla de la que esa Ilustración, como ciencia verdadera, nos libra.

Sin embargo, esta reunificación del espíritu consigo mismo no tiene lugar sólo de forma teórica. Es más, el verdadero fundamento de la reconciliación esta, más bien, en la praxis, es decir, en la acción real en la que el hombre reconoce primero en la naturaleza lo propio, para ver después que las fuerzas míticas representan un falso modo de autorreconocimiento del espíritu en esa naturaleza.

La reunificación del espíritu con el mundo tiene lugar fundamentalmente de un modo práctico mediante la técnica. En ella se realiza la razón ilustrada como paso, del temor (situación del hombre primitivo premítico) y la veneración (propia del hombre mitológico) de la naturaleza, a su dominio.

Por ello, esa razón ilustrada es razón instrumental, porque la reunificación del hombre con el cosmos se realiza sólo en la medida en que la naturaleza deja de ser lo distinto y se convierte en medio de la propia realización del hombre: ya no se la teme, ni se la reverencia, sino que se la usa. La razón misma no es sino el último instrumento de mediatización, con el cual el hombre se apropia del mundo en el proyecto de su absoluta autoafirmación. Razonar entonces, más que conocer, es dominar: “poder y conocimiento son sinónimos”.

La imagen que resulta de aquí no tiene por qué ser otra cosa que gozosa, al menos en una primera aproximación. El hombre, en medio de la naturaleza, busca un albergue contra el frío y la intemperie, y usa la naturaleza para guarecerse de ella misma. Hasta que la guarida se hace casa, donde la misma naturaleza se convierte de roca en cimiento, de árbol en viga y mesa, y en corral; y el corral en huerto; y el huerto en labrantío; la casa en poblado primero, y en ciudad después; la vereda en pista, y luego en camino real; la torrentera en molino, y en turbina después, que ilumina el hogar; y la mesa en quirófano, donde se cura lo que hubiese sido muerte. Hasta que el hombre, a la caída de la tarde se sienta cansado y satisfecho en el porche de su casa, que se extiende en realidad hasta el horizonte; y entonces mira lo que es suyo, en un paisaje que se ha hecho confortable, como fruto logrado del propio esfuerzo. El suyo es el reposo satisfecho del dueño y señor.

Cuando Horkheimer describe esto como expansión y dictadura tecnológica está considerando en su valoración el fin de la historia: cuando el camino real se hace autopista, que desfigura el paisaje en un nudo de atascados niveles, por los que reptan coches que llegan tarde a todos sitios, mientras sus desesperados ocupantes, tocando la bocina, rugen desesperados al borde del infarto; cuando la ciudad se ha hecho fábrica de humos, y sus huertos vertederos malolientes, y sus barrios jungla donde los hombres roban, violan y matan.

Horkheimer considera que no hay manera de parar el proceso que lleva con férrea lógica de la primera imagen confortable a la segunda aterradora; pues las dos tienen el mismo fundamento ontológico, a saber, la emergencia de una razón que mediatiza el mundo como instrumento para el incremento potencialmente infinito del hombre sobre la naturaleza. El dominio absoluto de un mundo mediatizado es el límite tendencial de la razón ilustrada. Y esto, según su propia dinámica, no tiene otro fin que la catástrofe en la que esa razón pragmática, fundada sobre la contradicción de declarar los medios como fines, se niega a sí misma y se hace instrumento de su propia degeneración.

El problema está en el sujeto de esa razón pragmática, que se convierte en Absoluto que relativiza todo lo distinto, convirtiéndolo en medio. En un primer momento parece que este sujeto es el hombre, ese concreto que al final quiere sentarse en el porche de su casa a contemplar su obra lograda. Sin embargo, ese hombre concreto forma parte de la naturaleza que ha de ser mediatizada, y como elemento de esa naturaleza terminará él mismo siendo devorado por el monstruo que ha desencadenado para dominarla.

Al determinar todo valor como utilidad, es decir, en función de otra cosa, resulta al final que no queda nada valioso, ninguna otra cosa, que fuese punto de apoyo para otra valoración. Cuando todo es medio y nada un fin que se pueda justificar racionalmente por sí mismo, todo es inútil y nada sirve para nada, pues no hay valor alguno que como absoluto sustente la utilidad última de esa mediatización absoluta del mundo. Al final todo es útil para nada.

Una vez que hemos declarado como lo valioso aquello en las cosas que nos permite funcionalizarlas, lo que emerge ahora es un Yo no funcionalizado y que carece por tanto de valor. Ese Yo es mero sujeto abstracto de un dominio universal que carece él mismo de valor y racionalidad. Frente a una naturaleza reducida a material se sitúa ahora un Yo que es mero eco de la pobreza que produce. Ese Yo, al que son útiles todas las cosas, no es nada distinto del sistema de dominio industrial. La razón ilustrada termina, pues, creando un monstruo dictatorial, al que ni siquiera podemos envidiar porque está vacío de otra consistencia que no sea su acción opresora. La sociedad anónima, y no el burgués, se ha convertido en el detentador del poder absoluto, frente al cual la razón pragmática ha hecho imposible toda resistencia, que sería irracional, toda vez que sólo vale y es real lo que sirve al desarrollo de ese monstruoso dominio total. Todo es racional menos la misma razón.

1.7.5 El ocaso de la humanidad

“La totalidad ha perdido el rumbo y en un movimiento incansable se sirve a sí misma en vez de al hombre”. Esa pérdida de rumbo es consecuencia de la imposibilidad de un discernimiento racional de las posibles metas. De modo que el proceso de funcionalización o instumentalización, falto ya de sentido fuera de sí, se hace reflexivo y se vuelve contra sí mismo. Y esto quiere decir, contra el hombre a cuyo servicio debería estar, que queda igualmente funcionalizado e instrumentalizado. Por eso

el progreso de los medios técnicos se ha visto acompañado por un proceso de deshumanización. Ese progreso amenaza con destruir la meta que quería realizar: la idea del hombre.

El sistema productivo termina por producir un aparato instrumental cada vez más perfecto, pero que al final repercute sólo en su propio incremento y, como contrapartida, en un incremento de la instrumentalización total del cosmos, sin otro fin que la absolutización del dominio.

En tanto que lo particular sólo tiene un sentido en la función que se le impone, queda sólo el sistema como absoluto, pero desparticularizado y abstracto. Lo que quiere decir que el beneficio, el valor añadido o riqueza que el sistema crea, lo es de nadie; mientras que respecto de lo particular el sistema representa la generalización de la pobreza; pobreza para el individuo precisamente allí donde tiene más cosas, de las que no puede gozar porque no le queda tiempo, pero cuyo consumo en cantidades industriales es esencial para el sistema.

Estas son las consecuencias de la confusión entre los fines y los medios que ha producido la razón ilustrada. De donde podemos deducir cómo esta razón se niega a sí misma y determina su propia disolución. Si todo es racional en función de un fin último que no lo es, el sistema emerge como monstruo irracional que termina difundiendo su demencia en un mundo de locos. Todo tiene sentido en función de algo que ya no puede tenerlo, por definición. La totalidad ya no tiene sentido, y en la medida en que el hombre forzadamente se identifica con esa totalidad, tiene necesariamente que ir realizando ese sin sentido en su propia vida; sin sentido del que ya no es consciente, porque ha perdido toda capacidad particular de reflexión.

1.8 Jürgen Habermas

Habermas es visto como un último eslabón en la Escuela de Frankfurt y como un filósofo que, aunque partiendo de la atmósfera creada por los frankfurtianos, emprende un giro radical hacia otras maneras de pensar. Esto no lo hace menos crítico de las orientaciones positivistas y naturalistas que los frankfurtianos de la generación anterior, pero mientras los frankfurtianos criticaban simplemente estas tendencias, juntamente con la práctica de la investigación allegada a ellas, Habermas critica no tanto la práctica como la conciencia de la misma. Lo que debe rechazarse es el autoconocimiento de las ciencias sociales por parte de la teoría analítica de la ciencia, esto es, la interpretación que esta teoría da de sí misma.

Habermas rechaza el materialismo dialéctico, así como las formas naturalistas y, en último término, positivistas que juzga han adoptado con frecuencia autores que se declaran a sí mismos marxistas, pero reconoce en la crítica desarrollada por Marx bajo la forma de una teoría de la sociedad un paso importante en la dirección del conocimiento por la vía de la emancipación.

Una constante en el pensamiento de Habermas en su intención de poner en marcha una teoría de la sociedad donde la teoría y la práctica caigan bajo una forma de racionalidad capaz de aportar a la vez explicaciones y justificaciones – un tipo de racionalidad en donde la conciencia de la explicación sea al mismo tiempo la justificación de la explicación.

La más conocida contribución filosófica de Habermas es la que se centra en torno a la noción de interés. Habermas trata de poner de manifiesto que el carácter interesado del conocimiento, no tiene por qué hacer de éste la expresión de una acción últimamente inexplicable e irracional. Marx tendía a considerarlo todo, inclusive el conocimiento, bajo el aspecto de la producción. Por eso el conocimiento está ligado a las fuerzas de producción y se convierte en ideología. Pero no sólo no es admisible este reduccionismo de la producción, sino que es inadmisible asimismo la no racionalidad de los intereses. Éstos pueden ser técnicos o comunicativos, pero pueden ser asimismo emancipatorios. Lejos de constituir un mero ideal ulteriormente racionalizable, la emancipación constituye el desarrollo mismo de la razón, la cual se libera de los irracionalismos, así como de los pseudo-racionalismos (que son los racionalismos unilaterales). El interés emancipador está ligado a la auto-reflexión, que permite establecer modos de comunicación entre los hombres haciendo razonables las interpretaciones. La autorreflexión individual engrana con la educación social y ambas son aspectos de la emancipación social y humana. Habermas insiste en que las decisiones (prácticas) no son impulsos racionales, como creen los positivistas, con su tendencia a tecnificar la ciencia y a separar la teoría de la práctica. Esto, sin embargo, no lleva a Habermas a un rechazo de las ciencias positivas; lo que se trata de hacer es señalar su lugar dentro de varios niveles posibles de racionalización. Así, los esfuerzos de Habermas se encaminan hacia una nueva teoría de la razón, que incluya asimismo la práctica, es decir, una teoría que sea al mismo tiempo justificativa y explicativa.

El problema que se plantea Habermas es el eludir a la vez el naturalismo y el trascendentalismo, que se manifiesta en las corrientes idealistas y en parte de las orientaciones hermenéuticas. La idea de una autorreflexión de la especie humana bajo la forma de una historia natural de la especie humana está destinada a evitar toda dicotomía entre lo empírico y lo trascendental. Ello equivale a soslayar por igual los peligros de una orientación supuestamente concreta y de una orientación abstracta. Habermas ha tratado de evitar tales peligros mediante ciertas nociones, entre las que destaca la de madurez. La madurez permite unir la razón con la decisión; permite asimismo comprender las propias bases materiales de la racionalidad, en vez de hacer de ésta una consecuencia, o superestructura, de dichas bases. La ciencia como fuerza productiva es admisible, según Habermas, sólo si es acompañada por la ciencia como fuerza emancipadora. Por eso Habermas no rechaza el trabajo de la ciencia empírica, sino únicamente las interpretaciones, naturalistas, positivistas o trascendentalistas, que se han dado del mismo.

2. El racionalismo crítico

2.1 KARL R. POPPER

Popper construye su filosofía con la intención de disponer de un aparato teórico que sea capaz de comprender el totalitarismo, comprensión que sea a la vez lucha contra él y contra toda solución identificante de cuño dialéctico. Para lograrlo, recurre a la confrontación de la sociología con el método científico, que es considerado por él como el único de fundamento racional, democrático y posibilitador del progreso del ser humano. Progreso que es posible tan sólo si se realiza de acuerdo a las necesidades y objetivos concretos de cada situación sociohistórica. La sociedad que finalmente se organice de acuerdo a estos principios es denominada por él “sociedad abierta”, y ha de estar en constante autoanálisis crítico, siempre bajo la guía de la metodología científica, para evitar derivar al totalitarismo, fascista o comunista, enemigo natural de dicha “sociedad abierta”.

Para Popper, no es posible justificar la inducción, haciéndose necesario reformular conceptos como “verdad”, “significatividad” o “teoría”. Una vez abandonada la teoría de la correspondencia, queda el criterio de validez de los postulados científicos hasta que éstos queden desmentidos por una teoría más completa, más válida. El criterio de racionalidad y de sensatez de una teoría vendrá dado por su capacidad para ser confirmada o falsada. Así, una teoría será más válida cuanto más confirmada sea. Ésta es, pues, la auténtica tarea de la ciencia, más incluso que la elaboración de la teoría. Popper señala como característico de la sociedad abierta el que sea radicalmente imposible su fundamentación íntima de carácter intuitivo. Estas, dice Popper, son siempre soluciones pseudorracionales, conclusiones precientíficas, a las que se opondrá la construcción de un racionalismo crítico.

2.1.1 La cuestión de las ciencias sociales

Según Popper, el fracaso de la sociedad en la que se mueve surge de un fenómeno que para la conciencia contemporánea constituye una fuente de equívocos y caldo de cultivo de la renuncia del individuo a sus derechos: ese fenómeno es lo que Popper denomina historicismo, al que define como

un punto de vista sobre las ciencias sociales que supone que la predicción histórica es el fin principal de éstas, y que supone que este fin es alcanzable por medio del descubrimiento de los ritmos o los modelos, de las leyes o tendencias, que yacen bajo la evolución de la historia.

El historicismo predeterminaría, basándose en su capacidad presuntamente científica y objetiva de predicción del desarrollo de la sociedad, mediante la elaboración de unas leyes inevitables del devenir de la historia del hombre y la sociedad, el contenido de la acción futura de los individuos, excluyendo cualquier otro comportamiento libre del individuo como condenado al fracaso, y dotando al propuesto de un carácter moral absoluto. Identifica lo que “ha de ser” necesariamente con el bien. Frente a esto, Popper defenderá la libre determinación y el derecho a la actuación de los individuos concretos, lo que denomina “influencia del factor humano”, así como un margen de impredictibilidad que surge tanto de nuestro desconocimiento del estado futuro del conocimiento científico –factor que, para Popper, influye decisivamente en el devenir de lo social–, como de la certeza empírica de que muchos elementos e instituciones que dan su perfil a una sociedad han cristalizado de forma no voluntaria o no deliberadamente consciente.

Popper propondrá la conveniencia de trasladas la metodología de las ciencias de la naturaleza tanto al terreno de las ciencias sociales, como al de las ciencias del espíritu. Y esto con la doble finalidad de falsear teorías erróneas y con voluntad de totalitarismo, y de establecer el camino de una sociología objetiva y válida para una epistemología racional de la historia y desarrollo de las sociedades humanas.

El historicismo nace, según Popper

del temor que nos produce la comprensión de que en última instancia todas la responsabilidad [de nuestras acciones] cae sobre nosotros, aun por las normas que elegimos.

La doctrina del historicismo defiende que el curso de la historia de la humanidad está determinado por alguna especie de “determinismo histórico” parecido al que, [presuntamente], existe en la naturaleza. Si esto fuese cierto, es la historia la responsable de lo que ocurre y de lo que nos ocurre, con lo cual nosotros estaríamos libres de toda responsabilidad.

Pero, aún hay más, porque todas las doctrinas historicistas tienden, bajo el disfraz de una “ley de la historia”, a vendernos la idea de que un tipo determinado de sociedad –la sociedad que esas teorías pretenden fomentar– es una sociedad inevitable y, partiendo de la idea de que el mejor modo de provocar un hecho es predecirlo, se dedican a predecir determinados tipos de sociedades, con el fin último de que esa sociedad sea real.

A la base de todo historicismo hay, al menos, dos confusiones:

1. El historicista cree que es la “historia misma” o la “historia de la humanidad” la que determina, mediante sus leyes intrínsecas, nuestras vidas, nuestros problemas, nuestro futuro y hasta nuestros puntos de vista, cuando lo que en realidad ocurre es que somos nosotros los que seleccionamos y ordenamos los hechos de la historia. En lugar de reconocer que la interpretación histórica debe satisfacer una necesidad derivada de las decisiones y problemas prácticos que debemos afrontar, el historicista cree que en nuestro deseo de interpretaciones históricas se expresa la profunda intuición de que mediante la contemplación de la historia puede descubrirse el secreto, la esencia del destino humano. El historicismo busca la clave de la historia, y esta es la base de su segunda confusión

2. ¿Existe realmente la clave de la historia que busca el historicismo? La respuesta de Popper es que no; es más, según Popper, «la “historia”, en el sentido en que la entiende la mayoría de la gente, simplemente no existe». Lo que la gente piensa cuando habla de la historia de la humanidad es la historia del poder político. Ahora bien, dice Popper, el poder político es solo uno de los aspectos de la vida humana, uno más de un número indefinido de historias de toda suerte de aspectos de la vida humana. Una historia de la humanidad, si existiera, tendría que ser la historia de todos los hombres, de todas las esperanzas, de todas las luchas y padecimientos humanos –pues no existe ningún hombre más importante que otro– y, evidentemente, esta historia no puede escribirse y, por tanto, no existe

2.1.2 Crítica del historicismo

La “refutación” que Popper hace del historicismo sigue el siguiente esquema:

1. El curso de la historia humana está fuertemente influido por el crecimiento de los conocimientos humanos … [ahora bien]

2. No podemos predecir, con métodos racionales o científicos, el crecimiento futuro de nuestros conocimientos científicos

3. No podemos, por tanto, predecir el curso futuro de la historia humana

4. Esto significa que hemos de rechazar la posibilidad de una historia teórica; es decir, de una ciencia histórica y social de la misma naturaleza que la física teórica. No puede haber una teoría científica del desarrollo histórico que sirva de base para la predicción histórica

5. La meta fundamental de los métodos historicistas … está, por tanto, mal concebida; y el historicismo cae por su base

Popper distingue dos estrategias diferentes en el historicismo. En primer lugar, habría un historicismo, que él denomina “antinaturalista”, cuyo predicado fundamental sería el de que no es posible una comprensión de las ciencias sociales empleando metodología y procedimientos de las ciencias naturales. Popper va desgranando y refutando uno a uno los argumentos de esta tendencia:

· En primer lugar critica el historicismo de cuño diltheyano, que argumentaba la relatividad histórica de los conocimientos y situaciones, relatividad que imposibilita la generalización o el tratamiento científico homogéneo de toda la historia de la sociedad. Frente a ello, Popper postula la existencia de conceptos e instituciones presentes a lo largo de toda la historia de la sociedad, tales como “gobierno”, “comercio”, etc., y que son susceptibles de una generalización que posibilite el estudio científico de su evolución en aspectos concretos, y de la explicación de los datos empíricos de sus transformaciones pasadas para asentar las bases de reformas a partir de las condiciones iniciales conocidas.

· Al argumento historicista que ve en el objeto de la sociología una complejidad mucho mayor que en las ciencias naturales, y extrae de esta hipótesis la insuficiencia del método científico para explicar la realidad social, opone el carácter convencional y selectivo de toda explicación científica, arguyendo que la misma complejidad se da en los fenómenos de la física, de tal forma que, adoptando lo que quiere el historicista, es imposible también para las ciencias naturales el agotar con su explicación un fragmento mínimo de la naturaleza. Por tanto, en la traslación de la metodología científica al estudio de la sociología, debe asumirse el carácter selectivo y convencional que dicha metodología ya posee cuando estudia la física. De esta forma sí que será capaz de dar fe de toda la complejidad social

toda descripción científica depende en gran medida de nuestro punto de vista, de nuestros intereses, que por regla general se hallan vinculados con la teoría o hipótesis que deseamos probar, si bien también dependerán, lógicamente, de los hechos descritos. En realidad, podríamos describir toda teoría o hipótesis como la cristalización de un punto de vista, pues si intentamos formular nuestro punto de vista, esta formulación será, por lo común, lo que se llama a veces una hipótesis de trabajo. En efecto, ninguna teoría es definitiva y todas tienen por objeto seleccionar y ordenar los hechos. Este carácter selectivo de toda descripción las torna “relativas” hasta cierto punto, pero sólo en el sentido de que no ofreceríamos ésta sino otra descripción, si nuestro punto de vista fuera distinto. También puede afectar nuestra creencia en la verdad de la descripción, pero no afecta la cuestión de la verdad o falsedad de la descripción; en este sentido, la verdad no es “relativa”

· Popper critica también el esencialismo que caracteriza a este tipo de historicismo en tanto que holismo (por “holismo” Popper designa la teoría historicista que dice que el grupo social es más que la mera suma total de sus miembros, y también es más que la suma total de las relaciones entre sus miembros en cualesquiera momentos y relaciones). Al interponer un criterio de cualidad de la totalidad por encima de las mejoras concretas que son posibles al considerar la estructura de los social como la de un organismo, este historicismo, atrapado en la inmovilidad, acaba siendo una forma inconsciente de conservadurismo. Para evitarlo Popper propone una crítica de todo esencialismo, encontrando un carácter interesado y particular en toda construcción histórica, circunstancia que ha de admitirse para emprender la construcción consciente del propio futuro de acuerdo a las mejoras concretas que se vean necesarias en cada momento, más allá de la predeterminación de dicho futuro por el historicismo holista.

A continuación, pasa Popper al análisis de otra tendencia del historicismo, denominada “pronaturalista”, y caracterizada por defender la aplicabilidad de los métodos del investigador de las ciencias naturales a las ciencias sociales. Pero también característica de esta tendencia sería para él una falsa comprensión del significado y especificidad de las ciencias naturales.

· Para Popper, el historicismo pronaturalista se caracteriza ante todo por la extrapolación de la función teórica y empírica de la sociología –funciones con las que Popper estaría de acuerdo en tanto que características de toda ciencia– a la categoría de historia teórica destinada a guiar la acción del hombre. Esta consideración dará como resultado la generación de profecías en el lugar de lo que sería el producto de una auténtica metodología científica, esto es, una serie de predicciones tecnológicas concretas. Predicciones que se construyen, por otra parte, en función y garantía de progreso al analizar en situaciones empíricas, mediante ensayo y error, las leyes causales que determinan y posibilitan el cambio y la evolución. No hay que olvidar que Popper partía, frente a la especificidad de cada momento histórico defendida por el historicismo antinaturalista, de la consideración unitaria del progreso de la evolución humana, progreso que se caracteriza por un cada vez mayor autoanálisis racional, lo cual redunda en la capacidad mayor para la autodeterminación racional en la configuración de las sociedades. Éste sería su concepto de progreso.

· A consecuencia de lo anterior, Popper critica la extracción de leyes o tendencias generales o inmutables del progreso o de la evolución de la sociedad. Se basa en la sustitución del criterio de univocidad, propio del historicismo, por el de racionalidad. Por otra parte, rebate dicha univocidad y la capacidad de predicción total apoyándose en dos hechos: el carácter no voluntario de muchas de las instituciones y relaciones sociales, su aleatoriedad o el ser herencia o costumbre, y la misma impredicibilidad del factor humano, del comportamiento y del ritmo que tomará la capacidad de decisión individual.

· A partir de aquí, Popper concluye el carácter precientífico pseudorracional del historicismo pronaturalista, su carencia de un ámbito experimental real, ante la imposibilidad lógica de una teoría que diera cuenta de la infinita complejidad y multidireccionalidad de la totalidad de la sociedad. Este falso cientificismo deviene teoría totalitaria de la sociedad que, para Popper, es característica de las desviaciones del método científico, único garante del análisis abierto en sociología

2.1.3 El método científico

Para sacar a las ciencias sociales de su precariedad, Popper propone la adopción plena del modelo metodológico de las ciencias naturales. Toda la crítica de Popper al historicismo pasaba por la defensa de la racionalidad del método de investigación científica frente a sus desviaciones. Este método es ante todo un método hipotético-deductivo, que trabaja con hipótesis refutables porque existe la necesidad de verificar en la experiencia real lo que se postula como ley suya. Para buscar la certeza se produce la necesidad de quedar expuestos al error. Esto se traduce en la verificación de los postulados de las ciencias sociales. Se desdeña, pues, el presupuesto historicista de reforma de la totalidad social, así como su alcanzar certezas teóricas inmediatas sin necesidad de experimentación posterior, extraídas dichas certezas tan sólo del discurrir de la historia pasada. Para alcanzar la objetividad racional, la ciencia social ha de limitarse, en su forma de afrontar el presente y el futuro, a propuestas metodológicas concretas que respondan siempre a necesidades concretas y a datos empíricos sobre las condiciones de partida.

La asunción de su falibilidad, la sustitución del criterio de verdad por el de validez, lleva a las ciencias sociales a enunciar la no perfección del devenir social. Se debe tomar conciencia de que la historia, en toda su complejidad, no se agota en una determinada teoría. La comprensión de la historia y de la sociedad que quiera ser operativa y con capacidad de predicción, ha de atenerse a datos concretos y a las condiciones iniciales en las que se desarrolla o cambia una determinada tendencia. Su estudio experimental posibilitará la intervención técnica. La reducción a datos concretos también implica una selección de dichos datos. La selección interesada debe suponer la asunción con todas las consecuencias de la condición del discurso histórico como construcción desde un punto de vista, dejando de lado falsos escrúpulos morales sobre una verdad que no ha sido revelada, para hacer la historia que nos interese y nos convenga de acuerdo a las necesidades y dificultades de cada caso.

Así, el progreso será posible mediante el análisis de las carencias y condiciones de la sociedad actual, por parte de lo que Popper llama “ingeniería técnica fragmentaria” o “progresiva”, por oposición al ingeniero social de la totalidad propuesto por el historicismo. Los datos obtenidos son sometidos a la experimentación verificadora y las propuestas constantemente autocriticadas y cuestionadas por los resultados obtenidos en la experimentación.

2.1.4 La sociedad abierta

Popper define la sociedad abierta como la que posibilita a los individuos la adopción de decisiones personales que resulten fundamentales en el funcionamiento del todo estructurado según el modelo de máxima racionalidad. La sociedad abierta no sólo es aquella en la que existe la libertad de expresión, sino el resultado de la viabilidad racional de lo deseado por los individuos. La sociedad abierta es aquélla que da a la ciencia y a su metodología el papel protagonista que tiene cuando se quieren enfocar las cosas del modo más racional posible.

2.2 Hans Albert

Hans Albert adopta el núcleo del falibilismo, la crítica a las pretensiones de fundamentación última, el carácter constructivo, conjetural y deductivo de los enunciados científicos, etc., pero teoriza con mayor claridad su posición de epistemólogo monista (no acepta el dualismo de un saber sensible y un saber intuitivo) y de filósofo social pluralista (la única posibilidad de racionalidad social viene dada por la consideración de distintas opciones y su discusión crítica).

Hans Albert defiende la economía y la sociología empíricas, concebidas desde el punto de vista falsacionista, y vinculadas necesariamente al objetivo de la racionalización de la vida social. Éste sólo se alcanza cuando se integran los conocimientos que proporcionan las ciencias sociales y se organizan en función de las aspiraciones de los individuos.

Albert cree que la economía actual ha heredado de Pareto y de otros autores de principios de siglo los planteamientos abstractos de algunos análisis teóricos. El rigor conceptual no debe hacer olvidar que, en el ámbito del ordenamiento socieconómico, el objetivo es la satisfacción de los miembros de la sociedad y que esto no es posible si no se conocen y se tienen en cuenta las preferencias y los intereses de los individuos. La economía no puede utilizarse al margen de la sociología y sólo puede ser racional cuando se articula con ella, en un marco político que permita la crítica y la expresión de las preferencias e intereses de los actores sociales.

La economía no tiene bien resuelta su contextualización. En el orden técnico, deben investigarse al máximo las posibilidades econométricas, pero sin perder de vista que sus análisis y predicciones sólo podrán alcanzar resultados satisfactorios para los miembros de la sociedad dentro de una contextualización proporcionada por una sociología y una política racionales, en las que se lleve a cabo la discusión de opciones diversas, supuestos, implicaciones, consecuencias, etc.

Con respecto a la ética, Albert cree que el ámbito de ésta no constituye un dominio autónomo y cerrado, ni es el reino de los imperativos categóricos, ni tampoco mera filosofía del lenguaje. La filosofía moral debe dar cuenta de la normatividad y, por ello, es inseparable de la filosofía social, porque la vida social constituye la raíz y la materia de su existencia.

La ética no ha de constituirse al margen de los conocimientos adquiridos, porque las decisiones personales tienen lugar en un marco de condiciones existenciales y contextuales que puede y debe conocerse. La ciencia ofrece elementos de juicio para tomar decisiones acordes con la realidad y con nuestras aspiraciones; la racionalidad de dichas decisiones depende de la adecuación de los medios a los fines y de la evaluación crítica de los objetivos perseguidos y sus consecuencias. El deber y la norma se hallan vinculados a lo posible y a las condiciones de existencia (necesidad).

La ética, como saber de lo moral, tiene la tarea de desarrollar una perspectiva crítica (metodológica y conceptual), de la misma manera que ocurre con cualquier otro ámbito de conocimiento (metaciencia, metaética).

Quien atribuye a la filosofía una función crítico-regulativa como metaciencia, no puede negarle esa misma función como metaética. A mí me parece que la primera exigencia en este sentido es la admisión de la lógica también para la argumentación ética. Como tarea central de una filosofía moral crítica hay que considerar no el análisis de las expresiones éticas, sino el examen crítico de los complejos de fundamentación en la argumentación ética, la evaluación crítica de los principios morales y la crítica de los sistemas éticos predominantes y de la moral dominante. Un racionalismo que defina de esta forma la función de la filosofía moral no puede limitarse, sin embargo, en modo alguno al reconocimiento de la lógica. Tiene que llevar, además, lo mismo que en el terreno de la ciencia, al rechazo de toda autoridad y de todo dogma… No es la fuente de los principios morales de que se trate lo que ha de ser decisivo para su enjuiciamiento, sino sus repercusiones en la vida social (Ética y metaética)

3. Razón y sociedad: la “disputa del positivismo”

3.1 La disputa del positivismo: Popper versus Adorno

Se conoce por “disputa del positivismo” a la controversia que surgió a raíz del congreso de Tubinga, que tuvo lugar en octubre de 1961 en la Sociedad Alemana de Sociología, que versó sobre la lógica y la fundamentación de las ciencias sociales. La controversia la iniciaron primero Adorno y Popper, y la continúan Habermas (alumno de Adorno) y Albert (discípulo de Popper), después. Esta polémica representa un enfrentamiento entre la epistemología del racionalismo crítico (representado por Popper y Albert) y la dialéctica de la escuela de Frankfurt (en Adorno y Habermas).

La disputa se inscribe en el marco general del problema del método científico de las ciencias sociales, y hasta de la legitimidad de la distinción entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu (siguiendo la afortunada distinción de Dilthey). Las ciencias de la naturaleza se basan fundamentalmente en el método hipotético deductivo, cimentado en el criterio neopositivista de explicación, según el cual explicar un hecho consiste en deducirlo de una argumentación compuesta por leyes y condiciones iniciales; así, toda predicción científica sigue el mismo modelo deductivo. Por el contrario, las ciencias sociales no pueden atenerse a este modelo nomológico de explicación y predicción, ya que las regularidades que se observan son, por la naturaleza de la materia de que tratan­ difícilmente predecibles. Tradicionalmente se adscribe a las ciencias de la naturaleza la función de describiry explicar hechos, mientras que se atribuye a las ciencias sociales la función de aplicar valoraciones o valores.

En esta disputa percibimos, pues, la clara contraposición entre la epistemología que defienden algunos de los principales teóricos de la Escuela de Frankfurt y el racionalismo crítico popperiano. El Congreso fue abierto con dos ponencias que pusieron sobre el tapete el asunto, la primera debida a Popper y la según a Adorno. Popper se refirió a la Lógica de las ciencias sociales, donde sostuvo la unidad del método científico, que puede ser aplicado tanto a las ciencias naturales como a las ciencias sociales, sin que existe división metodológica científica entre ambos grupos de disciplinas. Ese método único consiste en la experimentación de intentos de solución de sus problemas, donde se proponen soluciones y se las critica. Esa prueba puede conducir a la confirmación (siempre provisional y nunca definitiva, según Popper) de la teoría que se comprueba. En ambos grupos de ciencias aprendemos gracias a nuestros errores. La objetividad de las teorías equivale a su controlabilidad o falsabilidad. Según Popper, todas las ciencias  tanto las de la naturaleza como las de la sociedad , deben atenerse al mismo método: 1) Proposición de hipótesis; 2) Contrastación por los hechos (es decir, falsación). Y las hipótesis que no superan la prueba de los hechos han de ser desechadas como no científicas.

Por el contrario, los dialécticos de la Escuela de Frankfurt, representados en ese Congreso por Adorno, rechazan la imposición positivista a la sociología de los métodos propios de las ciencias de la naturaleza. Para éstos la sociedad no es un objeto de la naturaleza y tiene sus propias características: es una totalidad, que ha de captarse en su globalidad, puesto que es contradictoria en sí misma, racional e irracional a un tiempo; la reflexión que sobre ella se hace no tiende simplemente a conocerla, sino a transformarla y toda teoría social es también práctica; de ella nos interesa primariamente no lo que es verdadero o falso, sino lo que es bueno o justo. Adorno entiende la lógica de la investigación científica de una manera más amplia de como la concibe Popper. Para Adorno es el modo concreto como debe proceder la sociología, más que un conjunto de normas generales de pensamiento o de una disciplina deductiva. La sociología no posee, hasta el momento, un sistema de leyes tan patentes y claras como las que tienen las ciencias naturales, por lo que es inútil pensar que la unidad del método entre las ciencias sociales sirva para remediar la separación que de facto existe entre ambas ciencias. Las ciencias naturales estudian un objeto definido, que puede ser abordado de forma inmediata, pero la sociedad no es un objeto que esté ahí, tal cual, para ser examinado, sino que ni es neutral ni es coherente; la sociedad es contradictoria, y en ella coexiste lo racional y lo irracional. Por consiguiente, el método de la sociología debe tener esto en cuenta. Si no es así, por mor de un purismo metodológico que repugne de lo contradictorio (lo dialéctico) entonces la sociología se encontrará en sí misma con una contradicción: la que existe entre su estructura formal (el método sociológico) y la estructura de su objeto (la sociedad). Así como sea el objeto, así será el método, indica Adorno. Además, la sociología será también una crítica de la sociedad, una crítica social, versando el auténtico conocimiento sobre la totalidad social que entiende las partes como un todo dialéctico. La sociedad sólo es “problema” únicamente para aquella persona que pueda pensar una sociedad distinta de la que existe. Pero renunciar a una teoría propia de la sociedad (como hace Popper según Adorno) es una actitud conservadora y de resignación: no se atreve a pensar el todo social porque no cree poder transformarlo.

No existe, pues, una ciencia puramente objetivista de la sociedad, ya que la sociología empírica es una investigación objetiva de opiniones subjetivas; la sociología (si tuviera razón Popper) estudia lo que la gente piensa, cree y hace, pero no se preguntaría por qué las personas piensan, creen y hacen eso concretamente, por lo que lo básico de la crítica al positivismo sociológico es, según Adorno, la consideración según la cual éste veda la experiencia de la totalidad ciegamente dominante. Pero la totalidad es necesariamente dialéctica, y ésta es una teoría que describe las contradicciones objetivas y reales de una sociedad. Si queremos evitar caer en la razón instrumental, entonces la totalidad debe ser una conciencia de la ciencia, en cuanto conciencia de los infinitos modos que revista una sociedad. La totalidad es asimismo una categoría crítica, un ataque a la prohibición positivista en tanto que ésta imposibilita la fantasía, el pensar lo nuevo. El positivismo, finalmente, al estudiar la sociedad como un objeto similar al fisico cósico, olvida que existen multitud de intereses creados que hacen que una sociedad se configure de una determinada forma; pero si no se recurre al método dialéctico y a la separación entre ciencias sociales y ciencias naturales, entonces estos intereses no serán percibidos.

3.2 Crítica de Popper a la “fundamentación última”

En la tradición del empirismo lógico, la idea de fundamentación última ha recibido un severo ataque a partir de la teoría del conocimiento científico de Popper, expuesta en su obra Logik der Forschung (193 5).

Todavía el empirismo lógico de Russell, el Tractatus de Wittgenstein y el primer Carnap creían poder fundamentar de forma definitiva el saber, al menos el saber científico, a través del carácter indubitable tanto de la lógica como de la observación inmediata. El único problema irresuelto era el de la fundamentación definitiva del proceso inductivo, necesario para todo saber que aspire a formular enunciados universales a partir de observaciones particulares. Contrariamente, Popper no alberga ninguna esperanza de que la inducción pueda recibir algún tipo de justificación  por ejemplo, a partir de una teoría de probabilidades  y por eso prefiere aceptar los límites del conocimiento científico, integrándolos en una nueva concepción del mismo mediante una reformulación de las nociones de verdad, significatividad y teoría. La verdad de una teoría ya no es la afirmación apodíctica de su correspondencia con la realidad. Utilizando su conocido ejemplo: el valor de verdad del enunciado “todos los cisnes son blancos” no es otro que el de la afirmación de que hasta el momento ninguna experiencia ha desmentido  falsado  este aserto. El carácter sensato de un enunciado se medirá por su capacidad de ser confirmado/falsado. Finalmente, la construcción de una teoría científica se desarrolla en dos fases: la elaboración propiamente dicha de la teoría, que es obra del genio creador del investigador, y su contrastación o puesta a prueba. De estas dos fases, la verdaderamente científica es la segunda: el intento de falsación. Una teoría será tanto más válida cuento más confirmada sea, es decir, cuento más exitosamente haya resistido todos los intentos de falsación, de demostrar que es falsa. Por tanto, una teoría no puede ser nunca definitivamente justificada, sino sólo confirmada en un mayor o menor grado. El desarrollo consecuencia de estas ideas lleva a Popper en La sociedad abierta y sus enemigos (1945) a negar radicalmente la posibilidad de una fundamentación última de carácter intuitivo, posición que es calificada de pseudorracionalistay a la que se opone lo que desde 1960 será llamado racionalismo crítico.

3.3 Hans Albert y el “trilema de Münchhausen”

Este planteamiento ha sido vigorosamente desarrollado en los últimos años por H. Albert, quien le ha dado una formulación que, por su plasticidad, se ha hecho célebre con justicia. En efecto, Albert ha resumido las alternativas posibles en esta cuestión en lo que ha llamado el trilema de Münchhausen, que dice así: “Si exigimos para todo una fundamentación, debemos exigirla también para aquellos conocimientos a los que hemos reconducido a la proposición que tratábamos de fundamentar. Esto lleva a una situación con tres alternativas, que son igualmente inaceptables; por tanto, a un trilema que, por la analogía entre nuestro problema y el del famoso barón, propongo llamar al trilema de Münchhausen. Pues sólo podemos elegir entre tres alternativas”:

1. Un regresum ad infinitum, que viene dado por la necesidad de ir cada vez más atrás en la búsqueda de fundamentos, pero que no puede llevarse a cabo en la práctica, por lo que no nos proporciona ninguna base segura en el conocimiento.

2. Una circularidad lógica en la deducción, que surge cuando en el proceso de fundamentación se recurre a enunciados que previamente habían aparecido como necesitados de fundamentación círculo que, al ser lógicamente incorrecto, no conduce a ningún fundamento seguro.

3. Una interrupción del procedimiento en algún momento concreto, que es, ciertamente, realizable en principio, pero que lleva consigo la suspensión arbitraria del principio de fundamentación suficiente.

Esto deja claro que Albert, al igual que Popper y otros, rechaza como ¡legítima la exigencia de una fundamentación última. Lo único de que disponemos es del “principio de crítica”, que, en virtud de sus propios postulados, no puede ser justificado, sino sólo asumido mediante una “decisión” en favor de la razón, que es un “acto de fe” y, en cuanto tal, “irracional”; se trata del “decisionismo” que critica Habermas.

3.4 Racionalismo crítico versusdialéctica de la Teoría crítica

Popper considera que el método dialéctico, defendido por los frankfurtianos, es una nefasta interpretación del método estrictamente científico. En éste, contra lo que defienden los frankfurtianos, no existe una necesidad de la síntesis, así como tampoco está clara la posición ni de la tesis ni de la antítesis. El método dialéctico es irrelevante científicamente y no explica nada, pues o es meramente tautológico o es tan omniexplicativo que no explica nada, pues no está sujeto a la fuerza probatoria de la experiencia, ya que no es falsable.

En Popper apreciamos, por tanto, una crítica del holismo historicista; Popper defiende que existe una básica unidad entre la metodología de las ciencias sociales y las ciencias naturales, La ingeniería social es gradualista y “reformista”. Pero los defensores del historicismo dialéctico, los frankfurtianos, las ciencias sociales deben percibir la evolución histórica humana de tal forma que podemos prever sus consiguientes avances. Pero Popper cree que esto se asemeja a la profecía, pero que no es ciencia, pues el historicismo ignora lo siguiente:

1. La ciencia se desenvuelve por desarrollos no siempre previsibles.

2. El historicismo confunde las leyes científicas con simples tendencias (éstas, en realidad, deben ser explicadas por leyes).

3. La historia del hombre no tiene un sentido concreto; el único sentido que posee es el que el hombre le dé.

4. La historia juzga al hombre, pero no nos justifica.

La “totalidad” es la concepción que pretende captar la completud de un objeto o de un acontecimiento o de una sociedad. Pero Popper considera que es un lamentable error metodológico afirmar que el hombre puede comprender la “totalidad”, sino que las teorías científicas lo único que pueden entender son aspectos concretos y delimitados de la realidad y que esos aspectos son infinitos, De esta forma el holismo se desvanece en un peligroso utopismo (en lo tocante a la ingeniería o tecnología social) o se convierte en un lamentable totalitarismo (en lo que concierne a la práctica política).

De esta forma Popper critica al historicismo y al holismo en tanto que sostiene la unidad del método científico, que es el mismo tanto para las ciencias naturales como para las sociales. Tanto unas como otras deben adecuarse al falsacionismo, expuesto por Popper en su obra La lógica del descubrimiento científico Para Popper la contraposición entre ambas ciencias únicamente tiene sentido cuando se malinterpreta el método científico. El hecho de que las ciencias sociales tengan la misma naturaleza que las ciencias naturales y físicas, significa que en el plano de la ingeniería social se proceda a solucionar los problemas más importantes acudiendo también a “experimentos”, adecuadamente planteados con el propósito de corregir medios y objetivos, basándose en los resultados concretos obtenidos.

Popper considera el historicismo como una ideología que considera que la historia del hombre se desarrolla de acuerdo con férreas leyes. Este historicismo lo contempla Popper en el pensamiento de la antigüedad en la obra de Platón, que es el exponente de una sociedad cerrada, estructurada en una rígida división de tres clases sociales (filósofos reyes, guardianes y comerciantes). Esta concepción es un totalitarismo cerrado, que no admite reforma posible y que es una falsa idea de la democracia, comparando el diálogo La República con El Capital de Marx y con Mein Kampf de Hitler.

Este historicismo también es perceptible en el idealismo absoluto de Hegel, que concibe la historia como un férreo e inexorable desarrollo del Espíritu Absoluto, que se encarna en un Estado totalitario y prepotente, que no es otra cosa sino una apología del Estado prusiano en el que Hegel vivió. Su filosofía representa una de las mayores falsedades que ha contemplado la historia, siendo la fuente de inspiración de todos los totalitarismos de la Modernidad, tanto del fascismo, el nazismo y el marxismo dogmático. Precisamente la crítica a Marx la inscribe Popper en este contexto. Pese a que no discute el interés ético que movió la obra de Marx, éste es en realidad un “falso profeta”. Sin embargo, la crítica que Marx realiza al capitalismo totalitario es perfectamente aceptable para Popper; el laissez faire capitalista es completamente repudiable. Pero la postulación de la sociedad comunista le parece a Popper una expresión paradigmática del historicismo totalitario, que posee una fe en leyes económicas e históricas absolutas que cree en el advenimiento de un paraíso en la tierra. Pero la tierra no es un paraíso; y la función de la política no es ninguna panacea pelagiana. El marxismo “científico” está muerto y bien está muerto; pese a esto, la radicalidad de la crítica moral marxiana puede defenderse con tal de que se inserte en las condiciones de una sociedad no dogmática ni cerrada.

3.5 La “dialéctica” de Habermas contra el “decisionismo” de Albert

La disputa iniciada entre Adorno y Popper ha proseguido entre los discípulos de éstos. Habermas defiende que el desenvolvimiento de las ciencias sociales acerca a éstas al ideal de la ciencia positivista, por lo que pueden asemejarse a las ciencias naturales; en ellas prima un interés cognoscitiva más que el meramente técnico. Pero si esto es así, entonces las ciencias sociales no podrán ofrecer criterios valorativos en orden a su orientación práctica, sino que ahora la ciencia es mera ciencia de los medios, pero no de los fines. La razón teórica no puede fundamentar los fines. Se trata, según Habermas de una “razón desinfectada”, que no posee voluntad de ilustración por lo que sólo cabría basarse en el capricho, que se esconde en el calificativo de “decisión” (se refiere a la postura de Albert).

Habermas describe que la ciencia se compone de juicios científicos, siendo propio de los juicios de valoración los basados en la decisión. Existe una dualidad entre los hechos y las decisiones; esta división está basada en la separación epistemológica entre conocer y valorar. La ciencia no soluciona el sentido de las normas prácticas, pues los juicios donde entran en juego valoraciones nunca pueden asumir legítimamente la forma de aserciones teóricas. Esta separación entre los hechos y las decisiones obliga a circunscribir el conocimiento estricto a las llamadas ciencias experimentales, eliminando los problemas de la vida privada el ámbito de las ciencias en general. Existe, en definitiva, una contraposición entre el positivismo del conocimiento y el decisionismo de las elecciones en el campo de la praxis. El decisionismo podrá optar libremente por los fines más elevados, pero éstos no pueden justificarse desde la ciencia. La técnica podrá ser cada vez más racionalizada, pero el reino de los fines corresponde al ámbito de lo mítico.

Habermas sostiene que este es el estado de cosas, pero él se ha marcado como objetivo propositivo precisamente superar los límites de las ciencias sociales con la intencionalidad de una orientación non nativa, con el fin de legitimar las intenciones de la praxis, fundamentando dialécticamente la objetividad social. Es decir, quiere fundamentar objetivamente la acción práctica del hombre, defendiendo que la historia tiene un sentido dialéctico; él propone una filosofía “de la historia orientada prácticamente”. Pero esta fundamentación no puede darla al hombre la sociología. Habermas defiende que las normas sociales no se basan en una apelación a lo “natural” (crítica del iusnaturalismo). El filósofo frankfurtiano considera que el “positivismo” de las ciencias naturales representado por Popper en este debate cae necesariamente en una trampa mitológica, mientras que una concepción dialéctica de la historia puede eliminar la dicotomía irreductible entre los hechos y las decisiones. Para solucionar los problemas prácticos no basta realizar una decisión racional de unos medios que sean axiológicamente neutros para alcanzar un fin, sino que los problemas prácticos exigen una intencionalidad teórica; es preciso contar con programas y no únicamente con meros pronósticos.

Según Albert, Habermas estima que las normas pueden ser ahora racionales, en tanto que afirma que los medios tienen una finalidad para determinados objetivos y que en éstos se incluye una correspondencia con fines concretos. Los medios y los fines no pueden separarse, y ambos se encuentran sometidos al poder de la racionalidad. Ahora bien, nos podemos preguntar si Habermas no cae en la aporía de derivar lógicamente las prescripciones normativas desde las prescripciones normativas, siendo como son inderivables, nos dice Hans Albert. Si Habermas entiende su proyecto como una filosofía de la historia orientada prácticamente, entonces, según Albert, Habermas se debate entre ejercer de profeta que prescribe el sentido de la historia, o hacer de teólogo interpretando la voluntad de Dios.

Apoyándose en los conceptos de “totalidad” y de “dialéctica” Habermas cree que informa, que avanza nuestro conocimiento de lo social, pero estos conceptos no poseen una fuerza racional sino únicamente pragmática. Según Albert estos dos conceptos son muy bien aceptados en sociedades totalitarias, por lo que piensa que existe una relación entre la crítica al positivismo de Habermas y la vinculación de Habermas con un pensamiento no abierto, sino cerrado (en el sentido de Popper). Apelando a la “totalidad” y a la “dialéctica” podrían ser legitimados todas las decisiones posibles, pues actúan como conceptos ideologizados que se substraen a un debate real y racional. Se trata, en definitiva, de otra forma de decisionismo, precisamente el que quiere criticar Habermas, aunque sea de una forma enmascarada, según le acusa Albert.

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