Tema 39 – La construcción del estado liberal y primeros intentos democratizadores en España del siglo XIX.

Tema 39 – La construcción del estado liberal y primeros intentos democratizadores en España del siglo XIX.

1. INTRODUCCIÓN.

1.1. CONCEPTO DE ESTADO LIBERAL.

1.2. CONCEPTO DE DEMOCRACIA.

2. SITUACIÓN DE PARTIDA: ESPAÑA A COMIENZOS DEL XIX

3. LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN.

3.1. LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA.

3.2. 1812. PRIMERA CONSTITUCIÓN.

3.3. ALTERNANCIAS BAJO EL REINADO DE FERNANDO VII.

4. CONSOLIDACIÓN DEL RÉGIMEN LIBERAL BAJO ISABEL II

4.1. LA ÉPOCA DE LAS REGENCIAS (1833-1843)

4.2. LA CONCLUSIÓN DE LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO LIBERAL

4.3. ARTICULACIÓN DEL LIBERALISMO ESPAÑOL

5. INTENTOS DEMOCRATIZADOS EN LA ESPAÑA DEL XIX.

6. BIBLIOGRAFÍA

1 INTRODUCCIÓN

En el primer tercio del siglo XIX se produce un cambio trascendental en la Historia de España: el tránsito del Antiguo Régimen al liberalismo, que tiene lugar dentro del contexto europeo del momento, bajo la influencia de la Revolución Francesa y sus consecuencias en Europa Occidental. Ahora bien, en España este tránsito tiene unos rasgos propios, derivados de su situación socieconómica durante el siglo XVIII y de las características políticas de la monarquía. No se trata de un cambio súbito, sino que se producen avances y retrocesos hasta que, en 1835, se establece definitivamente un régimen político liberal. Pero, el cambio político no se ve acompañado por un auténtico cambio social y económico, lo cual repercutirá en la inestabilidad de los regímenes liberales españoles.

En general el paso de la España ilustrada a la España contemporánea fue el de un proceso de cambio que condujo de la monarquía absoluta a la monarquía constitucional, de la sociedad estamental a la de clases, de la economía mercantilista a la de mercado, del gremio y la manufactura a la sociedad industrial. Esto se lleva a cabo a través de un proceso de profundos cambios: la denominada revolución liberal y la revolución industrial, dentro del proceso general de las revoluciones burguesas. El proceso español queda incorporado al general desencadena con las revoluciones políticas norteamericana y francesa y la económica inglesa. La incorporación de la sociedad occidental al liberalismo fue un proceso de naturaleza diversa. El resultado fue la aparición de las monarquías parlamentarias en las que la soberanía residía en una asamblea representativa. El proceso tendrá varias fases. Primero se aborda la conquista del poder por la burguesía, después el desarrollo de su programa político. La igualdad de los ciudadanos ante la ley conduce en líneas generales a la construcción de un Estado unitario donde todos los ciudadanos se relacionan con el poder a través de un sistema judicial y administrativo homogéneo.

En el desarrollo del tema, tras precisar los conceptos fundamentales, haremos un recorrido cronológico por las etapas del proceso de construcción del estado liberal en España. Posteriormente nos centraremos en los primeros intentos democratizadores. Concluiremos con unas referencias bibliográficas.

CONCEPTO DE ESTADO LIBERAL

Surge del triunfo de la burguesía en las revoluciones políticas norteamericana y francesa en el último cuarto del XVIII. Implica el éxito político de los postulados ilustrados y liberales, así como el reconocimiento de la libertad individual y la limitación de las competencias del Estado a través de leyes fundamentales o constituciones. El liberalismo decimonónico se vale de los logros de la revolución política inglesa de finales del XVII y del modelo político francés que deriva de la Constitución de 1891. Con ello, al hablar de los primeros pasos de la España hacia el Estado liberal, nos referimos a esos primeros intentos de progreso hacia un mayor sufragio, a hacia una mayor libertad de expresión y pensamiento, hacia una menor diferenciación entre las clases, así como la división clara de los poderes. Todo ello queda recogido en las distintas constituciones que se irán proclamando y que a continuación veremos.

CONCEPTO DE DEMOCRACIA

Del griego demokratia, de demos, pueblo, y de kratos, autoridad. Es la política favorable a la intervención del pueblo en el gobierno. En el siglo XIX se refiere a un planteamiento político tendente a la consecución de amplias libertades y del sufragio universal masculino que surgirá del ala más radical del liberalismo y que poco a poco irá ganando adeptos, aunque su triunfo es muy difícil y relativo.

2 SITUACIÓN DE PARTIDA: ESPAÑA A COMIENZOS DEL XIX

El rey Carlos IV accedió al trono español en 1788, e inmediatamente se vio desbordado por la compleja situación creada por la Revolución Francesa (1789). El miedo a la expansión revolucionaria congeló todas las reformas iniciadas en el remado , de Carlos III y apartó del gobierno a los viejos ministros ilustrados (Floridablanca, Jovellanos…). El protagonismo de las clases populares en la Revolución Francesa, el carácter radical de muchas de sus reformas y, especialmente, la muerte en la guillotina en 1793 del rey Luis XVI y de su familia, condujeron al nuevo monarca a declarar la guerra a Francia (1793-95). El enfrentamiento bélico se saldó con una absoluta derrota ‘de las tropas españolas. A partir de ese momento, y especialmente desde el ascenso al poder de Napoleón Bonaparte (1799), la política española, conducida por un nuevo -primer ministro, Manuel Godoy, vaciló entre el temor a Francia y el intento de pactar con ella para evitar el enfrentamiento con el poderoso ejército napoleónico en triunfante expansión por toda Europa. Aislado de los partidos cortesanos, Godoy era odiado por la alta nobleza y por la Iglesia por su origen plebeyo y por sus intentos reformistas, y también por los elementos ilustrados que se vieron sustituidos en el favor del Rey, pero sobre todo por el príncipe heredero Fernando, que veía en él un posible competidor en el favor de su propio padre. Codoy abordó por una parte una serie de reformas interiores: intentos de desamortización de tierras eclesiásticas, reducción de la actividad y poder de la Inquisición, promoción de las Sociedades Económicas de Amigos del País, protección de artistas e intelectuales, etc.

En política exterior siguió un camino de alianzas sucesivas con Francia, firmando una serie de pactos con Napoleón. España se convirtió en aliada de Francia, y se enfrentó a Inglaterra. En Trafalgar (1805) perdió casi toda su flota al destrozar Nelson la armada franco-española. En 1807, Napoleón obtuvo el consentimiento de Carlos IV para que sus ejércitos atravesasen España para atacar Portugal, aliada de Inglaterra, a cambio de un futuro reparto de Portugal entre Francia, España y un principado para el propio Godoy (Tratado de Fontainebleau).

El 18 de marzo de 1808 estalló un motín en Aranjuez, donde se encontraban los reyes, quienes, bajo los consejos de Godoy y ante el temor de que la presencia francesa terminase en una real invasión del país, se retiraban hacia el sur. El motín, dirigido por la nobleza palaciega y el clero, perseguía la destitución de Godoy y la abdicación de Carlos IV en su hijo Fernando, alrededor del que se habían unido todos quienes querían acabar con Godoy. Aunque en otras ocasiones el pueblo tomara la iniciativa para enfrentarse a un determinado político o a su política, esta es la primera vez que provoca la abdicación de un rey. Y es que estamos en los umbrales de un nuevo mundo: la revolución liberal está en marcha. Los amotinados consiguieron sus objetivos, poniendo en evidencia una crisis profunda en la monarquía española. Carlos IV escribió a Napoleón haciéndole saber los acontecimientos y reclamando su ayuda para recuperar el trono que le había arrebatado su propio hijo Fernando VII. El Emperador se reafirmó en su impresión de debilidad, corrupción e incapacidad de la monarquía española y se deci­dió definitivamente a invadir España, ocupar el trono y anexionar el país al Imperio.

Carlos IV y Femando VII fueron llamados por Napoleón a Bayona, adonde acudieron con presteza y donde, sin mayor oposición, abdicaron ambos en la persona de Napoleón Bonaparte. Legitimado por las abdicaciones, Napoleón nombró a su hermano José rey de España. Para ratificarlo y anunciar sus intenciones de futuro, convocó para junio Cortes en Bayona, a fin de otorgar una constitución al país, que el emperador consideraba infinitamente más favorable para el pueblo español que el caduco régimen de la monarquía borbónica. Con escaso apoyo y una total incomprensión, José Bona­parte intentaría una experiencia reformista que pretendía acabar con el Antiguo Régimen: desamortizó parte de las tierras del clero, desvinculó los mayorazgos y las tierras de manos muertas y legisló el fin del régimen señorial. El Estatuto de Bayona reconocía la igualdad de los españoles ante la ley, los impuestos y el acceso a los cargos públicos. Por último, se abolió la Inquisición y se inició la reforma de la Administración. Puede calificarse el primer intento de revolución liberal.

Mientras se desarrollaban los hechos de Bayona, en España se inició un alzamiento popular contra la presencia francesa. El 2 de mayo, ante las noticias, más o menos falsas, de que Fernando VII había sido secuestrado por Napoleón, el pueblo de Madrid se alzó de forma espontánea contra la presencia francesa. Aunque fue dura­mente reprimido por las tropas al mando del general Murat, su ejemplo cundió por todo el país y la población se levantó rápidamente contra el invasor. Ante la sorpresa de los franceses, un movimiento de resistencia popular frenó el avance de las tropas imperiales. Comenzó así la guerra de liberación nacional española. El pueblo español toma conciencia de sí. Aunque no podemos detenernos en ella, la guerrilla y los sitios fueron las formas de impedir el dominio francés sobre el territorio español. Sólo la entrada de la Grande Armeé y Napoleón redujeron la resistencia española.

3 LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN

3.1. LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA

La invasión francesa y la quiebra del modelo social, político y económico del Antiguo Régimen que representaba la monarquía borbónica, obligaron a la toma de postura por parte de las diferentes corrientes ideológicas frente a la presencia francesa y a la nueva monarquía napoleónica.

Una pequeña parte de los españoles, a los que se conoce como afrancesados, y entre los que se hallaban numerosos intelectuales y altos funcionarios y una parte de la alta nobleza, aceptaron al nuevo monarca José Bonaparte y participaron en su gobierno. Procedentes en su mayoría del Despotismo ilustrado, se sentían vinculados con el programa reformista de la nueva monarquía, al tiempo que creían que la monarquía napoleónica era la mejor garantía para evitar excesos revolucionarios. Así, pensaban que un poder fuerte podría realizar las reformas necesarias para la modernización del país. Su número relativamente escaso y la derrota final del ejército napoleónico, obligaron a una gran mayoría a exiliarse al final de la guerra, cuando no fueron detenidos o ajusticiados por los patriotas antifranceses.

El grueso de la población española formó lo que se conoce como el frente patriótico, es decir, todos quienes se opusieron a la invasión. Ahora bien, en este bando encontramos posiciones muy diferentes. La mayor parte del clero y la nobleza, que resistía al invasor y dirigía en muchas ocasiones la resistencia, buscaba la vuelta a la situación absolutista anterior bajo la monarquía de Fernando VII. Combatían contra el francés por la vuelta de la vieja monarquía, por la defensa de la tradición y de la religión católica. Por contra, los sectores ilustrados y, especialmente los liberales, veían en la guerra la oportunidad de realizar una serie de reformas largamente deseadas. Los ilustrados, representados por Floridablanca o Jovellanos, esperaban que la victoria frente a los franceses permitiese la vuelta de Fernando VII del que se esperaban que impulsase el inicio de un programa de reformas que permitiera la permanencia de la ¿vieja monarquía tradicional junto a la modernización del país.

La burguesía, los intelectuales, los sectores claramente liberales tenían otros objetivos y otras aspiraciones. Ven en la situación revolucionaria creada por la guerra la ocasión de, pese a su escaso número, influir en la transformación de la España del Antiguo Régimen en un sistema liberal-parlamentario. Sus aspiraciones son, por tanto, la soberanía nacional, la división de poderes, la promulgación de una constitución y la imposición de un modelo social de clases que permitiese el desarrollo del capitalismo.

Por último, gran parte de la población, al margen de posiciones ideológicas claras, afronta la guerra como un movimiento de defensa contra un invasor extranjero. La mayoría expresa su deseo de que vuelva el monarca Fernando VII y defiende a ultranza el restablecimiento de las prerrogativas y el poder de la Iglesia católica, aunque con su actitud de rebeldía contra la supuestamente legítima monarquía de José Bonaparte, toma actitudes claramente revolucionarias.

3.2. 1812. PRIMERA CONSTITUCIÓN

Desde el comienzo de la guerra, en el verano de 1808, las juntas locales y provinciales que dirigían la resistencia enviaron representantes para formar una Junta Central Suprema que coordinara las acciones bélicas y dirigiera el país durante la guerra. La junta se reunió en Aranjuez el 25 de septiembre, aprovechando la retirada momentánea de los franceses de Madrid tras la derrota de Bailen. Floridablanca y Jovellanos eran sus miembros más ilustres. La junta reconoció a Fernando VII como el rey legítimo de España y asumió, hasta su retorno, su autoridad. Ante el avance francés, la junta huyó a Sevilla y de en 1810, a Cádiz, la única ciudad que, ayudada por los ingleses, resistía el asedio francés. La junta Central se mostró incapaz de dirigir la guerra y decidió convocar unas Cortes en las que los representantes de la nación decidieran sobre su organización y su destino. En enero de 1810 se disolvió, tras la convocatoria de las Cortes, manteniendo, en tanto éstas se reunían, una regencia formada por cinco miembros.

El proceso de elección de diputados a Cortes y su reunión en Cádiz fueron necesariamente difíciles. En un país dominado por los franceses era imposible una elección de representantes y en muchos casos se optó por elegir sustitutos o diputados entre las personas de cada una de las provincias que se hallaban en Cádiz. El ambiente liberal de la ciudad influyó en que gran parte de los elegidos tuvieran simpatías por estas ideas.

Las Cortes se abrieron en septiembre de 1810 y el sector liberal consiguió el primer triunfo al forzar la formación de una cámara única, frente a la tradicional representación estamental. Asimismo, en su primera sesión aprobaron el principio de soberanía nacional, es decir, el reconocimiento de que el poder reside en el conjunto de los ciudadanos y que se expresa a través de las Cortes formadas por representantes de la nación.

La Constitución promulgada el día 19 de marzo de 1812, día de San José, por lo que se la conoce popularmente como “la Pepa”, es el texto legal de las Cortes que mejor define el espíritu liberal. El texto constitucional plasma también el compromiso existente entre los sectores de la burguesía liberal y los absolutistas, al reconocer totalmente los derechos de la religión católica, caballo de batalla del sector absolutista, especialmente del clero.

Desde un punto de vista formal, la Constitución contiene, en sus artículos, una declaración de derechos del ciudadano: la libertad de imprenta, la igualdad de los españoles ante la ley, el derecho de petición, la libertad civil, el derecho de propiedad y el reconocimiento de todos los derechos legítimos de los individuos que componen la nación española. La nación se define como el conjunto de todos los ciudadanos de ambos hemisferios, es decir, se colocan en pie de igualdad los territorios peninsulares y las colonias americanas. La estructura del Estado se corresponde con el de una monarquía limitada, basada en una división de poderes. El poder legislativo, las Cortes unicamerales, representan la voluntad nacional y poseen amplios poderes: elaboración de leyes, aprobación de los presupuestos y de los tratados internacionales, mando sobre el ejército, etc. El mandato de los diputados dura dos años y son inviolables en el ejercicio de sus funciones. El sistema electoral está fijado en la propia Constitución: el sufragio es universal masculino e indirecto.

El monarca es la cabeza del poder ejecutivo, por lo que posee la dirección del gobierno e interviene en la elaboración de las leyes a través de la iniciativa y la sanción, poseyendo veto suspensivo durante dos años. El poder del rey está controlado por las Cortes, que pueden intervenir en la sucesión al trono, y la Constitución prescribe que todas sus decisiones deben ser refrendadas por los ministros, quienes están sometidos a responsabilidad penal. La administración de justicia es competencia exclusiva de los tribunales y se establecen los principios básicos de un Estado de derecho: códigos únicos en materia civil, criminal y comercial, inamovilidad de los jueces, garantías de los procesos, etc.

Otros artículos de la Constitución contemplan la reorganización de la administración provincial y local, la reforma de los impuestos y la Hacienda Pública, la creación de un ejército nacional y la obligatoriedad del servicio militar, y la implantación de una enseñanza primaria pública y obligatoria. Asimismo consagra la igualdad jurídica, la inviolabilidad del domicilio y la libertad de imprenta para libros no religiosos. En resumen, el texto establece los principios de una sociedad moderna, con derechos y garantías para sus ciudadanos. Aquí debería haber concluido la revolución liberal, sin embargo las fuerzas que defienden el viejo mundo lo impedirán y el triunfo definitivo será difícil y tardará en llegar.

La Constitución de 1812 constituye un ejemplo de constitución liberal, inspirada en los principios de la francesa de 1791, pero más avanzada y progresista. La Constitución no sólo pretendía regular el ejercicio del poder, sino también conseguir una reordenación de la sociedad: aceptaba el principio del sufragio universal y establecía una amplia garantía de los derechos.

Fue elaborada en un país en guerra, ocupado por las tropas napoleónicas, y los legisladores mostraron un optimismo histórico encomiable. Esperanzados en el triunfo, intentaron aprovechar la situación revolucionaria creada por la guerra, para elaborar un marco legislativo mucho más avanzado de lo que el conjunto de la sociedad española hubiera permitido en una situación normal. La Constitución de Cádiz fue, asimismo, ejemplo para otras muchas constituciones europeas y americanas en los años posteriores e inspirará en el futuro el constitucionalismo español del siglo XIX.

Además del texto constitucional, las Cortes de Cádiz aprobaron una serie de leyes y decretos destinados a eliminar las trabas del Antiguo Régimen y a ordenar el Estado como un régimen liberal. Así, se decretó la supresión de los señoríos, la libertad de trabajo, la anulación de los gremios, la abolición de la Inquisición y el inicio de la desamortización y de la reforma agraria.

A pesar de la importancia de su obra, las Cortes no tuvieron gran incidencia práctica en la vida del país. La situación de guerra impidió la efectiva aplicación de lo legislado en Cádiz y, al final de la guerra, la vuelta de Fernando VII frustró la experiencia liberal y condujo al retorno del absolutismo. Sin embargo su semilla germinaría más tarde. A finales de 1813, Napoleón decidió firmar un tratado con España (Tratado de Valenqay), reconocer a Fernando VII como monarca legítimo, permitir su vuelta al país y retirar sus tropas del territorio español.

3.3. ALTERNANCIAS BAJO EL REINADO DE FERNANDO VII.

El monarca regresó en 1814, y su regreso supuso deshacer lo hecho. Comenzó por abolir la Constitución de Cádiz, y restableció todas las instituciones existentes anteriormente. Con ello, seis años de vuelta al régimen absolutista, hasta el levantamiento de Riego en 1820.

El 1 de enero de 1820, el coronel Rafael de Riego, al frente de una compañía de soldados acantonados en Cabezas de San Juan (Sevilla) en espera de marchar hacia la guerra en las colonias americanas, se sublevó y recorrió Andalucía proclamando la Constitución de 1812. La pasividad del ejército, la actuación de la oposición liberal en las principales ciudades y la neutralidad de los campesinos, obligaron al Rey, finalmente, a aceptar, el 10 de marzo, convertirse en monarca constitucional. Fernando VII nombró un nuevo gobierno que proclamó una amnistía y convocó elecciones. Las Cortes se formaron con una mayoría de diputados liberales e iniciaron rápidamente una importante obra legislativa.

Restauraron gran parte de las reformas de Cádiz, como la libertad de industria, la abolición de los gremios, la supresión de los señoríos Jurisdiccionales y de los mayorazgos, y elaboraron nuevas normas como la disminución del diezmo, la venta de tierras de los monasterios, la reforma del sistema fiscal, del código penal y del funcionamiento del ejército. Con su acción pretendían liquidar el feudalismo en el campo, convirtiendo la tierra en una mercancía más, susceptible de ser comprada y vendida, e introducir relaciones de tipo capitalista entre propietarios de la tierra y campesinos arrendatarios.

Asimismo, deseaban liberalizar la industria y el comercio, eliminar las trabas a la libre circulación de mercancías y permitir el desarrollo de la burguesía comercial e industrial. Por último, iniciaron la modernización política y administrativa del país, bajo los principios de la racionalidad y la igualdad legal, y crearon la Milicia Nacional, un cuerpo armado de voluntarios, formado por las clases medias, esencialmente urbanas, con el fin de garantizar el orden y defender las reformas constitucionales. Las reformas suscitaron rápidamente la oposición de la monarquía. Fernando VII había aceptado el nuevo régimen sólo forzado por las circunstancias. Desde el primer momento, no sólo paralizó todas las leyes que pudo, recurriendo al derecho de veto que le otorgaba la Constitución, sino que conspiró de forma secreta contra el gobierno y buscó la alianza con las potencias europeas absolutistas para que éstas invadiesen el país y restaurasen el absolutismo.

Más grave para el nuevo régimen fue la oposición que le mostraron parte de los campesinos. Las leyes del Trienio no reconocían ninguna de las aspiraciones campesinas, como el reparto de la tierra y la rebaja de los impuestos. Al contrario, se acababa con el régimen señorial, pero los antiguos señores eran ahora los nuevos propietarios, y los campesinos se convertían en arrendatarios que podían ser expulsados de las tierras si no pagaban con lo que perdían sus tradicionales derechos sobre la tierra.

Además la monetarización de las tradicionales rentas señoriales y diezmos eclesiásticos, antes pagados con productos agrarios, obligaba a los campesinos a conseguir dinero con la venta de sus productos. En una economía todavía de autosuficiencia, con escasos mercados, los campesinos no conseguían que sus productos alcanzaran el valor suficiente para reunir la cantidad de moneda requerida por los nuevos impuestos. Los campesinos se sintieron más pobres y más indefensos con la nueva legislación capitalista y se alzaron contra los liberales.

La nobleza tradicional y sobre todo la Iglesia, perjudicada por la supresión del diezmo y la venta de bienes monacales, animaron la revuelta contra los gobernantes del Trienio. En 1822 se alzaron partidas absolutistas en Cataluña, Navarra, Galicia y el Maestrazgo, que llegaron a dominar amplias zonas de territorio y que establecieron una regencia absolutista en la Seo de Urgel en 1823.

Las dificultades dieron lugar a enfrentamientos entre los propios liberales. Un sector, los moderados, era partidario de realizar las reformas con prudencia e intentar no enemistarse con el rey y la nobleza por un lado, y no asustar a la burguesía propietaria, por el otro; los exaltados planteaban la necesidad de acelerar las reformas y enfrentarse con el monarca, confiando en el apoyo de los sectores liberales de las ciudades, de parte del ejército y de los intelectuales, y de la prensa.

Finalmente, el Congreso de Verona y la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis pusieron fin a esta segundo etapa del liberalismo español en 1923, dando lugar a la restauración absolutista durante la denominada Década Ominosa.

4 CONSOLIDACIÓN DEL RÉGIMEN LIBERAL BAJO ISABEL II

En el período que transcurrió entre 1833 y 1868 se produjo la implantación del liberalismo en España de forma irreversible. Al igual que en gran parte de Europa occidental, en las primeras décadas del siglo XIX se destruyeron definitivamente las formas económicas, las estructuras sociales y la monarquía absoluta que habían caracterizado al Antiguo Régimen. Durante esta etapa se modificó la estructura del Estado, lo que dio paso a una monarquía constitucional y parlamentaria; se transformó la propiedad feudal en propiedad privada capitalista y se asentó la libertad de contratación, de industria y de comercio. Una nueva clase dirigente, la burguesía agraria, surgida de la alianza entre la vieja nobleza terrateniente y la burguesía financiera, controló, mediante el sufragio censitario, el sistema político y estableció un orden jurídico y económico que hizo posible el desarrollo del capitalismo.

Este proceso fue en España largo y complejo. Se inició con una dilatada guerra entre carlistas y liberales (1833-1839); continuó salpicado de enfrentamientos entre los partidos políticos, de levantamientos populares y de pronunciamientos del ejército y culminó con una revolución que expulsó del trono a la propia reina Isabel II.

4.1. LA ÉPOCA DE LAS REGENCIAS (1833-1843)

El primer gobierno formado por la Regente María Cristina fue confiado a Cea Bermúdez, que aspiraba tan sólo a restablecer el viejo sistema del Despotismo ilustrado, pero sin desmantelar ninguna de las instituciones básicas de la monarquía absoluta. El descontento de los liberales y el estallido de la guerra carlista hicieron ver a la Regente la necesidad de profundizar más en el camino liberal si quería contar con una alianza su­ficientemente amplia como para hacer frente al conflicto carlista.

Ese esfuerzo de acercarse al liberalismo fue, entonces, confiado a un viejo liberal “doceañista”, Martínez de la Rosa, que, al frente del gobierno, promulgó un “Estatuto Real” en 1834, que pretendía reconocer algunos derechos y libertades políticas, pero sin aceptar todavía el principio de soberanía nacional. Así, se establecían unas Cortes bicamerales compuestas por un Estamento de Proceres que reunía a todos los obispos, arzobispos, grandes y otros españoles notables nombrados por la Corona, y un Estamento de Procuradores, elegidos por una pequeña proporción (0,15%) de los ciudadanos que pagaban una contribución estipulada.

Las Cortes votaban los impuestos, pero no podían iniciar ninguna actividad legislativa sin la aprobación real. El régimen del Estatuto ejemplificaba un tipo de liberalismo censitario, partidario de limitar el poder absoluto, pero sólo por parte de un parlamento representativo de los sectores “responsables” de la sociedad con el acceso exclusivo de las clases acomodadas a la acción política y marginando a la inmensa mayoría de la población. Pronto se hizo evidente que las reformas del Estatuto eran absolutamente insuficientes para una parte de los grupos sociales que respaldaban a Isabel II. La división que ya se había iniciado en el Trienio Liberal (1820-23), entre li­berales moderados (o doceañistas) y exaltados o progresistas, se fue acentuando y dio lugar a la formación de las dos grandes tendencias que dominarían la vida política española en los siguientes decenios: moderados y progresistas. La Corona y los antiguos privilegiados sustentaron siempre un liberalismo moderado, pero la necesidad de afrontar la guerra y de conseguir respaldo contra el carlismo forzó a la monarquía a gobernar con el sector progresista e implantar algunas de sus reformas, como única vía de conseguir apoyo popular y recursos financieros.

Los progresistas, descontentos con las tímidas reformas iniciadas, tenían su fuerza en el dominio del movimiento popular, y en su gran influencia en la Milicia Nacional y en las juntas Revolucionarias. En el verano de 1835, los progresistas protagonizaron, a través de las juntas y de las Milicias, numerosas revueltas urbanas. En Andalucía, representantes de diversas juntas provinciales se reunieron en Andújar (Jaén) y se mostraron dispuestos a alzarse en armas. En Barcelona, la revuelta popular dio lugar a la quema de conventos y al incendio de fábricas (como la fábrica “Bonaplata”), y culminó con la constitución de una junta formada por elementos liberales que en la práctica asumió durante semanas el gobierno del Principado. En Madrid, los amotinados ocuparon el 16 de agosto los principales puntos de la villa y enviaron una petición a María Cristina que expresaba las demandas de la mayoría de las juntas Revolucionarias: reunión de Cortes, libertad de prensa, nueva ley electoral, extinción del clero regular, reorganización de la Milicia Nacional, leva de 200.000 hombres para hacer frente a la guerra, etc. Ante la situación, la regente María Cristina llamó a formar gobierno a un liberal progresista, Mendizábal, que rápidamente inició un programa de reformas. Pero cuando decretó la desamortización de los bienes del clero para así conseguir los recursos financieros con los que organizar y armar al ejército contra el carlismo, nobleza y clero presionaron con todos sus medios para que María Cristina se deshiciera de Mendizábal. Tras su destitución, en el verano de 1836, la revuelta de los sectores progresistas en las ciudades y los pronunciamientos militares, evidenciaron ya clara­mente la necesidad de un régimen constitucional y el establecimiento de un modelo social y económico liberal. Por fin, tras el levantamiento progresista de la guarnición de La Granja, residencia real de verano, donde se encontraba la Regente, ésta decidió volver a llamar a los progresistas al poder y restablecer la Constitución de Cádiz.

En dos etapas, de septiembre de 1835 a mayo del 1836, y de agosto de 1836 a finales del 1837, los progresistas, con Mendizábal a la cabeza, primero como jefe de Gobierno y después como ministro de Hacienda, asumieron la tarea de desmantelar las instituciones del Antiguo Régimen e implantar un régimen liberal, constitucional y de monarquía parlamentaria.

La acción del progresismo fue esencial en la concepción jurídica del derecho de propiedad, esencialmente de la propiedad agraria. Abordaron por tanto, con objeto de implantar los principios del liberalismo económico, una reforma agraria que incluía tres aspectos esenciales: la disolución del régimen señorial, la desvinculación de las tierras, esencialmente de los mayorazgos, y la desamortización civil y eclesiástica. Esta reforma consagraba los principios de propiedad privada y de libre disponibilidad de la propiedad.

La disolución del régimen señorial, ya iniciada en las Cortes de Cádiz, se produce por la ley del 26 de agosto de 1837, según la cual los señores perdían sus atribuciones jurisdiccionales (impartir justicia) pero conservaban la propiedad de las tierras que los campesinos no pudieran acreditar documentalmente como propias. Así, los campesinos que tradicionalmente habían trabajado dichas tierras perdían todo derecho y pasaban a ser simples arrendatarios o jornaleros. El antiguo señor se convirtió en el nuevo propietario agrario. La desvinculación (supresión de mayorazgos, patrona­tos, fideicomisos…) también se había iniciado en Cádiz. En 1837 se liberan definitivamente las tierras de los patrimonios vinculados y sus propietarios pueden venderlas sin trabas. Enormes extensiones de tierra salieron al libre mercado para ser compradas por el mejor postor.

La desamortización había sido un elemento recurrente desde el gobierno de Godoy (1798) como medio de conseguir recursos para el Estado con la venta de las tierras de la Iglesia y los Ayuntamientos. Mendizábal recurrió a esta medida en 1836. Así, decretó la disolución de las órdenes religiosas (excepto las dedicadas a la enseñanza y a la asistencia hospitalaria) y la incautación por parte del Estado del patrimonio de las comunidades afectadas. Con los bienes desamortizados se constituyeron lotes de propiedades que fueron reprivatizados mediante subasta pública a la que podían acceder los particulares interesados en su compra. Las tierras podían comprarse con dinero en metálico o con títulos de la Deuda. Mendizábal pretendía así conseguir los recursos necesarios para luchar contra el carlismo, aminorar el grave déficit presupuestario y, por último, crear una base social de compradores que se implicaría en el triunfo del liberalismo.

Junto a la abolición del régimen señorial y a la transformación jurídica del régimen de propiedad, una serie de medidas legislativas encaminadas al libre funcionamiento del mercado completaron el marco de liberalización de la economía. Se trataba de disposiciones sobre libertad de explotación de la propiedad agraria, de comercio o de ejercicio de la industria. Así, se decretó: la abolición de los privilegios de la Mesta (1836), el derecho a cercar y a la libre explotación de montes o viñedos (1833-34); la libertad de arrendamientos agrarios, la de precios y almacenamiento y la de comercio interior de la mayor parte de los productos (1836). Por último, la abolición de los privilegios gremiales y la implantación de la libertad de industria y comercio, la eliminación de las aduanas interiores, así como la abolición de los diezmos eclesiásticos, completaron el marco jurídico e institucional de la implantación del liberalismo económico en España.

La obra legislativa más importante del periodo fue la Constitución de 1837. El gobierno progresista constituido en septiembre de 1836 convocó inmediatamente Cortes extraordinarias, con objeto de que la nación manifestase expresamente su voluntad acerca de la restauración de la Constitución de 1812 o se diera otra nueva si se consideraba conveniente. Tras casi un año de discusiones, las Cortes aprobaron una nueva Constitución, el 8 de junio de 1837.

El nuevo texto constitucional significaba aceptar las tesis del liberalismo doctrinario (conservador) que confería a la corona el poder moderador. El mantenimiento del principio de soberanía nacional, la existencia de una amplia declara­ción de derechos de los ciudadanos (libertad de prensa, de opinión, de asociación, etc.) así como la división de poderes y la ausencia de confesionalidad católica del Estado evidenciaban las aspiraciones más progresistas. Pero se introducía una segunda cámara (el Senado), de carácter más conservador, se concedían mayores poderes a la Corona (veto de leyes, disolución del Parlamento, facultad de nombrar y separar libremente a los ministros…) y además el sistema electoral, que se remitía a una ley posterior, era censitario y extraordinariamente restringido (el 4% de la población con derecho a voto).

4.2. LA CONCLUSIÓN DE LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO LIBERAL

En plena primera guerra carlista se consolida el sistema político liberal español, pero al mismo tiempo se resquebraja el cuerpo liberal y las diferentes alternancias en el poder así lo demuestran. Los últimos años de la Regencia de María Cristina coinciden con una vuelta del moderantismo al poder. Sin embargo, la elevación a la categoría de héroe al general Espartero, progresista, y la polémica de la leyes de ayuntamientos de 1840 provocó la vuelta del progresismo y el abandono y exilio de la Reina Gobernadora. Como conclusión, el general Espartero accede a la regencia en 1840. Con él entra en la historia de España un hecho típico de este momento: la preponderancia militar y el papel dirigente de algunos militares. Los progresistas encuentran su apoyo en Espartero y la ideología política de Gran Bretaña; los Moderados, liderados por Narvaez, en Francia. Espartero abandonará el poder en 1843 tras los tristes sucesos de Barcelona. Se proclama la mayoría de edad de la Reina Isabel II para evitar una nueva regencia y se inicia en 1844 una década moderada en la que se redacta una nueva constitución, en 1845.

La Constitución de 1845 recoge las ideas básicas del moderantismo: rechazo de la soberanía nacional y sustitución por la soberanía conjunta del Rey y las Cortes; ampliación de los poderes del ejecutivo y disminución de las atribuciones de las Cortes (legislativo); exclusividad de la religión católica y compromiso de mantenimiento del culto y clero; Ayuntamientos y Diputaciones sometidos a la Admiración central; supresión de la Milicia Nacional; restricción del derecho de voto, que se remite a una ley electoral anterior, y Senado no electivo sino nombrado por la reina entre personalidades relevantes y de su confianza. Se mantenía gran parte del articulado de la Constitución de 1837, sobre todo en la declaración de derechos, pero se remitía su regulación a leyes posteriores que fueron enormemente restrictivas con las libertades. Por último, confería enormes atribuciones a la Corona, ya que, además de la facultad de nombrar ministros y disolver las Cortes, le otorgaba la facultad de nombrar el Senado.

Los moderados intentaron también mejorar sus relaciones con la Iglesia, que en gran parte se había mostrado proclive al carlismo ante las reformas progresistas y muy especialmente a causa de la desamortización y la abolición del diezmo. En el año 1851 se firmó un Concordato con la Santa Sede, en el que se establecía la suspensión de la venta de los bienes eclesiásticos desamortizados, el retorno de los no vendidos y la financiación pública del culto y el clero. A partir de ese momento, aun cuando ciertos sectores continuaron viendo en la opción carlista la única garantía de recuperar la situación privilegiada del Antiguo Régimen, la postura oficial de la jerarquía de la Iglesia católica fue la de respaldar el trono de Isabel II.

Así, el liberalismo moderado es el que emprendió la tarea de construir una estructura de Estado liberal en España, no sólo en interés de determinadas clases o grupos, sino también bajo los principios del centralismo y la uniformización. Una serie de leyes y de reformas administrativas pusieron en marcha dicho proceso.

La reforma fiscal y de Hacienda de 1845 pretendía racionalizar el sistema impositivo y recaudatorio, centralizando los impuestos en manos del Estado y propiciando la contribución directa. Se abordó la unificación y codificación legal, aprobándose el Código Penal de 1851 y elaborando un proyecto de Código Civil que recopilaba y racionalizaba el conjunto de leyes anteriores. También se reorganizó la Administración, partiendo de la división provincial de 1833, reforzándose una estructura centralista con el fortalecimiento de los Gobiernos Civiles y Militares en cada provincia, así como de las Diputaciones.

Por otro lado, se puso especial atención en el control del poder municipal por parte del gobierno. La Ley de Administración Local de 1845 dispuso que los alcaldes de los municipios de más de 2.000 habitantes y de las capitales de provincia serían nombrados por la Corona y los de los demás municipios por el gobernador civil. En resumen, se creó una estructura jerarquizada y piramidal, en la que cada provincia dependía de un poder central en Madrid, especialmente del Ministerio de Gobierno, del que dependían los gobernadores civiles y donde órdenes e instrucciones emanaban de un único poder central del que dependían y al que rendían cuentas. Sólo el País Vasco y Navarra conservaron, por el temor a que una mayor centralización diera lugar a un rebrote del levantamiento carlista, sus antiguos derechos forales, aunque privados de las atribuciones legislativas y judiciales anteriores.

Otra serie de medidas completaron el proceso de centralización. Así, las competencias educativas, repartidas entre diversas instituciones (Ayuntamientos, Diputaciones…) pasaban ahora a manos del Estado central, que reguló el sistema de instrucción pública, creando diferentes niveles de enseñanza y elaborando los planes de estudio. Se adoptó también un único sistema de pesos y medidas, el sistema métrico decimal. Por último, siguiendo el principio de uniformización, se disolvió la antigua Milicia Nacional, ligada a las diferentes ciudades y provincias, y se creó la Guardia Civil (1844), un cuerpo armado con finalidades civiles pero con estructura militar, que se encargaría de mantener el orden público y la vigilancia de la propiedad privada, sobre todo en el medio rural.

4.3. ARTICULACIÓN DEL LIBERALISMO ESPAÑOL

El Estado liberal prácticamente está consolidado. La Revolución del 54 o la del 68 no son más que luchas internas dentro del liberalismo español.

La instauración del liberalismo trajo consigo la existencia de órganos representativos (Parlamento, Ayuntamientos, Diputaciones…), siendo los partidos políticos los instrumentos para proveer de representantes a esas instituciones. Surgieron, pues, una serie de fuerzas políticas que representaban las diversas opciones del liberalismo español. En buena medida no eran más que una agrupación de perso­nalidades alrededor de algún notable -civil o militar- y no constituían partidos con programas elaborados, sino corrientes de opinión o “camarillas” vinculadas por relaciones personales o por intereses económicos. Por último, la enorme restricción del derecho a voto y la falta de tradición parlamentaria desvinculaban a la inmensa mayoría de la población de la política de partidos.

Los dos grandes partidos de la época isabelina fueron, como hemos visto, los moderados y los progresistas. Representaban las dos grandes corrientes del liberalismo de la primera mitad del siglo XIX y eran la expresión de la defensa de un sistema monárquico constitucionalista personificado por la monarquía de Isabel II.

Los moderados eran un grupo heterogéneo formado por terratenientes, grandes comerciantes e intelectuales conservadores, junto a restos de la vieja nobleza, del alto clero y de los altos mandos militares. Defensores a ultranza de la propiedad, garantía del orden que querían preservar, encontraron en el sufragio censitario el arma ideal para impedir el acceso de las clases populares a la política. Asimismo, defendieron el principio de la soberanía compartida entre las Cortes y la Corona, otorgando a ésta amplios poderes de intervención política (nombrar ministros, disolver las Cortes, etc.), y se mostraron partidarios de limitar los derechos individuales, especialmente los colectivos como las libertades de prensa, opinión, reunión y asociación. Por último, representaban la opción más clerical del liberalismo, al defender el peso y la influencia de la Iglesia católica.

Los progresistas eran también un grupo heterogéneo, en el que predominaban la media y pequeña burguesía y sectores de la burguesía industrial y financiera, cuyo denominador común era el espíritu de reforma. Defendían el principio de soberanía nacional sin límites y el predominio de las Cortes en el sistema político; rechazaban el poder moderador de la Corona y no aceptaban su intervención directa en la política. Eran partidarios de robustecer los poderes locales (Ayuntamientos libremente elegidos. Milicia Nacional…) y defendían los derechos individuales y colectivos (libertad de prensa, de opinión, de religión, etc.). Mantenían también el principio del sufragio censitario (reservado a los que poseían bienes o rentas), pero eran partidarios de ampliar el cuerpo electoral . Su posición a favor de la reforma agraria y del fin de la influencia eclesial les hacía contar con una base popular de clases medias y artesanos en las ciudades, con una parte de la oficialidad media o inferior en el ejército, así como con profesionales liberales (profesores, periodistas, abogados, etc.).

En 1854 se formó bajo el lema de “Unión Liberal” un nuevo partido que nació como una escisión de los moderados y que atrajo a su seno a los grupos más conservadores del progresismo. Pretendía constituirse como una opción “centrista” entre los dos partidos clásicos, pero no presentaba ideológicamente ninguna novedad más allá de la de unir para gobernar a los sectores descontentos con la política moderada de la primera década del reinado de Isabel II con aquéllos que se querían alejar de las opciones más radicales y democráticas del progresismo.

Una escisión de los progresistas dio origen a la formación del Partido Demócrata (1849), que tendría gran influencia en la vida política de los decenios siguientes. El nuevo partido nació bajo el influjo de los ideales democráticos propagados por Europa en las revoluciones de 1848 y significó el nacimiento de la primera expresión política del pensamiento democrático en España. Los demócratas defendían ya el sufragio universal, la ampliación de las libertades públicas, la intervención del Estado en la enseñanza, la asistencia social y la fiscalidad con el objeto de paliar las diferencias sociales y garantizar el derecho a la igualdad entre los ciudadanos.

Una de las características del nuevo sistema político español fue el protagonismo del elemento militar. En España la intervención militar se convirtió en un fenómeno crónico, ya que el deseo de los políticos de contar con el apoyo del ejército se extendió más allá de su papel en tiempo de guerra, conjugándose con la ambición militar de producir una estirpe de militares políticos. No se trataba simplemente de que el ejército fuera el refugio del liberalismo y la defensa de éste contra el carlismo: era también la única institución sólida del Estado liberal. Se produjo, por tanto, una “militarización” de la vida política, una institucionalización del recurso al ejército por parte de los partidos políticos. Los jefes de los partidos eran altos cargos militares (Narvaéz, Espartero, Prim, O’Donnell), los oficiales se distribuían entre las diferentes opciones ideológicas y la sociedad, marcada por más de 30 años de guerras, se acostumbró con demasiada facilidad a solucionar sus problemas por la vía de las armas.

Con todo, no se trata de un sistema político militar, puesto que el ejército nunca ejerce la iniciativa de arrebatar el poder al elemento civil, sino que actúa como mero brazo ejecutor de la conspiración política. Ello evidencia la debilidad de los grupos civiles y, sobre todo, del propio sistema de partidos, sin influencia social y temeroso de otorgar fuerza electoral al pueblo. Evidencia también la debilidad de la burguesía para transformar, por sí sola y mediante instrumentos políticos, el sistema e implantar sólidamente el liberalismo, por lo que acaba siempre recurriendo al ejército.

Las especiales características del liberalismo español provocaron que la acción política, la formación de gobiernos o el acceso al poder no vinieran determinados exclusivamente por el juego de los partidos políticos. Como hemos visto, el papel de la Corona, con las enormes atribuciones otorgadas por la Constitución, el recurso al ejército y la enorme restricción del derecho al voto, marginaron a la inmensa mayoría de la ciudadanía de la vida política parlamentaria. Así, los progresistas, la burguesía urbana y liberal y amplios sectores populares recurrieron a otros mecanismos para poder incidir en el sistema. Aparecen entonces en el proceso de articulación del sistema liberal dos elementos nacidos en la Guerra de la Independencia y reactivados en algunos momentos del .reinado de Fernando VII, que significan la asunción popular de la organización política y de la defensa armada: las juntas y la Milicia.

Las juntas habían nacido como la organización de la población ante el vacío de poder creado en la guerra contra los franceses. Representaban la soberanía nacional y tenían una organización local o provincial y una vocación de coordinación a nivel nacional. En el proceso de implantación del liberalismo, las juntas surgen en momentos de crisis, en los que la acción del poder constituido, esencialmente de la monarquía y de los gobiernos moderados, no responde a las expectativas y los deseos del movimiento burgués y popular. La Milicia surgió también en 1808 y las Cortes de Cádiz la transformaron en una fuerza nacional, una alternativa al ejército regular. Era el arma que forjaba la burguesía, como en otros países, en su lucha contra el feudalismo; una implicación de los sectores liberales y ciudadanos en su lucha por la implantación del liberalismo.

La prensa ejerció durante el siglo XIX un importante papel en la vida política española. Como en otros países europeos, el debate de las ideas durante el proceso de implantación del liberalismo, la divulgación de los nuevos principios, la confrontación entre grupos políticos con diversas visiones sobre la construcción del Estado, se realizaron en gran parte a través de diarios y revistas. Era el único medio de comunicación que existía. Los periódicos eran muchas veces simples medios de expresión de un grupo de intelectuales, de miembros de tertulias o de sectores de opinión, que desaparecían rápidamente.

5 INTENTOS DEMOCRATIZADOS EN LA ESPAÑA DEL XIX

Consolidado el Estado Liberal, inmerso en enfrentamientos intestinos entre moderados y progresistas, otro de los grandes procesos de la España decimonónica será el avance en la democratización. Puede afirmarse que la democratización en España se inicia en las Cortes de Cádiz (que asumirán por primera vez el sufragio universal indirecto) y da sus primeros pasos durante el Trienio Liberal y en la consolidación del régimen liberal bajo Isabel II. Sin embargo, los demócratas no se conforman con el poder asignado al pueblo en el estado liberal isabelino. El joven Partido Demócrata, surgido del liberalismo más radical del progresismo, se convirtió en una fuerza constante de oposición a la política moderada, y fue evolucionando hacia posiciones republicanas y cada vez más críticas contra la monarquía liberal de Isabel II, demasiado escorada hacia el moderantismo. Participaran junto a los progresistas en la revolución de 1854, aunque pronto muestran su desencanto ante el régimen debido a que no se recogen sus propuestas en el proyecto de Constitución de 1856. La conflictividad social y los movimientos populares serán el caldo de cultivo en el que se desarrollen los posicionamientos democráticos.

Diez años después, los demócratas estarán presentes en el Pacto de Ostende y serán protagonistas de la Revolución de 1868. Los demócratas consiguen imponer su principio más preciado, el sufragio universal. Sin embargo, se evidenció rápidamente que en la revolución de 1868 existían diversas revoluciones y que la que se iba a imponer era la progresistas y unionistas. Fuera, quedaban frustradas, las revoluciones de demócratas y republicanos y, sobre todo, de las masas populares. Pese a todo, el Gobierno Provisional convocó elecciones a Cortes Constituyentes celebradas por primera vez en España por sufragio universal masculino dando la victoria a la coalición gubernamental. Los planteamientos demócratas poco a poco se van radicalizando, entrando en conexión con los postulados del republicanismo y del movimiento obrero emergentes.

La Constitución de 1869, claramente liberal-democrática, perfilaba un régimen de libertades muy amplio. Se proclamaba la soberanía nacional y se confirmaba el sufragio universal masculino, imperante e durante todo el Sexenio “Democrático” o “Revolucionario”. Incluía una amplísima declaración de derechos en la que a los tradicionales derechos individuales se añadían otros nuevos, y se garantizaba la libertad de residencia, enseñanza o culto y la inviolabilidad del correo. La monarquía se mantuvo como forma de gobierno, correspondiendo al rey el poder ejecutivo y la facultad de disolver las Cortes: una concesión notable al poder del monarca, pero quedaba explícito que éste ejercía su poder por medio de sus ministros y que las leyes eran elaboradas por las Cortes. No sólo se proclamaba la independencia del poder judicial sino que se ponían los medios para conseguirla, creando un sistema de oposiciones a juez. Se restablecía el jurado, el divorcio y el registro civil.

El reconocimiento del sufragio universal tuvo importantes consecuencias en la organización de los partidos., que hasta entonces se habían reducido a una pura red de relaciones personales, dado lo menguado del cuerpo electoral, ahora tenían que hacer un esfuerzo por hacer llegar su mensaje electoral. La mayor actividad se realizaba en los núcleos urbanos, sobre todo por parte de demócratas y republicanos, que multiplicaron sus mítines y discursos y elaboraban folletos con un lenguaje claro y directo. Sin embargo, amplias zonas rurales españolas continuaron prácticamente aisladas de la vida política.

La conjunción monárquico-democrática se mantuvieron en el poder durante el reinado de Amadeo I, y la alianza entre republicanos y demócratas protagonizó los dos últimos años del Sexenio. Sin embargo, las divisiones internas en los partidos, la ausencia de apoyo externo, y las crisis desencadenas llevaron al traste este primer intento democrático en España. Un claro ejemplo sería la I República que no fue capaz ni de sacar a la luz el nuevo texto constitucional de 1873. Las consecuencias negativas de la política económica (concesiones mineras, liberalización de intercambios), la frustración de algunos elementos políticos, como los republicanos federales, el cantonalismo, el resurgimiento carlista, el auge del movimiento obrero, la crisis cubana, etc., impidieron la estabilidad necesaria para el asentamiento de la democracia.

Con la Restauración se calman las aguas. La nueva Constitución de 1876 pretende ser un punto de encuentro entre la de 1869, la más progresista y la excesivamente moderada de 1845. Las Cortes Constituyentes encargadas de elaborarla fueron elegidas por sufragio universal, pero el nuevo régimen de nuevo abandonaba este sistema democrático en la nueva ley electoral de 1879. Sin embargo, con el triunfo del partido de Sagasta en los años 80 se establecerá definitivamente el sufragio universal masculino para los comicios municipales en 1882 y una ley electoral democrática para las lecciones generales en 1890. El sufragio universal decimonónico será siempre masculino. Esta democratización de la política quedará disminuida teniendo en cuenta que el sistema político tenía en el caciquismo y en el fraude electoral uno de los pilares de supervivencia. Sin embargo, es de reconocer que el establecimiento definitivo del sufragio universal en 1890 supuso la consolidación de la base de la democratización del sistema político español que tendrá que esperar al siglo XX, en el que sufrirá una evolución no menos traumática que durante el XIX, manteniéndose entre 1931 y 1939 y desde 1978.

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