Tema 34 – El Derecho Administrativo. Fuentes. La división de los poderes. La jerarquía de las normas. Las normas y su publicación.

Tema 34 – El Derecho Administrativo. Fuentes. La división de los poderes. La jerarquía de las normas. Las normas y su publicación.

GUIÓN – ÍNDICE

1. EL DERECHO ADMINISTRATIVO

1.1. Concepto

1.2. Examen de sus notas

2. FUENTES DEL DERECHO ADMINISTRATIVO

2.1. Concepto y clases de fuentes

2.2. Jerarquía de las fuentes del derecho administrativo

2.2.1. Enumeración

2.2.2. La jerarquía de las fuentes

3. DIVISIÓN DE PODERES

3.1. Formas premodernas

3.2. La formulación de Montesquieu

4. LA JERARQUÍA DE LAS NORMAS

5. LAS NORMAS Y SU PUBLICACIÓN

5.1. Sanción, promulgación y publicación de la ley

5.1.1. La sanción

5.1.2. La promulgación

5.1.3. La publicación

5.1.4. La fórmula de la publicación

1. EL DERECHO ADMINISTRATIVO

1.1. CONCEPTO

Definimos el Derecho administrativo, con Garrido Falla, como “aquella parte del derecho público que regula la organización y el funcionamiento del Poder Ejecutivo y sus relaciones con los administrados, así como la función administrativa de los diversos poderes y órganos constitucionales del Estado”.

1.2. EXAMEN DE SUS NOTAS

Un examen de la anterior definición exige precisar las siguientes notas.

1a. El derecho administrativo es un derecho público. Por tanto, no constituye necesariamente Derecho Administrativo cualesquiera normas jurídicas aplicables a los actos realizados por las Administraciones públicas. A veces la Administración desarrolla una actividad sometible en todo al Derecho Privado, sin que sea lícito decir que esas normas privadas que en tales supuestos se aplican sean, por aplicarse a la Administración pública, normas de Derecho Administrativo.

Para que la norma aplicable a la actividad administrativa sea, pues. norma de Derecho Administrativo, debe ofrecer los caracteres propios del Derecho público.

2a. El derecho administrativo está constituido por normas de organización y normas de comportamiento. La distinción entre normas de organización y normas de comportamiento, comprendiéndose en estas últimas las que regulan las relaciones entre la Administración y los particulares, se encuentra ya en una de las obras clásicas del Derecho administrativo, el Tratado de la Jurisdicción contencioso administrativa, de Laferriere y sigue informando la obra de autores posteriores, como Guiaciardi. Implica esta distinción la afirmación del carácter de jurídicas para las normas que determinan la organización administrativa, frente a una vieja tendencia que arranca de Laband y que, distinguiendo los reglamentos administrativos de los jurídicos, negaba el carácter de normas jurídicas para los primeros. Nuestra definición, por tanto, parte de la base de que las normas determinantes de la organización de las Administraciones públicas tienen el carácter de normas jurídicas y se comprenden en el ordenamiento jurídico-administrativo.

3a. El derecho administrativo se aplica tanto a la Administración Estatal como a las Administraciones Públicas integradas en el Estado. Siguiendo una terminología muy usual entre los autores italianos, los fines de interés público se satisfacen, o bien por la llamada, en sentido estricto, Administración General del estado, persona jurídica de derecho público, o bien a través de la actuación de una serie de Corporaciones y entidades (por ejemplo. Universidades, Colegios, y Cámaras Oficiales, sindicatos, Institutos y Organismos autónomos, etc.), con personalidad jurídica distinta e independiente del Estado, que no obstante, por razón del fin persiguen, pueden conceptuarse indirectamente como órganos propios suyos. Pues bien, el Derecho Administrativo comprende también en su seno el régimen de estas personas jurídicas de Derecho Público, que constituyen la Administración indirecta del Estado.

Asimismo, el Derecho Administrativo es aplicable a la Administración de las Comunidades Autónomas y demás entidades territoriales dotadas constitucionalmente de autonomía.

4a. El Derecho Administrativo regula asimismo la función administrativa de los Poderes Legislativo y Judicial y demás órganos constitucionales del Estado. Esto es una exigencia, por lo pronto, de la ampliación del ámbito de nuestra jurisdicción contencioso-Administrativa a la fiscalización de las cuestiones de personal de las Cortes, Poder Judicial o Tribunal Constitucional; pero es asimismo una respuesta a la pregunta de “por qué se han incluido legalmente estas materias entre las fiscalizares por dicha jurisdicción”. Y en fin, es también el presupuesto teórico para que sea esta misma jurisdicción la que conozca de relaciones jurídicas con terceros (como en materia contractual y de responsabilidad patrimonial).

2. FUENTES DEL DERECHO ADMINISTRATIVO

2.1. CONCEPTO Y CLASES DE FUENTES

Entendemos por fuentes del Derecho Administrativo aquellas formas o actos a través de los cuales el Derecho administrativo se manifiesta en su vigencia. Con esto queda limitada la referencia a los actos y hechos de producción normativa, es decir, a aquellos que producen proposiciones que un determinado ordenamiento cualifica como normas jurídicas. Quedan así excluidos: 1° Los hechos y actos que crean o disciplinan situaciones jurídicas concretas. 2° Las llamadas fuentes de conocimiento, que no producen disposiciones jurídicas, pero descubren su existencia. 3° Los actos individuales que aparecen como resultado de la producción normativa en que la fuente consiste (por ejemplo, la Ley de Montes, de Aguas o de Minas).

Aún concediendo que la teoría de las fuentes del Derecho debe resolverse por la Parte General del Derecho y por el Derecho constitucional, existen aspectos de la cuestión que tienen su sede propia en el Derecho administrativo.

Así, junto a las clasificaciones de carácter general que la doctrina ha establecido, adquieren especial relevancia para nuestra disciplina las que responden a los criterios siguientes:

a) Desde el punto de vista de su procedencia, hay fuentes para la Administración (por ejemplo, la ley, que es dictada por órgano distinto de los administrativos) y fuentes de la Administración (los Reglamentos); las primeras dan lugar a normas heterónomas desde el punto de vista administrativo, mientras que las segundas representan el principio de la autonomía administrativa en cuanto poder jurídico (potestad reglamentaria).

b) Desde el punto de vista de la materia regulada, hay fuentes exclusivas del Derecho administrativo (así, los Reglamentos, que no contienen normalmente más que materia jurídico-administrativa) y fuentes eventuales de Derecho administrativo (por ejemplo, la ley; hay leyes administrativas, pero también las hay civiles, mercantiles, penales, etc.).

2.2. LA JERARQUÍA DE LAS FUENTES DEL DERECHO ADMINISTRATIVO

Como dice De Castro, la función de la doctrina en relación con este tema consiste en el planteamiento de estas dos cuestiones: 1a Hacer la enumeración de las fuentes del Derecho, y 2a Determinar su orden jerárquico.

2.2.1. Enumeración de fuentes en derecho administrativo

Ha señalado muy atinadamente Rivero que “entre los elementos que dan a los sistemas jurídicos su originalidad, es preciso situar en primera línea la teoría de las fuentes del Derecho adoptada por cada uno  de ellos. Según triunfe en la elaboración del Derecho positivo, lo consuetudinario, la acción de Juez o la regla escrita emanada de la autoridad pública, se llega a estructuras jurídicas tan diferentes como el Derecho del Ancien Régime francés, la Common Law británica o el régimen del Código civil napoleónico.

El derecho Administrativo español se encuentra dominado por el principio de la ley escrita, lo cual significa tanto como la proscripción, en términos generales, de las fuentes que tienen un origen consuetudinario o jurisprudencial. Esto no significa, sin embargo, que el pape! de estas fuentes, en cuanto productoras de reglas aptas para integrarse en el ordenamiento Jurídico, sea absolutamente nulo, pues antes bien, debe reconocerse que juegan un papel de una cierta importancia, bien por vía de excepción o por vía indirecta. Por otra parte, la alusión genérica a la ley como fuente de Derecho administrativo, no agota el análisis de las distintas especies legales, es decir, de las distintas formas como las normas jurídicas escritas de carácter general surgen en los estados modernos.

Se desprende de lo anterior que una enumeración de fuentes del Derecho administrativo estatal ha de tener en cuenta las siguientes:

a) Fuentes directas;

a’) Fuentes escritas: La Constitución, la ley (orgánica y ordinaria), los Tratados internacionales publicados en España, los reglamentos estatales (con rango de Decreto o dictados por autoridades inferiores) y los reglamentos dictados por otras corporaciones públicas sometidas a tutela estatal.

b’) Fuentes no escritas: La costumbre y los principios generales del Derecho.

b) Fuentes indirectas: Los tratados internacionales (incluidos los concordatos) firmados pero no publicados oficialmente y la jurisprudencia.

2.2.2. La jerarquía de las fuentes

Interesa ahora colocar en un orden jerárquico y escalonado las distintas fuentes que se acaban de enumerar, lo que significa tanto como establecer el orden de aplicabilidad de las normas jurídicas al caso concreto y el criterio para solucionar las contradictorias prescripciones que se encuentren en normas de distinto rango. Para ello hemos de manejar dos criterios fundamentales; el criterio de la primacía del Derecho escrito, y el criterio de la jerarquía del órgano de que emana la regla escrita del derecho.

Por aplicación del primer criterio, las fuentes no escritas van a quedar relegadas en el derecho administrativo a la categoría de fuentes subsidiarias. Esto es, desde luego, rigurosamente cierto si se pone en contraste la ley formal (constitucional u ordinaria) con la costumbre pues aun dando por supuesta la solución positiva al problema de su existencia en derecho administrativo, únicamente será posible acudir a ellas en defecto de regulación expresa legal, sin que, por lo demás, pueda admitirse una costumbre contra legem. Pero esta misma preeminencia debe reconocerse, frente a la costumbre, a cualquier disposición administrativa de carácter general dictada por órgano competente para ello, debiéndose entender con este alcance la prescripción del artículo 21.2 en relación con el artículo 1° 2 del Código Civil.

Por lo que se refiere a los principios generales del Derecho debe decirse, en términos generales, que su aplicación es subsidiaria y que, por tanto, sólo podrán ser invocados a falta de texto jurídico escrito aplicable a la cuestión controvertida, sin perjuicio, claro está, de su “carácter informador del ordenamiento Jurídico”.

El segundo criterio cuyo manejo anunciábamos para solucionar el problema de la jerarquía de las fuentes, es el de la propia jerarquía del órgano estatal que dicta la norma. A estos efectos debe establecerse, aparte, claro está. la primacía de la Constitución, en primer lugar, la subordinación de las disposiciones administrativas (fuentes de la Administración) respecto de las emanadas del poder legislativo (fuentes para la Administración), señalándose dentro de estas últimas la mayor jerarquía de las leyes orgánicas respecto de las ordinarias. En segundo lugar, y dentro ya de las fuentes de la Administración, debe jugarse con dos reglas: 1a a mayor jerarquía del órgano que dicta la norma administrativa, corresponde mayor rango formal de la norma dictada (así un reglamento aprobado por Decreto tiene un mayor rango jurídico que una disposición reglamentaria dictada por Orden ministerial; ésta no podrá nunca contradecir a aquél), 2a, las normas reglamentarias de las entidades de carácter público integradas en el Estado no pueden contradecir el derecho estatal.

Por lo que se refiere a otras fuentes como la jurisprudencia y los tratados internacionales no publicados aunque ratificados, ya se ha señalado que sólo tienen un valor indirecto en Derecho administrativo. En efecto, el artículo 1° 5 del Código civil (en su redacción de 1974) establece que “las normas jurídicas contenidas en los tratados internacionales no serán de aplicación directa en España en tanto no hayan pasado a

formar parte del ordenamiento interno mediante su publicación en el Boletín Oficial del Estado”; aunque, a contrario sensu, una vez publicadas e integradas en nuestro ordenamiento, sí pasan a ser normas de aplicación directa (artículo 96.1 de la Constitución); y por (o que se refiere a la jurisprudencia, el número seis del propio artículo 1° declara que “la jurisprudencia complementará el ordenamiento jurídico con la doctrina que, de modo reiterado, establezca el Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho”.

Por lo dicho, la enumeración jerárquica de las fuentes del Derecho, en sentido estricto (fuentes directas), queda entonces establecida de la siguiente forma:

a) Fuentes directas primarias:

1a Constitución.

2a Leyes orgánicas y Estatutos de Autonomía.

3a Leyes ordinarias.

4a Decretos-leyes y Decretos legislativos.

5a Reglamentos o disposiciones de Gobierno.

6a Disposiciones de Ministros y -en su caso- autoridades inferiores.

b) Fuentes directas subsidiarias:

7a La costumbre.

8a Los principios generales del derecho.

3. DIVISIÓN DE PODERES

3.1. FORMAS PREMODERNAS

La división de poderes en su sentido más amplio y genérico, es decir, entre las partes que componen un sistema político, puede ser considerada como una constante de la praxis y de la teoría políticas de todo tiempo, si bien naturalmente toma distintas modalidades según las épocas y las coyunturas en lo que respecta a su grado de mayor o menor empirismo o racionalización, y en lo referente a su adaptación a las condiciones políticas y a los supuestos culturales de cada tiempo.

Así, el feudalismo en su sentido típico ideal se caracteriza, de un lado, por una división vertical de poderes, que comenzando con el rey y siguiendo la cadena feudal, se extiende a través de sus vasallos y subvasallos, cada uno ejerciendo su señorío sobre determinadas tierras y personas, sin que el superior pueda intervenir en la esfera del inferior más que dentro de los límites prefijados en el pacto feudo vasálido y, de otro lado, por una división horizontal, puesto que el poder del reino, en su nivel superior, estaba distribuido entre el rey y los grandes vasallos o capite tenentes. Cierto que, como ha mostrado M. Weber, se trataba de una división cuantitativa e irracional del poder, bien distinta del carácter cualitativo, raciona! y funcional de la moderna división de poderes.

En la forma política que sigue al feudalismo, es decir en la llamada constitución estamental, en la que el orden político es concebido como un corpus mysticum del que el rey es caput y el conjunto de los estamentos los membra o regnum, el poder se dividía, de un lado, entre el rex y el regnum; al rey le corresponde el gobierno ordinario, pero toda la innovación jurídica importante, todo impuesto nuevo o todo negocio arduo necesitaba el asentimiento del regnum cuyos poderes se dividían, a su vez, entre los estamentos que lo componían, en general, clero, nobleza y estado llano. Lo que se trataba de defender dentro de estas concepciones premodernas de la división de poderes no era o, por lo menos, no era directamente, la libertad abstracta individual -como veremos que es el caso en la doctrina de Montesquieu-, sino la libertas concreta, es decir, el status privativo o privilegium de cada estamento y de sus miembros: una cosa era la libertas eclesiástica y, en consecuencia la de los clérigos, otra cosa era la libertas nobiliaria y la de los nobles, y otra cosa la de las ciudades y la de sus ciudadanos. Es decir, mi libertad no era originaria ni igual a la de cualquier otro, sino que dependía de la libertas del estamento o colectivo al que perteneciera.

Frecuentemente ha sido considerada como un precedente o como una forma de la división de poderes la tesis del status mixtus desarrollada en el mundo antiguo por Platón, Aristóteles y Polibio, más tarde recepcionada por la escolástica y siempre de algún modo presente en la historia del pensamiento y de la realidad política, fórmula en la que, como es sabido, postula un sistema de gobierno con componentes monárquicos, aristocráticos y democráticos, y que, a través de la literatura política inglesa del siglo XVII, engarza con versiones más modernas de! tema de la división de poderes. A título de ilustración, como un ejemplo del paso de la tradicional constitución estamental y de la doctrina del status mixtus a la moderna división de poderes pueden citarse estas palabras de John Sadler suscritas en 1649:

“Nuestros antepasados siguieron de muy buen ánimo la voz de la naturaleza emplazando el poder legislativo, el Judicial y el ejecutivo en tres distintos estamentos (estates). Lo que, si no es históricamente cierto, es un testimonio más de la tendencia a legitimar una ¡dea nueva por la apelación a la tradición. En todo caso ya más próxima a nuestro tiempo no sólo en el sentido cronológico, sino ante todo conceptual, se ha considerado la ¡dea del balance of powers, del equilibrio o de la balanza de poderes desarrollada al hilo de las polémicas inglesas del siglo XVII, como una forma de división del ejercicio del poder donde la perspectiva orgánica subyace a las formas de división anteriores, y que presuponen, como se ha dicho, la idea organicista de un corpus mysticum político o civiles, cede ante la perspectiva mecanicista -más típica del mundo moderno- al tratar el problema no desde el punto de vista de tos miembros articulados en un organismo, sino desde el punto de vista de las relaciones de fuerza.

3.2. LA FORMULACIÓN DE MONTESQUIEÜ

Dando de lado a autores intermedios que no interesan a nuestro objetivo, pasaremos a recordar que en 1748 Montesquieu formula su famosa teoría de la división de poderes, la cual no sólo se convierte en canónica para el Derecho constitucional de la época liberal, sino que ha sido considerada con razón como algo cualitativamente distinto de sus posibles antecedentes, es decir, no como eslabón de un proceso, sino como una formulación esencialmente nueva y con vocación de validez universal. A tal conclusión se llega argumentando que dicha formulación se caracteriza:

a) Por algo que está ausente de otras ¡deas de la división de poderes, a saber, la asignación clara y precisa de cada función capital del Estado a un órgano específico, precisamente al que por su composición es el más capacitado para cumplirla: así, como la ejecución exige acción rápida, debe ser encomendada a una persona y no a varias, pero como la legislación exige deliberación previa y como deliberar es cuestión de una pluralidad de personas, el poder legislativo debe ser encomendado a unas asambleas. Así pues, Montesquieu no se limita a distribuir cuantitativamente o hacer participar indiscriminadamente en el ejercicio del poder estatal a distintas fuerzas sociales, sino que, a través de la asignación de cada función al órgano más adecuado para su cumplimiento, transforma la división de poderes en un sistema construido con arreglo a una racionalidad funcional, pero bien entendido que no construye este sistema en un vacío socio-político, sino teniendo en cuenta la realidad efectiva de las cosas: el rey como institución preexistente a quien encomienda el poder ejecutivo, el cuerpo de la nobleza no menos socialmente existente que formará la Cámara Alta y el pueblo que, a través de sus representantes, formará la Cámara Baja.

b) Por su modalidad de formulación, que no se limita a mostrar un estado de cosas en un país determinado tal como era el caso de algunas formulaciones precedentes, sino a proporcionar un modelo racional de validez universal, pero al que no liega partiendo deductivamente de un principio sino elaborando los datos obtenidos de la observación empírica de la Constitución inglesa de su tiempo, interpretados y sistematizados de acuerdo con los métodos de las Regulae Philosophandi de Newton. es decir, concibiendo el funcionamiento de los poderes estatales como una relación de fuerzas que produce una resultante.

c) La resultante producida por las relaciones entre los poderes es la libertad individual, es decir, no la libertas corporativa o estamental de otros tiempos. Sabido es el pensamiento de Montesquieu en este punto: el valor político supremo es la libertad, el mayor enemigo de la libertad es el poder, ya que todo poder tiende a su abuso, pero como el poder sólo puede ser detenido por el poder es preciso neutralizar su abuso dividiendo el ejercicio de tal poder en distintos órganos. De aquí que siguiendo, aunque sin mencionarlos, como antes hemos dicho, los principios de la mecánica de Newton conciba el orden político no como una ordenación monocéntrica, tal como sucedía en la monarquía absoluta, sino pluricéntrica, no resultando de la operación de unas substancias, sino de unas relaciones entre fuerzas que generan un estado de equilibrio, lo que trasladado al campo político se expresa diciendo que los poderes actúan y se relacionan entre sí por la doble facultad del ‘statuer’, es decir de ordenar por sí mismo y de corregir lo ordenado por otro, y por la facultad de ’empécher’, o sea el derecho de anular bajo una resolución tomada por otro.

Bajo estos supuestos, la doctrina de Montesquieu establece algo cualitativamente nuevo, racionaliza perspectivas empíricas del problema, generaliza versiones circunstanciales y formula un modelo de la organización del Estado en tres poderes: legislativo, ejecutivo y judicial, si bien considera que éste no debe ser encomendado ni a un estamento ni a una profesión, sino a unos ciudadanos sacados anualmente a suerte, no reunidos permanentemente, sino según lo requiera la ocasión y sin otra misión que ser la boca que pronuncia las palabras de la ley, de la que no puede moderar ni la fuerza ni el rigor, por todo lo cual Montesquieu lo considera como un poder en cierto modo “invisible et nulle”.

4. LA JERARQUÍA DE LAS NORMAS

El principio de jerarquía normativa es un principio estructural básico que constituye un elemento esencial para dotar al ordenamiento de seguridad. En su forma más general, la jerarquía normativa significa que existen diversas categorías de normas relacionadas jerárquicamente entre sí. de tal manera que las de inferior nivel o rango, en ningún caso pueden contradecir a las de rango superior. Las normas que ostentan el mismo rango poseen, en cambio, como es natural, la misma fuerza normativa. Esta estructura jerarquizada tiene una forma piramidal cuya cúspide es la Constitución, norma suprema, a la que están sujetos los ciudadanos y los poderes públicos y que se impone a todas las demás. Tras ella se encuentra la ley; a una y otra está sometida plenamente la Administración, como precisan los artículo 9.1 y 103.1 de la Constitución y, por tanto, sus productos normativos o reglamentos. La sumisión del reglamento a la ley es absoluta; no se produce más que en los ámbitos que la ley le deja, no puede intentar dejar sin efecto los preceptos legales o contradecirlos, no puede suplir a la ley allí donde es necesaria para producir un determinado efecto o regular un cierto contenido. La sentencia del Tribunal constitucional 35/1982 ha señalado especialmente esta diferencia; “La distinción clásica entre ley y reglamento recibe su sentido de la necesidad de diferenciar. en razón de sus fuentes, las normas de un poder potencialmente ¡limitado (dentro de la Constitución), y las dictadas por otro que, por el contrario, es radicalmente limitado y, salvo muy contadas excepciones sólo puede actuar cuando el primero lo habilita”. Pero el principio de jerarquía normativa no se refiere sólo a las relaciones ley-reglamento, sino que también los propios reglamentos están relacionados entre sí jerárquicamente, de forma correlativa a la jerarquía que une a los órganos de que proceden. El artículo 23 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado sanciona expresamente esta jerarquía normativa interna:

1° Decretos.

2° Ordenes acordadas por las Comisiones Delegadas del Gobierno.

3° Ordenes ministeriales.

4° Disposiciones de autoridades y órganos inferiores, según el orden de su respectiva jerarquía.

Así pues, las normas inferiores deben respetar lo dispuesto en las de mayor rango.

5. LAS NORMAS Y SU PUBLICACIÓN

El artículo 91 de la Constitución dice: “El Rey sancionará en el plazo de 15 días las leyes aprobadas por las Cortes Generales, y las promulgará y ordenará su inmediata publicación”. Hay en este precepto la referencia a tres conceptos (sanción, promulgación y publicación) no fáciles de distinguir, en el plano teórico, e incluso difíciles de integrar coherentemente en el conjunto de principios que inspiran la Constitución española.

5.1. SANCIÓN, PROMULGACIÓN Y PUBLICACIÓN DE LA LEY

5.1.1. La sanción

Establecido el sistema de separación de poderes en las Constituciones decimonónicas, el requisito de la sanción real de las leyes elaboradas por el Parlamento representa claramente la etapa de transición de la teoría de! “poder divino de los reyes” a la soberanía nacional.

Fórmulas como la británica “King in Parliamení” o como la de la monarquía española que legitimaba los poderes del rey “por la gracia de Dios y de la Constitución”, no son sino una manifestación de una teoría en la que el monarca aparece como copartícipe en la función legislativa. Es obvio que con esta fórmula se rechaza la teoría autoritaria -cuyo máximo exponente teórico fue Laband, e) gran constructor del derecho público del imperio alemán-, según la cual la labor del parlamento se limita a redactar el contenido de la ley, mientras que es la sanción real la que convierte en precepto jurídico vinculante. Pero también es cierto que, cuando se formuló tal doctrina, aún nos encontrábamos lejos de la sanción como acto reglado que configura el artículo 91 de la Constitución.

Desde luego, lo que nuestra historia constitucional demuestra es que la sanción es, en cualquier caso, una institución propia de la forma de Estado monárquico. Desde la Constitución de 1812 a la de 1876 la sanción es  una consecuencia del principio de que “la potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey” (artículo 18 de la Constitución de 1876); la intervención del Rey se manifiesta precisamente a través de la sanción (artículo 44). No debe extrañar por tanto que la Constitución republicana de 1931 realice una revisión terminológica y conceptual que no sirve sino para demostrar el convencionalismo -y el confusionismo- existente en esta materia. Dicho esto, el encaje de la sanción en el conjunto sistemático de la constitución española plantea ciertamente delicados problemas. En primer lugar, la Constitución española es radicalmente democrática: la soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan los poderes del Estado (artículo 1°. 2 de la Constitución) y las cortes generales, que representan al pueblo español, ejercen la potestad legislativa del Estado” (artículo 66). Dentro de esta estructura democrática parecería lógico interpretar que todos los atributos y prerrogativas que se atribuyen al Rey no signifiquen sino un tributo histórico y simbólico rendido por la Constitución. Extrayendo las consecuencias jurídicas de esta postura, podría decirse que, desde el punto de vista de nuestra Constitución “la sanción real es un requisito tan necesario como innecesario” (Santamaría). Si, desde el punto de vista político, esto puede ser cierto, en el plano puramente jurídico esto no deja de ser un ingenioso Juego de palabras.

Pues lo que se trata de saber es si una ley aprobada por las Cortes puede entrar en vigor si no se cumple con el requisito formal (protocolario si se quiere) de la sanción por el Rey; acto-trámite que, para entendernos, identificamos con la firma por el Rey del texto legal. Y la conclusión a que se llega -por difícil que resulte su asimilación política- no puede ser otra sino la siguiente: una ley no sancionada carece de un requisito esencial para que produzca sus efectos jurídicos (es decir, para que entre en vigor) Y las razones para llegar a esta conclusión son obvias.

Por lo pronto, los requisitos formales, por inocuos que parezcan, forman parte esencial del Derecho. El legislador (y el constituyente, por supuesto) debe meditar las consecuencias que acarrea el incluir o no la exigencia de un requisito de forma para la validez de un negocio jurídico; pero sí se incluye, la consecuencia es que tiene que ser respetado; pues la negación del Derecho en cuanto a su forma conduce a la arbitrariedad, es decir, a la negación misma del Derecho. Cuando se exige, por ejemplo, que un poder para litigar esté “bastanteado”, nuestra jurisprudencia enseña que no basta con que el Tribunal considere, tras examen de su contenido, que el poder es bastante; es necesario el requisito formal del “bastanteo”.

El argumento de que la sanción aparece en el artículo 91 como un acto reglado tampoco constituye un argumento convincente. El derecho administrativo está lleno de ejemplos de actos reglados… cuyos efectos jurídicos, sin embargo, no se producen hasta que no han sido efectivamente dictados. Por supuesto que el Rey está obligado a sancionar la ley. Sin embargo, ¿qué ocurre si se niega a firmarla? Pues que aquí empieza el problema político, donde termina el jurídico; pues para el jurista la solución no puede ser sino la que anteriormente hemos adelantado.

Añadamos a lo anterior, que la sanción no es simplemente un requisito más o menos irreflexivamente incluido en la “enumeración en cadena” del artículo 91. En el artículo 62-A de la propia Constitución se establece como una de las facultades que corresponden al Rey. Así es que, o bien nos encontramos ante uno de esos “preceptos constitucionales contrarios a la Constitución” (según la paradójica terminología de O. Bachoff), o estamos ante un simbolismo político convertido en precepto jurídico.

Téngase en cuenta, por lo demás, que por muy desprovisto de poderes ejecutivos que se encuentre el monarca, lo cierto es que el artículo 56 de la Constitución le confiere la calidad de Jefe de Estado y que, en cuanto tal, no debe resultar sorprendente su intervención, con efectos jurídicos, en la totalidad del proceso legislativo.

En resumen, y con independencia de cuanto se dirá después sobre la fórmula que se viene utilizando en España para la sanción y promulgación de las leyes, lo cierto es que éstas deben ser sancionadas por el rey como requisito previo a su entrada en vigor.

5.1.2. La promulgación

Si, como se ha visto, la sanción va unida a la forma monárquica del Estado, la promulgación ha podido explicarse entonces como una sustitución de la sanción adaptada a la forma republicana. El tema renace en Francia con motivo de las discusiones habidas en la elaboración del artículo 1° del Código Napoleón, Según el cual, las leyes serán ejecutivas “en virtud de la promulgación”. Restaurada la monarquía francesa, el artículo 22 de la Carta Otorgada de 1814 terminó curiosamente por acumular las dos instituciones al declarar que sólo el Rey sanciona y promulga las leyes; precepto que se reitera en las ulteriores constituciones monárquicas del XIX.

El artículo 91 de la Constitución española responde a ese criterio acumulativo antes referido. Así es que si se admite la tesis de que la sanción sea a la forma monárquica lo que la promulgación es a la forma republicana, estaríamos ante uno de esos preceptos constitucionales vacíos de contenido (según la expresión utilizada por Rubio Llórente y Aragón). Lo que ocurre, sin embargo, es que la diferencia entre la sanción y la promulgación no deriva de la forma monárquica o republicana del Estado, sino del contenido intrínseco de cada uno de estos actos (cosa distinta es -como luego se demostrará- que la publicación haga innecesaria, es decir vacíe de contenido, a la promulgación).

En efecto, mientras la sanción es, como se demostró, la participación del Jefe del Estado en el proceso legislativo, la promulgación consiste esencialmente en la solemne proclamación del contenido de la ley para conocimiento de cuantos (autoridades y ciudadanos) tienen la obligación de aplicarla y de obedecerla.

En resumen: la promulgación de la ley responde a la necesidad de divulgar su conocimiento y su fehaciente existencia en momentos históricos en que no se disponía de los medios de difusión que se generalizan a partir de la mitad del siglo XIX.

5.1.3. La publicación

Como recuerda Santamaría Pastor, la Real Orden de 22 de septiembre de 1836 es la primera norma que fija como momento inicial de vigencia de las normas reglamentarias la de su publicación en la Gaceta. El sistema se consolida definitivamente con el Real Decreto de 9 de marzo de 1851, según cuyo artículo 1° “todas las leyes, reales decretos y otras disposiciones generales que por su índoles no sean reservadas… se publicarán en la parte oficial de la Gaceta”. El artículo 2° dice literalmente: “Las disposiciones generales que se publiquen en la Gaceta no se comunicarán particularmente. Con sólo la inserción en ella de las expresadas disposiciones será obligatorio su cumplimiento para los tribunales, para todas las autoridades civiles, militares y eclesiásticas en cuanto dependan de los respectivos ministerios y para los demás funcionarios”.

Los efectos de la promulgación vienen así a confundirse con los de la publicación; y es ésta la misma idea que inspira la antigua redacción del artículo 1° del Código civil: “Las leyes obligarán… a los veinte días de su promulgación…”. “Se entiende hecha la promulgación el día en que termine la inserción de la ley en la Gaceta”. A partir de aquí, carece de sentido distinguir en nuestro Derecho positivo entre promulgación y publicación de la ley. Por eso la nueva redacción dada a! título preliminar del Código civil por la Ley 3/1973 (texto articulado de 31 de mayor de 1974) prescinde del término (y del concepto) de promulgación, limitándose a decir en su artículo 2°-1 “las Leyes entrarán en vigor a los veinte días de su completa publicación en el BOE, si en ellas no se dispone otra cosa”.

El único problema que nos queda entonces por resolver es e! relativo a la naturaleza jurídica del requisito de la publicación de la ley. ¿Se trata de un requisito de validez o de eficacia de la norma? No podemos compartir la opinión de quienes mantienen que la publicación constituye requisito esencial para la existencia de la ley. Una ley aprobada por las Cortes y sancionada por el Rey es una norma jurídica perfecta cuyos efectos jurídicos (la vigencia) penden de un hecho cual es su publicación. Es inadmisible pensar que este hecho cuya realización depende, en última instancia, de los servicios burocráticos de la Presidencia del Gobierno pueda calificarse como un elemento esencial constitutivo de la ley. Una cosa es que, desde el punto de vista de su aplicación, la ley no publicada es como si no existiere; y otra cosa es que realmente no exista. Más aún; no es impensable la hipótesis de que por una premeditada manipulación política, o una simple deficiencia burocrática, el hecho de la publicación en el periódico oficial se demore; en cuyo caso nos encontraríamos ante una ley “secuestrada”, existente pero no vigente, porque alguien, sin poder jurídico para ello, impide su publicación.

5.1.4. La fórmula de la publicación

Queda dicho con lo anterior que una ley entra en vigor una vez que: 1) ha sido aprobada por las Cortes; 2) sancionada por el Rey, y 3) publicada en el BOE. La eliminación de la promulgación, a pesar de la expresa alusión que se contiene en el artículo 91 de la Constitución. queda explicada con el argumento de que se trata de un concepto vacío de contenido específico

Se puede objetar a esto que la práctica jurídica, al mismo tiempo que se ajusta estrictamente al artículo 91 de la constitución, desmiente nuestras conclusiones. Porque cabalmente a partir de la promulgación-publicación de la Constitución de 1978 se puso en circulación una fórmula que ahora se recoge en cuantas leyes aparecen publicadas en el BOE. Esta fórmula se divide en dos partes, a saber:

a) En la cabecera de la ley y antes del preámbulo o exposición de motivos se incluye lo siguiente:

“Juan Carlos I, Rey de España

A todos los que la presente vieren y entendieren,

Sabed: que las Cortes Generales y Yo vengo en sancionar la siguiente ley”:

(A continuación el texto de la ley)

b) Al final del texto de la ley y antes de la fecha, firma y refrendo se incluye lo siguiente:

“Por tanto, mando a todos los españoles, particulares y autoridades, que guarden y hagan guardar esta ley”.

Se nos podría decir, pues, que la primera parte constituye la sanción de la ley; y que la segunda constituye la promulgación.

Pensamos, sin embargo, que cabalmente el examen de esta fórmula es una confirmación de cuanto se ha mantenido con anterioridad. En efecto, por lo que se refiere a la sanción, se trata simplemente de subrayar de forma expresa algo que va implícito en la firma del Rey, quizás sea en este sentido ociosa, pero desde luego, se corresponde con un requisito cuya existencia jurídica hemos afirmado.

No ocurre lo mismo con la pretendida fórmula de promulgación. No existe un sólo precepto en nuestra constitución que sirva de cobertura al “mandato real” con el que se cierra el texto de la ley.