Texto II

Texto II

Decides bajar, a tientas, a ese patio techado, sin luz, que no has vuelto a visitar desde que lo cruzaste, sin verlo, el día de tu llegada a esta casa.

Todas las paredes húmedas, lamosas; aspiras el aire perfumado y quieres descomponer los elementos de tu olfato, reconocer los aromas pesados, suntuosos, que te rodean. El fósforo encendido te ilumina, parpadeando, ese patio estrecho y húmedo, embaldosado, en el cual crecen, de cada lado, las plantas sembradas sobre los márgenes de tierra rojiza y suelta. Distingues las formas altas, ramosas, que proyectan sus sombras a la luz del cerillo que se consume, te quema los dedos, te obliga a encender uno nuevo para terminar de reconocer las flores, los frutos, los tallos que recuerdas mencionados en crónicas viejas: las hierbas olvidadas que crecen olorosas, adormiladas: las hojas anchas, largas, hendidas, vellosas del beleño: el tallo sermenteado de flores amarillas por fuera, rojas por dentro; las hojas acorazonadas y agudas de la dulcamara; la pelusa cenicienta del gurdolobo, sus flores espigadas; el arbusto ramoso del evónimo y las flores blanquecinas; la belladona. Cobran vida a la luz de tu fósforo, se mecen con sus sombras mientras tú recreas los usos de este herbario que dilata las pupilas, adormece el dolor, alivia los partos, consuela, fatiga la voluntad, consuela con una calma voluptuosa.

Te quedas solo con los perfumes cuando el tercer fósforo se apaga. Subes con pasos lentos al vestíbulo, vuelves a pegar el oído a la puerta de la señora Consuelo, sigues, sobre las puntas de los pies, a la de Aura: la empujas, sin dar aviso, y entras a esa recámara desnuda, donde un círculo de luz ilumina la cama, el gran crucifijo mexicano, la mujer que avanzará hacia ti cuando la puerta se cierre.

Aura vestida de verde, con esa bata de tafeta por donde asoman, al avanzar hacia ti la mujer, los muslos color de luna: la mujer, repetirás al tenerla cerca, la mujer, no la muchacha de ayer: la muchacha de ayer –cuando toques sus dedos, su talle- no podía tener más de veinte años; la mujer de hoy, alrededor de los ojos verdes; el rojo de los labios se ha oscurecido fuera de su forma antigua, como si quisiera fijarse en una mueca alegre, en una sonrisa turbia: como si alternara, a semejanza de esa planta del patio, el sabor de la miel y el de la amargura. No tienes tiempo de pensar más:

Siéntate en la cama, Felipe.

Sí.

El texto que vamos a comentar presenta una serie de intenciones comunicativas que se actualizan a través de diversos recursos lingüísticos. De ellos daremos cuenta en lo que sigue.

Desde el punto de vista prosodemático el texto presenta un grupo fónico amplio, mayor del estándar en nuestro idioma, que oscila entre ocho y once sílabas: Decides bajar, a tientas, a ese patio techado, sin luz, que no has vuelto a visitar desde que lo cruzaste, sin verlo, el día de tu llegada a esta casa. De ahí que el ritmo del discurso sea de una entonación larga. Para compensar esta longitud inusual, el autor introduce numerosos incisos que generan grupos de intensidad que marcan el tema y el rema de las oraciones: así, en el ejemplo anterior, se acotan con comas tres circunstancias que rodean el descenso al patio: a tientas, sin luz y sin verlo. El autor, por tanto escribe con grupos fónicos amplios cuyos grupos de intensidad realzan la información en la que el narrador desea hacer hincapié: hay un deseo de detallar las circunstancias que rodean a la acción.

Las entonaciones que predominan de modo absoluto durante la narración es la enunciativa: el narrador no desvela su postura respecto a lo narrado: se limita a constatar lo que va sucediendo con detalle. De este recurso lingüístico resulta un fuerte contraste con lo tratado: el misterio aumenta si es narrado por alguien que no se implica en él.

El escueto diálogo de los personajes es suficiente para caracterizarlos: Aura emplea una entonación exhortativa con un grupo fónico lacónico que subraya su mandato: Siéntate en la cama, Felipe. Mientras que éste responde con una sumisa entonación enunciativa que se limita al monosílabo .

En lo morfológico, observamos una clara abundancia de sustantivos, especialmente en el segundo párrafo: el autor pretende con ello tratar las cosas en sí mismas: en concreto es la vegetación doméstica la alcanza protagonismo en su quietud por sí sola. Todos los sustantivos son mayoritariamente concretos, es decir, perceptibles por los sentidos, por lo que el narrador pretende hacer que al lector, como simétrica y simultáneamente le sucede a Felipe, reciba todas las sensaciones: te quema los dedos, te obliga a encender uno nuevo para terminar de reconocer las flores, los frutos, los tallos que recuerdas mencionados en crónicas viejas: las hierbas olvidadas que crecen olorosas, adormiladas, es ejemplo de lo que afirmamos.

Casi todos los sustantivos aparecen actualizados para darles una entidad de realidad absoluta: el patio, las hijas anchas, los perfumes, la mujer, la muchacha, la cama,… incluso algunos con deícticos con valor de actualizador evocativo: ese patio, esa recámara desnuda, esa bata de tafeta, esa planta del patio,… o de proximidad inexorable: este herbario.

En cuanto a los adjetivos, notamos una presencia abrumadora de ellos. Su posición, para recalcar la falta de implicación emotiva del autor con lo narrado: arbusto ramoso, hojas acorazonadas, ojos verdes, forma antigua,… nos muestran la intención de detallar objetos y caracteres por parte del narrador. A cada planta le corresponde uno o más adjetivos yuxtapuestos o coordinados: flores amarillas por fuera, rojas por dentro; tierra rojiza y suelta.; también a Aura de ojos verdes o al patio, de paredes húmedas, lamosas. Nótese cómo el que queda sin caracterizar es el propio Felipe: no es necesario caracterizarlo porque sólo es rentable en cuanto mero receptor de lo que allí acaece. No importa cómo sea, interesa qué siente y percibe: Todas las paredes húmedas, lamosas; aspiras el aire perfumado y quieres descomponer los elementos de tu olfato, reconocer los aromas pesados, suntuosos, que te rodean o cuando toques sus dedos, su talle.

Los verbos subrayan la idea de acercar al receptor a las sensaciones que percibe el narratario, o receptor en la trama, es decir: Felipe. El narrador, para potenciar ello, emplea la segunda persona: de este modo parece quedar anulada la voluntad del que actúa, siendo el narrador un mero apuntador de lo que allí sucede y lo que a Felipe le sucede por dentro: Te quedas solo con los perfumes cuando el tercer fósforo se apaga o No tienes tiempo de pensar más. El narrador, de este modo es omnisciente y aborda a sus personajes mediante una función conativa que no es de mandato o ruego –recordemos que se expresa mediante una entonación enunciativa- sino de constatación serena. Ello denota el mundo de los conjuros o de la magia, pues parece como si el narrador estuviera presente ante lo narrado y conociera el futuro, como vamos a ver.

Los tiempos usados por éste son, de un lado, el presente de indicativo con valor de constatación, lo que hace más inexorable lo que pasa – Subes con pasos lentos al vestíbulo, vuelves a pegar el oído a la puerta de la señora Consuelo-, que se subraya por el hecho de que el narrador conozca qué va a suceder, hecho que se delata con el uso del futuro simple de indicativo: la mujer que avanzará hacia ti cuando la puerta se cierre o repetirás al tenerla cerca. Esto añade al narrador el matiz de predicción de sucesos inexorables que le suceden a Felipe.

El hecho de que el autor use el pretérito indefinido una sola vez para dar cuenta de la última vez que Felipe anduvo por el patio, ignorante de su contenido, recalca la idea de pasado alejado definitivamente aprovechando el aspecto perfectivo de este tiempo: desde que lo cruzaste, sin verlo, el día de tu llegada a esta casa.

La transformación sobrenatural de Aura se marca, no con pretérito imperfecto, como es habitual en los textos narrativos, sino con pretérito perfecto, que, estilísticamente, conecta a los presentes en la comunicación con el momento de ésta: el rojo de los labios se ha oscurecido fuera de su forma antigua. Incluso se refiere a ella con un pretérito imperfecto con valor de hecho irreal: no podía tener más de veinte años.

El empleo abrumador del modo indicativo da a la narración entidad de hechos cuya realidad no se plantea, como es propio de este modo, que en nuestro fragmento apuntala lo que anunciábamos: el narrador se limita a constatar hechos inexorables: entras a esa recámara desnuda, donde un círculo de luz ilumina la cama, el gran crucifijo mexicano, la mujer que avanzará hacia ti cuando la puerta se cierre. Solamente usa del subjuntivo para referirse a la inquietante ambigüedad del gesto de Aura y para remarcar la incertidumbre a la que el propio Felipe se enfrenta: como si quisiera fijarse en una mueca alegre, en una sonrisa turbia: como si alternara, a semejanza de esa planta del patio, el sabor de la miel y el de la amargura. Estilísticamente, se han usado tiempos y modos verbales que nutren de misterio todo lo que rodea a esta mujer.

Y, por el contrario, insistimos, es inexorable: de ahí que su única intervención sea un imperativo de singular como pura función conativa de mandato sobre Felipe: Siéntate en la cama, Felipe.

En el plano sintáctico se confirma lo que decíamos de los adjetivos, pues abundan los elementos que amplían el significado de los nombres: complementos del sustantivo: bata de tafeta, color de luna, tallo sermenteado de flores amarillas,… oraciones adjetivas de relativo: ese patio, sin luz, que no has vuelto a visitar, este herbario que dilata las pupilas, esa recámara desnuda, donde un círculo de luz ilumina la cama,… complementos predicativos: las hierbas olvidadas que crecen olorosas,… Todo ello recalca el afán de caracterizar por parte del autor para intensificar las sensaciones que Felipe recibe. Incluso aparecen sintagmas nominales cuyas cópulas han sido elididas: de este modo la cualidad se une al sustantivo aislándolo como un modo del ser estático: Aurora vestida de verde, la mujer, no la muchacha de ayer, todas las paredes húmedas, lamosas,… De este modo se crea una cierta atmósfera claustrofóbica al demorarse la acción.

En cuanto al orden de palabras confirmamos aquí lo que anunciábamos en el plano prosodemático: el autor introduce incisos que precisan y detallan las circunstancias de modo de lo narrado: El fósforo encendido te ilumina, parpadeando, ese patio estrecho y húmedo, embaldosado, en el cual crecen, de cada lado, las plantas sembradas sobre los márgenes de tierra rojiza y suelta. Ello hace que, por el afán descriptivo, el desenlace del misterio se vaya prolongando, aumentándose. Esto es aún más palmario si observamos la abundancia de elementos paratácticos, es decir coordinados: quieres descomponer los elementos de tu olfato, reconocer los aromas pesados, suntuosos, que te rodean o este herbario que dilata las pupilas, adormece el dolor, alivia los partos, consuela, fatiga la voluntad, consuela con una calma voluptuosa.

En cuanto al léxico empleado, el narrador se desvela como un emisor culto, en cuanto evita las palabras ómnibus: por el contrario, ofrece una enorme riqueza léxica: las hierbas olvidadas que crecen olorosas, adormiladas: las hojas anchas, largas, hendidas, vellosas del beleño: el tallo sermenteado de flores amarillas por fuera, rojas por dentro; las hojas acorazonadas y agudas de la dulcamara; la pelusa cenicienta del gurdolobo, sus flores espigadas; el arbusto ramoso del evónimo y las flores blanquecinas; la belladona. Especialmente destacable es la riqueza del léxico botánico empleado para designar la multitud de tipos de plantas que están en el patio.

En el apartado semántico, el narrador ha generado campos léxicos de plantas cuyo archisemema podría ser el de “exotismo” y que tienen un rasgo connotativo común, o virtuema: el de “hechas para fines medicinales o mágicos”: Cobran vida a la luz de tu fósforo, se mecen con sus sombras mientras tú recreas los usos de este herbario que dilata las pupilas, adormece el dolor, alivia los partos, consuela, fatiga la voluntad, consuela con una calma voluptuosa A ello se suman otras palabras que comparten tal idea: círculo de luz, gran crucifijo, sonrisa turbia,…

Nótese cómo Aurora queda designada de la forma ambigua que apuntábamos mediante la coordinación de dos antónimos: el primero de ellos metafórico, pues su sonrisa refleja el sabor de la miel y el de la amargura.

El carácter hipnótico, demorado de la acción se intensifica con campos semánticos de “lentitud”: bajar, a tientas; aromas pesados, hierbas que crecen adormiladas, dilata los párpados, fatiga la voluntad, subes con pasos lentos,… Todo ello hace que Felipe se inserte en una atmósfera de anulación de la voluntad. El lector percibe por tanto cómo este personaje queda abocado a un peligro que, como él, también desconoce, pero sabe maligno.

Con esta intención el autor ha organizado el texto a modo de gradación: en el primer párrafo da cuenta de cómo se inserta Felipe en este submundo; hace una transición rápida a la descripción del patio o espacio primero que anuncia y sugiere inquietud – Todas las paredes húmedas, lamosas-, tenebrosamente retratado a la luz moribunda de las cerillas de él. Al apagarse una de ellas, se produce en el tercer párrafo la inserción en el espacio segundo, también descriptivo y que confirma los presagios del anterior: y entras a esa recámara desnuda, donde un círculo de luz ilumina la cama, el gran crucifijo mexicano, la mujer que avanzará hacia ti cuando la puerta se cierre. El último párrafo narrativo llegas por fin al centro del camino recorrido: Aurora: Aurora vestida de verde. Por fin se abre un breve texto dialógico que anuncia, pero no concreta, qué va a pasar: el final abierto encuentra terribles presagios en la mente de los receptores.