Texto III

Texto III

Los aguardaba el implacable polvo del desierto, como si se tratase de un dios ciego al acecho. Allá, displicente y eterno, hacia el Norte cruel, más allá del Río Grande, el desierto, donde un hombre apenas es una de las infinitas formas de la desesperanza. Donde sea tal vez la más fiel precisión de su nada. Los aguardaba la ingratitud de las cabalgaduras. Las leguas, las profundas leguas atestadas de sed. El rencor, la enfermedad, la lluvia. La noche los aguardaba, y en la noche, el dilatado territorio del sueño, que ningún hombre ha hollado por entero, y en el sueño quién sabe lo que los aguardaba. Puede que el rencor y puede que la enfermedad y puede que la lluvia. Tal vez la revelación de que unas onzas de plomo se adiestraban en la paciencia, y que por la ignominia, por la codicia o por el antiguo placer de matar hombres, alguien correría al albur del reto o la emboscada. Tampoco es improbable que los aguardase la nostalgia de un destino distinto, porque durante el sueño se ignoran las exigencias de la vigilia, en la cual jamás es concedida una segunda oportunidad. Todo eso los aguardaba, y también todo lo que jamás otorgado les sería: la estima de sus conciudadanos, los domingos de la predicación; el hartazgo de una sola mujer inhábil al deseo, aunque adecuada a ese vano ejercicio de la prosecución de un apellido, una sangre, unos errores.

En breve -habían obtenido el oro en pago a sus servicios- volverían las jornadas labradas con coraje, ese hábito padecido como necesidad, y que quizás, los años transcurridos, sirviese a otros hombres, indignos del valor, para cantar un episodio de la Historia, para añadir orgullosas palabras que nadie requirió allí donde un gesto bastaba. Volverían los rostros de los que habían muerto por su mano, y junto con ellos la vanidad y el miedo, y la vaga presunción, nunca resuelta, de haberse sometido a los designios del mal y de haberse al tiempo granjeado el favor de los cielos, por servir de instrumento al incesable ciclo de la vida y el acabamiento. Los aguardaba la salvaje camaradería del alcohol, el viejo alcohol fatal, como una amante de quien nada se ignora y que todo a su vez conoce de nosotros; el alcohol, al que ya escasa euforia se podía brindar, a no ser que como tal se juzgasen dos certezas: que cifrábase en él un anticipo del olvido, y que esta aseveración precedente era menos valiosa que una bronca resaca matinal. Renovados cuerpos mercenarios, dóciles a la ofensa, sumisos a la vocación de la ternura y la violencia aunadas. Eso los aguardaba.

Y sin embargo, a ninguna de sus citas acudieron; porque nadie -y mucho menos un inmundo general borracho- puede pasear por el polvo, atado a la trasera de su automóvil, el cuerpo de un amigo. Consentirlo fuera tal vez estar ya muerto. Y aun corrupto. Fuera ceder el paso a las arenas del desierto y ser el mismo desierto. Así, pues, no se hicieron precisas las argumentaciones en brusca lengua inglesa: supieron y aceptaron. El resto de la historia era lo que los aguardaba, pero no su destino.

El porvenir les deparó finalmente la rotunda mañana de México, un breve paseo con la armas al hombro y trescientos soldados de uniforme. Les deparó los relámpagos de metal, y el vuelo bajo de los zopilotes ávidos de carroña.

Ahora, nada más que un viento torvo encrespa la pradera desierta; mientras yo, sentado en la butaca del cinematógrafo, me maldigo por no haber conocido la gloria, en aquel día cimarrón y sangriento, de dejarme matar junto a vosotros.