Tema 62 – Las vanguardias literarias europeas y española.

Tema 62 – Las vanguardias literarias europeas y española.

Relaciones.

1. Marco histórico-político y cultural

==> Historia de Europa desde la I Guerra Mundial hasta antes de la II Guerra Mundial :

• Humillación de Alemania.

• Frustración de Italia.

• Nuevos estados.

• Éxito del comunismo y del fascismo.

• Desprestigio de los regímenes liberales y del capitalismo.

• Creación de la URSS.

==> Marco cultural :

• Comunismo, fascismo.

• Capacidad de propaganda de los movimientos futuristas y constructivistas.

• Literatuta británica : Joyce, Eliot.

• Literatura alemana : Kafka, Brecht, T. Mann.

• Literatura francesa : Valéry, Gide, Proust.

• La popularización de las formas artísticas llega al cine, al periodismo, al cómic, a la radiodifusión, a la música, a la publicidad, etc.

2. Las vanguardias literarias en Europa y en España

==> Son movimientos de ruptura con el modernismo y lo tradicional. Sede en París.

==> Futurismo : Marinetti, Milán 1909. Propone el amor al peligro, a la velocidad. Otros temas son : el canto al automóvil, la guerra como higiene del mundo. Se debe abolir el adjetivo, la puntuación, destruir en la literatura el “yo”.

==> Expresionismo : Es alemán y surge en 1910. Defienden al hombre marginal, realzan la fealdad, el caos, el poder de las tinieblas.

==> Dadaísmo (1916) : destaca Tristan Tzara. Se caracteriza por la destrucción de todo. Es un movimiento nihilista.

==> Creacionismo : Vicente Huidobro lo bautiza como tal en 1916. (Ampliar).

==> Surrealismo : André Breton lo crea en 1924. (Ampliar con características generales de tu cosecha).

==> Ultraísmo : movimiento español. Conoció sus mejores momentos en 1922 y 1924, 1925 y 1927 : (ver T-63.2 de los específicos).

==> PARA LAS VANGUARDIAS EN ESPAÑA VER ADEMÁS ==> Ts 61.2 y 63 de los específicos.

3. España, el mundo de entreguerras y la vanguardia

• Hay una comunicación cultural con Europa, fluida y extensa: Gómez de la Serna traduce “El manifiesto futurista de Marinetti”; Guillén a Paul Valéry; Dámaso Alonso a Joyce. Llegan inmediatamente al castellano el primer y segundo manifiesto surrealistas.

==> RAMÓN GOMEZ DE LA SERNA :

• “Greguería : metáfora + humorismo”. Clasificación :

1. Las que parten de analogías formales o púramente léxicas.

2. Greguerías que son metáforas desarrolladas : “Sifón : agua con hipo”.

3. Greguerías que evocan asociaciones más arbitrarias y secretas en el incosciente del lector : “El beso es hambre de inmortalidad”.

• Temas ramonianos : la reflexión sobre la escritura, el autobiografismo, el absurdo, las cosas sin valor, el erotismo.

• Obras :

1. Morbideces, Ramonismo

2. El Rastro (1915), El circo (1917)

3. Seis falsas novelas (1926)

4. La viuda blanca y negra (1917)

5. El hombre perdido (1945)

6. Automoribundia (1948)

• Influyó enormemente en el ultraísmo, dando a aquella promoción el entronque y la imaginación necesarias.

LECTURA ÚNICA :

El de “vanguardia” es un término, procedente del vocabulario militar, que hace referencia a la fuerza de choque que precede al resto del ejército en un ataque. A lo que parece, fue acuñado a principios del XIX por Carl von Clausewitz en su célebre tratado De la guerra. Al español se tradujo directamente del francés “avant-garde”, dado que fue en los ambientes culturales de Francia donde comenzó a utilizarse, en la primera mitad de ese siglo, y en referencia al compromiso del artista con su tiempo. Así, los historiadores de arte destacan su temprano uso por parte de oscuros ensayistas como O. Rodrigues en L’artiste, le savan et l’industriel (1825), o Gabriel Desiré Laverdant en De la mission de l’art et du rôle des artistes (1851). En ambos casos dicho vocablo era utilizado en ese sentido. Renato Poggioli (1964) recuerda igualmente la existencia del periódico L’avant-garde, fundado por Bakunin en 1878, indicando que el término comenzó en esos años a señalar “la vanguardia artística y literaria, […] y en más vasto pero distinto concepto, la vanguardia social y política”.

La palabra no se impuso hasta bien entrado el siglo XX, en que lo hizo para aludir al conjunto de movimientos artísticos y literarios que se sucedieron, convivieron y, a menudo, se solaparon en las primeras décadas del mismo. Estamos, por tanto, ante un concepto que contaba con una cierta tradición, pero que adquirió nuevos significados con el cambio de siglo. Con todo, el vocablo no cuajó de inmediato, pues fue precedido en un principio, al menos en nuestro país, y cuando ya se percibía una cierta confluencia de propósitos entre las distintas corrientes, por el de “movimiento moderno europeo”, que a su vez estuvo pospuesto a las llamadas específicas al “futurismo”, “cubismo” o “ultraísmo”.

Las primeras vanguardias llegaron a España a la par que el Armisticio, hacia 1918, siendo Guillermo de Torre el que afianzó aquí el término con su libro Literaturas europeas de vanguardia (1925), por parecer el más adecuado para expresar su espíritu innovador y, por supuesto, por ser el que ofrecía unas connotaciones más belicosas con respecto a lo anterior; no en vano José Ortega y Gasset calificaría esta época de “beligerante” (El tema de nuestro tiempo, 1923). La denominación alternó también con la de “Ismos”, que Ramón Gómez de la Serna utilizaba desde muy temprano, y que después llevaría a su libro homónimo de 1931, siendo también utilizada por Juan Eduardo Cirlot (Diccionario de los Ismos).

Otro apelativo generalizado entonces fue el de “Arte nuevo”. Lo manejan Rafael Cansinos-Asséns (“El Arte Nuevo. Sus manifestaciones entre nosotros”, Cosmópolis, 2, 1919) y Antonio Espina, este último con ironía (“esto del Arte nuevo es viejo”), para agrupar a futurismo, creacionismo, expresionismo y ultraísmo, “tendencias gemelas que significan el mismo fin: la superación real. El mismo medio: la renovación técnica. El mismo principio: la rebelión hacia lo viejo” (“Arte Nuevo”, España, 16-X-1920). En una línea parecida, Ortega y Gasset, nunca al margen de estas cuestiones, manejaba el concepto de “arte joven”, con el que también resaltaba la idea de que algo nuevo se fraguaba a la par del siglo, en un sentir que también estaría presente en otros escritos de la época, y que Gómez de la Serna convirtió en metáfora al hablar de la “pureza inicial” del vanguardismo, y de que los “ismos” supusieron en su arranque “una sorpresa de rasgadura del cielo y del tiempo” (“Prólogo” a Ismos, 1931). De ahí también la reiterada circulación por Europa de otros marbetes como “Esprit nouveau”, “Nueva sensibilidad”, “Neue schlichkeit” (Nueva objetividad), etc.; o que Gómez de la Serna hablara ya de “nueva literatura” (“El concepto de la nueva literatura. ¿Cumplamos nuestras insurrecciones…!”, Prometeo, VI, abril de 1909). No está de más recordar igualmente que en los países sajones el término “vanguardismo” fue sustituido por el de “Modernism”, muy diferente al hispánico “Modernismo” utilizado por Rubén Darío desde 1888, y que en nuestro país quedó adscrito a lo ya pasado, como ejemplificó Ortega al calificarse en 1916 de “nada ‘moderno’ y muy ‘siglo XX'”.

2) Localización de las vanguardias

Desde un principio el término tuvo interpretaciones muy variadas, hasta el punto de que Miguel Pérez Ferrero, en una encuesta de La Gaceta Literaria, se quejaba de que “hoy, a todo lo que extraña o choca, se le ha dado en llamar, por sistema y sin conocimiento, ‘vanguardia’” (1930). Algo después, Ernesto Giménez Caballero advertía que “pocos términos han sufrido tantas definiciones como la palabra vanguardia”, identificándolo él a su vez con “literatura libre, deseo vital e internacionalismo […] que rompía las viejas cadenas” (“Literatura española, 1918-1930”, en Samuel Putnam, ed., The European Caravan, 1934). Con el paso del tiempo el asunto estuvo lejos de simplificarse, dado que el concepto sobrevivió hasta casi nuestros días, aplicándose a cualquier tendencia artística experimental o simplemente novedosa. Por ello conviene despojar el término de otras interpretaciones y centrarlo en su significado estricto, el que sirve para denominar los exponentes artísticos que rompen con el marco de las manifestaciones estéticas vigentes hasta entonces. Hablamos, por tanto, de las que se conocen como “vanguardias históricas”; es decir, un conjunto de corrientes artísticas y literarias que surgen en Europa en el período inmediatamente anterior a la Gran Guerra (1914-1918), y que tienen su epicentro en la posterior etapa de entreguerras (lo que en el mundo anglosajón se denominó “twenties” y “thirties”). El periplo vanguardista suele darse por finalizado en los prolegómenos de la II Guerra Mundial (1939-45), independientemente de que algunos movimientos posteriores sean herederos de aquellos, o de que algún “ismo” prolongue artificialmente su vida, caso del surrealismo, disuelto oficialmente por Soupault en 1969. Quedan a un lado otros apelativos, “vanguardia clásica” o “vanguardia heroica”, utilizados para referirse sólo a los pioneros de esa forma de insurrección artística.

Los movimientos de vanguardia fueron fundamentalmente europeos y en su mayoría tuvieron raíz francesa, en la medida en que sus pautas se marcaron desde París, que ya había sido el lugar de origen del simbolismo, del impresionismo y del modernismo, anteriores tendencias de carácter renovador. Esto ocurrió con el cubismo, el futurismo, el creacionismo y el surrealismo. Pese a ello, conviene recordar la existencia de otros grupos que tuvieron su centro de irradiación lejos de aquella ciudad, como es el caso del expresionismo, pronto adscrito a Alemania, del dadaísmo del Zurich neutral de la guerra, del rayonismo ruso (a lo que parece, síntesis de cubismo, futurismo y orfismo), del imaginismo inglés (también llamado vorticismo, que desarrolla Ezra Pound sobre la base de nuevos ritmos e imágenes bien definidas), sin olvidar otros movimientos más exóticos, como el estridentismo mexicano o el vibracionismo, variante futurista que desarrolló el uruguayo Rafael Barradas en Barcelona.

3) El porqué de las vanguardias. Características principales

El cansancio de las distintas tendencias del XIX, especialmente del realismo, provocó en artistas y escritores los deseos de ruptura con el pasado. Buscar las causa de todo esto resulta complejo. Ahora bien: la fractura que provocaron los movimientos de vanguardia con respecto al arte anterior estaba íntimamente ligada a los profundos cambios políticos y sociales producidos con la llegada del siglo XX. Entonces una nueva concepción del mundo comenzó a gestarse. Los puntales de lo que había sido la ideología positivista (libre comercio, fe en el progreso, idea de la redención del ser humano por el conocimiento, acceso a una mayor felicidad merced a los avances técnicos y científicos; en definitiva, aquellos elementos en los que se había sustentado la sociedad europea del XIX) se quebraron. El proceso se aceleraría durante la Gran Guerra, cuando los frutos de ese progreso, tan alabado antes, contribuían al horror de la conflagración. A partir de ahí, el “imaginado jardín de la cultura liberal” fue vencido y quedó deshecha la relativa coexistencia pacífica europea de casi un siglo, “desde la batalla de Waterloo hasta la del Somme”, en palabras de George Steiner (En el castillo de Barba Azul).

Sólo así, tras un proceso traumático en el que la guerra cambia el mapa europeo (para Arnold Hauser el siglo XX comienza después del conflicto, en los años veinte: Historia social de la literatura y del arte), deshace imperios, provoca revoluciones y propicia el ascenso y triunfo de ideologías totalitarias, se comprende el agitado discurrir siguiente, que hemos dado en llamar “período de entreguerras”. Tiempo que coincide precisamente, y no es casualidad, con el momento de mayor actividad de las vanguardias.

Tampoco hay que olvidar que la guerra condicionaría personalmente a muchos de los protagonistas de dichas vanguardias, bien porque la hicieron (André Breton, Louis Aragon, Blaise Cendrars, Bertold Brecht, Ernst Weiss, Oskar Kokoschka), bien porque murieron en ella o inmediatamente después (Franz Marc, August Macke, August Stramm, Egon Schiele, Reinhard Sorge, Georg Trakl, Guillaume Apollinaire, Jacques Vaché ), bien porque fueron desertores del conflicto, como ocurre con el grupo dadaísta, con Tristan Tzara a la cabeza.

La Guerra agudizó también, y de manera dolorosa, cierta idea de la inutilidad del arte por el arte, modalidad que ya no parecía tener sitio en la vida moderna. Es por eso por lo que una de las labores del creador iba a ser la de ponerse en contra de la lógica y también de la moral, el honor, la religión, la patria o la familia, elementos considerados como convencionalismos de un pasado rechazable desde todos los puntos de vista.

España, pese a la neutralidad oficial, vivió con intensidad un conflicto del que había escapado, aunque no se libraría de la posterior agitación política y social que sacudió a Europa como consecuencia de la Revolución rusa. El período culminante de las vanguardias coincidió en nuestro país con una nueva fase del reinado de Alfonso XIII, en la que se dio una progresiva descomposición de los partidos dinásticos, agudizada precisamente a partir de 1917, y cuyo exponente más claro, pero no único, fue la huelga revolucionaria de ese mismo año, que puso de manifiesto el distanciamiento entre las que los historiadores llaman la “España oficial” y la “España real”. En 1921, el asesinato del Presidente Eduardo Dato y el pavoroso desastre militar de Annual, en la guerra de Marruecos, hasta entonces de baja intensidad, aceleraron el fin del “turno pacífico” de partidos en el poder, propiciando la dictadura de Primo de Rivera en 1923.

Todo esto tuvo reflejo en el mundo de la cultura y del pensamiento. Se tenía conciencia de las causas: “la guerra del 14 ha conmovido los cimientos de la sociedad” (Juan Gil-Albert, Mesa revuelta); de vivir un tiempo nuevo: “un momento de transición en que se ve lo que va a desaparecer” (Gómez de la Serna, “Gravedad e importancia del humorismo”, Revista de Occidente, 56 [febrero de1928]); y que ello afectaba al arte: “El pasado ya no puede gravitar sobre las modernas concepciones estéticas […]. Hoy es una necesidad psicológica caminar […] hacia horizontes luminosamente esplendorosos e inexplorados”, dice Juan Chabás en un artículo de significativo título: “Orientaciones de la postguerra” (Cervantes, enero de 1919). Todo lo cual conduce a un “cambio de talante” que se hace extensivo a los más distintos órdenes de la vida (Guillermo Díaz-Plaja, Estructura y sentido del novecentismo español).

En consecuencia, el enfrentamiento producido a lo largo del XIX entre fe y razón, lógica e instinto, se decanta entonces por un triunfo de las corrientes irracionalistas, que proclaman la quiebra con el pasado: “El arte moderno no nació por evolución del arte del siglo XIX. Por el contrario, nació como una ruptura con los valores decimonónicos”, indica Mario De Micheli (Las vanguardias artísticas del siglo XX), algo que Octavio Paz resume diciendo que “la vanguardia es la gran ruptura y con ella se cierra la tradición de la ruptura” (Los hijos del limo). No es extraño, por ello, que Marinetti proclame su aversión a la luna sólo porque es “un símbolo del sentimentalismo y de la emotividad de la literatura decimonónica”.

Es complejo establecer características sobre este conjunto de movimientos, pese a la mucha literatura que conforma lo que se ha dado en llamar “teoría de las vanguardias”, a menudo identificadas como una de las claves de la cultura contemporánea. Pero el hecho es que existen distintas corrientes, a veces dispares, en otros casos parejas, a lo que se debe añadir que en ocasiones el discurso de la crítica no concuerda siempre con el de los creadores, a menudo metidos en labores teóricas, estableciéndose así una disparidad de criterios que no ayuda a clarificar la situación.

Por tanto, si es que puede hablarse de unos rasgos generales para todas las vanguardias, bien podrían resumirse en el siguiente esquema:

1) Negación del pasado y ruptura con lo anterior. Este rechazo se muestra especialmente agresivo en el futurismo, más irónico en el cubismo y mordaz en el expresionismo. Conlleva, lógicamente, un deseo de crear algo nuevo de la nada (ésta es la base del creacionismo), y se sintetiza en la conocida frase de Gómez de la Serna: “El deber de lo nuevo es el principal deber de todo artista creador” (“Prólogo” a Ismos). El prurito de novedad se traduce en la afirmación personal del artista, ofreciendo su original visión del mundo. De ahí también ese experimentalismo que se extenderá ya a todo el arte del siglo XX, y que intenta descubrir facetas inéditas de la realidad.

2) Culto a la imagen, dado que lo de menos en esos instantes será el tema, poco importante en muchos casos, siendo lo relevante, por encima de otras cosas, “que el poema valga por sus elementos líricos” (G. de Torre, Literaturas europeas de vanguardia).

3) Carácter “antirrealista”, algo que ya apuntaban el simbolismo y el modernismo, pero que entonces se mostraba de manera radical. El “arte nuevo” se basaba en una visión

diferente de la realidad, y eso era así en la medida en que se asumía que lo cambiante era el concepto mismo de realidad, su contenido. De ahí que no se copiase, sino que, por el contrario, fuera interpretada, bien descomponiéndola geométricamente, bien atentando contra su sentido lógico o, como en el caso de los surrealistas, buscando las contradicciones surgidas en su

seno. El arte de las vanguardias rompía de esta forma con la representación tradicional, con la reproducción mimética y con la perspectiva renacentista, impidiendo de paso que el gran público lo comprendiera. La rebeldía contra la razón ambicionó incluso cambiar la realidad y unir vida y arte, ya que, en palabras de Octavio Paz, las vanguardias no fueron únicamente una estética, sino también “una erótica, una política, una visión del mundo, una acción: un estilo de vida” (Los hijos del limo).

4) Internacionalismo que obedece no tanto a la existencia de focos de irradiación ajenos a París o a la presencia de gente de muy diversa procedencia en ellos, sino a un latido cosmopolita que buscaba, en la mayoría de los casos, romper ámbitos locales. A ello no es ajeno el que en su momento se establecieran puntos de contacto entre fórmulas artísticas e idearios políticos derivados de las doctrinas básicas del momento, el marxismo y el fascismo.

5) Existencia de una conciencia de grupo dentro de los distintos movimientos, manifestada en una común sensibilidad artística, en la tendencia a la institucionalización de los postulados en manifiestos, en la existencia de órganos de expresión comunes (revistas, exposiciones, reuniones, actividades, etc.)

6) Relación de dependencia entre distintas artes: la pintura invade la lírica, la música se traslada al verso, la letra llega a los cuadros, el pensamiento determina la plástica, etc. En este sentido, Jean Cocteau afirmaba que el arte debía servir por igual a las nueve musas. Se daba así un paulatino desvanecimiento de las barreras entre disciplinas y entre géneros, imponiéndose una nueva mirada para superarlas, puesto que los mismos principios eran válidos para la poesía, la pintura o la música. Del mismo modo, se daba también una colaboración entre artistas (para esto último el expresionismo fue muy radical, mientras que en España el caso de Salvador Dalí, Luis Buñuel y Federico García Lorca fue significativo pero no único). Los ejemplos en este sentido son muchos: Kokoschka o Vasili Kandinsky, dedicados a las letras antes que a la pintura; Breton, a caballo entre pintura y poesía; Lorca exponiendo sus dibujos; Gerardo Diego pianista y poeta; Rafael Alberti pasando de la pintura a la poesía; José Moreno Villa de la poesía a la pintura; Buñuel trasladando su interés de la poesía al cine, etc.

En esto último tuvo mucha importancia el cine, visto a modo de amalgama de distintas artes: pintura, literatura, escultura, música, novela, teatro (Jean Epstein hablaba de “una música que entra por los ojos”: La poésie d’aujour d’hui: un nouvel etat d’intelligence,

1921). Del mismo modo se advirtió, y esto es importante, la capacidad del cine para generar mitos nuevos que superasen los ya agotados (Charles Chaplin, Buster Keaton, Greta Garbo, etc.). De este modo el nuevo arte sería entendido como un hecho creacionista, genesíaco, como muestra el poema de Pedro Salinas: “Al principio nada fue. / Ni el agua para en ella el pez. / Ni la rama del árbol para la fatigada / ala del pájaro. / Ni la fórmula impresa para casos de duelo. / Ni la sonrisa en la faz de la niña. / Al principio nada fue. / Sólo la tela blanca / y en la tela blanca, nada… / Por todo el aire clamaba, / muda, enorme, / la ansiedad de la mirada. / La diestra de Dios se movió / y puso en marcha la palanca… / Saltó el mundo todo entero /

con su brinco primaveral”.

En lo que respecta a España, Fernando Vela, en su conocido ensayo “El arte al cubo”, resumía, en la estela de Ortega, las características de los ismos, diciendo que: 1) El arte de vanguardia es gratuito (o, lo que es igual, inútil); 2) ese arte es minoritario; 3) contiene ciertas dosis de humor; 4) es experimental (El arte al cubo y otros ensayos, 1927). Mientras tanto, el propio Ortega, que ya había anticipado algunos postulados en “Musicalia” (1919), establecía en La deshumanización del arte (1925) características tales como su impopularidad, su carácter minoritario, su esencia antirrealista (“el objeto artístico sólo es artístico en la medida en que no es real”) y, por supuesto, dejaba claro que su contenido humano era escaso, ya que si no puro, era un arte con “tendencia a la purificación”, “un arte artístico”. El resumen definitivo que hacía Ortega, y que tanto ha influido en interpretaciones posteriores, era el siguiente:

Si se analiza el nuevo estilo se hallan en él ciertas tendencias sumamente conexas entre sí. Tiende: 1º, a la deshumanización del arte; 2º, a evitar las formas vivas; 3º, a hacer que la obra de arte no sea sino obra de arte; 4º, a considerar el arte como juego, y nada más; 5º, a na esencial ironía; 6º, a eludir toda falsedad, y, por tanto, a una escrupulosa realización. En fin, 7º, el arte según los artistas jóvenes, es una cosa sin trascendencia alguna.

Por último, y como característica exclusivamente nacional, las vanguardias supusieron también que, “por primera vez desde el siglo XVIII, España se abrió a los cuatro vientos y participó con voz propia e inconfundible en las corrientes intelectuales europeas del momento. España se europeizó a partir del ultraísmo” (Buckley y Crispin, 1973). Este hecho, como veremos, fue debido a distintos factores pero, muy especialmente, a la labor de Gómez de la Serna, artífice de esa sincronía entre lo español y lo nuevo, sincronía que gracias a él se dio con una “puntualidad insólita” para lo que habían sido las letras españolas de los últimos siglos (García de la Concha, “Introducción al estudio del surrealismo literario español” [1982]).

En junio de 1930, G. de Torre elaboraba para La Gaceta Literaria la “lista oficial” de las vanguardias. A saber: “futurismo, expresionismo, cubismo, ultraísmo, dadaísmo, superrealismo, purismo, constructivismo, neoplasticismo, abstractivismo, babelismo, zenitismo, simultaneísmo, supramatismo, primitivismo, panlirismo”, y eso sólo en lo tocante a Europa, pues aún añadía una serie de movimientos de la “América hispanoparlante”, algunos de ellos de difícil integración en lo que hoy conocemos como vanguardias. Él mismo se había excusado en el prólogo de Literaturas europeas de vanguardia, ante la imposibilidad de “hacer una clasificación escrupulosamente completa de todos los ‘ismos’ unipersonales o escolares”, multiplicados “ovípara y caprichosamente en los últimos años”.

Con un criterio riguroso acaso sólo podría hablarse de ultraísmo y surrealismo en España, dado que fueron los únicos movimientos con seguidores. Ahora bien: ya que se trata de un tiempo de vanguardia muy dinámico y atravesado simultáneamente por tendencias de todo tipo, hacer un recorrido únicamente por estos “ismos” resulta insuficiente. De una u otra manera, futurismo, cubismo, expresionismo, creacionismo o Dadá fueron corrientes que también contaron por estos pagos, conformando el verdadero vanguardismo español y, en casos como el del cubismo, fueron determinantes en otras áreas.

En un orden diferente de cosas, cabe añadir que tanto creacionismo como ultraísmo no sólo fueron muy parejos en su concepción del arte (a menudo englobados en lo que se llamó “Movimiento Vltra”), sino que, además, estuvieron muy ligados a algunas de las corrientes antes citadas. De ahí que los estudiemos a ambos juntos, y en el mismo apartado que el cubismo.

4.1. Futurismo

Si hablamos de uno de los hechos representativos de las vanguardias, la presencia de textos programáticos, el primero de todos fue el Manifiesto del Futurismo, aparecido en Le Figaro, el 20 de febrero de 1909. Su autor, el poeta Filippo Tomasso Marinetti (1876-1944), procedía del modernismo, dirigía la revista Poesía, y Eugenio D’Ors lo había mencionado en su Glosari en 1908.

El futurismo fue conocido pronto en España. Gómez de la Serna, en abril del siguiente año, y en la revista Prometeo (que desde que él la dirigía había pasado a atender el “Concepto de la nueva literatura”), lo publicó íntegramente (“Fundación y manifiesto del Futurismo”). Lo acompañaba un artículo suyo titulado “Movimiento intelectual. El Futurismo”, en donde, por cierto, aceptaba uno de los más controvertidos puntos de Marinetti, el número cuatro (“Un automóvil de carreras a toda velocidad es más bello que la Victoria de Samotracia”), y argumentaba que él ya había dicho eso antes, pero sustituyendo el automóvil por una maquinilla de afeitar. En América, el encargado de difundirlo fue Rubén Darío, quien también en 1909, y en La Nación de Buenos Aires, tradujo el decálogo de Marinetti, pero no su extensa introducción, cosa que sí había hecho Gómez de la Serna.

Una cierta polémica surgió pronto, al reclamar el poeta mallorquín Gabriel Alomar la paternidad del término, ya que lo había utilizado en 1904 en su conferencia “El futurisme”, glosada por Rubén Darío y por Azorín, entre otros, y reseñada en Mercure de France. Pese a todo, ajeno a estas polémicas, un halagado Marinetti envió algo después a Prometeo una “Proclama futurista a los españoles” que quedaría inédita.

Del futurismo se ha dicho que fue un movimiento rico en teorías pero pobre en realizaciones. Se apreció su talante dinámico y todo lo nuevo que proponía: su rebelión frente a los academicismos; sus llamadas al riesgo (“Queremos cantar el amor al peligro, el hábito de la energía y de la temeridad”), muy en la línea de posteriores proclamas de Mussolini, animando a los jóvenes a “vivir peligrosamente”; su sentido de la modernidad, entendida como defensa de la velocidad y del maquinismo (este último considerado un instrumento del poder humano); su visión de horizontes y de infinitos; su defensa de lo intuitivo, de la destrucción, de la invención; la utilización del humor; sus ataques a la moralidad imperante (“y a todas las cobardías”). También se abogaba por la ruptura con las normas gramaticales (“Es preciso destruir la sintaxis, disponiendo los sustantivos al azar de su nacimiento”); se recurría a onomatopeyas y a figuras primarias; se reemplazaban los signos ortográficos por otros matemáticos o musicales; recursos todos que acercaban a la “palabra en libertad” y hacían del poema algo “deshumanizado”.

Esta retórica deslumbró, aunque pronto fue arrinconada por otros movimientos más directos y, sobre todo, con más obras. Pese a todo, en un principio su impacto internacional fue grande y tuvo incluso cierta relación con el futurismo ruso, de carácter más revolucionario. En todo caso, el futurismo dejó como legado algunas novedades que serían utilizadas más tarde por otros movimientos. A saber: las innovaciones tipográficas, la supresión de nexos sintácticos, el carácter pictográfico de algunos poemas, la renovación de imágenes, etc. El futurismo también inició lo que se ha dado en llamar el culto a lo moderno; la, en palabras de Poggioli (1964), “aplastante presencia del mundo moderno”, que por otro lado iba a ser una de las constantes de todo el discurso vanguardista.

Gómez de la Serna compartió con el futurismo su rechazo del pasado, su entusiasmo por lo nuevo, una cierta dimensión vitalista y, por supuesto, su rebeldía, aunque en el caso de Ramón ésta se manifestase en un tono más pacífico, ya que Marinetti, entre otras cosas, exaltaba “el salto peligroso, la bofetada, el puñetazo”. Por lo demás, la influencia de este movimiento en España fue relativa, aunque algunas de sus propuestas aparecieron reflejadas en poemas y textos como los de Hélices, de G. de Torre (1923), poemario en deuda con el futurismo, y que contiene poemas como este “Aviograma”, significativamente encabezado por unos versos de Marinetti, y del que ofrecemos un fragmento:

Zumbidos ápteros en la noche isótropa. / La concavidad nocturnal polariza saturnalmente el enigma paranoíaco. / Invisibles cables ultratelúricos, treman en un espasmo vocal. / […] Incendios + Aullidos + Muecas x Rascacielos – Gerifaltes = Acrobacias – Plesiosaurios: ¿Por qué? : ¡Oh, oh, oh! : Pyrógenos x Estrellas + Crisoberilos + Heliotropos + Nodos – Oceánidas = Ferrocarriles + Paradojas x Pulgas : Algolagnias : ¿Hacia dónde?

También se aprecia esta influencia en poemas de Xavier Bóveda, Eugenio Montes, Pedro Garfias, Heliodoro Puche y otros autores en cuya obra el maquinismo, la velocidad y otros temas del futurismo están presentes, e incluso en la prosa más tardía de Giménez Caballero (Julepe de menta, 1928), autor que fue el artífice de la visita de Marinetti a nuestro país, donde pronunció una conferencia en la Residencia de Estudiantes. Para entonces este autor ya había desembarcado en el fascismo, haciendo bueno uno de los puntos de su manifiesto: “Queremos glorificar la guerra, sola higiene del mundo”. Por lo demás, sus obras fueron conocidas en España gracias a la labor de la editorial valenciana Prometeo (sin relación alguna con la revista del mismo nombre) y a que el propio Marinetti había colaborado en publicaciones como Grecia o La Revista en los años veinte.

En definitiva, el futurismo dio bastante que hablar y suscitó largas polémicas. De ahí que el peruano Juan Carlos Mariátegui ironizase acerca de su “longevidad”. Quizá ayudó a ello la presencia del propio autor por medio mundo, difundiendo su obra, lo que, al decir de Mario de Andrade, lo hizo “conocidísimo de nombre y poco apreciado en verso”. También Vicente Huidobro lo atacó, pese a la deuda que tenía contraída con él. En todo caso, Trotski reconoció que el futurismo había sido “una señal de alarma en el terreno artístico europeo” (Literatura y revolución [1923], en Sobre arte y cultura), mientras que G. de Torre escribiría:

Ha sido el movimiento europeo de vanguardia que ha desplegado más intensa y vital actividad, alcanzando los últimos grados de elevación en el altímetro del éxito y de la difusión espectacular. Ninguna otra tendencia afín, en la línea de direcciones estéticas extremas, ha logrado –justo es reconocerlo– describir una trayectoria tan amplia de atenciones, admiraciones, entusiasmos y odios como la que en un momento dado, 1910-1914, suscitó en Europa el Futurismo (Literaturas europeas de vanguardia).

4.2. El cubismo

De una cierta promiscuidad de ideas y estilos vanguardistas, también de su interacción, da idea el hecho de que en la misma revista en que publicaban los futuristas, la parisina Sic (Sons Idées Couleurs), dirigida por Pierre Albert Birot, lo hicieran también los cubistas literarios, como, por ejemplo, Pierre Reverdy, Jean Cocteau y Apollinaire (aquí precisamente publicó sus Calligrammes), mientras que después lo harían Aragon y Breton.

Mucho menos disciplinado y dogmático que el futurismo, el cubismo presentó una mayor riqueza, tanto en realizaciones como en contenidos teóricos. Cronológicamente, el cubismo fue el primero de los ismos, ya que sus realizaciones pictóricas más tempranas se fechan entre 1906 y 1907, momento de las primeras telas que pueden considerarse como tales de Pablo Picasso y Bracque: Les demoiselles d’Avignon y La fábrica de Horta de Ebro o Les maisons à l’Estaque .

Lo que el cubismo supone para el arte del siglo XX es mucho: reivindica la total autonomía de la obra, que pasa a ser el fin en sí misma, el objeto, iniciando así un proceso de búsqueda de lo que es arte y lo que no. La creación artística es el resultado de la interpretación que de la realidad lleva a cabo el autor, y esa misma realidad, cambiante, polifacética y de planos simultáneos es recreada mediante formas y volúmenes geométricos. El cubismo es innovador, técnica y conceptualmente, al establecer asociaciones libérrimas entre seres y objetos, imposibles de relacionar entre sí mediante la razón.

El origen del término es un tanto oscuro (a veces se le adjudica a Matisse), y data del Salón de Independientes de 1908, cuando alguien, a la vista de un cuadro de Bracque, exclamó: “Encore des cubes! Assez de cubisme!”, con lo que ésta y otras telas quedarían pronto bautizadas como “caprichos cúbicos”. El término sería utilizado por el propio Matisse, por Picasso, Derain y otros, que conformaron pronto un movimiento que contó con seguidores, teóricos y exposiciones divulgadoras de sus logros. La primera de ellas, en 1911, reunió en París obras de Meitzinger, Gleizes, Leger y Marie Laurencin. En esa misma fecha se uniría al movimiento Marcel Duchamp, y un año después lo hacían Juan Gris y Francis Picabia, Mientras, la Galería Dalmau de Barcelona presentaba la primera muestra de arte cubista en España (1912), que llegó a ser reseñada por Apollinaire. Dos de los citados, Meitzinger y Gleizes, fueron también los iniciadores de la teoría cubista con Du cubisme (1912), verdadera proclama de esta corriente. A dicho texto seguiría en 1913 Les peintres cubistes (Méditations esthétiques) de Apollinaire, obra fundamental en la medida en que señala alguno de sus puntos básicos. Se trata de un arte inhumano, que no pretende agradar al gran público. Es un arte nuevo, abstracto, geométrico y más cerebral que sensual. No imita la realidad, y, por tanto, el parecido ya no tiene importancia. El tema de la obra es irrelevante. Y, en suma, el poeta y el artista han de renovar la apariencia que tiene la naturaleza ante los ojos del hombre. Este libro tuvo una amplia difusión, y dio una visión del arte “elástica y poliédrica”, en palabras de G. de Torre.

Al cubismo pronto se unirían más nombres españoles: Julio González, Pablo Gargallo, María Blanchard; lo que lleva a decir a Juan Manuel Bonet (1995) que puede hablarse de un movimiento “por lo menos tan español como francés”. En este sentido, es conocida la postura de la escritora Gertrude Stein, quien, en Autobiografía de Alice B. Toklas (1933), afirma que “el cubismo es una concepción puramente española, y sólo los españoles pueden ser cubistas”, dado que, según esta autora, el collage y el cubismo forman parte de la propia realidad española. En términos parecidos se manifestaría después Alejo Carpentier, al decir que el cubismo sólo podía haber surgido en España porque era un reflejo de su tierra: “Si queréis ver un paisaje más cubista que los pintados por Picasso, más arbitrario aún […], visitad Castilla” (“El Escorial, museo de milagros”, Carteles, 29-XII-1935). A todos ellos se adelantó D’Ors al preguntar: “¿Qué más español, después de todo, que este querer que deforma las cosas […], y las deforma no según canon, sino por ímpetu de pasión?” (“A un cubista castellano”, Glosari, 1914, citado por Díaz-Plaja, Estructura y sentido del novecentismo español).

El paso del cubismo plástico al literario se dio de la mano de autores como Max Jacob, André Salmon, Cendrars, Maurice Raynal, Laurencin, la propia Stein, gente toda ella muy cercana a los pintores cubistas, y en especial a Picasso. También con revistas como Sic, L’Élan, Nord-Sud (referencia a una línea del metro parisino) y Littérature. Pero el artífice fue Apollinaire, descubridor de Picasso (Picasso peintre, 1905), quien con el libro antes señalado expuso los principales puntos del cubismo literario, que luego llevaría a la práctica en Alcools, y sobre todo en Calligrammes (1913-16), conjunto de poemas visuales en los que la linealidad del verso desaparece en favor de una tipografía que recuerda el objeto mencionado, y que tienen en la pintura su modelo. Estos pictogramas fueron el arranque de una poesía experimental que marcó gran parte de la literatura vanguardista. El propio Apollinaire justificaba este proceso: “Los artificios tipográficos llevados muy lejos con gran audacia tienen la ventaja de hacer nacer un lirismo visual que era casi desconocido antes de nuestra época”. En todo caso, estamos ante unos poemas nacidos para la lectura, incluso para la contemplación, y no para ser escuchados, con todo lo que ello implica de nuevo.

Junto con los de Apollinaire destacaban también los juegos verbales de M. Jacob en Le cornet à dés (1917), conjunto de poemas en prosa, herederos de la patafísica de Alfred Jarry, los poemas innovadores de Cendrars y los versos y aforismos de Reverdy. A partir de 1920, la presencia de Paul Éluard, Benjamin Péret, Antonin Artaud, Robert Desnos, Valery Larbaud y otros que luego destacarían en el surrealismo, añadía savia nueva a este movimiento.

Los rasgos del cubismo literario se manifestaron sobre todo a través del collage (percepciones, recuerdos y conversaciones, presentados de manera simultánea); en una visión intelectual del mundo; en la idea del poema entendido como ente autónomo; en el antisentimentalismo; en la presencia del humor, etc. Todo ello, en suma, es lo que llevaría a mezclar percepciones estáticas y dinámicas, acústicas y ópticas, y a fundir lo objetivo y lo subjetivo.

4.3. El cubismo en España. El creacionismo. El ultraísmo.

La introducción del cubismo en España tuvo distintos padrinos. En Madrid hubo que esperar a 1915, a la “Exposición de los pintores íntegros”, presentada por Gómez de la Serna en la calle del Carmen, para apreciar una muestra de obras cubistas. Aquí participó Diego Rivera, que le hizo el retrato que apareció en la portada de Ismos. Ramón había conocido en 1916 a Picasso y a Apollinaire, y fue uno de los impulsores del movimiento en España. De hecho este libro iba a titularse en un principio Verídica historia del cubismo y de todos los ismos.

La obra de Apollinaire fue conocida en España, pues aunque en vida sólo publicó en alguna revista catalana, sí estuvo presente de manera póstuma en Cervantes, Cosmópolis, España (Enrique Díez Canedo y G. de Torre le hicieron aquí sendas necrológicas), Grecia, l’Instant, Los Quijotes, La Revista, Ultra, amén de que bastantes textos suyos aparecieron glosados en las obras de Cansinos. Lo mismo puede decirse de los principales textos programáticos de esta corriente, aunque en algunos casos llegaran algo tarde a nuestro país. Es el caso del “Prólogo” de Le cornet a dés, de Jacob, traducido en 1924 por la editorial América de Madrid y reseñado por Benjamín Jarnés en Alfar. Es éste uno de los textos que expone con mayor propiedad toda la estética del cubismo literario y, por extensión, ciertos atisbos del creacionismo de Huidobro. Además, Jacob también había colaborado tempranamente en revistas como Grecia, Ultra y Tobogán (después lo haría en La Gaceta Literaria y en alguna otra más, y en 1926 daría una conferencia en la Residencia de Estudiantes). De igual modo, Cendrars, el autor de esos “poemas elásticos” que tanto deben al collage, también vio una parte importante de su obra traducida en España (su Antología negra, realizada en 1930 por Azaña). Cendrars colaboró en revistas como Ambos, Cosmópolis, Ultra, Plural, en periódicos como La Voz de Aragón y, en fin, fue amigo de, entre otros, G. de Torre, Pérez Ferrero y Moreno Villa. De otro cubista, Reverdy, encontramos su firma en Grecia, Los Quijotes, Ultra de Oviedo, La Revista y, más tarde, en Isla y La Gaceta Literaria.

Pero el caso es que hacia 1920 en España se entendía por cubismo todo lo relacionado con el creacionismo, y se veía como cubistas a Huidobro y a Reverdy, cuya revista Nord-Sud sería calificada por G. de Torre (2001) como “la plataforma de toda la falange cubista”. Y es que la figura del chileno Vicente Huidobro (1893-1948) fue importante en la difusión del cubismo en España, aunque no actuó en solitario. Huidobro había iniciado su andadura vanguardista con el manifiesto “Non serviam”, leído en Santiago de Chile en 1914. Allí declaraba su pretensión de “crear realidades en un mundo nuestro, en un mundo que espera su fauna y su flora propias”, alejado del servilismo impuesto por las pautas de la propia naturaleza (Jorge Schwartz, Las vanguardias latinoamericanas. Textos programáticos y críticos). Sin renunciar a su condición de vidente, de revelador de misterios a través de la palabra, el poeta había de ser un creador de nuevas realidades por medio del lenguaje, ya que “la importancia del poema reside ante todo en el objeto creado” (“El Creacionismo” [1925], en Schwartz). Esta poética, basada en una imagen “creada”, es decir, irreal, y engarzada en una “composición”, es la que en un principio siguieron aquellos a los que Jorge Guillén llama sus “devotos españoles”, Juan Larrea y Gerardo Diego (“El estímulo superrealista”[1970], en

García de la Concha, [1982]), y es la insistencia en esa idea la que determinó el que su nueva orientación se denominase “Creacionismo”, palabra que comenzó a utilizarse a partir de 1916. Huidobro expuso su teoría en los escritos reunidos en Manifestes (1925) y en Vientos contrarios (1926), llevándola a la práctica en poemarios como Adán (1916) y El espejo del agua (1916), libro este último que incluye su famoso poema “Arte poética”: “Que el verso sea una llave / Que abra mil puertas. / Una hoja cae; algo pasa volando; / Cuanto miren los ojos creado sea, / Y el alma del oyente quede temblando. / Inventa nuevos mundos y cuida tu palabra; / El adjetivo, cuando no da vida, mata. / Estamos en el ciclo de los nervios. / El músculo cuelga, / Como recuerdo, en los museos; / Mas no por eso tenemos menos fuerza: / El vigor verdadero / Reside en la cabeza. / Por qué cantáis la rosa, ¡Oh Poetas! / Hacedla florecer en el poema; / Sólo para nosotros / Viven las cosas bajo el sol. / El poeta es un pequeño Dios”.

Huidobro llegaría a España en 1916 y una segunda vez en 1918. Entre ambas fechas descubrió el París efervescente del futurismo y del cubismo, transformando sus ideas, pues a partir de aquí su obra estuvo marcada por la total libertad en la elaboración de imágenes, por la desconexión con los referentes racionales y por la presencia de recursos estilísticos e ideográficos tales como la supresión de la puntuación, la disposición tipográfica, la utilización de espacios en blanco y manchados, los versos desparramados, los distintos tipos de letra dentro de un poema y, por encima de todo, la presencia de motivos como el maquinismo y la velocidad (aviones, automóviles, paracaídas, etc.). Por esas fechas publicó libros en francés y en español, en París (Horizon carré) y en Madrid (Tour Eiffel, Hallali, Ecuatorial y Poemas árticos). Todos fueron calificados de “creacionistas”, y muestran su idea de ofrecer “objetos creados” mediante asociaciones insólitas y sin referencias a la realidad.

Huidobro llegó a España “cuando apenas alboreaba la consigna creacionista […] [y] el poeta era esperado como un meteoro fabuloso”, en palabras de Gerardo Diego (“Vicente Huidobro” [1948], en De Costa [1975]), y aquí encontró un ambiente predispuesto hacia las novedades de signo vanguardista. Cansinos-Asséns lo consideró siempre como el renovador del panorama poético español, pues, según él, hacia 1918 sólo Juan Ramón Jiménez intentaba en nuestro país algo diferente, olvidando la labor de Gómez de la Serna, de quien, dicho sea de paso, se había distanciado a raíz de que Ramón no aceptara la propuesta de encabezar el movimiento ultraísta en 1919. En todo caso, fue Cansinos quien reconoció el nuevo credo creacionista en “La nueva lírica” (Cosmópolis, 5, 1919).

Huidobro, tras su paso por París, donde había conocido a Picasso (a quien dedicó algún poema de Ecuatorial), a Gris (para él es uno de los Poemas árticos) y a Apollinaire, mantuvo en Madrid una gran actividad con artículos, conferencias, polémicas y una tertulia en la que defendió unas ideas no siempre comprendidas. Según Gerardo Diego, “no se entendía su antirretórica, su equilibrio y su concentración” (1948). Y pese a no ser reconocido como un gran lírico (“El tan cacareado poeta trasatlántico y bilingüe Vicente Huidobro es una calamidad”, escribió A. Espina, [“Arte Nuevo”]), sí dejó poemas que ofrecían novedades formales , tipográficas y temáticas (su obra está llena de referencias deportivas, a los aeroplanos, a la velocidad), que llamaron la atención:

UNIVERSO

Bajo la enramada

Una canción solidificada

El mundo ha cambiado de lugar

Y estrellas falsas brillan en el cielo

Cordajes de guitarra sobre el mar

La sombra es algo que alza el vuelo

Junto al arco voltaico

Un aeroplano daba vueltas

Y ninguna casa tenía puertas

En dónde estamos

En el aire un pañuelo

Un lago oblicuo El camino sobre hace el espacio el campo inverso

Mañana será el fin del universo

(Poemas árticos).

En definitiva, la presencia de Huidobro en Madrid estuvo muy ligada al nacimiento del Ultraísmo, el único “ismo” realmente español, cuya paternidad “se la discutían a bocados y patadas en la espinilla Vicente Huidobro, G. de Torre y Cansinos-Assens”, al decir de un César González Ruano que también consideró primordial la aportación del chileno, porque “nadie sabía en España quién era Reverdy, ni quién era Apollinaire” (Mi medio siglo se confiesa a media). Afirmación esta última coincidente con la de Gerardo Diego, quien insiste en hablar del “espléndido botín de renovación incesante” traído de París, y manifestado en música, escultura y en pintura “apenas comprensible” por “Huidobro y sus amigos cubistas” (1948). Ya hemos señalado que esta afirmación es injusta con la labor hasta entonces solitaria de Gómez de la Serna, aunque sí es cierto que Huidobro fue pionero en el uso de una serie de recursos líricos que, a partir de entones, comenzaron a ser de uso común entre poetas con aspiraciones renovadoras. También colaboró en la divulgación de la obra de Bracque, Breton, Aragon, Jacob y Tzara, cuyos textos eran habituales en Nord-Sud, que él mismo dirigía junto con Reverdy.

El ultraísmo fue un hijo del creacionismo, y esto siempre lo reconocieron G. de Torre, al afirmar que en las tertulias de Huidobro se “incubó el óvulo ultraísta” (2001), y Gerardo Diego (1948): “Pocos meses después de la llegada de Huidobro, y como consecuencia, nacía el ultraísmo y se armaba en España la que se armó”. En la misma línea, el creacionismo mantenía un evidente parentesco con el cubismo. De hecho se identificaba como creacionistas a Apollinaire y a Max Jacob. Para G. de Torre (2001), pasado algún tiempo “el ultraísmo fue, en España, durante los primeros años del decenio de 1920, un movimiento de vanguardia, parejo y simultáneo del cubismo (en la medida en que, a través de Apollinaire, Cendrars y Reverdy, puede hablarse también de un cubismo literario), de Dadá y del superrealismo”. En ese sentido, Gerardo Diego diría: “Manual de espumas es mi libro clásico dentro de la poética creacionista; […] es mi cancionero más ortodoxo dentro del movimiento creacionista, y también el más próximo a la pintura cubista” (“Prólogo” a Versos escogidos, 1970).

En todo caso, el ultraísmo se gestó en 1918, tras unas declaraciones de Cansinos- Assens en El Parlamentario, en las que proponía acabar con lo viejo (el modernismo) y aceptar sólo lo nuevo, ser “ultrarromántico”. A partir de ahí, sus jóvenes contertulios del Café Colonial publicaban poco después en la prensa madrileña (1918), y luego en la revista Grecia (15-III-

1919), un Manifiesto Ultra, en donde, a pesar de mostrar su respeto por el ya caduco

modernismo, propugnaban la necesidad de renovar el panorama poético del momento, mediante la búsqueda de un “más allá artístico”, superando los límites de lo real, e incitaban a la creación de “ultra-objetos”, sin especificar demasiado su sustancia. De lo precipitado de su intento da idea el que quedara aplazada para más adelante la determinación de un credo propio, y el propósito, cumplido después, de editar una revista acorde con su lema, “Ultra”, donde sólo lo nuevo hallaría acogida. Firmaban G. de Torre, Pedro Garfias, Xavier Bóveda, César A. Comet, Fernando Iglesias, Iglesias Caballero, José Rivas Paneda y J. de Aroca. La paternidad del nombre se la disputarían después Cansinos y G. de Torre, provocando la ironía de Ortega, para quien el título fue lo único certero de todo el movimiento.

En 1920, el grupo, a instancias de Jorge Luis Borges, ya sumado a él, envió un “poema automático” colectivo a Tzara. Por entonces publicó G. de Torre su Manifiesto ultraísta vertical (Grecia, 50, 1-XI-1920). Este casi único intento de una doctrina (Isaac del Vando-Villar había publicado un vago texto en Grecia [20, 30-VI-1919]) era un programa casi ininteligible redactado sobre la base de múltiples neologismos, y contenía frases como ésta: “Los motores suenan mejor que un endecasílabo”. Borges también se aproximó a un programa en “Ultraísmo”, ya en Buenos Aires, donde sintetizaba al máximo los principios de este

movimiento:

1) Reducción de la lírica a su elemento primordial: la metáfora.

2) Tachadura de las frases medianeras, los nexos y los adjetivos inútiles.

3) Abolición de los trebejos ornamentales, el confesionalismo, las prédicas y la nebulosidad rebuscada.

4) Síntesis de dos o más imágenes en una que ensancha así su facultad de sugerencia. Los poemas ultraicos constan, pues, de una serie de metáforas, cada una de las cuales tiene sugestividad propia y compendia una visión inédita de algún fragmento de la vida (Nosotros, 151, diciembre de 1921).

Consecuentemente, la imagen quedaba centrada como el elemento central de la nueva lírica, imagen que había quedado desentrañada así por Gerardo Diego en “Posibilidades creacionistas”:

1ª. Imagen, esto es, la palabra. La palabra en su sentido primitivo, ingenuo, de primer grado, intuitivo […].

2ª. Imagen refleja o simple; esto es, la imagen tradicional estudiada en las retóricas […].

3ª. Imagen doble. La imagen representa, a la vez, dos objetos […]; los creacionistas las prodigan constantemente.

4ª. Imagen triple, cuádruple, etc. […]. El creador de imágenes no hace ya prosa

disfrazada; empieza a crear por el placer de crear […].

5ª. Imagen múltiple. No explica nada; es intraducible a la prosa. Es la poesía en el más puro sentido de la palabra. Es también, y exactamente, la Música, que es substancialmente el arte de las imágenes múltiples (Cervantes, octubre de 1919).

Aunque aún hubo algún que otro intento de manifiesto (la “Proclama” que en Prisma

firmaron Borges, G. de Torre y algunos más en 1921), lo que había que decir ya estaba dicho, y, en síntesis, los rasgos del ultraísmo se resumen, como hace Videla (1971), en su iconoclastia (por otro lado muy comedida), su rebeldía bolchevique, la adaptación de la poesía al mundo nuevo de máquinas como el tranvía, el aeroplano o el automóvil (de clara inspiración futurista), y la creación de neologismos.

En suma, del ultraísmo puede decirse que no llegó a ser una escuela, quedando tan sólo en un movimiento con voluntad de renovación. Dámaso Alonso dijo que todo quedó reducido a un ponerse “ropas hechas, y casi todas hechas fuera de casa” (Poetas españoles contemporáneos, 1952). Por lo demás, los ultraístas tomaron del futurismo el culto a la velocidad y a las máquinas, del cubismo la disposición tipográfica y de Dada su nihilismo.

El resultado de ello se aprecia en libros como Imagen (1922), de un Gerardo Diego también considerado creacionista en Manual de espumas (1924), en El ala del sur, de Garfias (1926), y en libros y poemas de Bóveda, de Cansinos-Assens, de José de Ciria y Escalante, de Borges, de Eugenio Montes, de Comet, de Rafael Lasso de la Vega, de Eliodoro Puche, de Pedro Raida, de Rivas Paneda, de Adriano del Valle, de I. del Vando-Villar, de González Ruano y, muy especialmente en Hélices, de G. de Torre, libro al que también puede aplicarse la etiqueta de futurista. Conviene no olvidar que Buñuel fue considerado como ultraísta en sus inicios poéticos y que el Alberti pintor estuvo atraído por el cubismo.

Un aspecto significativo de las nuevas tendencias fue la aparición de revistas. Las primeras no eran vanguardistas. Así, Los Quijotes (1915-18), que contó con textos de Reverdy, Huidobro y Apollinaire; Cervantes (1916-20), donde Cansinos publicó el manifiesto “A la juventud literaria”; o Grecia (1918-20), que ofreció traducciones de Marinetti, Apollinaire, Jacob, Tzara, Reverdy, Cocteau, Picabia, Salmon, Cendrars, Soupault y textos de Gómez de la Serna, Diego y G. de Torre. Pero otras sí lo fueron, como Cosmópolis (1919-20), que dio a conocer textos de Apollinaire, Borges, Cendrars, Epstein, Kessel, Guillermo de Torre, Cansinos y Ehrenburg; Perseo (1919); Reflector (1920); Tableros (1921-22); Horizonte (1922); Vértices (1923); Tobogán (1923); y, en fin, Vltra de Madrid (1921-22), la gran publicación ultraísta, con aportaciones de Mauricio Bacarisse, Buñuel, Cansinos, Evaristo Correa Calderón, Juan

Chabás, Rosa Chacel, Diego, Garfías, Gómez de la Serna, G. de Torre, Apollinaire, Cocteau, Cendrars, Jacob, Paul Morand, Tzara y un largo etcétera.

En cuanto a una producción literaria propiamente cubista, fue Gerardo Diego el más cercano a ella, tanto en prosa como en verso. En la primera se encontraría el relato “Cuadrante” (subtitulado, “Noveloide”, 1926), lleno de imágenes y deformaciones geométricas. En la poesía, al margen de Manual de espumas, cabe encontrar la presencia en Fábula de Equis y Zeda (1932) de recursos cubistas como éste: “Desde el plano sincero del diedro / que se queja al girar su arista viva”; o bien: “Del hombro al pie su línea exacta un rombo / que a armonizar con el clavel se atreve”; o: “Yo en fiel teorema de volumen rosa”; o este otro: “Yo inscribiré en tu rombo mi programa”. José Carlos Mainer habla de la disgregación de la anécdota y de la realidad propiamente cubistas en El boxeador y un ángel (1928), de Francisco Ayala (“Prólogo” a Cazador en el alba y otras imaginaciones), mientras que críticos como Eugenio Frutos advierten la naturaleza cubista del poema “Naturaleza viva” de Cántico, de Jorge Guillén (“El existencialismo jubiloso de Jorge Guillén”, Cuadernos Hispanoamericanos, 18 [1950]). Por no hablar de las pintorescas referencias al cubismo de Ramón-;María del Valle- Inclán en La pipa de Kif (1919) o en Tirano Banderas (1927).

Pero, evidentemente, fueron más los ejemplos de poesía ultraísta, pese a que, como advierte Díez de Revenga (2001), hubo pocos libros pero sí muchos poemas desperdigados por revistas de todo tipo. De entre todos ellos espigamos este “Un automóvil pasa” (1919), de Bóveda: “Oú, oú, oú: / lentamente un automóvil pasa… / Oú, oú, oú: / el automóvil continuamente canta. / Y el motor / lo acompaña / retozón. / Trrrrrrrr / Trrrrrrrr / hay una luz ultravioleta, que ilumina / el interior del automóvil / donde la anciana que lo ocupa, / entre el “ou” y el “trrr”, evoca / recuerdos suaves del pasado… / Si es una niña, se acuerda / del rubio novio, del amado / con quien bailó, en aquella noche, / aquel “fox-trot” tan exaltado. / Oú, oú, oú. / El automóvil se lanza / frenético… / Trrrrrrrr / Y, veloz, / se pierde, al fin, en lontananza… / Po-po-po-pöe”. También este corto “Reloj” (1920), de Ciria y Escalante: “La madre abadesa / reza / con voz de estrella / Las novicias se han dormido / soñando / con los trasnochadores / La pantalla cinematográfica / aborta / un paisaje lunar / y en lo alto del FARO / el torrero y su novia / se dan un beso en la boca / Los luceros agitan / las campanillas”. O este otro ejemplo de El ala sur. Poemas, de Garfias: “El avión / extraviado, se coló en la sala / y conoció su error / al dar en las columnas con las alas. / Intervino el acomodador”.

4.4. Dadá

La contribución española al movimiento Dadá dista mucho de ser importante y se reduce a casos muy concretos. Además, el hecho de que surgiera en plena guerra le impidió ser advertido antes en nuestro país.

Son bien conocidos los avatares fundacionales del movimiento en el Zurich de 1916, durante la Gran Guerra, cuando un grupo de artistas, entre los que se encontraban Hugo Ball, Hans Arp o Richard Huelsenbeck, y a los que después se uniría el poeta rumano Tristan Tzara, inició una serie de sesiones en un bar rebautizado Cabaret Voltaire, con la intención de lanzar, en palabras de Ball, “los más estridentes panfletos […] y para rociar adecuadamente con lejía y burla la hipocresía dominante”.

Dadá pretendía ser diferente, no conformar un movimiento más. Los dadaístas querían acabar con el arte, bueno o malo, y con la noción misma de literatura. Representaron la negación absoluta. De ahí que su nihilismo acabara en un callejón sin salida. Tzara explicó tardíamente, en 1950, que para comprender muchos de los supuestos del dadaísmo había que imaginarse la situación de unos jóvenes “prisioneros en Suiza” en 1914 y dominados por el rechazo hacia toda forma de civilización moderna, incluido su lenguaje.

El mismo nombre no significaba nada: “Encontré la palabra dadá en el diccionario Larousse”, diría Tzara en su momento, aunque posteriores versiones, suyas y de otros, acerca de posibles significados, hayan alcanzado una proyección casi legendaria. En todo caso, de esta primera explicación surgió uno de los puntos básicos del dadaísmo: el azar esgrimido contra la lógica y utilizado como elemento creativo.

Se iniciaba así una protesta poética y artística dirigida contra todo. A partir de ahí surgirían los famosos happennings, que tanto escandalizarían, y la no menos famosa revista Dadá, dirigida por Tzara, que acabaría convirtiéndose en el líder del grupo (aunque menos dictatorial de lo que había sido Marinetti en el futurismo y de lo que sería Breton en el surrealismo, acaso porque, según el propio Tzara, Dadá no era una escuela literaria o artística, sino “una fórmula de vivir”). El Manifiesto Dadá no apareció hasta 1918, momento en el que Tzara entró en contacto con Breton, Aragon, Eluard y Picabia. La categorización de Tzara fue en estos términos: “Protesta con los puños de nuestro ser: Dadá: Abolición de la lógica, danza de los impotentes para crear: Dadá: Chillidos de los colores crispados, entrelazamiento de las contradicciones grotescas y de las inconsecuencias: La Vida”. El movimiento duró poco. Como afirmó André Gide, “en esta sola palabra, Dadá, habían expresado de una vez todo lo que tenían que decir como grupo”, y quizá por eso los dadaístas se disolvieron en 1920 (aunque surgió otra facción del mismo nombre en Berlín), marchando Tzara y Picabia a París para acabar dentro del surrealismo. Posteriores intentos por revivirlo, del propio Tzara en los cuarenta y de Soupault en los cincuenta, se saldaron con sendos fracasos.

De Dadá surgirían elementos utilizados después por los surrealistas, como el gusto por la sorpresa y el escándalo (insultos, violencia, agresión, histrionismo, humor), y el afán experimental, que a su vez procedía del futurismo (Tzara dijo que “el futurismo murió de Dadá”). Se ha dicho que este movimiento contenía más actividades que obras, y que éstas formaban parte del espectáculo, pero es cierto que el dadaísmo dejó los “ready-mades” (término inventado por Duchamp), formados a partir de collages, grabados, esculturas, pinturas, fotomontajes (Man Ray) y todo tipo de objetos que hoy denominaríamos “reciclados”(el famoso urinario y el portabotellas de Duchamp, pero también corsés, periódicos, billetes de tranvía). También dejó la escritura automática (leían a coro poemas de ese tipo), dejó los poemas abstractos, basados únicamente en el sonido (es célebre la representación del primer poema fonético abstracto llevada a cabo por Ball, en julio de 1916, cuando disfrazado de objeto móvil recitó en medio de un gran escándalo: “O gadji beri bimba glandridi laula lonni cadori…”). A ello se añade toda suerte de recursos tipográficos y caligráficos, mezcla de tintas, etc.

Acaso un buen ejemplo de texto Dadá sea el poema de Tzara convertido en receta: “PARA HACER UN POEMA DADAÍSTA: Coja un periódico. / Coja unas tijeras. / Escoja en el periódico un artículo de la extensión que piensa darle a su poema. / Recorte el artículo. / Recorte enseguida con cuidado cada una de las palabras que forman el artículo y métalas en una bolsa. / Agítela suavemente. Ahora saque un recorte uno tras otro. / Copie concienzudamente en el orden en que hayan salido de la bolsa” (Dadá manifiesto sobre el amor débil y el amor amargo, citado por Agustín Sánchez Vidal, “Extrañamiento e identidad de ‘su majestad el YO’ al ‘éxtasis de los objetos'”, en García de la Concha [1982]).

De las relaciones con nuestro país cabe destacar la temprana presencia en Barcelona de Arthur Cravan y, sobre todo, de Picabia, que publicó allí la revista 391 (1917), con colaboraciones de Jacob y Apollinaire, y con las primeras muestras de escritura automática. También la presencia en Zurich, según Francisco Aranda (El surrealismo español, 1981), de algunos españoles que participaron de las actividades de Dadá (el periodista Alvarez del Vayo, el biólogo Francisco Aranda, mencionado elogiosamente por Tzara en sus memorias, y Conde Pedroso, retratado por Richter). A ello habría que añadir que Tzara, en el nº 6 de Dadá (1920), menciona, entre los presidentes del Movimiento Dadá, a Canssinos-Assens, al poeta Rafael Lasso de la Vega, que anduvo por Suiza en aquellos años y se acercó a Dadá, y a G. de Torre. Por lo demás, ya hablamos del “Poema automático” enviado por Borges y otros ultraístas a Tzara en 1920, entre cuyos firmantes estaba Correa Calderón, autor en 1919 de “Los poemas inconscientes”, que publicó en Grecia, y de los titulados “Exégesis de la lírica del más allá”, aparecidos en Cervantes, y que han sido considerados cercanos a Dadá.

Esta corriente fue poco valorada entre nosotros, como revela un artículo sin firma aparecido en España (junio de 1920), “Un enemigo de Dadá”. Las noticias llegaron lentamente: Cansinos-Asséns elaboró para Cervantes “La novísima poesía. Antología lírica” (mayo de 1919), que incluía algunos poemas de Tzara; Comet tradujo extractos del Boletín Dadá, nº 6, en “El movimiento Dadá” (Cervantes, julio de 1920); y la única referencia aparecida en Revista de Occidente, bien es cierto que en 1923, fue humorística y prestada: “Dadaísmo en cifras. Leemos en el London Mercury: ‘El editor de una publicación dadaísta, titulada, a lo que parece, 391, nos envía un ejemplar que le agradecemos profundamente. El precio parece ser de 2,50

francos, pero esta cifra bien puede ser uno de los poemas’”. Por su parte, Gómez de la Serna lo repasa en Ismos de una manera un tanto arbitraria. Sólo G. de Torre, en Literaturas europeas de vanguardia, hizo un recorrido extenso y documentado por sus orígenes, trayectoria y escisiones, situando, por cierto, entre los precursores del mismo a Bergson, Jarry, Gide y Gómez de la Serna.

Con posterioridad se ha destacado que algunos de los efectos provocadores del dadaísmo se encuentran en las manifestaciones, bromas y juegos, literarios o no, que en la Residencia de Estudiantes llevaron a cabo los del 27. Así: los “anaglifos” (cuatro versitos en los que tenía que aparecer siempre el sustantivo “la gallina”); el “Juego de los putrefactos” (aparecido a la par que los “cadáveres exquisitos” de los surrealistas); los “carnuzos” (probable derivación del aragonesismo carnuz ‘carroña’, inventado, como otras cosas, por el oscense Pepín Bello), que están en relación con los “burros podridos” de Dalí. Todo ello sin olvidar las ceremonias provocativas (conferencia de Dalí con un enorme pan atado a la cabeza), bromas (suicidios fingidos), “Visitas a lugares anodinos”, “Re-Inauguraciones de Monumentos”, y un largo etcétera que luego estarían en la base de muchas realizaciones de estos artistas (recuérdense los animales muertos de las películas de Buñuel o los poemas de Alberti, sin olvidar la versión de Don Juan Tenorio que se llevó a cabo en la Residencia, y que años después Dalí trasladaría a escenarios comerciales).

También habría que destacar la revista En España ya todo está preparado para que se enamoren los sacerdotes (Madrid, 1931), dirigida por Díaz-Caneja y por José Herrera Petere, y una curiosa novela, Pájaro pinto, de Antonio Espina (1927), cuyo protagonista se adentra en la militancia dadaísta.

5) El surrealismo y el corte de 1925

A mediados de los veinte se impuso una nueva sensibilidad que no se limitaba a negar lo anterior, sino que, además, buscaba una nueva concepción del arte. 1925 fue un año decisivo en el vanguardismo español. Apareció Literaturas europeas de vanguardia, de G. de Torre, y Ortega completó la publicación de La deshumanización del arte, iniciada el año anterior. También vio la luz otra obra teórica de menor calado, El ultraísmo en España, de Manuel de la Peña. Tuvo lugar la Exposición de la Sociedad de Artistas Ibéricos (con más de 500 obras de muy distintas tendencias), que contó con un Manifiesto de apoyo que firmaron Moreno Villa, José Bergamín, Lorca, G. de Torre y otros, y que resultó clave en el desarrollo de las nuevas tendencias. Fue el año en que la aparición del Manifiesto surrealista se reseñó cumplidamente en Revista de Occidente, y el año en que Aragon dio a conocer su movimiento en la Residencia de Estudiantes (donde ese mismo año también habló Jacob). Quizá por todas estas cosas es por lo que Luis Cernuda eligió la fecha para señalar el paso desde “el neorromanticismo al surrealismo”, que marcó el recorrido de su generación (Estudios sobre poesía española contemporánea).

Y es que el surrealismo fue un movimiento importante para el vanguardismo español, aunque estas etiquetas de grupo o escuela fueran rechazadas por Breton, y Larrea prefiriera definirlo como “un organismo o pequeño universo con todas sus características funcionales y con su dimensión trascendental propia” (“El surrealismo entre Viejo y Nuevo Mundo”, Cuadernos Americanos 3-5 [mayo-octubre de 1944]). La contribución española al mismo fue capital desde pronto, como lo demuestra la presencia de Joan Miró (desde 1924), Dalí, Óscar Domínguez, Ramón Marinello, Remedios Varo o Buñuel, sin olvidar la producción poética, reflejada en poemarios como Sobre los ángeles, Poeta en Nueva York, Los placeres prohibidos o Espadas como labios, por poner sólo algunos ejemplos, Si nos retrotraemos a los orígenes del término, el primero en usarlo fue el llamado “Padre de todas las renovaciones”, Apollinaire (Picasso lo retrató con toda la parafernalia pontificia), quien subtituló su pieza teatral Les mamelles de Tirésias (1917) como “drame surréaliste” (Apollinaire prefería este término y no el de “surnaturalisme”, por ser “plus commode à manier”). Al estreno de dicha obra, en la línea de humor de Jarry, asistió Breton (como contaría después en Los pasos perdidos), que tomó prestada de ah la palabra, aunque, en sentido estricto, siempre utilizaría el sintagma “revolución surrealista”. El vocablo “surréalisme” fue traducido en España pronto, aunque ocasionalmente, como “Superrealismo” (Antonio Espina, 1924; G. de Torre, 1925; César M. Arconada, 1925; Azorín, 1929; Guillén, 1970), o bien “Suprarealismo” [sic] (Fernando Vela [1924], que es el primero en trasladarlo del francés), “Suprarrealismo” (Bergamín, 1925; Carpentier, 1935), “Sobrerrealismo”, y ya “Surrealismo” en 1925, siendo Lorca, según parece, el primero que usa esta forma en español.

Los principales autores de entre los que luego serían surrealistas habían ido apareciendo en las revistas españolas desde 1918. Así, poemas de Soupault en Grecia, de Aragon en Cervantes, Grecia, Mirador y La Revista; en esta última también de Breton. En muchos casos estos mismos pasaron por España: Breton en 1922 dio una conferencia en Barcelona luego recogida en Los pasos perdidos (1924); también Desnos, Soupault (colaborador en Grecia, Reflector, La Revista o Terramar), Aragon, Peret, Eluard, todos ellos siguiendo la estela de los cubistas que habían hecho lo mismo (Reverdy, Robert Delaunay, Jacob, Jean Metzinger, Gleizes).

Si el 15 de octubre de 1924 aparecía el Manifeste du surréalisme y unos días antes se abría la Oficina de Investigaciones Surrealistas (es el año también de Abandonad todo [Lachez tout], el otro texto fundacional del surrealismo), en diciembre de ese año Vela ya reseñaba el hecho en Revista de Occidente (“El suprarealismo”), donde lo consideraba como “otra tentativa para suprimir resistencias y rozamientos, eludir la realidad y sustraerse a la lógica y a la práctica”. Al juicio negativo de Vela se uniría pronto el de G. de Torre en Plural (“Neodadaísmo y superrealismo”, enero de 1925), y otro en Revista de Poesía de J.V. Foix. Sólo Arconada, en Alfar (febrero de 1925), se mostraría algo más receptivo con esta nueva aventura vanguardista. Cuando muy poco después, en abril de ese año, Aragon leía el texto “Surréalisme” en la Residencia, el terreno ya estaba preparado y, aunque fue glosado irónicamente por Bergamín, y pese a que Lorca y Buñuel no estuvieron presentes, el hecho no pasó inadvertido. A ello se añadirá que por esas fechas el librero León Sánchez Cuesta importaba para su librería La Révolution Surréaliste (1924-29), dirigido por Péret y por Naville, así como los libros del grupo parisino.

Otro texto teórico sería el que Jarnés, muy atento a las innovaciones vanguardistas, escribió como “Prefacio” a su novela Paula y Paulita (1929), prefacio que tendría una cierta difusión internacional, al ser incluido por Putnam en su antología The European Caravan (1931), y donde hablaba de un estado de maravillas excepcionales […], que están ahí, esperando al hombre decidido […], cargadas de posibilidades de belleza, como de una luminosa electricidad inagotable que podríamos hacer brotar aproximando a ellas un dedo bruscamente. Todo, en torno, aguarda la violación del artista.

Pese a todo, el único español que se acercó a escribir algo parecido a un manifiesto surrealista fue Juan Larrea, entonces residente en París, que publicó en 1926 “Presupuesto vital”, por lo que ha sido considerado en parte como el introductor de este movimiento en España. Algo parecido se ha dicho de José María Hinojosa, poeta que, en opinión de García de la Concha (1982), fue el “corredor de la nueva empresa literaria francesa”. También desde París Buñuel comenzó a arrastrar a Dalí hacia el surrealismo y a alejarlo de Lorca. En resumen, las vías de entrada del surrealismo fueron muchas, y además no se limitaron a Madrid o Barcelona. Por ejemplo, también en Málaga los del grupo Litoral, con Emilio Prados como autor de “anticipada escritura surrealista” (ibíd.), y con Manuel Altolaguirre y José María Souvirón, mostraron un creciente interés por este movimiento a partir de 1926.

Que España no estuvo al margen del surrealismo parece evidente. Pese a ello, importantes críticos han puesto reparos a admitir la existencia de un surrealismo español. Las críticas se centran en afirmar que el único conocedor de la poesía francesa por esa época era Cernuda, o que sólo Prados y Vicente Aleixandre habían leído a los surrealistas, mientras que Alberti o Lorca, por ejemplo, llegarían a él a través del creacionismo (Derek Harris, “Ejemplo de fidelidad poética: el surrealismo de Luis Cernuda” [1962], en García de la Concha [1982]); también que el surrealismo fue un mero “estímulo”, más que una doctrina (Guillén, 1970); que en el mejor de los casos, “existe un puñado de poetas surrealistas, pero no existe un movimiento”, aunque haya “tal cantidad de surrealismo realizado poéticamente que tiene poco que envidiar a la poesía francesa correspondiente” (Bodini, 1982); o que el surrealismo español sólo es apreciable en “algún fragmento de Cernuda […], en Sobre los ángeles […], en Poeta en Nueva York […] y en la obra de Hinojosa” (Ricardo Gullón, “¿Hubo un surrealismo español?”, [1977], en García de la Concha [1982]). Con independencia de lo ajustado de estas apreciaciones, lo que sí cabe decir del surrealismo español es que fue más libre que el francés, muy sujeto a la férula de Breton, y que el español alcanzó un desarrollo más individualizado que en el país vecino.

En todo caso, y haciendo un rápido recorrido por las características fundamentales del surrealismo internacional, nos encontramos con estos rasgos:

1) El surrealismo, más constructivo que Dadá, no reniega de la realidad. Por el contrario, pretende acceder a la esencia última de esa misma realidad, pero en un sentido mucho más amplio. Es por ello por lo que intenta adentrarse en los campos profundos del pensamiento, en su “funcionamiento real” (proclama el Manifiesto), dejando a éste libre de toda sujeción racional (“la vigilancia ejercida por la razón”) y, en gran medida, “al margen de toda preocupación estética o moral”. De ahí que en un principio la libertad fuese absoluta, permitiendo, por ejemplo, que el artista eligiese entre abstracto o figurativo, mientras que en literatura todo quedaba al arbitrio de uno de sus postulados fundamentales: “el poder liberador de la inspiración”, al decir de Paz (“El Surrealismo” [1954], en García de la Concha [1982]).

2) Esta nueva apreciación de la realidad lleva a un universo nuevo para el surrealismo: el del subconsciente, donde aquélla se manifiesta en su totalidad, y que es tan importante o más que la vigilia. La interpretación de los sueños pasa a convertirse en una nueva categoría artística (Breton menciona el ejemplo del poeta Saint-Pol-Roux, quien ponía un cartel en su dormitorio: “El poeta trabaja”). Esto permite hablar de una “poética del sueño” (Poggioli, 1964), capaz de producir obras inquietantes y extrañas, dominadas por la irracionalidad, por la no-lógica y por las técnicas de libre asociación.

Se habla con frecuencia de que las teorías de Sigmund Freud estarían en la base del surrealismo. Ahora bien: conviene matizar que Breton tenía conocimientos de medicina, aunque no llegase a terminar sus estudios (como sí lo hicieron Aragon o Pierre Mabille), y poseía cierta experiencia en el mundo de la neurología por ser discípulo de Babinski. Ahora bien, poco o nada conocía de la obra de Freud, dado que ésta no sería traducida al francés, y muy lentamente, más que a partir de 1921, fecha en la que Breton tiene una decepcionante entrevista con el “padre del psicoanálisis”, en la que lo califica de “viejecito fachendoso” que vive de “recuerdos demasiado lejanos” (Los pasos perdidos). Breton no leía en alemán, como sí lo hacían Tzara, Ball y otros dadaístas. Es posible que hubiera leído “El análisis de los sueños”, artículo de Carl Jung publicado en francés en 1909, aunque este último alegase en sus memorias, no sin ironía, que los surrealistas “creían obtener del subconsciente, del sueño y de las manifestaciones del alma un nuevo conocimiento, una nueva edad” (Recuerdos, sueños y pensamientos).

Curiosamente, Gómez de la Serna había publicado en España una novela sobre un psicoanalista en 1921, El doctor inverosímil (escrita en 1914), mientras que los sueños y las premoniciones eran una constante en El secreto del acueducto (1922). Por su parte, en 1911, en La Lectura, Ortega y Gasset había escrito un artículo en el que citaba abundantemente a Freud (“Psicoanálisis, ciencia problemática”), una de cuyas primeras traducciones mundiales de sus obras completas aparecía en la Biblioteca Nueva de Madrid a partir de 1920, en traducción de Luis López Ballesteros prologada por Ortega. Ya antes habían aparecido algunas obras de Freud, traducidas por la editorial Prometeo. Por lo demás, la obra de Freud fue divulgada en España por los libros de César Juarros y por los artículos, en Revista de

Occidente y en La Pluma, de Manuel García Morente y José María Sacristán. Además, gente como Prados, Giménez Caballero, Aleixandre, Gómez de la Serna, Larrea, Moreno Villa, Zabaleta y Chacel, entre otros, afirmaron haberlo leído. En Dalí, que lo retrató en Londres, y en Buñuel su lectura parece evidente. En cuanto a Jung, del que se ha dicho que fue menos conocido, un simple repaso a Revista de Occidente pone de manifiesto el importante número de colaboraciones suyas entre 1925 y 1936 (una de ellas, por cierto, titulada “Ulises” [1933], versa sobre la novela de James Joyce), y, según parece, el torero Ignacio Sánchez Mejías lo había leído.

3) Otra de las bases sobre las que aparentemente se asienta la definición de la actividad primera del surrealismo es la “escritura automática”, que es la resultante del poder productivo de las frases que brotan de la mente al aproximarse al sueño. La escritura automática tiene como base el azar, al cual se abandona el poeta, permitiendo que aparezcan libremente ideas, asociaciones y palabras. Ahora bien: para los surrealistas se trata de un azar sometido a unas reglas, lo que Breton denominaba “le hasard objetif” (y sobre lo que teorizó a partir de 1930), dejando correr la idea, sintetizada por Guillén, de que “la inspiración concede al poeta lo que no buscaba”. Es esa inspiración en estado puro lo que se corresponde con el concepto de “écriture automatique”, que se identifica a su vez con el libre fluir de conciencia.

Se ha dicho que éste era uno de los puntos que diferenciaban a los poetas españoles, quienes, con la excepción de Hinojosa, Buñuel y Picasso, no la practicaron. Esto en sí no tendría una gran importancia, primero porque muchos surrealistas franceses se rebelaron contra lo que era una exigencia de Breton, que, antes de abandonarla él mismo, en 1935, ya la había matizado, aceptando un cierto control de la razón. Pero es que, además, en general fue tan poco usada en francés como en español, y en ambos casos con la misma falta de dogmatismo (entre otras cosas porque el automatismo puro era imposible). No obstante, Bodini (1982) recogió distintos ejemplos de automatismo entre los del 27 (Diego, Prados, Moreno Villa, Altolaguirre, Lorca, Alberti, etc.), muy en consonancia con lo que preconizaba Breton: “Escribid rápidamente, sin tema preconcebido, lo bastante rápido para no sentir la tentación de releeros; […] la frase vendrá por sí sola [porque] sólo pide que se la deje exteriorizarse”. De entre ellos, seleccionamos los siguientes poemas:

Yo comento con mi alma el contrabando de la pólvora, / a la izquierda del cadáver de un ruiseñor amigo mío. / No os acerquéis. / Nunca pensasteis que vuestra sombra volvería a la sombra / cuando una bala de revólver hiriera mi silencio. / Pero al fin llegó ese segundo, / disfrazado de noche que espera un epitafio. / ” La cal viva es el fondo que mueve la proyección de los muertos (“Los ángeles de las ruinas”, de Alberti).

Subí a tocar las campanas, pero las frutas tenían gusanos / y las cerillas apagadas / se comían los trigos de la primavera. / Yo vi la transparente cigüeña de alcohol / mondar las negras cabezas de los soldados agonizantes / y vi las cabañas de goma / donde giraban las copas llenas de lágrimas. / En las anémonas del ofertorio te encontraré, ¡corazón mío!, / cuando el sacerdote levante la mula y el buey con sus fuertes brazos / para espantar los sapos nocturnos que rondan los helados paisajes del cáliz (“Iglesia abandonada”, de Lorca).

Eres hermosa como la dificultad de respirar en un cuarto cerrado. / Transparente como la repugnancia a un sol libérrimo, / tibia como ese suelo donde nadie ha pisado, / lenta como el cansancio que rinde el aire quieto. Tu mano, bajo la cual se veían las cosas, / cristal finísimo que no acarició nunca otra mano, / flor o vidrio que, nunca deshojado, era verde al reflejo de una luna de hierro. / Tu carne, en que la sangre detenida apenas consentía / una triste burbuja rompiendo entre los dientes, / como la débil palabra que casi ya es redonda / detenida en la lengua dulcemente de noche (“La ventana”, de Aleixandre).

En un mundo de alambre / donde el olvido vuela por debajo del suelo, / en un mundo de angustia, / alcohol amarillento, plumas de fiebre, / irá subiendo a un cielo de vergüenza, / algún día nuevamente surgirá la flecha / que abandona el azar / cuando una estrella muere para olvidar su sombra (“Como la piel”, de Cernuda).

También en la prosa narrativa aparece este recurso, como ocurre con el relato de Dámaso Alonso “Una Vía Láctea” (1933), en este caso canalizando los logros obtenidos en el uso del monólogo interior por Joyce, de quien Alonso había traducido su Retrato del artista adolescente en 1925. En el siguiente fragmento, un viajero distrae su espera en un andén de estación, deshilvanando sus pensamientos:

Treinta minutos aún. Seguiré leyendo. “Avanzo a tentones por la oscuridad”. Avanzo a tentones. Tentación de tentar. Tentación, a temptare. Oscuridad y misterio Tentación. Todo esto te daré, si, puesto de rodillas me adorares. ¿Y qué contestó el otro?

Insecticvida infalible. ¿Cómo? ¡Ah!: INSECTICIDA INFALIBLE. ¿Infalible? Y tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia. A tentones. ¿Edificaré a tentones? No, no es eso; no, no es ése. — No, no es ése. Vía tercera, dirección contraria. […]

Regresan a la ciudad. ¿Dónde apurarán las heces del domingo? ¿Se irán al cine? A pezones. Digo, a tentones. Penumbra y sombra. Rayos de luz (hay demasiado polvo aquí), haces de rayos que reptan, a derecha, a izquierda. ¿Se saldrá la locomotora de la pantalla?

4) En consonancia con el rechazo de los surrealistas a poetizar lo que Breton denominaba “le caractère circonnstanciel” de la literatura, es decir, a ofrecer una visión informativa o descriptiva de la realidad, surge el concepto de lo merveilleux. En el Manifiesto queda patente: “Digámoslo claramente: lo maravilloso es siempre bello, todo lo maravilloso,

sea lo que fuere, es bello, e incluso debemos decir que solamente lo maravilloso es bello”, de tal modo que “lo más admirable de lo fantástico es que lo fantástico ha dejado de existir; ahora sólo hay realidad” (Manifiestos del surrealismo). Esto tendrá después su importancia a la hora de formular poéticas como la del “realismo mágico” (concepto aparecido en esos años), o la de “lo real-maravilloso” (elaborada por Carpentier en los cuarenta), que tienen una evidente deuda contraída con el mundo de las vanguardias, y en especial con el surrealismo. De hecho, diversos testimonios recuerdan que tales etiquetas eran aplicables por aquel entonces a la literatura de Franz Kafka, de Joyce, de Gómez de la Serna o de Jarnés (Enrique Anderson Imbert, El realismo mágico y otros ensayos).

5) Una consecuencia de lo anterior será el interés manifestado por los mitos, entendidos como símbolos. Para Breton el surrealista es “un portador de llaves” y, por tanto, los mitos son los verdaderos conectores entre lo real y lo suprarreal. Albert Camus diría en su momento: “el surrealismo, si no ha cambiado al mundo, le ha provisto de algunos mitos extraños” (El hombre rebelde, 1951). En esta renovación del concepto de mito influyeron, tanto o más que Freud, Jung y Otto Rank, cuya obra El mito del nacimiento del héroe sería traducida al francés en 1928 y dejaría su huella en Breton y Eluard (L’Immaculée conception). Es el paso del subconsciente individual al subconsciente colectivo, dado que Rank había establecido la relación existente entre el sueño y el mito, tanto en la forma como en el contenido (“el mito pertenece por definición a lo colectivo”, dirá Roger Caillois en 1938 (El mito y el hombre). A partir de aquí se entiende el interés por el folclore, las leyendas y otras formas de creación colectiva. No es casual que Marcel Raymond destacase el excepcional hallazgo lorquiano de síntesis entre “el giro popular y la visión poética más original” en su De Baudelaire al surrealismo (1933), libro considerado en su momento como un verdadero catálogo del surrealismo.

En ese sentido habrá que entender las palabras de Alberti (1933), según el cual “el surrealismo español se encontraba precisamente en lo popular, en una serie de maravillosas retahílas, coplas, rimas extrañas, en las que, sobre todo yo, ensayé apoyarme para correr la aventura de lo para mí hasta entonces desconocido” (citado por García de la Concha [1982]). Y quizá también la clave mítica del Primer romancero gitano (1928), de Lorca, haya que entenderla en su acercamiento a un legado mitológico, muy acorde con lo que propone el surrealismo. Tal vez eso explique ese primitivismo que anida en su poesía y del que tanto se ha hablado.

6) Tras la escritura automática va después, y a cierta distancia, el collage, recurso procedente del cubismo y que es el resultado, según Max Ernst, de “la explotación del encuentro fortuito, en un plano adecuado, de dos realidades distantes” (1933; citado por De Micheli), paráfrasis de la famosa cita de Lautréamont: “Bello como el encuentro fortuito, en una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas” (Les chants de Maldoror). Como tal está presente en relatos como el anterior de Dámaso Alonso, o en otros de Chacel (por ejemplo, en “Chinina Migone”, donde, junto con el uso de la publicidad, la música o el cine, aparece una evidente fragmentación de la realidad), aunque en ningún caso será utilizado entonces con la intensidad con que lo hace años después el argentino Julio Cortázar en sus cuentos.

Por todo ello, y aunque lo importante en el surrealismo sea no tanto la técnica como la estética, cabe añadir otros recursos, como el uso de imágenes perturbadoras, la presencia de profecías, los sueños, el humor negro y la crueldad (como vías contrarias al

sentimentalismo), el satanismo y la utilización de objetos surrealistas. Por no hablar de técnicas muy habituales, como las que Michel Rifaterre llama “metáforas hiladas”, tan propias del surrealismo, y cuyo uso en Lorca ha demostrado García de la Concha (1982). Hablamos de metáforas construidas sobre la base de una sucesión de imágenes que reflejan aspectos parciales de un todo: “Que no hay cáliz que la contenga, / que no hay golondrinas que se le beban, / no hay escarcha de luz que la enfríe, / no hay canto ni diluvio de azucenas, / no hay cristal que la cubra de plata. / No. / ¡¡Yo no quiero verla!!”.

El surrealismo experimentó profundas sacudidas en los años previos a la Guerra Mundial. El descubrimiento del marxismo a finales de los veinte y las peregrinaciones a la Unión Soviética en algunos casos llevaron a Breton y los suyos a intentar una síntesis entre la revolución social, propugnada por Lenin o por Trotsky, y la síquica que promovían ellos (el resultado, entre otras cosas, será la revista Le Surréalisme au service de la revolution, 1930-33). Posteriores luchas internas, bien contra los disidentes “puros” (Artaud, Desnos, Naville,

Vitrac, Soupault), bien por distintas concepciones de la causa revolucionaria (ruptura entre Breton y Aragon, convertido éste al “realismo socialista”), irían adelgazando al grupo, cada vez más ceñido a los mandatos de Breton, expulsado a su vez del Partido Comunista en 1933. La marcha de Eluard en 1938 y el posterior estallido de la guerra lleva a la dispersión de los surrealistas (en México Breton entrará en contacto con Trostky) o a la muerte de alguno de ellos (Desnos), lo que supondrá, en cierta medida, el final de esta aventura, ya que tras la finalización del conflicto el interés que suscitó fue pequeño en comparación con lo anterior.

La peripecia de los surrealistas españoles no estuvo muy alejada de la de sus homónimos franceses: tuvo parecida suerte de politización (el caso de Alberti es significativo al respecto) y estuvo muy ligada a los avatares de la II República y a su desastrado fin con la Guerra Civil. El momento cuenta con un significativo libro de José Díaz Fernández, El nuevo romanticismo (1930), que marca la línea divisoria entre el arte deshumanizado anterior y la nueva rehumanización a través del compromiso del artista con su tiempo: “La verdadera vanguardia será aquella que ajuste sus formas nuevas de expresión a las nuevas inquietudes del pensamiento. Saludemos al nuevo romanticismo del hombre y la máquina que harán un arte para la vida, no una vida para el arte”.

Por esas fechas La Gaceta Literaria (1-VII-1930) publicaba una encuesta realizada entre distintos personajes (Giménez Caballero, Arconada, Ernestina de Champourcín, G. de Torre, Gómez de la Serna, Bacarisse, etc.), donde casi todos ellos, con alguna salvedad, advertían el agotamiento de los modelos vanguardistas y mencionaban el fenómeno como algo ya pasado, aunque muchos se considerasen todavía vanguardistas. El estallido del 18 de julio, la consiguiente muerte de algunos (Lorca o Hinojosa) y el exilio de los más pusieron el punto final a un recorrido que aún tendría sus rebrotes en algunas polémicas desarrolladas en América (Larrea fue uno de los más activos en este sentido), pero cuyo peso principal recaería ya en autores de aquel lado del Atlántico (Carpentier, Cortázar, Paz, etc.)

No obstante, lo que el surrealismo dejó en España, al margen de lo ya mencionado, cabe advertirlo en títulos de poesía como Sermones y moradas (1929-30) o Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos (1929), de Alberti; Un río, un amor (1929), de Cernada; Pasión de la tierra (1928-29), de Aleixandre; La sangre en libertad (1931), de Hinojosa; Jacinta la pelirroja (1929) y Carambas (1931), de Moreno Villa; o los poemas que Larrea y otros muchos fueron publicando en revistas y publicaciones de todo tipo.

A ello hay que añadir los ejemplos en prosa, menos numerosos, pero con novelas y volúmenes de cuentos como La flor de Californía (1928), de Hinojosa; Yo, inspector de alcantarillas (1928), de Giménez Caballero; La túnica de Neso (1929), de Juan José Domenchina; Cazador en el alba (1930), de Ayala; Proserpina rescatada (1931), de Jaime Torres Bodet; Paula y Paulita (1929), Teoría del zumbel (1930) y Lo rojo y lo azul (1932), de Jarnés; por no hablar de las novelas humorísticas de Enrique Jardiel Poncela o los relatos sueltos de Prados, María Teresa León, Diego, Espina, Bergamín, Neville, Larrea y un largo etcétera.

6) El expresionismo, un mundo aparte

El expresionismo no tuvo la misma presencia que el surrealismo, aunque no por eso dejó de ser conocido en España. La única exposición en nuestro país fue tardía, en 1926, se celebró en Barcelona y luego en Madrid, y contó con obras de Barlach, Otto Dix, George Grosz, Heckel, Kirchner, Kokoschka y Emil Nolde, entre otros. Pese a ello, algunas manifestaciones literarias ya habían llegado antes.

Aquí no hubo estilo expresionista, como propiamente no lo hubo en otras partes, en la medida en que “no es exacta la idea de una escuela expresionista con teorías muy concretas y fronteras netamente delimitadas” (Sebastián Gasch, El Expresionismo), y de hecho sus representantes siempre prefirieron hablar más de “postura vital” que de una corriente entendida como tal. En todo caso, el expresionismo se identificó frecuentemente con anticonformismo y sus exponentes fueron vistos como iconoclastas.

Nacido a mediados de la primera década, hacia 1910 ya se consideraba un movimiento básicamente alemán, que surgía como reacción contra el impresionismo, en la medida en que éste trabajaba todavía con referentes demasiado cercanos a la realidad aparente de las cosas. Borges, uno de los primeros en entrar en contacto con dicha corriente, diría que era “la tentativa de crear para esta época un arte matinalmente intuicionista, de superar la realidad ambiente y elevar sobre su madeja sensorial y emotiva una ultrarrealidad espiritual” (“Acerca del expresionismo” [1923]; citado por G. de Torre, Literaturas europeas de vanguardia). G. de Torre diría años más tarde que como movimiento era “quizá el único que merece plenamente tal título”, aunque reconocía la dificultad de encontrarle un cuerpo doctrinal coherente (2001).

El término había surgido en la Exposición de la Secesión Berlinesa celebrada en 191, y parece tener su origen en la afirmación del crítico Paul Cassirer, que, ante la pregunta de si un determinado cuadro era impresionista, respondió: “¡No, es expresionismo!”. A partir de ahí empezó a aplicarse a cierta pintura (el fauvismo, por ejemplo), y la revista Der Sturm utilizó el vocablo para caracterizar a los pintores de esa misma exposición: Nolde, Beckmann, Kokoschka, Franz Marc, Heckel, Gras, entre otros provenientes de los grupos Die Brücke (El puente, 1905) y Der Blaue Reiter (El jinete azul, 1911). No debe olvidarse que a la misma también estuvieron invitados pintores como Bracque, Derain, De Vlaminck o Picasso, entre otros. En 1912 el término ya calificaba a cierto arte de vanguardia (en España “arte expresivo”, según Gasch), mientras que en 1913 era utilizado en la primera exposición de Marc Chagall en Berlín. A partir de 1914 lo difundiría el historiador del arte Worringer (cuya firma aparece a menudo en Revista de Occidente), quien le dio auténtica carta de naturaleza, pasando a ser representativo de un determinado tipo de arte alemán. Por lo demás, este movimiento tendría sus momentos estelares durante la segunda década del siglo e inicios de la tercera, hasta que a mediados de los veinte se vio superado por una segunda manifestación expresionista, el “post-expresionismo” o “nueva objetividad”, en el que el espíritu apocalíptico primero se vio sustituido por una mirada más reflexiva y lúcida: “Los visionarios que habían creído en una metamorfosis mágica volvieron a encontrarse con la cabeza fresca”, diría el crítico Albert Soergel en 1926 (en G. de Torre [2001]).

Los principales teóricos de esta corriente fueron desde 1917 Casimir Edschmid y Alfred Döblin, que, además, fue uno de los novelistas más característicos del momento, aunque el primer libro como tal sería el de Hermann Bahr Expressionismus (1920), mientras que en España el artículo de Clément Pansaers “La pintura expresionista alemana” (Cosmópolis, 41, mayo de 1920) es uno de los primeros que da a conocer algunas de sus características. Ahora bien: fue Borges, con “Antología expresionista” (Cervantes, octubre de 1920) y luego con “Lírica expresionista” (Grecia, noviembre de 1920), el que ofreció ejemplos literarios de interés, mostrando la obra de poetas expresionistas como Séller, Klemm, Ferl o Plagge, en labor que luego continuaría en Vltra (1921), y que resumiría bajo el epígrafe de Poetas expresionistas.

También hay que contar con la labor divulgadora de Yvan Goll, colaborador de Creación (1921), Tableros (1921-22) o La Gaceta Literaria, y autor de Les Cinq Continents. Antologie mondiale de poesie contemporaine (1922), obra muy difundida y que incluyó a autores españoles como Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Gómez de la Serna, G. de Torre, Humberto Rivas (con el que colaboró en Circunvalación), D’Ors, siendo reseñada por A. Espina en Revista de Occidente (1923). Goll publicó también distintos trabajos sobre la poesía y el teatro expresionista alemán en francés para L’Esprit Nouveau en 1920-21, donde dejó dicho que el expresionismo “es la generalización de la vida basada en la influencia puramente espiritual”. Del mismo modo, el siquiatra Gonzalo R. Lafora en 1922 daba una conferencia en el Ateneo de Madrid titulada “Estudio psicológico del cubismo y expresionismo”, que luego aparecería en Don Juan, los milagros y otros ensayos (1927). En Literaturas europeas de vanguardia, G. de Torre dedicaba un capítulo al expresionismo, en el que incluía poemas del austríaco Franz Werfel, al que luego, junto con el dramaturgo Georg Kaiser, editaría en Buenos Aires para Losada en 1938.

También Revista de Occidente tradujo tres obras de Kaiser entre 1926 y 1929 (De la mañana a media noche, Gas y Un día de octubre). De Ferdinand Brückner se tradujo Los criminales. Por el contrario, al abandonar su interés por el teatro, la revista de Ortega no dio cuenta del estreno de La ópera de tres peniques de Brecht (1928). Pero uno de los mayores logros de esta publicación fue el de ofrecer la traducción completa de La metamorfosis de Kafka en los números de junio a agosto de 1925 (dos años antes que en Francia). También fueron reseñadas, por R.M. Tenreiro, en 1927, El proceso y El castillo. Del mismo modo, las novelas cortas de Werfel (La muerte del pequeño burgués, Secreto de un hombre, Casa de tristeza) fueron publicadas por esta revista entre 1928 y 1933. No obstante, quizá debido al hecho de que el expresionismo no fue un movimiento lírico, sino que abarcó teatro, novela, pintura, ensayo, música y cine, se vio pospuesto en España a otras corrientes de vanguardia.

El expresionismo no abstrae geométricamente las formas, como el cubismo, ni es una manifestación situada entre el sueño y la vida, como el surrealismo. El expresionismo, basándose en la intuición, depura, intensifica e interpreta la realidad, pero nunca se aparta totalmente de ella: “El instinto es diez veces más importante que el conocimiento” dice el pintor Nolde (citado por Paul Vogt, Der Blaue Reiter. Un expresionismo alemán). Y, por supuesto, es absolutamente irracionalista: “Los expresionistas llevaron a cabo el último asalto contra las defensas del racionalismo y las derrotaron” (Bernard Denvir, El fauvismo y el expresionismo).

Entre sus rasgos fundamentales se halla lo que se ha dado en llamar la “poética del grito”, de la que habla el crítico Armando Plebe: “entendida como un abrir los ojos de par en par a los aspectos más alarmantes de la realidad […], parece exigir del artista una expresión angustiada y angustiosa, un grito de alarma” (¿Qué es verdaderamente el expresionismo?). Y esto es así por la insuficiencia de la palabra para aprehender una realidad que se considera cruel: “Donde encontrábamos una fisura en la corteza de lo convencional la señalábamos, porque allí esperábamos hallar una fuerza que algún día saldría a la luz”, señalaba el pintor Franz Marc (citado por Vogt) poco antes de morir en el frente.

Para Cirlot, “el expresionismo es el arte producido por la insurrección desbordante del principio de expresión”, entendido éste como “la emergencia de lo patético”, en proceso realizado en un clima de “cataclismo” (Diccionario de los Ismos). Otra faceta importante era su capacidad para deformar hasta la caricatura, dado que el expresionismo se negaba a captar la realidad a través de las huidizas impresiones del momento, estableciendo jerarquías y una “estilización que deriva en deformación”, como señaló Gasch. Los expresionistas utilizaron la caricatura, el guiñol, la máscara y en general todas aquellas deformaciones y trazos desgarrados que “expresaran” en sí mismos, desdeñando la armonía impuesta por el impresionismo, y convirtiéndose en un arte crítico en su búsqueda de nuevas manifestaciones. Todo ello con la intención de descubrir una realidad más profunda y significativa de las cosas con una intensidad tal que, en palabras de Guillermo de Torre (2001), “la deformación de la naturaleza, como se denominaba entonces el proceso de transformación, se consideraba una necesidad metafísica y no formal”. De ahí también que el cine ejerciera tanta influencia, porque básicamente ofrecía toda una poética de la deformación (“El estilo expresionista nunca podrá ser tan persuasivo y eficaz como en el cine”, decía el crítico Béla Balzàzs, cuya obra comentó F. Vela en La Lectura, 1927; citado por Plebe); deformación que se mostraba a través de vampiros, doctores, personajes malvados y otros “superhombres al revés”, tan propios de las películas de F. W. Murnau, Wienne o Fritz Lang.

Para todo ello la literatura expresionista se sirvió de recursos como el “flujo de conciencia” (que, sin estar especialmente ligado a este movimiento, lo calificó en buena medida); el uso de un lenguaje desgarrado (“para conseguir un estilo adecuado a la falsedad y a la crueldad de mis modelos he copiado el folklore de los urinarios, que me parecía la expresión más inmediata y la más directa traducción de los sentimientos violentos”, diría el pintor Grosz [en Plebe]); la presencia constante de la muerte, la violencia y la crueldad; la elaboración de personajes abstractos o genéricos (por ejemplo, en el teatro: “El hombre”, “La mujer”, “Los combatientes”); las narraciones fragmentadas; la crítica a la burguesía; la presencia de lo grotesco como medio de representar la naturaleza humana; el uso certero y brutal de los adjetivos; la brusquedad de los verbos.

Hecho importante en nuestro país fue el de la aparición, en 1927, de la obra Nacht Expressionismus. Realismus Magische, traducida al español como Realismo mágico. Post- expresionismo, del crítico de arte alemán Franz Roh (1925). Este autor hacía un análisis de la pintura de Beckmann, Grosz, Dix y otros, que contemplaban, en palabras suyas, los objetos ordinarios con ojos maravillados, ofreciendo una visión de la realidad cercana al momento de la Creación, del Génesis. La obra tuvo bastante difusión, en parte por la previa selección de capítulos que de ella ofreció Revista de Occidente, y llegó a alcanzar una cierta notoriedad, más que nada por la presencia de ese binomio que encabezaba su título, “realismo-mágico”, que en realidad se debía al énfasis que F. Vela le había dado al traducirlo. El término tuvo éxito, Roh reclamaría después su paternidad, sobre todo a la vista de que Massimo Bontempelli también lo usaba, y acabaría imponiéndose en esos años para clasificar obras tan dispares como las de Jarnés, Cocteau o Kafka. Con el discurrir de los años, esta expresión, que tiene aquí su origen, trataría de caracterizar ciertos aspectos de la narrativa hispanoamericana, compitiendo a su vez con la formulación poética de “lo real-maravilloso” desarrollada por Carpentier en los años cuarenta, y que a su vez era deudora de los principios del surrealismo, en el que el novelista cubano militó en los treinta.

Pese a todo, la literatura y el arte expresionista, con la excepción del cine (El gabinete del Dr. Caligari, de Wienne, impulsor de una moda que se denominó “caligarismo”; Nosferatu, de Murnau, o Metrópoli, de Fritz Lang, fueron acogidas en España con gran interés), no tuvieron tanto eco como otros movimientos de vanguardia. La poesía alemana ejerció influencia en Borges, que tradujo obras de distintos autores, como ya vimos. Parece que también en prosa existe una cercanía en las primeras novelas de Joaquín Arderíus (que había estudiado en Bélgica), como, por ejemplo, en Mis mendigos (1915), antes de su paso a una narrativa de corte revolucionario. Del mismo modo se ha destacado al primer Ayala, el de El boxeador y un ángel, “de excepcional interés porque supone la perfecta asimilación de futurismo, neogongorismo, expresionismo alemán y surrealismo” (Buckley y Crispin, 1973). E igualmente puede encontrarse algo en los textos literarios del pintor José Gutiérrez Solana La España negra (1920) y su novela Florencio Cornejo (1926), o en A. Espina, al que G. de Torre calificó de “guiñolesco”, sobre todo en su volumen de cuentos Pájaro pinto (1927), que recuerdan “los lienzos urbanos de Grosz o Dix” (Rodríguez Fischer, 1999).

Pero sin lugar a dudas fue Valle-Inclán el ejemplo más destacado de entre los autores que se acercaron a ciertas formas del expresionismo, pese a su fama de ser un escritor individualista y poco interesado por lo que se hacía a su alrededor (“no leía nada”, diría de él un malévolo Juan Ramón Jiménez, por boca de Cernuda [Poesía y literatura]). Valle-Inclán, que había militado en el modernismo, llegó a aceptar ciertos aspectos del ultraísmo, como lo demuestran algunos poemas suyos de finales de los diez, y ello pese a las andanadas que lanzaría después en Luces de bohemia. Ahora bien: un análisis de las obras que se engloban dentro de su teoría del esperpento pone de manifiesto un buen número de coincidencias con la poética expresionista, difíciles de pasar por alto. En buena medida el esperpento no es exclusivo de la literatura española de ese momento, como ya señaló Alfonso Sastre (Anatomía del realismo, 1965), sino que viene a aparecer, con uno u otro nombre, en el común desarrollo de la literatura europea de esos años, y muy especialmente en la que se está llevando a cabo dentro del expresionismo. Fue G. de Torre uno de los primeros que vieron “una tendencia expresionista” en la obra del escritor gallego, mientras que Alonso Zamora Vicente, por su parte, señalaba que en Luces de bohemia “estamos a un paso de los escalofriantes carnavales de Solana o de Ensor” (La realidad esperpéntica), aunque sería Emilio González López quien estudiaría su teatro dentro de unas constantes que derivan en un “expresionismo hondamente dramático y humanizado” (El arte dramático de Valle-Inclán. Del decadentismo al expresionismo). El propio Valle-Inclán, en una entrevista, avanzó que su Tirano Banderas iba a ser una novela “en prosa expresiva y poco académica. […] Yo y mis personajes no sabemos que hay enciclopedias” (Juan Antonio Hormigón, Valle-Inclán. Cronología y documentos). Y aunque es improbable que lo hubiera leído, resulta imposible pasar por alto la similitud existente entre lo dicho por el crítico expresionista Hermann Bahr y las conocidas palabras de Max Estrella cuando sabe de la muerte del anarquista al que ha conocido en la cárcel. El primero escribió:

Nunca hubo época más turbada por la desesperación y por el horror de la muerte. […] Nunca el hombre fue tan pequeño. Nunca estuvo más inquieto. Nunca la alegría estuvo tan ausente y la libertad más muerta. Y he aquí gritar la desesperación: el hombre pide gritando su alma, un solo grito de angustia se eleva de nuestro tiempo. También el arte grita en las tinieblas, pide socorro e invoca el espíritu: es el expresionismo (El expresionismo, 1916; citado por De Micheli).

Y Valle-Inclán hizo decir a su personaje de Luces de bohemia:

Latino, ya no puedo gritar… ¡Me muero de rabia!… Estoy masticando ortigas. Ese muerto sabía su fin… No le asustaba, pero temía el tormento… La Leyenda Negra, en estos días menguados, es la Historia de España. Nuestra vida es un círculo dantesco. Rabia y vergüenza.

Esta “poética del grito”, tan propia del expresionismo, tiene su eco en la obra de Valle-Inclán, y muy especialmente en Tirano Banderas (1926), novela en la que la denuncia crítica, la violencia, la crueldad, la muerte, la distorsión y la perspectiva deformante, la caricatura, los juegos de luces y sombras, la propia estructura cinematográfica, la presencia del “superhombre al revés”, el desgarro en el lenguaje y el sarcasmo conforman un mundo literario que entronca directamente con los presupuestos estéticos desarrollados por aquella corriente, por su literatura, por su cine y por su arte.

7) Las revistas de la vanguardia

Como en tantos otros campos, la presencia de Ortega fue importante en el análisis artístico y en la reflexión literaria. Ya dejaba constancia de esto en 1914 (el mismo año de su primer libro, Meditaciones del Quijote), en el prólogo a El pasajero, poemario vanguardista de Moreno Villa. En ese texto, que tituló “Ensayo de estética a manera de prólogo”, afirmaba, por ejemplo, que “el arte es esencialmente IRREALIZACIÓN [sic]”, en la medida en que su esencia es la de crear “una nueva objetividad nacida del previo rompimiento y aniquilación de los objetos reales”. Sus reflexiones posteriores sobre estos temas fueron amplias, sobresaliendo, claro está, La deshumanización del arte, donde Ortega efectuaba un diagnóstico (que no una receta) de las vanguardias y hacía equivalente el concepto a la idea de antirrealismo y antisentimentalismo, e Ideas sobre la novela (1925), donde vierte unas controvertidas opiniones, rebatidas más tarde, entre otros, por Borges. Todas ellas mostraron un influjo que sobrepasó nuestras fronteras, como muestran las palabras de E. R. Curtius al afirmar: “Ortega y Gasset tal vez sea el único hombre en Europa que pueda hablar hoy, con la misma seguridad de juicio […], de Kant, de Proust, del arte prehistórico y de la pintura cubista, de Scheler y de Debussy” (citado por Bonet [1995]).

Pero, con ser importante su labor de teórico, acaso lo sea más la de editor, ejemplificada en el diario El Sol o en la revista España (1915-24), que, sin ser específicamente literaria, dio noticia de autores como Proust, Marinetti, Reverdy, Apollinaire o Maiakowski, y de españoles como Lorca, Bergamín, Espina y otros. Fue en 1923, con Revista de Occidente, cuando creó uno de los órganos culturales más influyentes de aquel período. Siendo como fue ésta una revista de pensamiento, en sus páginas hubo bastante literatura en reseñas, noticias, fragmentos y obras completas de las tendencias más diversas: de Alberti, Aleixandre, Cernuda, Diego, Lorca, Guillén, Prados, Salinas, Bacarisse, Pablo Neruda, Miguel Hernández. Junto a ello, las colaboraciones, las traducciones de Rainer Maria Rilke, Paul Valéry, las liturgias poéticas (en 1923 por el XXV aniversario de la muerte de Stéphane Mallarmé, en 1926 el debate sobre la “poesía pura”, en 1927 el centenario de Góngora). En esta revista, o en su editora, aparecieron obras de Jarnés, Gómez de la Serna, Ayala, Chacel, Espina, Corpus Barga, Moreno Villa, Lino Novás Calvo, Neville, Quiroga Pla, Giménez Caballero, Cocteau, Giraudoux, Lenormand, Brückner, Kaiser, O’Neill, Kafka, etc. Por eso, pese a las malignas palabras de Juan Ramón, llamando a esta publicación “Revista de Desoriente”, la realidad fue muy distinta.

Las revistas relacionadas con las vanguardias fueron muchas, y en su mayoría, además, específicamente literarias. Las hubo de muy diverso signo, y aunque al principio algunas no nacieron cercanas a los ismos, con el paso del tiempo a menudo se convirtieron en órganos de expresión de las nuevas tendencias, e incluso pasaron por varias de distinto signo. Es lo que ocurrió, por ejemplo, con Prometeo (Madrid, 1908-12), Los Quijotes (Madrid, 1915-18), Cervantes (Madrid, 1916-20), Grecia (Sevilla-Madrid, 1918-20), que se iniciaron en algunos casos en el modernismo, pasaron por el futurismo y acabaron siendo ultraístas.

Ligadas al ultraísmo estuvieron Ultra (Oviedo, 1919-20); Cosmópolis (Madrid, 1919-22); Perseo (Madrid, 1919); Reflector (Madrid, 1920); Vltra (Madrid, 1921-22); Tableros (Madrid, 1921-22); Horizonte (Madrid, 1922), también abierta a otras tendencias; Vértices (1923); Parábola (Burgos, 1923-28); Alfar ( La Coruña, 1923-27), que cultivó otras tendencias; Tobogán (Madrid, 1924).

Las más cercanas al surrealismo o a otras manifestaciones fueron Plural (Madrid, 1925); Favorables París Poema (París, 1926), dirigida por Larrea y César Vallejo; Litoral (Málaga, 1926-29); Verso y Prosa (Murcia, 1927), llevada por Guillén; Mediodía (Sevilla, 1926-33), órgano de difusión de los del 27; La Gaceta Literaria (Madrid, 1927-32); Papel de Aleluyas (Huelva, 1927-28); Gallo (Granada, 1928); Carmen (Santander, 1928-29), con su suplemento Lola, las dos bajo el control de Gerardo Diego; Manantial (Segovia, 1928-29); Meseta (Valladolid, 1928-29); DDOOSS (Valencia, 1931); Héroe (Madrid, 1932); Los Cuatro Vientos (Madrid, 1933); Isla (Cádiz, 1933-36); Cruz y Raya (Madrid, 1933-36); Octubre (Madrid, 1933-34); la bilingüe 1616 (Londres, 1934); Caballo Verde para la Poesía (Madrid, 1935-36); El Gallo Crisis (Orihuela, 1934-35); Floresta de Prosa y Verso (Madrid, 1936).

De entre todas, es La Gaceta Literaria la que más ha dado que hablar, por su carácter de revista clave de las vanguardias españolas. Fundada y dirigida por Ernesto Giménez Caballero, por sus páginas pasó la práctica totalidad de los jóvenes literatos españoles del momento, contando también con una amplia nómina de colaboradores extranjeros: Cassou, Eluard, Epstein, Jacob, Jules Supervielle, Larbaud, Pierre Mac Orlan, Montherlant, Henri Michaux, Walter Benjamin, Curtius, Ivan Goll, Eliot, Joyce, Curcio Malaparte, Bontempelli, Marinetti, etc. Fue también una revista que dio especial importancia al cine, no sólo con secciones fijas a cargo de Pérez Ferrero, Arconada, Gómez Mesa o Francisco Ayala, entre otros, sino con la fundación del que sería el primer cine-club de España, que llevaron entre el propio Giménez Caballero y Luis Buñuel. Centro también de numerosas polémicas, nacionales e internacionales, la posterior alineación de su fundador con los postulados del fascismo provocó que muchos de sus colaboradores abandonaran esta empresa vanguardista en los años treinta.