Tema 1E – La evolución de la educación especial en Europa en las últimas décadas: de la institucionalización y del modelo clínico a la normalización de servicios y al modelo pedagógico.

Tema 1E – La evolución de la educación especial en Europa en las últimas décadas: de la institucionalización y del modelo clínico a la normalización de servicios y al modelo pedagógico.

0. INTRODUCCIÓN

La escuela ha evolucionado siguiendo etapas paralelas al momento social que en cada época se ha vivido, estando influenciada por la ideología y formas sociales predominantes en cada momento histórico.

La Educación Especial, en esta línea de cambio, ha adoptado formas y modalidades diversas de intervención, pasando desde la etapa de la Educación Especial institucionalizada, por la etapa clínico‑médica, hasta llegar al modelo pedagógico y la normalización de servicios educativos, que asume una respuesta educativa adecuada, tanto para las antiguas deficiencias como para las nuevas carencias surgidas paralelamente a una escolaridad generalizada.

Esta breve panorámica histórica de la Educación Especial, además de ilustrarnos, nos va a proporcionar elementos de juicio para reflexionar sobre el propio concepto, los fines que ha perseguido, así como el tipo de intervención que dicha conceptualización ha requerido a lo largo de la historia.

Hechas estas apreciaciones iniciales, y en tanto que la Educación Especial ha experimentado una evolución considerable a lo largo de su desarrollo, cabe formularse la siguiente cuestión: ¿Qué supuestos educativos contempla la Educación Especial a través de los distintos modelos de intervención?

1. LOS ANTECEDENTES

La historia de la atención a las personas con deficiencias, discapacidades o minusvalías a lo largo de los tiempos nos permite dividirla en varias etapas.

En un primer momento tenemos que hacer referencia a los aspectos más tétricos de la Educación Especial; se caracteriza esta época por la marginación y rechazo hacia los sujetos que no cumplían los rasgos esperados por la “norma”.

Estas primeras épocas están marcadas por la ignorancia y el miedo, impregnadas de oscurantismo, superstición y negativismo (no en vano la práctica del infanticidio era muy habitual en las sociedades antiguas).

La terminología al uso de la época era la “demencia’ o “endemoniados” (lo que en buena medida justificaba las prácticas exorcistas) y, en definitiva, toda una tipología que presentaba como denominador común el hecho de que todos ellos eran sujetos ineducables.

2. PERIODO DE LAS INSTITUCIONES

En la literatura especializada, las primeras referencias históricas que tenemos sobre atención a las deficiencias son las experiencias de Fraile Pedro Ponce de León (1509‑1584), quien en el siglo XVI lleva a cabo en el monasterio de Oña (Burgos) la Educación de sordomudos. La de Juan Pablo Bonet (1579‑1633), que publicó la Reducción de las letras y el arte de enseñar a hablar a mudos. Citamos también como experiencia positiva la de Chartes Michet de L’Épée, quien crea la primera escuela pública para sordomudos en 1755, convirtiéndose después en el Instituto Nacional de Sordomudos, y la de Valentin Haüy, que crea en París en 1784 un Instituto para ciegos, encontrándose entre sus alumnos Louis Braille (1806‑1852), quien elaborará el sistema de lecto‑escritura que lleva su nombre.

Pero para poder hablar realmente de educación especial, es preciso que se deshiciera la concepción social y pedagógica que consideraba al niño como un homúnculo, es decir, como una persona adulta a medio formar.

A partir del desarrollo de nuevas concepciones sociales, entre las que destacan las aportaciones de Rousseau (1712‑1778), niño y niña son considerados como seres con características específicas.

Desde aquí se entiende a niños ciegos, sordos y, sobre todo, deficientes mentales susceptibles de ser educados.

Así pues, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, coincidiendo con los cambios sociales (Revolución francesa), la sociedad toma conciencia de la necesidad de atender a las personas más necesitadas. Es cuando se crean escuelas especiales para ciegos y sordos, y a principios del XX se crean las primeras instituciones para atender a deficientes mentales; es a partir de entonces cuando podemos hablar de Educación Especial.

Esta atención a los más necesitados se caracteriza, en un principio, más por un carácter asistencial que educativo, por eso surge lo que se ha venido a denominar “la institucionalización especializada de las personas con deficiencias”.

3. MODELOS ACTUALES DE INTERVENCIÓN

Cuando histórica y socialmente empieza a abrirse camino el concepto de derechos universales, se aborda como tal el derecho a la educación, que determina la puesta en

marcha, por parte de los poderes públicos, de medidas legislativas, sociales y organizativa para que este derecho a la educación sea, además, un hecho.

Los comienzos del siglo XX están marcados por la generalización de la educación a capas sociales cada vez más amplias; ello favorece la aparición de deficiencias y/o carencias que hasta entonces habían estado latentes y ocultas. Surge la pedagogía diferencial como ciencia y se generaliza la Educación Especial institucionalizada, que se fundamenta básicamente en los niveles de capacidad mental, diagnosticándose a multitud de alumnos en términos de capacidad mental.

Proliferan las clasificaciones de los niños según etiquetas, y se crean a iniciativa de los padres de los niños afectados según el tipo de déficits multitud de centros especializados por déficits o según las distintas etiologías de educación especial, así por ejemplo, hacia los años 40 y 50, surgen los primeros centros para niños autistas, centros para niños con síndrome de Down, de ciegos, sordos, parálisis cerebral, etc. Estos centros, lógicamente segregados de los ordinarios, tienen un programa aparte, el profesorado y especialistas son contratados por los padres, quedando la función de apoyo y ayuda económica para la administración. Desde esta perspectiva estos centros constituyen un subsistema paralelo o aparte del sistema educativo ordinario.

Este tipo de conceptualización continúa prácticamente en todo nuestro entorno europeo, hasta casi la mitad del presente siglo, si bien en nuestro país es precisamente al llegar los años 60 y, sobre todo, la LGE (Ley General de Educación) de 1970 cuando la Educación Especial alcanza unas cotas de conceptualización y por tanto de intervención que merece estudiar con cierto detenimiento, por la intensidad de los cambios que se dan en tan corto periodo de tiempo y, sobre todo, por las implicaciones que de ello se detraen de cara a la ubicación y una mejor comprensión de la Educación Especial en nuestro país.

3. 1. Enfoques que priorizan el emplazamiento físico

Como acabamos de señalar, la LGE supone un hito en la historia educativa de este país, ya que aparte de aportar el primer enfoque técnico a la educación a través de la ampliación de la EGB, configura la Educación Especial como un subsistema del sistema educativo general; ello queda claramente reflejado en su artículo 49, donde clarifica el objetivo de la Educación Especial: “Preparar mediante el tratamiento educativo a todos los deficientes e inadaptados para una incorporación a la vida social, tan plena como sea posible en cada caso, y a un sistema de trabajo en todos los casos posibles que les permita servirse a si mismos y sentirse útiles a la sociedad”.

No olvidemos que Binet y Simon por esta época elaboran un test para clasificar, cuyo objetivo era apartar de la escuela ordinaria a los más retrasados, a los deficientes.

Igualmente, en el artículo 51 se plantea textualmente que: “La educación de los deficientes e inadaptados, cuando la profundidad de las anomalías que padezcan lo hagan absolutamente necesario, se llevará a cabo en centros especiales, fomentándose el establecimiento de unidades de Educación Especial en centros ordinarios para los deficientes leves “.

Desde este enfoque se consideran dos tipos de deficientes y una doble modalidad de escolarización: los deficientes profundos serían escolarizados en centros específicos y los deficientes leves en aulas de Educación Especial en centros ordinarios. Por otra parte, podemos apreciar que apenas se incide en plantear estrategias de intervención o, en definitiva, una clara respuesta educativa a estos alumnos.

Con estos datos, y desde nuestra posición actual, podemos afirmar que se configura aproximadamente toda una década caracterizada por grandes avances de tipo cuantitativo, pero que al mismo tiempo generaron cierto desorden a nivel cualitativo.

En esta línea de clarificación cualitativa, se crea a mitad de la década, con el objetivo de ordenar la Educación Especial el INEE (Instituto Nacional de Educación Especial) en 1975, y en 1978 se elaboró el Plan Nacional de Educación Especial, con el objetivo de formar a los profesionales dedicados a la intervención con alumnos deficientes.

En resumen, casi toda la década de los años setenta está marcada por:

‑ La institucionalización de la Educación Especial (aulas, centros específicos).

‑ Se prioriza la ubicación de los alumnos, por encima de otras variables con mayor ponderación educativa.

~ Se parte de la premisa de que la mera presencia física de los alumnos entre sí mejora la interacción social.

~ Por tanto, los niños sujetos de aula de Educación Especial serán modelados por el comportamiento de los compañeros en actividades comunes (patio, Educación Física, Plástica, etc.).

‑ La escolarización (en sus dos modalidades) dentro del centro ordinario provocará la mejora del autoconcepto y, por tanto, de la autoestima de los deficientes.

Por ello, siendo respetuosos con los diversos enfoques y con las diversas modalidades que adopta la intervención a lo largo de los años setenta, podemos afirmar que el modelo que los aglutina se podría denominar “de ubicación física “, ya que es el aspecto que predomina por encima de otras premisas.

3.2. Enfoques que priorizan la terapia

Ya hemos comentado que a finales de los años setenta se dieron verdaderos intentos por introducir elementos cualitativos y organizativos en la intervención con alumnos de Educación Especial. La década de los 70, caracterizada por grandes cambios a nivel cuantitativo, precisaba tomar decisiones que regulasen y diesen coherencia a la intervención con alumnos de Educación Especial.

Un impulso a estas ideas vino precedido por la publicación de la LISMI (Ley de Integración Social de los Minusválidos), que supone un gran avance en cuanto que recoge el sentir de la época respecto a políticas de atención social, implicando a otros ministerios y administraciones públicas y, sobre todo, crea los Equipos Multiprofesionales, cuyo objetivo era el diagnóstico y valoración de los minusválidos, la elaboración de los PDI (Programas de Desarrollo Individual) y el seguimiento de los alumnos con deficiencias.

En definitiva, asistimos a la configuración de un nuevo enfoque, que va a perdurar prácticamente durante toda la década de los ochenta, caracterizándose por trasladar unas prácticas de la ciencia fundamentalmente clínica‑médica al campo educativo.

El enfoque terapéutico utiliza como metodología la individualización de la acción educativa con cada alumno; ello se fundamenta en el diagnóstico individual basado en las técnicas psicométricas y, lógicamente, en función de las discapacidades que presenta el alumno en relación con el grupo normativo de referencia, se elabora un programa individual por áreas de desarrollo para el alumno en concreto. Es lo que vino a denominarse con cierta popularidad durante buena parte de los años 80 “la elaboración del PDI”.

Es decir, la intervención terapéutica está basada en un diagnóstico de corte exclusivamente psicológico‑clínico, que hace referencia a las características y deficiencias de cada uno de los alumnos con los que se interviene. Sus objetivos son la rehabilitación y superación de las deficiencias que tienen esos alumnos. Su instrumento es la terapia, que viene a ser la aplicación de actividades y técnicas de recuperación psicológica, lo que se corresponde en medicina con el tratamiento médico para curar las enfermedades.

A nivel de práctica escolar, este enfoque dio como resultado la organización rígida de los horarios, los espacios y las actividades educativas, dificultando y en ocasiones impidiendo la participación de estos alumnos en la vida del centro.

Ahora bien, hay que reconocer que el proceso tiene su lógica, en tanto que para asistir al aula de Educación Especial hay que contar con el consiguiente diagnóstico de deficiente físico, psíquico o sensorial y en función de la valoración y, por tanto, de las áreas deficitarias se elabora por parte del técnico que realiza la valoración el consiguiente PDI.

Visto así, el enfoque tiene sus dosis de coherencia, pero desde nuestra perspectiva analizamos que de él se desprenden prácticas excesivamente médicas muy al margen de la realidad educativa.

En resumen, y sin minusvalorar lo positivo que este enfoque tuvo, buena parte de la década de los años ochenta estuvo caracterizada por:

– Se revaloriza el diagnóstico clínico‑médico (se aplican multitud de pruebas y baterías de tipo normativo), poniendo el énfasis en las causas del déficit.

‑ El diagnóstico siempre es individual, ya que con cierta lógica es el alumno el que presenta sus dificultades o déficits sin importar para nada los datos del contexto escolar‑familiar o social.

‑ Por primera vez en nuestro país se regulan las aulas de Educación Especial, con una definición clara del perfil de alumno que era sujeto de dicha educación.

‑ La respuesta educativa que se da al alumno es un Programa de Desarrollo Individual que recoge objetivos, contenidos y actividades al margen de la propuesta curricular del aula.

‑ Las responsabilidades de los avances‑retrocesos en el desarrollo del PDI la tienen en exclusiva quienes lo llevan a cabo, es decir, profesorado especialista; el tutor, por tanto, se exime de toda intervención en este aspecto.

‑ En definitiva, y como acabamos de ver, el modelo terapéutico (heredado de las tendencias médicas de la psicología), olvida casi por completo las características pedagógicas de la actividad educativa y utiliza el método clínico de ambulatorio, la atención caso por caso, olvidando por completo un aspecto fundamental en la actividad educativa, nos estamos refiriendo al ámbito social de los alumnos.

Veamos, más gráficamente los aspectos fundamentales de un modelo, que, como hemos podido apreciar, podría definirse como el máximo exponente de las prácticas educativas de una buena parte de los años ochenta y que por sus características se podría denominar clínico‑terapéutico.

3.3. Enfoques que priorizan la integración

El programa de integración, comenzado en 1985 de forma planificada, supuso un cambio importante en la intervención educativa y tuvo, a su vez, importantes implicaciones en los objetivos y en las perspectivas de futuro de la EE. Pocos años después el Parlamento aprobaba la LOGSE, que modifica sustancialmente la estructura de nuestro sistema educativo, plantea nuevos objetivos e incorpora los nuevos conceptos relacionados con la EE que habían surgido a partir de las experiencias desarrolladas en años anteriores.

Algunos de estos planteamientos, como la incorporación por primera vez a la legislación española del concepto de alumnos con necesidades educativas especiales (acnees), que viene a suprimir al de deficientes, el carácter de los objetivos educativos generales para estos alumnos (los mismos que se establecen con carácter general para todos), las posibilidades de realizar adaptaciones o diversificaciones del currículo, o la participación de los padres en las decisiones que afectan a la escolarización de sus hijos, entre otros, son algunos de los aspectos que determinan el carácter integrador que va a impregnar toda la década de los noventa hasta nuestros días.

Ahora bien, como en el enfoque clínico, el integrador se fundamenta en la realización previa del diagnóstico, pero de naturaleza psicopedagógica, donde se hace referencia no sólo al alumno, sino también al centro y al aula en los que se va a ubicar la actividad educativa de los acnees.

Tampoco este tipo de intervención tiene planteados los mismos objetivos que en la década anterior, ya que se pretende la socialización y normalización de los acnee, su autonomía de acción en el medio en el que se encuentran habitualmente y la adquisición de aprendizajes instrumentales básicos que les permitirán lograr plenamente los objetivos anteriores.

Los procedimientos que se preconizan desde los progresos integradores van encaminados a potenciar los mismos aprendizajes, los mismos objetivos y los mismos contenidos para todos los alumnos, sean o no acnees, para lo que promueven las adaptaciones curriculares. A estos cambios deben unírseles las oportunas modificaciones en los criterios de evaluación, de organización, metodología y presentación de las actividades, pero sin renunciar para nada a la consecución de los objetivos planteados en la concreción curricular que hace referencia a los niveles educativos en los que se encuentren los alumnos.

Igualmente, desde la organización educativa se posibilita el proceso integrador de los acnees, ya que ya no es el profesor de apoyo el encargado en exclusiva de los progresos del alumno, sino el tutor, en coordinación con el resto de profesionales. Un enfoque de estas características que implica un único currículo, con diversos niveles de adaptación donde todo y todos están implicados, también lo podríamos denominar como sistémico, ya que es todo el sistema educativo (en este caso concreto, centro) el que tiene la responsabilidad de dar respuesta a todos los alumnos escolarizados, independientemente del grado de necesidades que presenten.

En definitiva, el enfoque de finales de los ochenta y que se consolida en la década de los noventa, opta por una opción claramente integradora, siendo sus características más relevantes:

‑ Lo fundamental ahora claramente pasa por delimitar las necesidades educativas especiales de los alumnos.

‑ Dichas necesidades educativas no solamente están en el sujeto, sino que están en el proceso intelectivo (alumno‑contexto de aprendizaje).

‑ Por ello, la valoración de dichas necesidades educativas debe realizarla el propio maestro, en colaboración con otros profesionales (apoyos/EOEP … ); y en función de la evaluación determinar el tipo de ayudas que precisa.

‑ Por tanto, desde este enfoque, la respuesta educativa que se proporciona al alumno es la programación general del grupo/clase, con las consiguientes adaptaciones curriculares, en función de sus necesidades.

‑ Así pues, los resultados a destacar de la intervención integradora son, por una parte, una mayor socialización de los acnees que a su vez lleva consigo una tendencia a la normalización de su situación escolar y personal, y por otra una mejora de la organización escolar con criterios más flexibles, activos y, por tanto, participativos.

Queremos terminar diciendo que este modelo sistémico o integrador que, como acabamos de señalar, comienza a tener sus señas de identidad en la década de los noventa, es una apuesta de futuro que implica grandes cambios en el sistema educativo.

La opción por una escuela comprensiva, un modelo de escuela para todos, está en la base en la que se afianza la educación especial integrada.

La escuela comprensiva es entendida como: “La forma de enseñanza que se ofrece a todos los escolares de un determinado intervalo de edad con un fuerte núcleo de contenidos comunes dentro de una misma institución y una misma aula, y que evita de esta forma la separación de los alumnos en vías deformación diferentes, que puedan ser irreversibles” (MEC, 1987).

Por ello, la opción por un modelo comprensivo de escuela no sólo requiere cambios cuantitativos, como los esfuerzos realizados en los años setenta, sino y sobre todo cambios cualitativos en todos los aspectos que configuran la oferta y respuesta educativa como curriculares tanto en sus elementos de acceso como básicos como en los aspectos referentes a la organización.

Por tanto, y como señalábamos al referirnos al modelo integrador, una escuela comprensiva es una escuela que opta por la integración de los acnees y por ello respetuosa con la diversidad. Terminamos con una frase del Ministerio de Educación y Cultura, que consideramos que sintetiza con bastante nitidez y claridad el concepto de escuela comprensiva, que oferta una respuesta educativa dirigida a la diversidad y favorecedora de la integración: “Reivindicar una escuela con talante comprensivo no significa en ningún caso reclamar uniformidad para todos los alumnos, sino que supone educar en el respeto de las peculiaridades de cada estudiante y en el convencimiento de que las motivaciones, los intereses y la capacidad de aprendizaje son muy distintos entre los alumnos, debido a un complejo conjunto de factores, tanto individuales como de origen sociocultural, que interactúan entre sí” (MEC, 1989).

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